Igal: Tratado 33 (II, 9) — CONTRA LOS GNOSTICOS

1. Nos ha parecido que la naturaleza del Bien es simple y primitiva, porque todo lo que no es primitivo no es simple. Esta naturaleza nada contiene en sí misma y es algo uno que no se diferencia tampoco de lo que llamamos el Uno. Porque el Uno no es algo de lo que se diga a continuación que es uno, cosa que no se dice igualmente del Bien.

Cuando hablemos del Uno o del Bien, conviene que pensemos en una misma naturaleza; si realmente afirmamos es una, nada en verdad le atribuimos, como no sea mostrárnosla lo mejor posible a nosotros mismos. Es, así lo primero, porque nada hay más simple; y es también suficiente, porque no proviene de varias cosas; en otro caso, dependería de todas ellas. Es lo que no se da en otra cosa, porque lo que se da en otra cosa depende siempre de ella. Al no depender de otra cosa, ni darse tampoco en otra cosa o producirse como una combinación, nada habrá necesariamente sobre el Bien. No cabe, pues, andar en busca de otros principios, sino poner al Bien por delante; luego a continuación de el, a la Inteligencia y a la actividad primera inteligente, y después de la Inteligencia al alma. Esa es la ordenación según la naturaleza; ni más ni menos que es se da en la realidad inteligible. Porque si se diese menos tendríamos que afirmar como cosas idénticas al alma y a la Inteligencia, o a la Inteligencia y a lo que es primero. Ahora bien, ya se ha demostrado repetidamente que son cosas diferentes. Nos queda por examinar en la presente ocasión si se da algo más que estos tres términos. Pero, ¿que naturalezas podrían tener que no fuesen las ya indicadas? Porque si el principio de todas las cosas es lo que queda dicho no podría encontrarse nada más simple ni nada que se sitúe más alto. No deberá hablarse verdaderamente de un principio en potencia y de un principio en acto, porque sería risible introducir esta división de ser en potencia y de ser en acto, al objeto de hacerlas más numerosas, en realidades que existen y que carecen de materia. Ni siquiera se encuentra esta división en los seres posteriores al Uno; y no debe pensarse en modo alguno que sé da una inteligencia en reposo y una inteligencia en movimiento. ¿Cómo concebir el reposo de la inteligencia, su movimiento y su palabra, o la indolencia en un caso y la actividad en otro? Pues la Inteligencia es siempre lo que es y en su acto se manifiesta como estable; al alma corresponde moverse hacia ella y alrededor de ella, y a la razón, que proviene de la Inteligencia, hacer al alma realmente inteligente, y no a cualquier otra naturaleza situada entre la Inteligencia y el alma.

No hemos de admitir por esto que se den varias inteligencias, una de las cuales piense, y la otra que piense que piensa. Porque, aun admitiendo que pensar y pensar que se piensa son cosas diferentes, la impresión que tiene la inteligencia de sus propios actos es una sola. Ridículo parece admitir eso en una inteligencia verdadera, ya que es la misma, en absoluto, la inteligencia que piensa y la que piensa que piensa. Si así no fuese, contaríamos con una inteligencia que sólo piensa y con otra que piensa que la primera inteligencia piensa; pero una y otra serían diferentes. ¿Y si admitiésemos la distinción de razón? Entonces se abandonaría de antemano la multiplicidad de las hipóstasis. Por otra parte, conviene examinar, incluso desde el punto de vista de una distinción de razón, si cabe tomar en cuenta una inteligencia que sólo piense y que en sí misma no tiene conciencia de ello. Lo cual no podría producirse en nosotros mismos, que somos siempre conocedores de nuestros impulsos y de nuestros pensamientos, ya que, en cualquier otra circunstancia, se nos calificaría de insensatos. Cuando la verdadera inteligencia piensa en sus pensamientos se piensa verdaderamente a si misma y no piensa en algo inteligible que provenga de fuera; su objeto de pensamiento es ella misma y, necesariamente, al pensarse, habrá de poseerse y de verse a sí misma; al verse, además, se ve no como irreflexiva, sino como inteligente. De modo que en el primer acto de pensar se contiene ya el pensamiento de que piensa, lo cual es una sola cosa, que no cabria desdoblar, ni aun con distinción de razón. Y, por lo demás, si la inteligencia siempre está pensando lo que es, ¿qué lugar habrá para esa distinción de razón entre el acto de pensar y el acto de pensar que piensa? Podría introducirse así, añadida a la segunda inteligencia que piensa que la primera piensa, una tercera y nueva inteligencia que dijese pensar que la segunda piensa que la primera piensa, lo cual nos enredaría aún más en una cadena absurda. ¿Por qué, entonces, no proseguir de este modo hasta el infinito? Cuando hacemos que la razón provenga de la inteligencia, y luego que de ella se origine otra razón en el alma, para que la primera razón resulte algo intermedio entre el alma y la inteligencia, privamos al alma del pensamiento, si es que ella recibe la razón no de la inteligencia, sino de otra razón intermedia entre ella misma y la inteligencia. He aquí que tendrá una imagen de la razón, pero no la verdadera razón; no conocerá en modo alguno la inteligencia, ni siquiera pensará.

2. No contemos, pues, con nada más que las tres hipóstasis, como tampoco con esas invenciones accesorias que los seres inteligibles no pueden recibir. Hemos de admitir una inteligencia única, que es siempre la misma, inamovible e imitadora de su padre en la medida de lo posible. Ella está siempre cerca de los seres inteligibles; otra, en cambio, mira a lo sensible, y una tercera se sitúa en medio de las otras dos. Se trata, sin embargo, de una naturaleza única pero con múltiples potencias; unas veces se recoge toda ella en su parte mejor y se une al mejor de los seres, otras veces su parte peor se ve llevada hacia abajo y arrastra consigo a la parte de en medio; porque no es lícito que, sea arrastrada toda el alma. Habrá de aceptar, no obstante, esta triste suerte, por el hecho de no permanecer en una región de suma belleza donde sigue todavía el alma que no es una parte de nosotros, ni nosotros una parte de ella. Esa alma hace donación a todo el cuerpo de cuanto él puede recibir de ella, y, sin embargo, el alma continúa inmóvil, inactiva, sin proveer nada por medio del pensamiento, ni tampoco enderezando nada; se limita a contemplar con su maravillosa potencia lo que se encuentra antes de ella. Cuanto más se aplica a la contemplación, tanto más hermosa y fuerte se vuelve. Da todo lo que posee de lo alto a cuantos seres vienen después de ella; como está siempre iluminada, los ilumina a su vez.

3. Está siempre, en efecto, iluminada, y disfruta sin interrupción de la luz, que proporciona a todo lo que le sigue; con esas cosas que ella retiene siempre y a las que reanima con su luz, haciéndolas gozar de la vida en la medida que les es posible. Como si se calentasen, también en cuanto les es posible, situadas alrededor de un fuego que está en medio; el fuego, sin embargo, se ve sujeto a limitación.

En tanto estas potencias ilimitadas no se ofrecen excluidas de los seres, ¿cómo pueden ellas existir, sin tener nada que ver las unas con las otras? Cada una dará necesariamente de lo suyo a otro ser, pues de otro modo ni el bien sería el bien, ni la inteligencia sería la inteligencia; tampoco el alma seria la misma si después de su primera vida no llegase a contar con una segunda que fuese tanto como la primera. Es necesario que todos los seres se sigan unos de otros, en una sucesión eterna; aquellos que son engendrados, ya está claro que proceden de otros. No se diga, ciertamente, que fueron engendrados, sino que lo fueron y lo serán por siempre. Al igual que sólo se verán destruidas las cosas que tienen partes en las cuales descomponerse; las que no las tienen, no conocerán la destrucción. Podría decirse que todo termina en la materia, pero, ¿por qué no decir también que la materia perece? Si se afirma esto, ¿por qué ha sido necesario que naciese? Argüiríase que es algo que se sigue de modo inmediato y necesario, y que ahora mismo resulta necesario. Si se la dejase sola, los seres divinos no se encontrarían ya en todas partes, sino que, cual seres divididos por un muro, aparecerían localizados en un cierto lugar; pero como esto no es posible, la materia deberá estar siempre iluminada.

4. Podrá decirse también que el alma se ha hecho productora al perder sus alas; sin embargo, el alma del universo no sufre esta pérdida. Y si se admitiese que el alma es productora luego de su caída, expóngase entonces la causa de esta calda. ¿Cuándo se produjo realmente? Si ya permanece así desde la eternidad, sería según esta razón, un alma caída. Y si la caída tuvo un comienzo, ¿por qué no dio comienzo antes? Para nosotros no está la causa productora en que el alma se incline (hacia la materia), sino mejor en el hecho de que no se incline. Porque si el alma se inclina (hacia la materia) está claro que se olvida de los inteligibles; y si se olvida de ellos, ¿cómo modelar el mundo? ¿De dónde la fuerza productora del alma sino de los inteligibles que ha podido contemplar? Si el recuerdo persiste a través de su acción productora, es que el alma aún no se inclinó del todo — y no tiene, por tanto, una visión confusa — , si es que ya no se inclinó en mayor grado hacia los inteligibles, a fin de obtener así una visión más clara, Porque, manteniendo todavía el recuerdo, ¿cómo no iba a desear volver hacia él? ¿Qué es lo que pensará entonces sobre su acción productora del mundo? Seria ridículo creer que lo hace para obtener honores, confundiéndola en este caso con los escultores de que disponemos aquí. Por otra parte, si produjese el mundo validad e su pensamiento y no radicasen en su misma naturaleza el acto y el poder de la producción, ¿cómo se explicaría la formación del mundo? ¿Y cuándo lo destruirá? Porque si ha cambiado de opinión, ¿qué es lo que espera para destruirlo? Si ello no ocurre, es indudable que todavía no se ha arrepentido de su acción y que, con la costumbre y el tiempo, aquélla se le hará más querida. Supuesto que esperase a las almas individuales, parece lógico que éstas no deseasen un nuevo nacimiento, ya que, en el anterior, han probado los males de este mundo; de manera que preferirían dejarlo.

No ha de admitirse, con todo, que este mundo encierra una producción mala por el hecho de que hay en él muchas cosas que nos desagradan. Porque le concedemos una dignidad mayor si creemos que es idéntico al mundo inteligible, y no le estimamos, como en realidad es, una imagen de él. ¿Y acaso sería posible una representación más bella? Porque, ¿qué otro fuego que el de aquí podría ofrecernos una imagen mejor del fuego inteligible? ¿Hay, además de la tierra inteligible, otra tierra que supere a la nuestra? ¿Y existe otra esfera más perfecta o más ordenada en su movimiento que toda la extensión del universo inteligible? ¿Se concebiría, además del sol inteligible, otro sol que supere al sol visible?

5. Absurdo resulta que estos mismos hombres, que tienen un cuerpo, un alma plena de deseos, de penas y de movimientos coléricos, no menosprecien su propio poder y se crean, en cambio, capaces de alcanzar lo inteligible; y más todavía que, en lo que concierne al sol, su mismo poder se les aparezca menos insensible, y no tan ordenado o alterado como el nuestro; ni siquiera aceptan para el sol la inteligencia, cuando este astro es mejor que nosotros, que acabamos de venir al mundo y nos vemos impedidos por tantas cosas engañosas de dirigimos hacia la verdad. Para los que así razonan, incluso los hombres más viles cuentan con un alma inmortal y divina, en tanto el cielo entero, y todos los astros que se dan en él, carecen de un alma inmortal. Ese cielo, sin embargo, participa de las cosas más hermosas y más puras; y ellos mismos admiran su orden, su buena apariencia y disposición, desdeñando más que nadie la confusión que reina en la tierra. Como si el alma inmortal hubiese escogido adrede el lugar peor y prefiriese ceder el mejor a un alma que es mortal.

Absurdo es también introducir aquí furtivamente esa otra alma compuesta de elementos. Porque, ¿cómo podría tener vida alguna una simple composición de elementos? Una mezcla de elementos produce tan sólo o el calor o el frío, o lo seco o lo húmedo, o una composición de todas estas cosas. ¿Cómo concebir, además, una cohesión de los cuatro elementos, que surge de ellos y a continuación de ellos? ¿Qué puede decirse ya, si otorgan a esta alma la acción de percibir, la voluntad y otras mil cosas por el estilo? Como no conceden valor a la creación y a esta tierra nuestra, invocan para ellos la existencia de una tierra nueva, a la que se dirigirán una vez salidos de este mundo; ahí se encuentra la razón del mundo. ¿Qué podría haber, sin embargo, en el modelo de un mundo que odian? ¿Y de dónde procede este modelo? Según ellos, este modelo es producido luego que su creador se ha inclinado a las cosas de aquí. Pero si el autor de él tiene tanto interés en producir otro mundo luego del mundo inteligible que ya posee — y qué necesidad tendría de él —, y si creó ese modelo antes del mundo sensible, ¿con qué fin lo hizo? ¿Querría tal vez preservar las almas? Más, si las almas no estaban guardadas, el modelo existía sin razón. Y si lo creó después del mundo sensible, tomando la forma del mundo pero desprovista de la materia, bastaba una sola prueba para esas almas que intentasen conservarse en el modelo. Si estiman, por otra parte, que las almas tomaron la forma del mundo, ¿a qué vienen las novedades de lenguaje?

6. ¿Y qué hemos de decir de las otras hipóstasis que ellos admiten, como las migraciones, las representaciones adecuadas y los cambios de opinión? Porque si consideran como cambios de opinión las afecciones del alma y como representaciones adecuadas lo que se da en el alma cuando ésta contempla las imágenes de los seres, pero no los seres mismos, es claro que se trata de vaciedades para otorgar algún sentido a su propia doctrina. Todas estas cosas son maquinaciones de quienes no llegan a comprender las antiguas concepciones helénicas; porque los griegos tenían ideas claras y hablaban sin orgullo alguno de la subida que, desde la caverna y poco a poco, lleva (al alma) a una contemplación cada vez más verdadera. En general, se ha tomado por ellos alguna cosa que recuerda a Platón, pero todo cuanto inventan, al objeto de proponer una original filosofía, les lleva a apartarse de la verdad. Pues son de ver en ellos los castigos, los ríos del Hades y las migraciones de un cuerpo a otro. Y, en relación con la pluralidad de inteligibles que postulan, el Ser, la Inteligencia y el Demiurgo, se diferencian realmente del alma, aunque pretenden tomarlos de lo que dice Platón en el Timeo: “Como la inteligencia ha visto las ideas que se dan en el animal en sí, el creador de este mundo ha pensado que el universo debiera contener otras tantas especies”. Pero, ciertamente, no alcanzaron a comprender a Platón; consideraron de una parte, una inteligencia en reposo, que reúne en sí misma todas las cosas; de otra, una inteligencia que las contempla, e incluso una tercera inteligencia que reflexiona — con frecuencia, en vez de ésta hablan de un alma creadora — , juzgando que Platón se refería con ella al demiurgo; en lo cual demuestran estar lejos de saber lo que es el demiurgo.

En general, se equivocan en el modo de concebir la creación y en muchas otras cosas, y llevan por el lado peor las doctrinas de Platón, corno si ellos mismos hubiesen comprendido la naturaleza inteligible, cosa que aparecería vedada tanto a Platón como a los demás hombres divinos. Al enumerar una gran cantidad de inteligibles, piensan que podrá creerse que acaban de descubrir al fin la más rigurosa de las verdades. Sin embargo, con esta misma cantidad de inteligibles hacen que la naturaleza inteligible se parezca a la naturaleza sensible e inferior; cuando lo que realmente conviene en el mundo inteligible es perseguir el menor número posible de seres. Todos ellos habrá que atribuirlos a la Inteligencia que se sitúa a continuación del Primero, para liberarse así del número; en ella se dan todos los seres, y ella es también la primera inteligencia, la esencia y todo lo que hay de hermoso luego de la primera naturaleza. En el tercer rango colocaremos al alma, cuidando de descubrir en sus pasiones y en su naturaleza las diferencias que las almas ofrecen. Es claro que no debemos ridiculizar a esos hombres divinos, sino recibir con benevolencia sus opiniones, como hombres antiguos que son. Habremos de aceptar entonces todo lo que ellos califican rectamente: la inmortalidad del alma, el mundo inteligible, el primer Dios, la necesidad que siente el alma de huir de su trato con el cuerpo, la separación de una y de otro, que consiste en liberarse de la generación para dirigirse a la esencia. Hacen bien, desde luego, cuando emplean un lenguaje tan claro como el de Platón. No implica, sin embargo, malevolencia contra los que están en desacuerdo el decirles que no necesitan ridiculizar e injuriar a los griegos para lograr que arraiguen sus afirmaciones en el espíritu de sus oyentes; pues muy al contrario, tendrán que mostrar la rectitud de éstas en relación con las formuladas por los antiguos, y las opiniones de estos hombres, acogidas con solicitud y disposición filosófica, serán entonces expuestas en parangón con las opiniones propias, incluso, como es justo, si están en contradicción con ellas. Habrán de mirar a la verdad y no tratar de aumentar su honra con la reprobación de unos hombres que ya desde la antigüedad han sido distinguidos, y considerados como superiores, por otros hombres que no son realmente despreciables. Porque las doctrinas formuladas por los antiguos sobre los seres inteligibles son muy superiores a las de éstos; se las reconocerá como doctrinas sabias por todos aquellos que no han sido víctimas del error, tan fácilmente extendido entre los hombres. De aquellos han tomado las más de las cosas todos los que han venido después, limitándose a adiciones nada convenientes, con las que quisieron contradecirles. Para ello introdujeron en la naturaleza inteligible generaciones y corrupciones de todas clases, llenando de reproches el universo sensible, censurando la relación del alma con el cuerpo y vituperando al ser que gobierna el universo. Llegan en este aspecto a identificar el demiurgo con el alma, atribuyéndole las mismas pasiones que se dan en las almas.

7. Se ha dicho de este mundo que no ha tenido comienzo ni tampoco tendrá fin; que existe y existirá siempre con la misma licitud que los seres inteligibles. En cuanto a la unión de nuestra alma con el cuerpo, se ha dicho también antes de ellos que esta unión no constituye lo mejor para el alma. Ahora bien, pasar de esta consideración a la consideración del universo, como si se tratase de la misma cosa, es igual que censurar totalmente una ciudad bien organizada partiendo de la condición de los alfareros o de la de los herreros. Pues conviene, claro está, aprehender las diferencias entre el alma del universo y la nuestra; aquélla no gobierna del mismo modo, ni se ve sujeta al cuerpo de igual manera. Sobre estas diferencias, y las mil ya nombradas en otro lugar, convendrá aguzar nuestra reflexión; porque nosotros estamos encadenados al cuerpo y esta ligadura es real, mientras en el alma universal es la propia naturaleza del cuerpo la que se halla encadenada, y el alma enlaza consigo todo lo que esta naturaleza abarca. Sin embargo, el alma misma del universo nunca llega a ser encadenada por aquellos cuerpos que ella encadena; porque priva sobre ellos. Por lo cual también sale indemne de su trato con éstos, en tanto nosotros no somos dueños de nuestros propios cuerpos. La parte de esa alma que mira hacia lo divino y superior permanece inalterada y no conoce ningún impedimento; la otra parte, que da la vida al cuerpo, nada recibe a cambio de él. Porque, en general, lo que sufre la acción de un objeto recibe necesariamente su carácter, sin que tenga que darle nada a cambio en el caso de que posea vida propia. Eso es lo que ocurre cuando se injerta una planta: la planta sufre la acción del injerto y éste se agosta al permitir que aquélla reciba su vida. Si se extingue el fuego que hay en ti, no por ello se extingue el fuego del universo; como tampoco influiría sobre el alma desligada del cuerpo la desaparición total del fuego; únicamente afectaría a la ordenación del cuerpo, hasta tal punto que, si el mundo pudiese existir con sólo los demás elementos, en nada preocuparía ya a esa alma.

Y es que no admite comparación la disposición propia del universo con la de un ser viviente individual. En aquel organismo hay un alma que, lo recorre y le exige permanecer en sí; en el otro, se produce una huida de sus partes que deberán ser llamadas al orden por una atadura de segundo rango. Nada de esto ocurrirá allí, pues las partes del organismo universal no tienen realmente a donde dirigirse. Ni es conveniente siquiera que el alma las contenga interiormente o que, empujándolas desde fuera, las haga lanzarse hacia dentro, sino que la naturaleza ha de permanecer donde el alma la quiso ya desde un principio. Si un cuerpo se mueve de conformidad con su naturaleza, hace sufrir a todos aquellos cuerpos que no pueden moverse de conformidad con su naturaleza; y estos mismos cuerpos son movidos ordenadamente como partes del universo que son. Algunos de ellos se ven destruidos si no pueden sobrellevar el orden del universo; cual si se tratase de una tortuga que fuese abandonada entre un gran coro que marcha con buena disposición. Es claro que la tortuga sería pisoteada, de no poder escapar al avance del coro; pues si pudiese ordenarse con él, no sufriría entonces el menor daño.

8. Preguntarse por qué fue hecho el mundo es lo mismo que preguntarse por qué hay un alma o por qué lo hizo el demiurgo. Esto equivale sobre todo a dar por bueno un principio para lo que existe desde siempre. Y viene a significar después que, luego de haber cambiado, se ha convertido también en causa de su misma obra.

Habrá que mostrar a quienes piensan así — y siempre que lo acepten con buenos sentimientos — cuál es la naturaleza de las cosas; de este modo podrán desvanecerse las censuras que formulan tan alegremente contra seres dignos de estima, de los que debiera hablarse adecuadamente y con mucha más propiedad. En realidad, no convendría menospreciar el gobierno del universo, dado que manifiesta, en primer lugar, la grandeza de la naturaleza inteligible. Porque si ha llegado a una vida tal que no tiene la in articulación de la vida de los animales — de los pequeños animales que se producen sin interrupción, noche y día, por la misma sobreabundancia de la vida del universo — , sino que es una vida continua, clara y múltiple, que se extiende por todas partes y manifiesta una extraordinaria sabiduría, ¿cómo no afirmar que se trata de una imagen visible y hermosa de los dioses inteligibles? Si es una imagen, no cabe confundirla con el mundo inteligible, ni está en su naturaleza el serlo; porque, entonces, tampoco sería ya una imagen. Pero es falso afirmar que no guarda semejanza con el original; nada se ha omitido de todo cuanto debe tener una hermosa imagen natural. No es necesario, sin embargo, que esta imagen sea la obra de una mente artística, porque lo inteligible no debe ser la última realidad. Su obra tendrá que cumplirse de dos maneras: de un lado, actuando sobre sí mismo, de otro, actuando sobre algo diferente. Convendrá, pues, que haya algo después de él, ya que si existiese solo nada se encontraría por debajo de sí, lo cual resultaría de todo punto imposible. Una potencia maravillosa corre por él, potencia que le fuerza a actuar. Si de hecho hay otro mundo superior a éste, ¿cuál es en realidad? Porque si ha de haber alguno, y no sabemos de otro mundo que éste, es claro que guardaría la imagen del mundo inteligible. Ahí tenemos la tierra toda, llena de animales diversos e inmortales, que se extiende hasta el cielo; tenemos también los astros, que ya se sitúen en las esferas inferiores, o ya se encuentren en la región más alta, ¿por qué no han de ser dioses, si son llevados con orden y discurren así por el universo? ¿Por qué no habrán de poseer la virtud y qué impide que la posean? No se da en el cielo, seguramente, todo aquello que produce los males de este mundo, ni tampoco la imperfección de un cuerpo que no sólo es molestado sino que es también motivo de perturbación. Si, por otra parte, disponen siempre de tiempo libre, ¿por qué no han de captar y aprehender en su inteligencia al dios que está por encima de todo y a los otros dioses inteligibles? ¿Por qué, además, creemos contar con una sabiduría mejor que la de ellos? ¿Quién que no se hubiese vuelto loco podría sostener esto? Porque si nuestras almas se han visto forzadas por el alma del universo a dirigirse hasta aquí, ¿cómo, en esta situación, podrían considerarse superiores? Entre las almas, la que es superior es la que manda. Si, pues, nuestras almas han venido hasta aquí por su voluntad, ¿por qué censuráis un lugar al que habéis venido por vuestra voluntad, lugar que podéis abandonar si realmente no os agrada? Pero si este mundo es tal que resulta posible, permaneciendo en él, poseer la sabiduría y vivir en él conforme a la vida de los seres inteligibles, ¿cómo no ver en esto una prueba de su dependencia de los seres inteligibles?

9. Si la riqueza, la pobreza y todas las desigualdades de este tipo son motivo de censura, es porque se desconoce ante todo que el hombre virtuoso no busca la igualdad en tales asuntos, ni piensa que las gentes ricas puedan tener alguna superioridad sobre los simples particulares, sino que da por bueno que los demás disfruten de tal inclinación. Este hombre comprende perfectamente que existan dos clases de vida, una la de los hombres virtuosos, y otra la de la mayoría de los hombres; la de los hombres virtuosos está dirigida a lo más alto, la de los hombres terrestres resulta ser de dos especies: una de ellas manifiesta su recuerdo de la virtud y participa de algún modo en el bien; otra, la de la masa despreciable, se muestra muy clara en el ejemplo de los artesanos, cuya vida se hace necesaria para los hombres virtuosos. Sí un hombre puede convertirse en homicida y otro, por su misma impotencia, puede llegar a ser vencido por los placeres, ¿qué de admirable encontraremos en estas faltas, que no han de atribuirse a la inteligencia sino a unas almas de lo más infantiles? Si se produce una lucha con vencedores y vencidos, ¿cómo no va a estar bien así? Si un hombre comete injusticia con vosotros, ¿qué perjuicio puede derivarse para la parte inmortal? Y si otro realiza un homicidio, ¿no es eso precisamente lo que queréis? He aquí que si acumuláis censuras, no deberíais permanecer necesariamente como ciudadanos de este mundo.

Si, por otra parte, se reconoce que hay aquí justicia y castigo, ¿cómo formular justos reproches a una ciudad que otorga a cada uno lo que merece? Es claro que aquí no se condena la virtud y, por otra parte, el vicio es despreciado convenientemente. No solamente contemplamos imágenes de los dioses, sino que ellos mismos mantienen vigilancia desde lo alto y, según se dice, serán fácilmente absueltos por los hombres; no en vano llevan todas las cosas en orden desde el principio al fin y dan a cada uno, en la alternativa de sus vidas, el destino que realmente le conviene, consecuencia lógica de sus vidas anteriores. El que esto desconoce formula juicios precipitados sobre las cosas y se muestra muy rudo en lo que atañe a los dioses.

