Igal: Tratado 29 (IV, 5) — SOBRE LAS DIFICULTADES ACERCA DEL ALMA III o SOBRE LA VISION

1. Como hemos diferido considerar si puede ciertamente verse sin ayuda de ningún medio interpuesto, como por ejemplo el aire o cualquier otro cuerpo transparente, parece llegada la hora de que examinemos la cuestión.

Hemos dicho ya que tanto la visión como, en general, toda sensación, se verifican por intermedio de un cuerpo. El alma, si no cuenta con la colaboración del cuerpo, se mantiene por entero en el mundo inteligible; pero, como sentir es percibir, no realmente las cosas inteligibles, sino tan sólo las cosas sensibles, el alma debe estar en contacto con las cosas sensibles, y valerse de los medios que tengan semejanza con ellas para tratar de conocerlas y experimentarlas. Esta es la razón por la cual el conocimiento de las cosas sensibles se realiza por órganos corpóreos. Y precisamente por medio de estos órganos, combinados ininterrumpidamente a ella, mantiene el alma de algún modo su unidad con las cosas sensibles, basada en la comunidad de afectos entre ella misma y estas cosas.

Veamos, pues: ¿conviene en verdad un contacto del órgano con las cosas conocidas? Parece obvio formularse la cuestión en cuanto a las cosas conocidas por el tacto, pero tratamos aquí de la visión — del oído trataremos más adelante — y hemos de preguntarnos a este respecto si para ver hay necesidad de un cuerpo intermedio entre el ojo y el color.

Podría haber, sin duda, un cuerpo que hiriese el órgano por accidente, pero que, sin embargo, no sirviese para la visión. Ahora bien, si los cuerpos densos, tales como los cuerpos terrestres, son un impedimento para la visión, y si, por otra parte, cuanto más sutil es el medio, mejor vemos en realidad, ¿no deberá ser considerado el medio como un auxiliar de la visión o, al menos, como algo que no la impide? Mas, podría también contestarse, esos mismos medios de que hablamos constituyen un obstáculo para la visión. El cuerpo intermedio es el primero que recibe la afección sensible y, consiguientemente, su misma impronta. Prueba de ello es que si alguno se encuentra delante de nosotros y dirige su mirada hacia un color, ve decididamente ese color, el cual no llegaría hasta nosotros si no contase con el cuerpo intermedio.

Pero no es necesario de todo punto que el medio se vea afectado. Basta que la afección sea experimentada por el órgano, si está en su naturaleza el recibirla, puesto que, en el caso de que el medio la experimente, la recibirá sin duda de manera diferente. Así, por ejemplo, una caña colocada entre mi mano y un pez torpedo no experimenta lo mismo que sufre mi mano, aunque podría decirse que, si no existiese la caña o la crin, mi mano no se vería afectada. El hecho mismo, con todo, ofrece serias dudas, porque se afirma de los pescadores que tienen un torpedo en sus redes que sienten incluso su entumecimiento. Parece posible hablar aquí de un caso de simpatía, porque cuando es propio de la naturaleza de un ser sufrir la influencia de otro por la semejanza que mantiene con él, el medio no sufre esa afección si no es precisamente por razón de semejanza, y, aun en el caso de sufrirla, la sufre desde luego de distinta manera. Si esto es así, el ser que por naturaleza deba ser afectado por otro, lo será en mucho mayor grado cuando no exista ningún ser intermedio, e incluso, de existir éste, aunque pueda naturalmente recibir la afección.

2. Si la visión consiste en enlazar la luz del ojo con la luz que se interpone hasta el objeto sensible, conviene que exista ese intermediario que es la luz, como lo exige la misma hipótesis. Pero si es el objeto, y mejor el cuerpo coloreado, el que produce la alteración, ¿qué es lo que impide que esta modificación llegue inmediatamente al ojo, sin la ayuda de ningún cuerpo intermedio? Y eso, aun en el supuesto de que tengamos ahora ante los ojos un medio que recibe la modificación.

