Tratado 40 (II, 1) — SOBRE EL MUNDO (Igal)

1. Dícese que el mundo es eterno y que tuvo y tendrá siempre el mismo cuerpo. Si damos como razón de esto la voluntad de Dios, es posible que no nos engañemos, pero, con todo, no nos procuramos ninguna evidencia. Por otra parte, ofrécese la transformación de los elementos y, en la tierra, los animales son presa de la destrucción. Salvándose de ella tan sólo la especie, cosa que no se entenderá de otro moda en el universo, pues el universo posee también un cuerpo, que siempre se muestra huidizo y fluyente. En medio de este cambio constante, Dios puede conservar un mismo tipo específico, pero lo que salva con ello no es la unidad en cuanto al número, sino la unidad misma en cuanto a la especie. Más, ¿por qué las cosas de este mundo han de poseer sólo la eternidad en cuanto a la especie, en tanto las cosas del cielo la poseen individualmente? ¿Será porque el cielo lo abarca todo que nada hay en él sujeto a cambio y que nada exterior puede asimismo destruirle? ¿Encontraremos aquí la causa de su incorruptibilidad? Es claro que podríamos referirnos a la incorruptibilidad del todo, pero el sol y los astros son únicamente partes de él y no constituyen cada uno un universo. He aquí, pues, que nuestro razonamiento no es una prueba de su existencia eterna, con lo que procederá concederles ésta en cuanto a la especie, lo mismo que hacemos con el fuego y las demás cosas análogas; e igual acontece con el mundo todo. Pues si es cierto que nada exterior le destruye, aunque sus partes se destruyan mutuamente nada impide que en esta destrucción constante conserve la identidad de su especie y, fluyente y todo su sustancia, o recibida de fuera la señal de aquélla, podrá ocurrir con el universo lo mismo que ocurre con el hombre, el caballo y los demás animales; porque es evidente que hay siempre algún hombre o caballo, sin que pueda decirse que sea el mismo. Bajo este supuesto, no se daría en el universo una parte, como el cielo, que existe siempre, y otra, como las cosas de la tierra, realmente perecedera; todo perecería de la misma manera, y la diferencia se mostraría tan sólo en el tiempo, con la salvedad de que las cosas celestes alcanzarían una duración mucho mayor. Si damos por bueno que ésta es la única eternidad posible, tanto en el todo como en las partes, nuestra opinión se hace menos difícil; y es más, toda dificultad desaparecería por completo si pudiésemos llegar a mostrar que, en este caso, resulta suficiente la voluntad divina. Ahora bien, si afirmamos que el universo, sea el que sea, es de suyo eterno, convendrá añadir que la voluntad divina puede realmente producir esto, con lo cual seguirán existiendo las mismas dificultades, ya que unas partes serán eternas individualmente y otras en cambio lo serán en cuanto a su especie. ¿Qué decir, por ejemplo, de las partes del cielo? Porque, como ellas, habrá que considerar también a su conjunto.

2. Admitamos esta opinión y afirmemos que el cielo y todo lo que hay en él posee una eternidad individual, en tanto que lo que cae bajo la esfera de la luna posee una eternidad en cuanto a la especie. Habrá que mostrar también cómo un ser corporal puede conservar su individualidad e identidad con pleno derecho, aunque sea propio de la naturaleza de cada cuerpo el estar en un flujo continuo. Porque tal es la opinión de los físicos y de Platón, no sólo con respecto a los otros cuerpos sino con relación a los cuerpos del cielo: “¿Cómo, dice (Platón), podrían conservar su permanencia e identidad consigo cosas que son corpóreas y visibles?” Concuerda en esto con la opinión de Heráclito, que dice que “el sol está en continuo devenir” Lo cual no constituye dificultad para Aristóteles, si se admite su hipótesis del quinto cuerpo. Pero, caso de que se la rechace, y se diga que el cuerpo del cielo está compuesto de las mismas cosas que los animales de la tierra, ¿cómo se concebirá su eternidad individual? Y, con mayor motivo, ¿cómo tendrán que poseerla el sol y las partes del cielo? Todo ser animado está compuesto de un alma y de un cuerpo, y el cielo, si posee la eternidad, ha de poseerla según el alma y el cuerpo juntamente, o bien según una u otro, ya se trate del alma o del cuerpo. El que otorga la incorruptibilidad al cuerpo, no tiene necesidad del alma para afirmar la incorruptibilidad de aquél, ni de que el cuerpo se una eternamente a ella para la constitución del ser animado. Si se dice, en cambio, que el cuerpo es de suyo corruptible, habrá que buscar en el alma la causa dé su incorruptibilidad; pero entonces tendremos que mostrar que la manera de ser del cuerpo no es opuesta a la combinación con el alma ni a la persistencia de tal combinación, así como también que no hay discordancia alguna en las combinaciones de la naturaleza y que la materia es adecuada a la voluntad de cumplimiento del mundo,

3. ¿Cómo, pues, a pesar de su fluidez constante, cooperan a la inmortalidad del mundo la materia y el cuerpo del universo? Porque el cuerpo (fluye), diríamos, pero no hacia fuera; permanece en el universo y no sale en modo alguno de él, no sufriendo igualmente ni aumento ni disminución; por tanto, tampoco envejece. Conviene advertir que la tierra se conserva eternamente en su forma y en su masa, sin que sea abandonada jamás por el aire o la naturaleza del agua, pues ni la transformación de estos elementos es capaz de alterar la naturaleza del ser universal. Y, aun estando en incesante cambio (por la penetración y la salida de las distintas partes del cuerpo), cada uno de nosotros permanece por largo tiempo, en tanto que en él mundo, al que nada viene de fuera, la naturaleza del cuerpo no muestra inconveniente en unirse al alma y formar así un ser idéntico a sí mismo y subsistente para siempre. En cuanto al fuego, es sutil y rápido porque no puede subsistir aquí; e igual ocurre con la tierra, que no puede permanecer en lo alto. Pero no hemos de pensar que, una vez llegado el fuego allí donde deba detenerse y asentado: en su lugar apropiado, no trate de buscar, como los demás elementos, su propia estabilidad en los dos sentidos; no podría sin embargo, dirigirse a lo alto, porque esto es ilógico, y orientarse hacia abajo iría contra su naturaleza. Sólo le resta mostrarse dócil y adaptarse naturalmente a la atracción que ejerce el alma sobre él; y así, para alcanzar la felicidad, habrá de moverse en una región hermosa cual es la del alma. Convendrá confiar en que no caiga, pues el movimiento circular del alma se anticipa a su caída hacia la tierra, reteniéndole con toda su fuerza. Y como, por otra parte, no tiene por sí mismo ninguna propensión a descender, permanece sin ofrecer resistencia. A su vez, las partes de nuestro cuerpo que han recibido la forma, no conservan la disposición adquirida, y el cuerpo, si quiere subsistir, reclama otras partes que vengan de fuera; el cielo, en cambio, nada desprende de si y por tanto no tiene necesidad de alimento alguno. Porque, si el fuego del cielo se extinguiese, otro fuego habría de encenderse: y si el cielo encerrase algo, realmente fluyente, otra cosa, no cabe duda, vendría a reemplazarlo. Pero, en ambos casos, el ser animado universal no permanecería ya como idéntico a sí mismo.

4. Mejor será, sin embargo, considerar la cuestión en sí misma, y no con relación al objeto buscado, esto es, si hay algo que verdaderamente fluya de allí y si las cosas del cielo tienen necesidad de lo que, con lenguaje no apropiado, llamamos nosotros alimento. ¿O es que, una vez ordenadas las cosas del cielo según su naturaleza, no experimentan ya efluvio alguno? ¿Acaso contiene el cielo solamente fuego, o contiene también, aunque con mayor cantidad de fuego, otras materias que puedan permanecer suspendidas y como elevadas por ese mismo fuego que las señorea? Porque si además de contar con la pureza y la bondad absoluta de los cuerpos celestes — no olvidemos que en los restantes animales la naturaleza selecciona los cuerpos mejores para formar las partes principales de aquellos — , se tiene en cuenta la causa más importante, que es el alma, se alcanzará una opinión muy firme acerca de la inmortalidad del cielo. Está en lo cierto Aristóteles cuando dice que la llama es una determinada ebullición y un fuego que se desborda con arrogancia; mas el fuego del cielo es todo igual y apacible, conveniente a la naturaleza de los astros. Y en cuanto a la causa principal, que es el alma, surge a continuación de las realidades mejores, dotada de un poder maravilloso; ¿cómo, pues, nos preguntamos, podrían escapar del alma hacia su destrucción esas cosas que se han acogido a ella, de una vez para siempre? Sí no creemos que el alma salida de Dios es más fuerte que cualquier otro vínculo, desconoceremos también la causa suprema que contiene todas las cosas, Absurdo resulta admitir que esa alma que ha podido gobernar el cielo durante tanto tiempo, no conseguirá retenerlo por toda la eternidad. ¿Es que acaso lo mantiene por la fuerza y entonces el estado natural sería distinto del estado natural, sería distinto del estado actual, que vemos realizado en la naturaleza del todo y en su hermosa disposición? ¿Hay por ventura un principio que pueda destruir violentamente la constitución del universo, e incluso la naturaleza del alma, lo mismo que se destruye un reino o cualquier otro imperio humano? Es claro que el mundo no ha tenido un comienzo — lo contrario ya se ha dicho que es absurdo — y esto nos otorga confianza acerca de su porvenir. Pues, ¿cómo pensar en ese no-ser del mundo? Los elementos no se gastan con el roce, cual ocurre con la madera y otras cosas por el estilo; y si subsisten siempre, es indudable que también subsiste el todo. El hecho de que éste se modifique continuamente, no ataca a la permanencia del todo; porque la causa de la modificación sigue existiendo.

