Consideremos ahora cómo se habla del alma en el sentido de una entelequia. Pues se dice, que el alma ocupa en el ser compuesto el lugar de la forma con relación a la materia, que constituye el cuerpo animado; pero no es, verdaderamente, forma de cualquier clase de cuerpo, ni del cuerpo como tal, sino de un cuerpo natural y organizado, que posee la vida en potencia . Si, pues, se la hace semejante a aquello con lo que se la compara, vendrá a ser como la forma de una estatua con relación al bronce. Se dividirá, por tanto, según se divida el cuerpo, de tal modo que si se separa una parte del cuerpo, quedará separada con ella una parte del alma. No podrá darse, así, la huída del alma en los sueños, ya que si se trata de una entelequia ha de adherirse al ser del que ella misma es entelequia, con lo cual ni siquiera existirá el sueño.
Si el alma es una entelequia no hay contradicción alguna entre la razón y los deseos, puesto que, al no mantener diferencias consigo misma, tendrá que experimentar toda ella una sola y única afección. Tal vez sólo sean posibles en ella las sensaciones, y no en cambio los pensamientos. Por lo cual, estos mismos pensadores llegan a introducir otra alma, la inteligencia, a la que consideran inmortal. Si hemos de usar de este término, conviene que el alma razonable sea una entelequia, pero en otro sentido. En el caso del alma sensitiva, si conserva en sí misma las improntas de objetos sensibles no presentes, las conservará sin la intervención del cuerpo; de otro modo, esas improntas serían como formas e imágenes, pero, de ser así, no podría recibir ya ninguna otra. El alma no es, por tanto, una entelequia que no pueda separarse del cuerpo. Ciertamente, la parte del alma que desea, no los alimentos sólidos y las bebidas, sino otros objetos distintos a los corpóreos, no podría ser una entelequia inseparable del cuerpo. Nos quedaríamos, pues, con el alma vegetativa, de la que podríamos dudar aún si se trata o no de una entelequia inseparable del cuerpo. Pero parece claro que no lo es, pues, en efecto, el principio de toda la planta se encuentra en la raíz, y alrededor de ella y de las partes inferiores aumenta la planta en la mayor parte de los casos. Su alma deja, evidentemente, que las otras partes se reúnan en una sola, con lo cual no es en el todo como una entelequia inseparable. Por otra parte, la planta, antes de crecer, cuenta ya con una pequeña masa. Si, pues, el alma pasa de una planta más grande a otra más pequeña, y de ésta a una planta entera, ¿qué impide que se separe totalmente? Siendo, además, indivisible, ¿cómo podría hacerse divisible, por su carácter de entelequia de un cuerpo divisible? La misma alma pasa, como sabemos, de un animal a otro: ¿cómo, entonces, el alma del primer animal podría convertirse en el alma del siguiente, si se trata de la entelequia de un solo cuerpo? Esta dificultad se aparece clara por el cambio de unos animales en otros.
El ser del alma no consiste, por tanto, en ser la forma de un cuerpo, sino que el alma es en realidad una sustancia que no recibe su ser por hallarse instalada en un cuerpo; muy al contrario, existe ya antes de llegar a convertirse en el alma de un determinado animal, cuyo cuerpo ella misma engendrará. ¿Cuál es, entonces, su esencia? Porque si no es un cuerpo, ni afección de un cuerpo, sino acción y creación, y si, por otra parte, muchas de las cosas están en ella y provienen de ella, y, además, ella misma es una sustancia fuera del cuerpo, ¿qué habrá de ser, en definitiva? Será, sin duda alguna, lo que nosotros llamamos una verdadera sustancia. Todo ser corpóreo está sujeto a la generación y no es una sustancia; esto es, se dice que nace y que perece y que no es nunca verdaderamente ; si se conserva, se conservará precisamente por su participación en el ser y en tanto dure esta participación.