En cuanto a los que admiten que la mirada emana de los ojos, no podrían concluir en absoluto que exista un cuerpo intermedio, de no sentir el temor de que el rayo visual no caiga. Pero es claro que se trata aquí de un rayo de luz, y la luz se propaga en línea recta. En cuanto a los que toman como causa una determinada resistencia, tienen verdadera necesidad de un medio. Los que se inclinan por las imágenes, afirmando que éstas atraviesan el vacío, inquieren la existencia de un espacio para que las imágenes no se vean detenidas. De modo que, como el obstáculo se reduce al mínimo cuando no existe un medio, no ponen en duda nuestra hipótesis. Y los que afirman, en fin, que la visión es un acto de simpatía, dirán realmente que se ve menos cuando existe un cierto medio, porque este medio impide, embaraza y hace más oscura la simpatía. Para el caso de que el medio fuese afín a los seres, el resultado que obtendríamos es que la simpatía pierde consistencia al ser paciente el medio mismo. Porque si un cuerpo denso se ve presa del fuego y quema realmente, sus partes profundas sufrirán menos que sus partes superficiales con la acción del fuego. Si, pues, las partes de un ser animado único simpatizan entre sí, ¿se sentirán menos afectadas de existir entre ellas un medio? Se sentirán, sin duda, menos afectadas, y la impresión que reciban estará atemperada a lo que quiera la naturaleza, ya que el medio impide que esa impresión sea excesiva, salvo, claro es, que la influencia dada sea tal que el medio no resulte afectado enteramente.

Si existe, por tanto, una relación de simpatía entre las partes del ser animado único y si, a la vez, nosotros mismos compartimos esa simpatía, es porque, ciertamente, nos encontramos en un universo único y formamos también parte de él; de modo que, ¿cómo no admitir una continuidad cuando tenemos la sensación de un objeto lejano? Debe existir, en efecto, un medio continuo, porque el ser animado universal tiene que ser continuo. Pero este medio sólo debe ser afectado por accidente, ya que en otro caso todo debería ser afectado por todo. Ahora bien, si una cosa concreta es afectada por otra cosa, también muy concreta, no es de todo punto necesario que exista el medio. Habrá que preguntarse por qué se habla de un medio necesario para la visión. Pues parece claro que lo que atraviesa el aire no lo hace siempre sufrir, sino que se limita a dividirlo. Cuando una piedra cae, por ejemplo, ¿qué otra cosa ocurre al aire sino que no le opone resistencia? No es lógico atribuir la caída de la piedra, completamente natural, a la reacción del aire que tiende a reemplazarla, ya que de la misma manera explicaríamos el movimiento ascendente del fuego, lo cual es absurdo. Porque la procedencia del fuego sobre la fuerza que ejerce el aire se justifica por la rapidez de su movimiento y si se dice que la velocidad de su empuje aumenta con la velocidad del movimiento, entonces el movimiento del fuego se produciría accidentalmente y no habría razón para que se dirigiese a lo alto. Por otra parte, los árboles crecen hacia arriba sin recibir ningún impulso, y nosotros mismos al movernos cortamos el aire, pero no por eso nos detiene su empuje, que se limita únicamente a llenar los vacíos sucesivos que hemos dejado. Por tanto, si el aire resulta dividido por cuerpos en movimiento sin ser afectado por ello, ¿qué impide admitir que las formas visuales pasen a través de él sin que siquiera le dividan? Si es cierto que esas formas no le atraviesan como lo hace la corriente de un río, ¿por qué necesariamente tiene que ser afectado, y nosotros por su intermedio luego de la impresión recibida por él? Si la sensación viniese precedida de una modificación del aire, nosotros no veríamos el objeto al dirigir a él nuestra mirada, sino que sentiríamos tan sólo el aire que se halla a nuestro alcance, como ocurre en la sensación de calor; porque aquí no experimentamos realmente el fuego lejano, sino el aire caliente que está próximo a nosotros. La sensación de que ahora hablamos se produce por contacto, pero no así la que tiene lugar por la vista. De ahí que un objeto no se haga visible colocándolo sobre los ojos, sino que es necesario iluminar el medio, porque el aire, por sí mismo, es oscuro. Si no fuese oscuro, tal vez no habría necesidad de iluminarlo, pero la oscuridad constituye un obstáculo para la visión y debe ser dominada por la luz. No vemos en realidad un objeto muy próximo a nuestros ojos porque trae consigo la sombra del aire y la suya propia.

3. Una prueba decisiva de que la forma de los objetos no es transmitida a la vista por intermedio del aire, afectado gradualmente, nos la da el hecho de que, por la noche y en la oscuridad, vemos el fuego, los astros y las formas de éstos. No podrá decirse, verdaderamente, que las formas originadas por ellos han entrado en contacto con nosotros a través de la oscuridad, porque en este caso no habría oscuridad, al iluminar el fuego sus formas. Por otra parte, aun en la más profunda oscuridad, ya ocultos los astros y sin que provenga de ellos luz alguna, vemos el fuego de los faros y el de las torres que se muestran en las naves. Si se afirmase que este fuego atraviesa el aire, contrariamente a lo que testimonian nuestros sentidos, sería entonces necesario que tuviésemos la visión de una forma oscura en el aire, pero no la del fuego mismo, que es lo que claramente se percibe. Si vemos, por tanto, lo que está más allá de un medio oscuro, veremos todavía mejor cuando no se da este medio. Y si se objetase a esto que no hay realmente visión cuando no hay un medio, tendríamos que contestar que no es esencial aquí la falta de un medio, sino en mayor grado que se haga desaparecer la simpatía del animal universal consigo mismo y la que existe entre todas sus partes, que habrán de constituir una unidad. Pues parece que la sensación existe, porque este animal — esto es, el todo — simpatiza consigo mismo. De otro modo, ¿cómo un objeto podría sufrir la influencia de otro, y sobre todo de un objeto alejado? Tendríamos que examinar también, para el caso de que existiese otro mundo y otro ser animado no tributario del nuestro, si un ojo, situado en la convexidad del cielo, podría contemplarlo a una distancia conveniente, o bien si ese mundo no existiría para él . Pero dejemos la cuestión para más adelante.

Traigamos aquí otra prueba de que la sensación visual no tiene lugar por el hecho de que el medio sea afectado. Porque si el aire fuese afectado, lo sería necesariamente a la manera de un cuerpo, esto es, a la manera como la figura se imprime en la cera; en cada parte de la impronta quedaría impresa también una parte del objeto visible, hasta tal punto que la parte de la impronta que está en contacto con el ojo recibiría del objeto visible una parte igual a la de la pupila. Ahora bien, lo que se ve es el objeto en su totalidad y todos cuantos están en el aire lo ven, ya lo miren de frente u oblicuamente, de cerca o por detrás, y siempre que nadie se interponga. De modo que cada parte del aire contiene verdaderamente la forma visible total, pero no como estado de un cuerpo sino según la necesidad de la simpatía en el animal universal, la cual se refiere a las almas por ser de naturaleza más alta.

4. ¿Qué relación existe, pues, entre la luz contigua al ojo y la que se da en él, así como entre la que media con el objeto sensible? Digamos en primer lugar que no tiene necesidad del aire como medio. Y si se dijese que la luz no puede existir sin el aire — sin el aire, que es para ella un medio por accidente — , entonces la luz misma sería un medio, y un medio rigurosamente impasible. Pero no tenemos necesidad absoluta de que el medio sea afectado, y si existe en realidad el medio, no se trata de un medio corpóreo, puesto que la luz no es un cuerpo. Por lo demás, el ojo no necesita para ver de una luz extraña e intermedia, sino tan sólo para ver a distancia.

Dejaremos para más adelante el examen de la primera cuestión, esto es, si puede existir la luz sin el aire. Pasaremos, por tanto, a la segunda. Si suponemos antes de nada que la luz contigua al ojo es algo animado, algo por lo que circula y se extiende el alma, como quiera que se da en el interior del ojo, no hay ya necesidad, en cuanto a la percepción visual, de una luz intermedia, sino que la vista se hace semejante al tacto, y la misma facultad de ver, amparada en la luz exterior, percibe real y verdaderamente sin que el medio resulte afectado. Y así pasa al objeto el movimiento de la visión.

Llegados a este punto conviene que nos preguntemos si la visión debe marchar hacia el objeto por la existencia de un intervalo entre el ojo y el objeto o por el hecho de que en este intervalo exista un cuerpo. Si se trata de esto último, es claro que se verá una vez separado el obstáculo; si se trata de lo primero, hay que suponer que la naturaleza del objeto visible es completamente ociosa e inactiva en el acto de la visión. Pero esto parece imposible, porque el tacto no sólo conoce y toca el objeto vecino, sino que se ve afectado por las diferentes especies de cualidades, que, a su vez, da a conocer al alma. De no existir un obstáculo intermedio, también sentiría a distancia, porque es indudable que sentimos el calor del fuego al mismo tiempo que el aire intermedio y no tenemos que esperar en absoluto a que el aire se caliente. Incluso podría decirse que nuestro cuerpo, por su misma solidez, se calienta antes que el aire. De modo que nos calentamos por medio del aire, pero no gracias a él. Por consiguiente, si hay algo que puede actuar, y algo también que puede sufrir, ¿por qué echar mano de un cuerpo intermedio, sobre el cual el objeto ejerza su poder? Esto equivale, en rigor de verdad, a exigir un obstáculo. Porque, en efecto, cuando la luz del sol llega hasta aquí, no es el aire el que primero la siente y luego nosotros, sino que él y nosotros la sentimos a la vez. Incluso la vemos con frecuencia antes de que esté próxima al ojo e iluminando objetos extraños. La contemplamos, pues, sin que el aire sea afectado para nada, esto es, sin que el medio la experimente, ya que no es llegada todavía esa luz a la que el ojo debe unirse. Difícil resulta también en esta hipótesis explicar cómo se ven los astros y, en general, el fuego durante la noche.

Si suponemos que el alma permanece en sí misma, sirviéndose de la luz como de un bastón para ver de anticiparse al objeto visible, la percepción tendrá que ser considerada como una acción violenta, en orden a la resistencia del objeto y al despliegue de la luz, pues lo sensible, como tal color, deberá resistir fuertemente. Así se explican los contactos, por medio de algo interpuesto. Pero, con todo, el objeto debe haber estado directamente en contacto con nosotros, sin la intervención de ningún cuerpo intermedio; porque el contacto que así tiene lugar sólo nos da un conocimiento último, como por ejemplo el de la memoria y, sobre todo, el del razonamiento. No es éste el caso que ahora se ofrece.

Si suponemos, en fin, que el color hace sufrir en primer lugar a la luz próxima al objeto, para llegar luego gradualmente hasta la vista, la hipótesis se vuelve idéntica a la que admitía que el medio es modificado primeramente por el objeto sensible, lo cual ya se ha considerado como incierto en otra parte.

5. En cuanto a la acción de oír, hemos de preguntarnos si es el aire el afectado y si, por ejemplo, el aire situado al lado del cuerpo recibe el primer impulso del cuerpo sonoro, impulso que se transmitirá hasta el oído para culminar en la sensación. Porque podríamos suponer que el medio resulta afectado por accidente, por encontrarse entre el cuerpo sonoro y el oído, con lo cual, si se suprime el medio una vez producido el sonido, como, por ejemplo, a raíz del choque de dos cuerpos, la sensación no llegaría de modo inmediato hasta nosotros.

Conviene, pues, que primeramente sea golpeado el aire, pero no en absoluto el aire intermedio entre el cuerpo sonoro y el oído. Porque parece evidente que el aire próximo al cuerpo sonoro es el principio del sonido, ya que nunca se produciría éste por el choque de dos cuerpos, si el aire, golpeado y rechazado por ellos en su rápido encuentro, no devolviese a su vez el golpe, transmitiendo así este choque al aire cercano a los oídos. Ahora bien, si el aire, y el choque que resulta de su movimiento, es el principio del sonido, ¿cómo se producen las diferencias entre las voces y los sonidos? El bronce resuena de manera diferente, según golpee el bronce u otro cuerpo. Y otro tanto ocurre con los demás cuerpos. Pero el aire, en cambio, es sólo uno y lo mismo el golpe que recibe, mientras que los sonidos no se diferencian únicamente por su magnitud y su pequeñez.

Digamos, en fin, que si el aire produce el sonido al golpear un cuerpo, no lo produce realmente como tal aire. Porque, para producir un sonido, el aire debería mantenerse estable como un cuerpo sólido, permaneciendo también como algo sólido antes de difundirse. Basta, por consiguiente, con el choque de dos cuerpos, pues la misma conmoción que esto produce hiere nuestros sentidos y origina el sonido. Lo prueban igualmente los sonidos que se producen en el interior de los animales, que no son debidos al aire, sino que son originados por el choque mutuo de unas partes con otras. Así, por ejemplo, cuando se pliegan las articulaciones, los huesos frotan unos con otros y se les oye rechinar sin que medie entre ellos el aire. Estas son las dificultades relativas al oído, semejantes a las que conciernen a la vista. Al igual que se decía entonces, la impresión del oído supone también una cierta simpatía en el ser animado.

6. Si la luz pudiese producirse sin intervención del aire, el sol iluminaría asimismo la superficie de los cuerpos, aun en el supuesto de que el aire, ahora iluminado por accidente, fuese reemplazado por el vacío. Pero si las demás cosas son iluminadas por serlo también el aire, la existencia de la luz debe atribuirse al aire, no siendo entonces otra cosa que una afección de éste. No existiría, pues, en definitiva, de no darse asimismo la existencia del aire afectado.

Digamos, ante todo, que la luz no es en su origen una afección del aire, ni, por supuesto, del aire como tal aire. Es propia, por el contrario, de todo cuerpo ígneo o brillante; tanto es así, que las piedras brillantes tienen el color de la luz. Pero, ¿se daría la luz, en el paso de estos cuerpos que poseen tal color a otro cuerpo, si no se diese a la vez el aire? Si la luz es sólo una cualidad, y una cualidad de un determinado ser, puesto que toda cualidad ha de existir necesariamente en un sujeto, hemos de inquirir ciertamente en qué cuerpo se encuentra la luz. Pero si es, en cambio, una actividad surgida de algún cuerpo, ¿por qué no podría existir en la vecindad de éste, en un espacio intermedio y vacío que permitiese su propagación? Porque es claro que si la luz se extiende en línea recta, podrá continuar su marcha sin cabalgar sobre ningún ser.

Si lo propio de la luz fuese caer, caería necesariamente. Y entonces ni el aire, ni, en general, ningún cuerpo iluminado, la arrancarían del cuerpo que la produce y la obligarían a avanzar. Pero no es un accidente, que deba darse en absoluto en otra cosa, ni tampoco una afección, que exigiría un cuerpo afectado. De modo que, o deberá permanecer en el sujeto cuando ya se ha ido la fuente productora de la luz, o ella misma ha de irse con su fuente. Pero, así, vendría también consigo misma. ¿Cómo? Sería suficiente que contase con un espacio. En otro caso, el cuerpo del sol perdería su propia actividad. Y esta actividad no es otra que la luz.

El que una actividad provenga de un sujeto no hace suponer que termine en otro sujeto. Si éste se presenta, experimentará como tal sujeto una determinada afección. Pero así como la vida es una actividad del alma, que confluye en un cuerpo, si éste se presenta, pero que sigue existiendo aunque el cuerpo no esté a su alcance ¿qué impide que ocurra lo mismo con la luz, si ella es también la actividad de un cuerpo luminoso? Porque no es la oscuridad del aire la que engendra la luz, sino que es su misma mezcla con la tierra la que hace a la luz oscura y verdaderamente impura. Decir que el aire la produce es tanto como afirmar que una cosa es dulce por su mezcla con otra amarga. Si se dice, pues, que la luz es una modificación del aire, habrá que añadir además que esta modificación afecta también al aire, cuya oscuridad sufre una transformación y deja de ser ya oscuridad. El aire, cuando está iluminado, permanece tal cual es sin ser afectado por nada. La afección pertenece tan sólo al objeto en el que se da, bien entendido que el color no es una afección del aire, sino que existe por sí mismo; así, decimos del color que está presente en él. Y con esto se ha tratado bastante de la cuestión.