En cuanto al arrepentimiento del alma, es esto, como ya se ha mostrado, una expresión vacía de sentido, ya que el alma ejerce su gobierno sin trabajo alguno y a salvo de toda contingencia; por eso, aunque todo cuerpo pudiese perecer, en el alma no se produciría ningún cambio.

5. ¿A qué es debido que las partes del cielo subsistan y que, en cambio, no permanezcan los elementos y animales de la tierra? He aquí lo que dice Platón: “Unos provienen del Dios supremo, otros de los dioses salidos de éste; no es licito que conozcan su destrucción los seres que provienen de Aquél”. O lo que es lo mismo, que a continuación del demiurgo viene el alma del cielo y luego las nuestras; una imagen de esa alma del cielo, que proviene de ella y deja fluir seres superiores, crea también los seres animados de la tierra. Tal imagen imita el alma del cielo, pero carece de poder porque hace uso para su creación de cuerpos realmente inferiores, e, igualmente, porque se halla situada en un lugar Inferior. Las cosas con las que ella trabaja no quieren permanecer inmóviles; así, por ejemplo, los seres animados de la tierra no pueden existir siempre y sus cuerpos no alcanzan a ser dominados a la manera como ocurre con el del cielo; es otra alma, pues, la que ejerce aquí su gobierno de modo inmediato.

Si el conjunto del cielo es eterno, sus partes, esto es, los astros que se dan en él, lo serán también; porque, ¿cómo podría ser eterno si los astros no lo fuesen a la vez? Las cosas que se encuentran por debajo del cielo no son ya realmente partes del cielo; o, en otro caso, el cielo se extendería más allá de la luna. En lo que a nosotros concierne, hemos sido modelados por el alma que proviene de los dioses del cielo y por el cielo mismo; ésa es la razón de nuestra unión al cuerpo. Mas existe en nosotros otra alma que nos proporciona la identidad; y es ella la causa, no de nuestra existencia, sino del bien que se da en nosotros. Esta alma tiene su origen cuando el cuerpo ya se encuentra formado; debemos también a ella, que facilita nuestra existencia, lo poco de racional que nosotros poseemos.

