Igal: Tratado 33 (II, 9, 10-14) — CONTRA LOS GNOSTICOS

10. Tratemos de averiguar ahora muchos otros puntos; todos, si lo preferís mejor; materia abundante se ofrecerá aquí para probar, argumento por argumento, en qué consiste esa doctrina. Yo debo declarar que siento vergüenza de que algunos de nuestros amigos, que habían encontrado tal doctrina antes de hacerse amigos nuestros, persistan todavía en ella, en circunstancia que me parece inconcebible. Y, por añadidura, no les domina la vacilación, sino que desean que su doctrina se aparezca como verdadera y digna de todo crédito, creyendo que efectivamente lo es y hablando por ello de la manera que lo hacen. Estoy dirigiéndome, sin embargo, a mis discípulos, y no a esos hombres — de nada serviría lo que yo digo para convencerles — , y he de procurar que no se vean perturbados, no realmente por las demostraciones que ellos introducen — ¿cómo imaginarlas? — , sino por la arrogancia con que las presentan. Escribiría de una manera muy distinta si yo hubiese de defenderme del ridículo en que quieren dejar las palabras hermosas y tan ajustadas a la verdad de los hombres divinos de la antigüedad. Pero ésta es cuestión que convendrá dejar a un lado; porque, una vez comprendidas perfectamente estas razones, lo dicho será suficiente para comprender todo lo demás. Sea permitido, pues, que abandonemos la cuestión, luego de habernos fijado en un punto de la doctrina que sobrepasa a todos los demás por su carácter de absurdo, si es que aún cabe hablar así.

Afirman esos hombres que el alma y una cierta sabiduría han inclinado hacia abajo, ya porque el alma haya inclinado la primera, ya porque la sabiduría haya sido la causa de la inclinación de aquélla, ya porque el alma y la sabiduría quieran ser una y la misma cosa. Dicen también que las otras almas, para ellos miembros de la sabiduría, han inclinado a la vez y se han revestido de cuerpos, esto es, de cuerpos humanos, en tanto no ha llegado a descender esa misma razón que ocasiona el descenso de las almas; esto es, no ha inclinado hacia abajo, limitándose tan sólo a iluminar las tinieblas, de donde resulta la imagen que se produce en la materia. E imaginan luego una imagen de esta imagen que recorre en este mundo la materia, o la materialidad, o como ellos quieran llamarla — pues unas veces emplean un nombre, otras otro, y aun muchos otros nombres para oscurecimiento de lo que dicen — , y así producen el llamado demiurgo que, según ellos, ha de apartarse de su madre; de él hacen proceder el mundo por una serie de imágenes sucesivas que llevan hasta el final, a fin de censurar violentamente a ese mismo demiurgo que las ha diseñado.

11. Pero vayamos primero a esta cuestión: si la sabiduría no ha descendido y se limita a iluminar las tinieblas, ¿cómo se pretende decir justamente que ha inclinado hacia abajo? Porque si se quiere afirmar que una corriente luminosa ha salido de ella, no conviene emplear el término inclinar, a no ser que se admita una realidad situada abajo, a la que llegó la sabiduría con un movimiento de tipo local, iluminándola precisamente por su proximidad a ella.

Y si permanece en sí misma e ilumina sin tener que realizar ninguna acción, ¿por qué es ella sola la que ilumina y no lo hacen, en cambio, otros seres más poderosos que ella? Por otra parte, si ha podido iluminar únicamente con el pensamiento del mundo y como consecuencia de él, ¿por qué no produjo el mundo a la vez que lo iluminaba? ¿Por qué hubo de esperar a la generación de las imágenes? Y, además, ¿cómo este pensamiento del mundo, esta llamada por ellos “tierra extraña”, producida, como dicen, por seres superiores, no forzó a inclinarse a los que la han producido? Habría que preguntarse también cómo es que la materia, una vez iluminada, produce destellos animados y no naturalezas corpóreas. La imagen de un alma no necesita para nada de las tinieblas ni de la materia, sino que, una vez producida, sigue de cerca a la causa que la produce y permanece unida a ella. Pero, además, ¿es esa imagen una sustancia o, como ellos dicen, un pensamiento? Porque si realmente es una sustancia, ¿qué diferencia manifiesta con el ser del cual proviene? Si se trata de otra especie de alma, y si la primera es un alma razonable, la imagen de que hablamos es un alma vegetativa o generadora. Y si es así, ¿cómo ha creado el demiurgo: para ser honrado, o por simple jactancia y atrevimiento? Con esto se le priva de su acción imaginativa y, aun más, de la facultad de razonar; pero, ¿por qué entonces habría de hacer el mundo de una materia y de una imagen? Si se trata de un pensamiento, convendrá indicar primero de dónde le viene ese nombre; luego, cómo es realmente, si no otorgamos el poder de producir a una simple noción mental. Pero, ¿de qué modo concebir la producción tratándose de una mera imagen? Hablar primero de un ser, luego de otro, que viene después de éste, resulta algo arbitrario. ¿Por qué ha de ser el fuego el primer ser?

12. Y ese ser que acaba de surgir, ¿cómo intenta crear con sólo el recuerdo de los seres que ha visto? ¡Pero si no estaba en modo alguno allí donde podría verlos, como tampoco la madre que se le atribuye!

Además, ¿cómo no ha de extrañar que no se trate de imágenes de almas sino de almas verdaderas que han descendido a este mundo, si apenas una o dos de estas imágenes pueden llegar a salir del mundo y a recordar, aunque con dificultad, los seres que han visto en otra ocasión? ¿Y cómo no ha de extrañar también que esa imagen que acaba de surgir reflexione, como ellos dicen, de manera confusa, acerca de los seres inteligibles, o que su propia madre, que es como una imagen material, haga exactamente lo mismo y no sólo ejercite su pensamiento sobre esos seres, sino que saque del mundo inteligible la idea del mundo sensible, conociendo de este modo de qué elementos se ha formado este mundo? ¿De dónde viene que piense en el fuego como primer elemento a producir? ¿Por qué precisamente el fuego y no otro elemento? Y si podía producir el fuego con sólo pensarlo, ¿por qué no iba a poder producir el mundo de una vez, con sólo pensarlo, si realmente conviene pensar antes el todo? Todas las demás ideas, claro está, quedarían contenidas en su pensamiento.

La acción de producir es enteramente una acción natural, pero no semejante a las técnicas artesanas; porque éstas se sitúan después de la naturaleza y del cosmos. Aquí tenemos ahora los productos de cada fuerza natural: no surge primero el fuego, luego otro elemento, y a continuación una especie de dilución de estas cosas, sino que se da un esbozo y un diseño de cada ser vivo, modelado según los ciclos menstruales. ¿Por qué, pues, no ha de recibir allí la materia una impronta del mundo, en la que se encuentren la tierra, el fuego y las demás cosas? Tal vez ocurriría así sí el mundo fuese obra de ellos, que se sirven de un alma más verdadera; pero el demiurgo, al parecer, no ha sabido hacerlo.

Para prever la magnitud del cielo y, sobre todo, su dimensión, para prever también la dirección oblicua del zodíaco, el movimiento de los (planetas) que se hallan debajo del cielo, la disposición de la tierra, de modo que pueda darse una razón de todo esto, mejor que una imagen seria, desde luego, una potencia que proviniese de los seres superiores. Esto lo reconocen ellos mismos, aunque a regañadientes; porque la iluminación comprobada en las tinieblas les obliga a reconocer las causas verdaderas del mundo. Ya que, ¿por qué razón deberían iluminarse las tinieblas, si no parece del todo necesario? Esta iluminación ha de verificarse con arreglo a la naturaleza o bien contra ella. Pero si se verifica con arreglo a la naturaleza, es que siempre ha tenido lugar; y si se realiza contra ella, es porque se dan en los seres inteligibles cosas que contrarían a la naturaleza, lo cual haría suponer que los males preceden al mundo sensible y que no es el mundo la causa de ellos, sino precisamente la realidad inteligible la causa de los que se producen en este mundo; no sería del mundo, entonces, de donde viene el mal al alma, sino al contrario, del alma misma de donde aquél proviene. Con este razonamiento tendríamos que remontarnos a los principios primeros. Si es para ellos la materia la causa de los males, deberán decirnos igualmente de dónde proviene la materia; porque el alma que se ha inclinado ha visto e iluminado, según afirman, unas tinieblas que ya existían. ¿De dónde viene, pues, la materia? Si dicen que el alma misma la ha producido al inclinarse, es claro que ella no tenía a dónde inclinarse, siendo entonces la causa de la inclinación, no ciertamente las tinieblas sino la naturaleza del alma. O, lo que es lo mismo, habrá que pensar en necesidades que precedan a la materia; de modo que la causa de todo remonta de nuevo a los seres primeros.

13. Así, pues, el que formula reproches a la naturaleza del mundo desconoce en realidad lo que hace y hasta dónde alcanza su atrevimiento. Es claro que desconoce también la ordenación regular de las cosas y el paso de las primeras a las segundas, de las segundas a las terceras y así sucesivamente, hasta llegar a las últimas; por consiguiente, no debería censurar a unos seres porque sean inferiores a los primeros, sino transigir buenamente con la naturaleza de todos ellos. Convendría que mirasen a los seres primeros y que abandonasen de una vez su tono jeremiaco respecto a los peligros del alma en las esferas del mundo, pues éstas se les muestran verdaderamente propicias. ¿Cómo, además, podrían arredrar a los que ignoran las razones y son también desconocedores de ese saber instructivo y armonioso de las cosas? ¿Que sus cuerpos son cuerpos ígneos? Tampoco hay lugar a temerlos, ya que este fuego se aparece adecuado al universo y a la tierra. Convendría antes bien mirar a las almas, que es lo que ellos juzgan de más valor. Sin embargo, los cuerpos de las esferas son de una grandeza y de una belleza diferentes, y colaboran y trabajan juntamente con los fenómenos de la naturaleza, que no podrían producirse prescindiendo de las causas primeras; ayudan, pues, a completar el universo y son como inmensas partes de él.

Si los hombres tienen más valor que el resto de los animales, mucho más valor que ellos tienen todavía los cuerpos del cielo, ya que se encuentran en el universo no en condición de tiranos, sino para procurarle orden y dignidad. Dícese que las cosas provienen de ellos, pero conviene pensar que son como los signos de los hechos futuros y que las diferencias originadas entre los seres que nacen han de atribuirse al azar — no es posible que las mismas cosas puedan acontecer a cada uno de los seres — , a las circunstancias que concurren en los nacimientos, a mayor distancia de las distintas regiones y a las disposiciones propias de las almas. No ha de exigirse de nuevo que todos los hombres sean buenos, para luego quejarse de que esto es imposible si se considera que las cosas de este mundo no difieren en nada de las cosas del mundo inteligible y si se cree que el mal no es otra cosa que una gran deficiencia en cuanto a la sabiduría y un bien que disminuye y se hace siempre y cada vez más pequeño. Bajo esta afirmación la naturaleza se presentaría como el mal, por no ser un alma sensitiva, y la sensación se ofrecería también como algo malo, por no ser una razón. Pero si el mal consiste en no ser eso, se verán obligados a afirmar que también se dan males en las almas inteligibles; porque el alma es, desde luego, peor que la inteligencia y ésta es, a su vez, inferior a alguna otra cosa.

14. Suponen, además, y más que nadie, que los seres inteligibles no son puros. Porque cuando formulan conjuros que dirigen a estos seres, y no solamente al alma, sino a los seres que están por encima de ella, ¿qué otra cosa hacen sino emplear palabras que les hechicen, les encanten y les convenzan de que deben obedecerles y seguirles? Esto supuesto que conozcamos el arte de encantar según lo ordenado a tal fin, de modo que podamos gritar, aspirar, silbar y emitir cualesquiera sonidos con los que hechicemos a los seres inteligibles. Si no quieren admitir esto, ¿cómo justificar que los seres incorpóreos les obedezcan? Ciertamente, con todas estas cosas que, a su juicio, parecen hacer más dignas sus razones, privan a éstas de seriedad sin que ellos mismos se den cuenta de ello.

Dicen asimismo que liberan a sus cuerpos de las enfermedades. Si lo hiciesen como los filósofos, con moderación y un régimen de vida ordenado, es posible que tuviesen razón. Pero he aquí que para ellos las enfermedades son seres demoníacos, pues se llenan de decir que son capaces de dominarlas con sus palabras. Naturalmente, con esto parecerán más dignos ante la multitud, que mira siempre con admiración las potencias mágicas; pero, sin embargo, no llegarán a convencer a los hombres de buen sentido que las enfermedades no tienen por causa el cansancio, la saciedad, la vacuidad, la corrupción y, en general, las transformaciones que se originan dentro y fuera de nosotros.

Los cuidados de las enfermedades nos aclaran todo esto. Porque una purga, la administración de un medicamento o una sangría atacan la enfermedad y la expulsan. La dieta es también un remedio para ella, pero no será porque el demonio esté hambriento o porque el medicamento administrado le haga corromperse; el demonio, en estos casos, unas veces sale con la enfermedad, otras, en cambio, permanece dentro del cuerpo. Si permanece, ¿cómo, no estando el cuerpo malo, sigue dentro de él? Y si sale, ¿cómo se va del cuerpo? ¿Qué mal ha podido sufrir el demonio? Dícese que era alimentado por la enfermedad, pero la enfermedad es algo muy distinto del demonio. Además, si penetra en el cuerpo no existiendo un él causa de enfermedad, ¿por qué no se está siempre malo? Y si penetra existiendo una causa, ¿qué tiene entonces que ver el demonio con la enfermedad? Porque la causa de que hablamos resulta suficiente para producir la fiebre. Es ridículo afirmar que, con la causa de la enfermedad, se presenta también inmediatamente un demonio que está dispuesto a acompañarla.

Pero se ve claro con qué fin y por qué causa es dicho todo esto; y no menos hemos recordado por ello lo que dicen de los demonios. En cuanto a lo demás, dejo que se reconozca considerando y observando su obra, puesto que la filosofía que nosotros perseguimos nos da a conocer, con todos los demás bienes, la sencillez de las costumbres y la pureza de los pensamientos. Esta filosofía persigue un fin respetable y en modo alguno presuntuoso; la confianza que inspira viene acompañada de la razón, de una gran seguridad y de la más alta circunspección. La doctrina de los otros se establece en total oposición con la nuestra y, a mi entender, convendría que no los nombrase más.