Claro que resulta necesario llegar a convertirse en el mejor posible. Pero, ¿hemos de pensar que nos encontramos solos para alcanzar esta perfección? Con tal pensamiento nada de ello conseguiríamos; pues hay otros hombres que son perfectos, lo mismo que hay demonios entre, los buenos, e incluso más, dioses que habitan en este mundo y que contemplan el mundo inteligible; por encima de todos encontramos al jefe del universo, el alma verdaderamente feliz. Después de ésta, nuestro himno se dirigirá a los dioses inteligibles y, por encima de ellos, al que se aparece como el gran rey de los seres inteligibles, testimonio de su misma grandeza por la pluralidad de los dioses. Porque no reducir la divinidad a un solo dios y mostrarla, en cambio, multiplicada, como ella misma se manifiesta, esto es conocer el poder de Dios que, cuando permanece tal cual es, produce en verdad todos esos dioses que dependen de él, existen por él y provienen de él.

Este mundo sensible también existe por él y mira hacia él, e igualmente todos los dioses, cada uno de los cuales profetiza a los hombres y manifiesta cual un oráculo todo lo que es querido de aquellos. Resulta completamente natural, sin embargo, que no sean el mismo Dios; pero, si queréis despreciarlos y envaneceros de que no sois inferiores, os diré en primer lugar que, cuanto mas superior se es, mejor disposición se muestra hacia todas las cosas y hacia los hombres. Así, pues, conviene que nos mostremos mesurados, sin manifestar aspereza alguna ni elevamos más allá de lo que nuestra naturaleza nos permite; hemos de pensar que hay lugar para otros al lado de Dios y que no debemos encontrarnos solos con él, como si volásemos en sueños, privándonos de convertirnos en un dios en la medida que ello es posible al alma humana. Cosa realmente posible para ella en tanto la conduzca la inteligencia; porque el hecho de sobrepasar la inteligencia es ya alejarse de ella. Los hombres insensatos se dejan convencer en seguida, al escuchar palabras como éstas: “Serás superior a todos, no sólo a los hombres sino también a los dioses”. Muy grande es, pues, la presunción de los hombres, ya se trate de seres insignificantes, mesurados o de simples particulares, cuando oyen que se les dice: “Eres hijo de Dios, y los demás, a los que tú admirabas, no son hijos de Dios, ni siquiera los astros a los que honramos por tradición; tú solo, sin realizar esfuerzo alguno, Y eres incluso superior al cielo”. Los demás le alabarán a coro, cual si se tratase de un hombre que no sabiendo contar y encontrándose entre hombres como él oyese que tenía mil codos. ¿No creería este hombre, en efecto, que tiene mil codos? Si oyese que los demás tienen cinco codos, es claro que sólo se imaginaría el número mil como un número muy grande.

Si Dios provee todas estas cosas, ¿por qué iba a descuidar el conjunto del mundo en el cual os encontráis? Aduciréis que no dispone de tiempo libre para contemplarlo y que no le está permitido mirar hacia abajo; pero, ¿por qué al mirar hacia vosotros no mira fuera de sí y lo hace en cambio al mirar al mundo en que vosotros estáis? Parece evidente que si no mira fuera de sí para atender al cuidado del mundo, tampoco mirará por vosotros. ¿Es que los hombres no tienen necesidad de él? Pero el mundo sí que le necesita y conoce de este modo su propio orden; e igualmente, cuantos viven en él conocen para qué se encuentran en este mundo y en el mundo inteligible. También los hombres que son amados por Dios sobrellevan tranquilamente cuanto resulta de los movimientos del universo; consideran, en este sentido, no lo que es grato a cada uno, sino lo que conviene al conjunto del universo, honrando así a cada cual en razón de su mérito y buscando siempre lo que, en la medida de lo posible, buscan todos los seres — muchos son, desde luego, los seres que tienden a este fin, y de ellos se tornan felices quienes lo alcanzan, en tanto los demás tienen el destino que más les conviene — , sin concederse a sí mismos el poder que necesitan.

Declarar que se posee un bien, no significa que se le posea; muchos incluso, a sabiendas de que no lo poseen, dicen que lo poseen y se hacen a esa ilusión, como si ellos solos fuesen los únicos en poseerlo, cosa que no ocurre así.