Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?
FEDRO.—En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.
SÓCRATES.—Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.
FEDRO.—Nada más cierto.
SÓCRATES.—Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al dios que me posee, y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.
[Edición Electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS]