Igal: Tratado 33 (II, 9, 15-18) — CONTRA LOS GNOSTICOS

15. Sin embargo, convendría también que no olvidásemos el efecto que producen sus discursos sobre las almas de quienes les escuchan y sobre aquellos a quienes convencen para que desprecien el mundo y todo lo que el mundo contiene. Dos doctrinas hemos de distinguir sobre el fin de los bienes: una postula como fin el placer del cuerpo; otra demuestra preferencia por la belleza y la virtud. El deseo que nosotros tenemos de estas cosas se manifiesta como dependiente de Dios y nos lleva también hacia Él — ¿cómo?, esto es lo que conviene investigar — . Epicuro prescinde de la providencia y espera que nos sintamos a gusto en el placer, lo único que realmente nos queda. Pero la doctrina que comentamos nos anima a perseguir algo más y es una razón aún más temeraria: desdeña al maestro de la providencia e incluso a la misma providencia, difama todas las leyes que rigen nuestro mundo y toma a chacota la virtud manifiesta desde siempre, como la prudencia. Para que no se observe belleza alguna en nuestro mundo, se ven obligados a destruir la prudencia e igualmente la justicia innata en los corazones, que culmina en la razón y en el ejercicio; no perdonan, en absoluto, todo lo que podría hacer el hombre bueno. De modo que lo que les resta es la búsqueda del placer, el preocuparse de sí mismos, el evitar la vida de relación con los demás hombres y el mirar tan sólo en su provecho, si no cuentan con una naturaleza que se imponga a estas razones; porque lo que ellos persiguen no es ningún bien, sino algo muy diferente. Sin embargo, dado que poseen el conocimiento, era necesario que partiesen de aquí y que, persiguiéndolas, alcanzasen verdaderamente las realidades primeras, por proceder de una naturaleza divina. Lo propio de esa naturaleza es comprender lo que es bello, con desprecio de los placeres del cuerpo.

Para quienes no participan de la virtud, nada hay en modo alguno que les mueva hacia los seres inteligibles. Lo prueba en ellos el que no consideren razón alguna en lo que atañe a la virtud; al contrario, han terminado por dar de lado todo esto y no dicen ya ni lo que es ni cuántas virtudes hay, desconociendo a este respecto las muchas y hermosas cosas que han examinado los antiguos. Nada nos advierten sobre la adquisición y la posesión de la virtud, ni sobre el cuidado y la purificación del alma. No se nos alcanza la utilidad de afirmar “Mira hacia Dios”, si no se enseña cómo ha de mirársele. Porque, ¿qué impide, podría decir alguno, tender la mirada hacia Dios, sin abstenerse a la vez de ningún placer o sin ser dueño de la propia cólera? ¿Qué impide, en efecto, recordar el nombre de Dios, pero forzado por todas las pasiones y sin intentar nada para liberarse de ellas? Digamos que es la virtud que camina hacia un fin, la virtud radicada en el alma y acompañada de la prudencia, la que nos hace manifiesto a Dios; sin la virtud verdadera, Dios no es más que un nombre.

16. No es, desde luego, un hombre bueno aquel que desprecia el mundo, a los dioses y todas las bellezas que se dan en él. Es el hombre malo el que desprecia a los dioses antes de nada; porque si no los despreciase de primera intención, y no fuese malo totalmente, lo sería precisamente por esto mismo. El honor que rinde este hombre a los dioses inteligibles no compaginaría con aquel desprecio del mundo; porque el que ama a alguien tiene que amar también a todos los que con él tienen relación; así, ama a los hijos, aquel que ama al padre, pues toda alma proviene del padre que está en lo alto.

Las almas de los astros son mucho más inteligentes y más buenas que las nuestras e, igualmente, guardan más relación con los seres inteligibles. ¿Cómo, por ejemplo, podría existir nuestro mundo, separado del mundo inteligible? ¿Cómo podrían concebirse los dioses en él? Pero de esto ya hemos tratado antes; digamos ahora que desprecian a los seres relacionados con los inteligibles por el hecho de que no los conocen más que de palabra. Pues, ¿cómo puede ser piadoso el que afirma que la providencia no llega a tocar este mundo, ni otra cosa cualquiera? ¿Cómo (pueden decir) que concuerdan consigo mismos? Porque afirman, ciertamente, que la providencia sólo actúa sobre ellos; pero, ¿cuándo ocurre eso, en el mundo inteligible o ahora que están aquí? Si ello tiene lugar en el mundo inteligible, ¿cómo han podido venir a este mundo? Y si se verifica aquí, ¿cómo siguen aún en este mundo? ¿Cómo no se encuentra aquí el mismo Dios? ¿Por dónde sabría de ellos y, por ejemplo, que están en este mundo? ¿Cómo llegaría a conocer que, en su permanencia aquí, todavía no le han olvidado ni se han vuelto sujetos de maldad? Si conoce a aquellos que no se han hecho malos, es claro que ha de conocer también a los que se han hecho, para poder distinguir unos de otros. (Dios), pues está presente en todas las cosas y se encontrará, por tanto, en nuestro mundo, en cualquier modo de ser que se le atribuya. De manera que el mundo tendrá participación en Dios.

