Fedro:242b-243a – O demônio de Sócrates

SÓCRATES.—Según me estaba preparando para pasar el río sentí esa señal divina que ordinariamente me da sus avisos y me detiene en el momento de adoptar una resolución1, y he creído escuchar de este lado una voz que me prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una expiación, como si hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy adivino, y en verdad no de los más hábiles, sino que a la manera de los que sólo ellos leen lo que escriben, yo sé lo bastante para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. Hay en el alma humana, mi querido amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.

FEDRO.—¿Qué quieres decir?

SÓCRATES.—Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste y por el que me has obligado a pronunciar.

FEDRO. ¿Cómo así?

SÓCRATES.—El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede darse un atentado más grave?

FEDRO.—No, sin duda, si dices verdad.

SÓCRATES.—¿Pero qué? ¿No crees que Eros es hijo de Afrodita y que es un dios?

FEDRO.—Así se dice.

SÓCRATES.—Pues bien, Lisias no he hablado de él ni tú mismo en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si Eros es un dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con Eros. Además, yo los encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración.


  1. Ninguno de los autores antiguos explica lo que era el demonio de Sócrates, y esto hace creer que este demonio no era otra cosa que la voz de su conciencia, o una de esas divinidades intermedias con que la escuela alejandrina pobló después el mundo. Con esto coincide el dicho de Séneca: “Hay en el corazón de un hombre de bien yo no sé qué dios, pero habita un dios.”