1. ¿Cada uno de nosotros es inmortal o, por el contrario, perece enteramente? ¿Son únicamente algunas partes de nosotros las que se dispersan y destruyen, mientras otras — aquellas que verdaderamente nos constituyen a nosotros mismos — subsisten por toda la eternidad? He aquí algo que hemos de aprender, si verificamos la investigación de acuerdo con la naturaleza.
El hombre no es, en modo alguno, un ser simple, sino que hay en él un alma e, igualmente, un cuerpo, ya sea éste un instrumento del alma, ya se refiera a ella de cualquier otro modo. Si damos por buena esta división, hemos de considerar entonces la naturaleza y la esencia del alma y del cuerpo. En cuanto al cuerpo, decimos que es algo compuesto, porque según la razón no puede subsistir, y la sensación, por su parte, lo ve descomponerse, disolverse y aceptar pérdidas de todas clases, con el retorno de sus mismos componentes al punto del que provienen. Así, un cuerpo destruye a otro, lo transforma y lo hace perecer, sobre todo cuando el alma, que establece los lazos de amistad, no se encuentra presente en sus masas.
Aun considerando por separado cada una de las cosas que nace, podemos afirmar que no es una, puesto que admite la división en forma y en materia. Y esto se da necesariamente en los cuerpos simples, que responden también a tal ordenación. Los cuerpos, por lo demás, tienen una determinada magnitud y se dividen y fragmentan al mínimo, aceptando con ello su propia destrucción. Si, pues, el cuerpo es una parte de nosotros mismos, no somos enteramente inmortales; y si, por el contrario, es un instrumento, se nos habrá concedido por la naturaleza para un tiempo determinado. Con todo, lo más importante del hombre será, sin duda, el hombre mismo, que deberá ser considerado como una forma con respecto a la materia, o como el ser que se sirve de un instrumento con respecto a este mismo instrumento. Ya lo tomemos en uno u otro sentido, el hombre mismo es el alma.