Sóc.-¿Ves tú, Hipias, que digo la verdad al afirmar que yo soy infatigable en las preguntas a los que saben? Es probable que no tenga más que esta cualidad buena y que las otras sean de muy poco valor; en efecto, me extravío al buscar dónde están los cosas y no sé de qué manera son. Una prueba de ello, suficiente para mí, es que, cuando estoy con alguno de vosotros, los bien considerados por una sabiduría de la que todos los griegos darían testimonio, se hace visible que yo no sé nada. Pues, por así decirlo, no coincido en nada con vosotros; por tanto, ¿qué mayor prueba de ignorancia existe que discrepar de los hombres que saben? En cambio, tengo una maravillosa compensación que me salva: no me da vergüenza aprender, sino que me informo, pregunto y quedo muy agradecido al que me responde y nunca privé a nadie de mi agradecimiento, jamás negué haber aprendido algo haciendo de ello una idea original mía. Al contrario, alabo como sabio al que me ha enseñado, dando a conocer lo que aprendí de él. Y por cierto, tampoco ahora estoy de acuerdo con lo que tú dices, sino que discrepo totalmente. Sé muy bien que esto es por mi causa, porque soy como soy, para no decir de mí nada grave. En efecto, Hipias, a mí me parece todo lo contrario de lo que tú dices; los que causan daño a los hombres, los que hacen injusticia, los que mienten, los que engañan, los que cometen faltas, y lo hacen intencionadamente y no contra su voluntad, son mejores que los que lo hacen involuntariamente. Algunas veces, sin embargo, me parece lo contrario y vacilo sobre estas cosas, evidentemente porque no sé. Ahora, en el momento presente, me ha rodeado una especie de confusión y me parece que los que cometen falta en algo intencionadamente son mejores que los que lo hacen involuntariamente. Hago responsables del estado que ahora padezco a los razonamientos precedentes, de manera que ahora, en este momento, los que hacen cada una de estas cosas involuntariamente son peores que los que las hacen intencionadamente. Así pues, hazme esta gracia y no rehuses curar mi alma, pues me harás un bien mucho mayor librándome el alma de la ignorancia que el cuerpo de una enfermedad. En todo caso, me anticipo a decirte que no me vas a curar si tienes la intención de pronunciar un largo discurso, pues no sería capaz de seguirte. En cambio, si estás dispuesto a responderme como hasta ahora, me ayudarás mucho, y creo que tampoco te hará daño a ti. Es justo que te llame en mi ayuda, hijo de Apemanto, pues tú me animaste a dialogar con Hipias. También ahora tú, si Hipias no quiere responder, pídeselo por mí.
Éud. -Pero creo yo, Sócrates, que Hipias no tiene necesidad de nuestro ruego. No iban por ahí las palabras que nos anticipó, sino más bien hacia que no evitaría las preguntas de nadie. ¿Es así, Hipias? ¿No es eso lo que decías?
Hip. -Sí, ciertamente. Pero, Éudico, Sócrates siempre embrolla las conversaciones y parece como si tratara de obrar con mala intención.
Sóc. -Mi buen Hipias, no hago eso intencionadamente, pues sería sabio y hábil, según tus palabras, sino que lo hago involuntariamente, de modo que perdóname. En efecto, tú dices que se debe excusar al que hace daño involuntariamente.
Éud. -No lo hagas de otro modo, Hipias, sino que, por nosotros y por las palabras que antes dijiste, contesta a lo que te pregunte Sócrates.
Hip. -Responderé, puesto que me lo pides tú. Bien, pregunta lo que quieras.