Sóc. -Así será, Hipias, si lo quiere la divinidad. Sin embargo, respóndeme ahora brevemente sobre esta cuestión, pues me lo has recordado con oportunidad. Recientemente, Hipias, alguien me llevó a una situación apurada en una conversación, al censurar yo unas cosas por feas y alabar otras por bellas, haciéndome esta pregunta de un modo insolente: «¿De dónde sabes tú, Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son feas? Vamos, ¿podrías tú decir qué es lo bello?» Yo, por mi ignorancia, quedé perplejo y no supe responderle convenientemente. Al retirarme de la conversación estaba irritado conmigo mismo y me hacía reproches, y me prometí que, tan pronto como encontrara a alguno de vosotros, los que sois sabios, le escucharía, aprendería y me ejercitaría, e iría de nuevo al que me había hecho la pregunta para volver a empezar la discusión. En efecto, ahora, como dije, llegas con oportunidad. Explícame adecuadamente qué es lo bello en sí mismo y, al responderme, procura hablar con la máxima exactitud, no sea que, refutado por segunda vez, me exponga de nuevo a la risa. Sin duda, tú lo conoces claramente y éste es un conocimiento insignificante entre los muchos que tú tienes.
Hip. -Sin duda insignificante, por Zeus, Sócrates, y sin importancia alguna, por así decirlo.
Sóc. -Luego lo aprenderé fácilmente y ya nadie me refutará.
Hip. – Ciertamente, nadie; de lo contrario, sería mi saber desdeñable y al alcance de cualquiera.
Sóc. – Buenas son tus palabras, por Hera, Hipias, si vamos a dominar a ese individuo. Pero, ¿no hay inconveniente en que yo lo imite y que, cuando tú respondas, objete los razonamientos? En efecto, tengo alguna práctica de esto. Si no te importa, quiero hacerte objeciones para aprender con más seguridad.
Hip. -Pues bien, hazlo. En efecto, como decía ahora, la cuestión no es importante y yo podría enseñarte a responder a preguntas incluso mucho más difíciles que ésta, de modo que ningún hombre sea capaz de refutarte.