Y si Dios estuviese ausente del mundo, es claro que también estaría ausente de vosotros y que nada podríais decir de El ni de los seres que vienen después de El. Ya admitamos que la providencia fluye del mundo inteligible hacia vosotros, ya demos por bueno lo que vosotros mismos queráis, el mundo contendrá algo que viene del mundo inteligible, algo que, realmente, ni ha sido abandonado, ni lo será jamás. La providencia cuida mucho más del todo que de las partes; el alma del todo participa mucho más en ella que las otras; lo prueba la existencia misma, una existencia que disfruta de la razón. ¿Quién de esos insensatos que se eleva demasiado alto muestra la ordenación y la prudencia del universo? Este acercamiento resulta ridículo y totalmente fuera de lugar; y el que no lo hace forzado por el razonamiento no puede ser estimado limpio de impiedad. Ya no es de persona razonable tratar de investigar sobre esto; se necesita realmente estar ciego, no poseer en absoluto sensación ni inteligencia y hallarse a distancia de la contemplación del mundo inteligible, ya que ni siquiera se mira a nuestro mundo. Porque, ¿podría concebirse un músico que, conociendo los acordes musicales percibidos por la inteligencia, no se sintiera conmovido escuchando los acordes sensibles? ¿Y existe acaso algún experto en la geometría y en la aritmética que, conociendo la simetría, la proporción y el orden, no desee verlos con los ojos del cuerpo? Si no se mira de la misma manera las figuras que nos presenta un cuadro y que vemos con nuestros propios ojos, al no reconocer la imagen en lo sensible de algo que es inteligible, ¡buena turbación nos asaltará cuando sobrevenga el recuerdo del mundo verdadero! De esta experiencia se origina el amor.

Porque hay quienes, viendo la belleza en un rostro, se sienten transportados al mundo inteligible, en tanto que otros, espíritus dominados por la pereza, no se sienten movidos por nada. Tienen bastante con admirar todas las bellezas del mundo sensible, toda su simetría, todo su buen orden y la apariencia visible de los astros, no obstante su alejamiento de nosotros. No se pararán a meditar, dominados por el temor religioso: “¿De dónde provendrá su belleza?”. Es claro que no han llegado a comprender, ni a ver, los seres del mundo inteligible.

17. El odio que sienten hacia esos seres y, sobre todo, a la naturaleza del cuerpo, ¿se deberá a que han oído que Platón reprochaba con frecuencia al cuerpo el ser un obstáculo para el alma, atribuyendo a todo cuerpo una naturaleza inferior? Sería preciso que quitasen al mundo, con el pensamiento, su propia corteza corpórea y que viesen entonces todo lo que queda de él: esto es, la esfera inteligible que encierra en sí la forma del mundo y esas almas que, sin contar con los cuerpos, le dan una magnitud proporcionada, fijando justamente su extensión conforme al modelo inteligible, de modo que lleguen a igualarse en magnitud el mundo producido y la potencia de su modelo; porque la magnitud del mundo inteligible descansa en la potencia, y la magnitud del mundo sensible en la extensión.

Y ya se trate de que quieran concebir esa esfera como móvil y dotada de un movimiento circular por la potencia de un dios que contiene su principio, su medio y su fin, o de que la piensen como inmóvil, porque la potencia divina no se ocupa de ella al perseguir otra cosa, en ambos casos tendrán un pensamiento adecuado del alma que dirige el universo. Si se coloca el cuerpo en un alma que no sufra y que dé a los otros seres lo que éstos puedan recibir de ella, porque no es justo atribuir la envidia a los dioses, podrá concebirse el mundo de modo justo siempre que se otorgue a su alma la potencia que necesite la naturaleza del cuerpo, que no es bella por sí misma, para llegar a participar en la belleza. Esta belleza es la que mueve las almas, que son divinas.

Supongamos que dijesen que esto no les conmueve y que ven con absoluta indiferencia un cuerpo feo y un cuerpo hermoso; es claro que verán también con la misma indiferencia las ocupaciones torpes y las ocupaciones honestas, así como la noble entrega a la ciencia y a la contemplación, sin prescindir de la de Dios. Porque tales bellezas provienen de la belleza primera. Si, pues, no existen aquéllas, tampoco existe la primera, ya que unas bellezas se siguen de las otras.