7. Pero, ¿acaso se pierde la luz o vuelve a su lugar de procedencia? Tal vez saquemos algo en limpio de aquí para lo que antes se ha dicho. Pues si la luz se introdujese en el objeto y éste, por tanto, llegase a poseerla en propiedad, podría afirmarse tal vez que la luz puede ser destruida. Ahora bien, si la luz es un acto que no fluye — de otro modo correría en abundancia por el objeto y penetraría en su interior hasta el punto de sobrepasar cualquier acto de un ser activo — , si es verdaderamente un acto, decimos, entonces es claro que no podrá ser destruida y permanecerá ella misma en tanto subsista su propia fuente. Se traslada y cambia de lugar no por un movimiento de reflujo hacia su fuente, sino por ser su acto y acompañarla siempre, en tanto nada se le oponga. Y, aunque la distancia que ahora hay del sol hasta nosotros se multiplicase varias veces, su luz no dejaría de llegarnos, siempre que un obstáculo no lo impidiese. Porque se da indudablemente en el sol un acto interior, una especie de vida sobreabundante que es como el principio y la fuente de ese acto que es la luz, el cual, al sobrepasar los límites del cuerpo, se convierte en una imagen del acto interior, esto es, en un segundo acto que no se separa nunca del primero. Cada uno de los seres tiene un acto, que es semejante a él. De modo que desde el momento que el ser exista, existirá también su acto, y, en tanto aquél subsista, su acto se verá realizado a mayor o menor distancia.

Unos actos son débiles y otros, por el contrario, son oscuros. Unos actos se nos escapan y otros, en cambio, son lo bastante poderosos para influir a distancia sobre nosotros. Cuando esto último ocurre habrá que pensar justamente que el acto existe allí donde se da el agente, llegando incluso hasta el límite de su poder. Podemos comprobarlo en los animales de ojos brillantes, cuya luz sale fuera de sus ojos. Y vemos también otros que encierran un fuego en su interior hasta el punto de que, cuando abren sus alas, brillan en la oscuridad, y cuando las cierran, ninguna luz se desprende de ellos. Sin embargo, la luz no ha desaparecido; sigue existiendo sin salir de sus cuerpos. ¿Diremos entonces que ha vuelto a entrar en el animal? No, porque ella no ha estado nunca fuera, ya que el fuego no trasluce al exterior sino que se recoge en aquél. ¿Y ocurre lo mismo con la luz? No, sino tan sólo con el fuego, el cual se recoge en el animal porque una parte de su cuerpo le sirve como de obstáculo para que él se exteriorice.

La luz que emana de los cuerpos es, pues, un acto del cuerpo luminoso que se manifiesta hacia afuera. La misma luz que hay en estos cuerpos es, ya desde un principio, una esencia que se corresponde con la forma de ellos. Así, cuando uno de estos cuerpos se mezcla con la materia produce el color. Y no es el acto sólo el que lo produce, pues a éste atribuiríamos en rigor de verdad una coloración superficial; es el acto de un cuerpo diferente de aquellos cuerpos, pero con los cuales está ligado de algún modo. Si esos cuerpos permanecen separados de él, también lo estarán de su acto.

Aunque sea el acto de un cuerpo, la luz debe ser considerada como algo enteramente incorpóreo. Y no podrá decirse con propiedad que se ha alejado o que está presente, sino en el sentido de que es una realidad y un acto. La imagen que se da en un espejo es también el acto del objeto que se ve en ella y que actúa sobre lo que puede sufrir, sin que nada fluya de él. Basta con que el objeto esté presente para que aparezca su imagen en el espejo, como imagen de una figura coloreada. Si el objeto desaparece, el medio transparente no retiene ya nada de lo que antes poseía, cuando el objeto visible extendía su acción hasta él. Y lo mismo ocurre con el alma, pues todo lo que en ella constituye el acto de una vida anterior subsiste igualmente con ella con el carácter de acto subordinado.

