He aquí todo lo que tenía que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más, porque mi discurso está terminado.
FEDRO.—Creía que lo que has dicho era sólo la primera parte, y que hablarías en seguida del hombre no enamorado, para probar que se le debe favorecer con preferencia, y para presentar las ventajas que ofrece su amistad.
SÓCRATES. ¿No has notado, mi querido amigo, que, sin remontarme al tono del ditirambo, ya mi lenguaje ha sido poético, cuando sólo se trata de criticar? ¿Qué será si yo emprendo el hacer el panegírico del amigo sabio? ¿Quieres, después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas, acabar de extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin amor se encuentran tantas ventajas como inconvenientes en el del hombre apasionado. ¿Habrá necesidad de largos discursos? Bastante me he explicado sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de mis consejos lo que quiera, y yo repasaré el Iliso, como quien dice, huyendo, antes que venga a tu magín hacer conmigo mayores violencias.
FEDRO.—No, Sócrates, aguarda a que el calor pase. ¿No ves que apenas es mediodía, y que es la hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo?
Permanezcamos aquí algunos instantes, conversando sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo refresque nos marcharemos.
SÓCRATES.—Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión por los discursos, y en este punto no hallo palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu generación, no hay uno que haya producido más discursos que tú, sea que los hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas obligado a otros a componerlos, quisieran o no quisieran.
Sin embargo, exceptúo a Simmias el Tebano; pero no hay otro que pueda compararse contigo. Y ahora mismo me temo que me vas a arrancar un nuevo discurso.
FEDRO.—No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.
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