Cuando digan que desprecian las bellezas de este mundo, harían mejor en despreciar la de los jóvenes y mujeres, no dejándose llevar de su desenfreno. Pero conviene que se sepa esto: no se mostrarían tan arrogantes si realmente despreciasen la fealdad; ahora bien, lo que desprecian es lo que antes habían juzgado bello. Entonces, ¿en qué situación les dejamos? Porque hay que decir inmediatamente que la belleza de una parte no es la belleza del todo, ni la de cada ser la del conjunto del universo; se dan en los seres sensibles y en los seres compuestos de partes bellezas como las de los demonios, que nos hacen admirar a su creador y creer que provienen del mundo inteligible, pues por ellas afirmamos la extraordinaria belleza de ese mundo y no tenemos en cuenta para nada la de los seres de aquí. Vayamos, sin embargo, de estas bellezas a la belleza del mundo inteligible, y cesemos en nuestro menosprecio a las cosas de aquí abajo. Pues si poseen la belleza interior es porque lo interior concuerda con lo exterior; y si son feas interiormente, se mostrarán inferiores en su parte mejor. No es posible, sin embargo, que un ser verdaderamente hermoso en su parte externa tenga interiormente un alma fea, porque lo exterior no puede ser completamente hermoso si está dominado por lo interior. Los hombres que pasan por hermosos y que tienen un alma fea, necesariamente poseen una belleza exterior falsa. Y si se afirma que se ha visto a seres realmente hermosos pero con un alma fea, lo que yo creo es que de hecho no se los ha visto, sino que se ha tomado por seres hermosos a otros que no lo eran, o acaso su fealdad es algo extraño y no innato y siguen contando con una naturaleza profundamente hermosa. Muchos obstáculos se oponen en este mundo a la perfección de la naturaleza.

Vengamos a esta cuestión: si el universo es hermoso, ¿qué impedimento hay para que posea la belleza interior? Es claro que aquellos seres a quienes la naturaleza no concedió desde un principio el poder llegar a su fin, pueden no alcanzar su perfección y convertirse indudablemente en seres malos pero el universo, en cambio, no deberá considerarse como un niño en su exigua pequeñez al que se añadiesen sucesivamente las partes necesarias para componer su cuerpo. Por que, ¿de dónde podrían venir esas partes? ¿No posee él todas las cosas? No cabe pensar en una modelación sucesiva del alma; y, aunque se concediese esto a nuestros enemigos, no podría estimarse que el alma encierra algo malo.

18. Tal vez se dirá que estas doctrinas nos alejan del cuerpo y nos hacen sentir odio hacia él, en tanto las nuestras retienen al alma a su lado. Este caso es semejante al de dos hombres que habitasen una hermosa casa: uno, dedicado a censurar la construcción y al arquitecto, pero sin dejar de permanecer en la casa; otro, despreocupado de la censura y afirmando que el arquitecto la ha construido con mucho arte. Este último espera, naturalmente, que llegue el tiempo de su marcha, en el que ya no tenga necesidad de la casa; el otro, en cambio, piensa que él es el más sabio y el mejor dispuesto para la marcha, porque sabe decir que las murallas han sido construidas con piedras sin vida y con maderos, a mucha distancia, por tanto, de las de la casa verdadera. Este hombre desconoce que no sobrelleva, como el otro, la realidad de sus propias necesidades, aunque no se disgusta con ellas y, antes bien, goza tranquilamente con la belleza de las piedras.

Si disponemos de un cuerpo conviene que permanezcamos en mansiones que han sido construidas por un alma buena y hermana de la nuestra, que tiene el poder de construir sin fatiga alguna. Esas gentes que designan con el nombre de hermanos a los hombres más viles, juzgan indigno dar este nombre al sol, a los astros del cielo y al alma del mundo; ¡tan ciega se muestra su lengua! Tal parentesco no parece apropiado para los malos, y en cuanto a los buenos no deberán ser un cuerpo, sino más bien un alma situada en un cuerpo, que pueda vivir en él de tal manera que se encuentre lo más cerca posible de la mansión del alma universal en el cuerpo del universo. Esto es, no conviene enfrentarse con los seres, ni tampoco someterse a las cosas externas que son gratas a nuestros sentidos, ni turbarse ante algo que nos resulte penoso. El alma del universo no puede ser alcanzada por nada; nadie, en verdad, llegará hasta ella. Nosotros, en este mundo, recibimos golpes que son rechazados por nuestra virtud; incluso los hacemos menores en virtud de nuestros grandes pensamientos. Pero, que estos mismos golpes no se originen por nuestra fuerza!

Cuanto más nos acerquemos al ser intocable, mejor imitaremos al alma del universo y a las almas de los astros; con la proximidad a estas almas, nos haremos también semejantes a ellas, contemplaremos lo mismo que ellas contemplan y estaremos preparados para todo esto por nuestra misma naturaleza y solicitud. Aunque para esas almas lo que ahora decimos ya es realmente posible desde el principio. Si dijesen que ellos son los únicos en poder contemplar, nada añadirían a su contemplación, como tampoco con pretender salir de sus cuerpos después de la muerte, pues las almas de los astros gobiernan eternamente el universo. Sin duda, son ignorantes, de lo que quiere decir “fuera del mundo” y desconocen a la vez cómo el alma del universo dirige a los seres sin vida.

Resulta, pues, lícito no tomar cuidado del propio cuerpo, hacerse puro, despreciar la muerte, saber de los seres superiores y tratar de buscarlos, sin que por ello envidiemos a los otros seres que también pueden buscarlos y los buscan, en efecto, eternamente, diciendo que no son capaces de hacerlo. Tampoco ha de ocurrimos lo mismo que a los que creen que los astros no se mueven, porque la sensación les dice que son inmóviles. Porque ni siquiera creerán alcanzar la naturaleza de los astros contemplándoles exteriormente, ya que en tal coyuntura las almas de éstos escapan a su vista.

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