Pero, ¿qué acontece con algo que no es un acto, sino más bien el resultado de un acto, como cuando hablábamos de la vida propia de un cuerpo o de la luz que se encuentra mezclada con los cuerpos? Ciñéndonos a este último caso, diremos que la luz produce el color como consecuencia de la mezcla. Pero, ¿qué afirmar, en cambio, de la vida propia de un cuerpo? El cuerpo la posee, indudablemente, por la proximidad del alma. Por tanto, cuando el cuerpo deja de existir — y aun en el supuesto de que nada pueda perder su participación en el alma — , ello es debido a que su alma y las almas que le están próximas no le resultan suficientes. ¿Cómo, pues, podría seguir viviendo? Pero, ¿qué ha ocurrido entonces? ¿Es que su vida ha desaparecido? Digamos simplemente que esta vida era el reflejo de una luz. Y no se encuentra ya aquí.

8. Si existiese un ojo exterior al cielo y que mirase desde él sin obstáculo alguno que se lo impidiese, ¿podría contemplar todo aquello que no simpatiza consigo, siendo así que la simpatía se justifica por la misma naturaleza del animal universal? Si la simpatía descansa en el hecho de que quienes sienten y lo que ellos sienten pertenecen a un ser animado único, no podrá haber sensación si el cuerpo no forma parte de este universo, parte exterior ciertamente. En este caso sería, tal vez, algo sentido. Pero si, no siendo una parte de él, se aparece como un cuerpo coloreado y dotado de otras cualidades, esto es, como un cuerpo igual a los de aquí, ¿sería también algo sentido? Esto no es posible, desde luego, si nuestra hipótesis es correcta. Salvo que se intente destruir la hipótesis con esta misma consecuencia, aduciendo para ello que es absurdo admitir que un ojo no alcanza a ver el color que se le presenta, cosa que se extiende también a los demás sentidos en relación con las cosas sensibles a ellos presentes. Pero entonces preguntaríamos: ¿de dónde proviene este absurdo? Porque actuamos y sufrimos en este mundo como integrantes y participantes de un universo único. Tratemos de encontrar, pues, otras razones y quedará esto demostrado si las pruebas son suficientes, porque, de otro modo, habrá que acudir a nuevas pruebas.

Lo que sin duda resulta evidente es que todo animal simpatiza consigo mismo. Basta para ello que sea realmente un animal, en el que sus partes tendrán que simpatizar entre sí como partes que son de un animal único. Pero podría argumentarse también con la semejanza de las partes, con lo cual la percepción y la sensación tendrían lugar en el animal por su semejanza con lo que percibe, ya que el órgano ha de guardar semejanza con el objeto percibido. La sensación, en este caso, sería una percepción por medio de órganos semejantes a las cosas percibidas. Y, entonces, si el ser animado se da cuenta de los objetos, no porque estén en él, sino por la semejanza que mantienen con las cosas que hay en él, este ser percibirá como tal ser animado que es; pero, a su vez, las cosas percibidas tendrán este carácter, no porque estén en el animal, sino por ser semejantes a las cosas que hay en él. Mas, las cosas percibidas por nosotros no son semejantes a nuestros órganos sino en la medida en que el alma del universo las ha hecho semejantes, por razón de su misma conveniencia. De modo que, si admitimos un alma completamente diferente, que actuase en una región distinta a la nuestra, las cosas semejantes a las de aquí que se supone creadas por ella no serán nada para nuestra alma. Este absurdo descubre como causa verdadera la contradicción que se encierra en la hipótesis. Porque se habla aquí de algo que es y no es un alma. Y se dice de las mismas cosas que son y no son del mismo género, y a la vez semejantes y desemejantes. De modo que dicha hipótesis no merece tal nombre por las contradicciones que en sí misma encierra. Pues da por supuesto que existe un alma en esa región distinta y llega a la consecuencia de que el universo es y no es un todo, que es algo diferente y no diferente, que la nada no es realmente la nada y que ese mismo universo de que hablamos está y no está concluido. Habrá por tanto que prescindir de esta hipótesis y no tratar de buscar sus implicaciones, puesto que esta claro que la hipótesis se destruye a sí misma.