6. Volvamos a la consideración de antes: ¿el cielo contiene solamente fuego o hay algo, además, que fluya de él, por lo cual necesite de alimento? Para Timeo el cuerpo del universo está compuesto primordialmente de tierra y de fuego; de fuego para hacerse visible, y de tierra para aparecer sólido. Concluye de aquí que los astros están compuestos en gran parte de fuego, pero no enteramente, ya que semejan tener solidez. Esto quizá sea verdad, dado que Platón cuenta para ello con una razón positiva. De acuerdo con lo que nos dicen nuestros sentidos, y en especial la vista y el tacto, los astros parecen estar hechos en su mayor parte, si no completamente, de fuego; de acuerdo, en cambio, con la consideración de la razón como lo que es sólido no podría existir sin tierra, semejan estar formados de tierra. Pero, ¿necesitarían todavía de agua y de aire? Absurdo resulta que pueda haber agua en medio de tanto fuego; y en lo que concierne al aire, si realmente lo hubiese, se cambiaría a la naturaleza del fuego. Si (en matemáticas) dos números sólidos que son como extremos tienen necesidad de dos medios, podremos preguntarnos si no ocurre lo mismo en física; porque es claro que se puede mezclar tierra con agua sin necesidad de término intermedio. ¿Se argüirá acaso que “los demás elementos se encuentran ya en la tierra y en el agua”? Tal vez expondríamos con ello alguna razón, pero podría objetarse “que no son adecuados para enlazar las dos cosas”. Diremos sin embargo, que el agua y la tierra se encuentran ya enlazadas porque tanto la una como la otra comprenden todos los elementos. Convendrá examinar, con todo, si la tierra no se muestra visible sin el fuego, y si el fuego no es sólido sin la tierra. Si fuese así, ningún elemento tendría esencia propia por si mismo, sino que todos los elementos aparecerían mezclados y cada uno seria llamado por el elemento que domina en él. Decimos, así, qué la tierra carece de consistencia sin humedad, siendo la humedad para ella como una especie de cola. Aun dando esto por supuesto, resultaría absurdo hablar de cada elemento como si fuese una realidad independiente y no concederle una determinada disposición, limitándola a la unión con los demás y no admitiéndola cuando aquél se halla solo. ¿Cómo explicaríamos una naturaleza o una esencia de la tierra si no hay en ella ninguna parte de tierra que sea tierra, caso de que no comprenda en si esa agua que la aglutine? ¿Qué ligazón podría hacer el agua de no existir algo con cierta magnitud que el agua misma se encargaría de unir a otra cosa y de modo continuo? Porque si se da alguna parte de tierra, sea la que sea; es claro que existe y posee su propia naturaleza sin necesidad del agua; pues, de otro modo, el agua no tendría nada que reunir. Y, por añadidura, ¿en qué grado necesita una masa de tierra del aire para existir, quiere decirse de un aire que persistiese en sí mismo antes de verificar su transformación? En cuanto al fuego, no se afirma naturalmente que la tierra necesite de él para existir, sino que por él se hacen visibles la tierra y todo lo demás. Porque es indudable que lo oscuro no es visible, sino al contrario, invisible, al igual que no se escucha el silencio. Pero no se necesita que el fuego se halle presente en la tierra, porque basta con la luz; y así, la nieve y los cuerpos más fríos son realmente brillantes, aun sin haber fuego en ellos. Aunque podría argüirse que el fuego ya ha venido con anterioridad a ellos y los ha dotado de color antes de abandonarlos.

Nos preguntaremos también si es que no existe el agua caso de no contar con algo de tierra. ¿Y cómo podríamos decir que el aire, siendo tan sutil, participa de la tierra? ¿O es que el fuego, si tiene necesidad de la tierra, no posee por sí mismo una extensión continua de tres dimensiones? ¿No ha de corresponderle la solidez, no ya por ser extenso y poseer tres dimensiones, sino por contar con la resistencia, propia en verdad de un cuerpo físico? Sólo la dureza conviene a la tierra; y la consistencia compacta del oro, que es agua, no le pertenece porque se le añade tierra, sino por su característica densidad y solidificación. En cuanto al fuego, ¿no poseerá por si mismo, y en virtud de la presencia del alma, consistencia suficiente para que ésta le manifieste su poder? Es muy cierto que hay entre los demonios seres animados de naturaleza ígnea. Mas, ¿alteramos con ello el principio de que todo ser animado contiene la pluralidad de los elementos? Podrá afirmarse esto de los seres de la tierra, pero es contrario a su naturaleza y a su misma disposición el colocar la tierra a la altura del cielo. Y no parece presumible que los cuerpos terrestres lleven consigo el movimiento circular más rápido, porque la tierra serviría entonces de estorbo al resplandor y al brillo del fuego celeste.

7. Quizá sea lo más conveniente dar oídos a Platón: según él, si hay en la tierra algún sólido que ofrezca resistencia, es porque la tierra se halla situada en el centro, como un verdadero puente volante; y así, se muestra bien asentada para cuantos caminan sobre ella, en tanto que los animales esparcidos por su superficie adquieren una solidez como la suya. La tierra posee continuidad por sí misma, pero su iluminación la recibe del fuego; tiene además parte de agua para no caer en la aridez, aunque ésta no impediría que sus partes se reuniesen entre si; y tiene igualmente aire para dar ligereza a su masa. Pero la tierra no se mezcla con el fuego de lo alto para la constitución de los astros, sino que cada uno de los elementos que existen en el mundo obtiene algo de la tierra, lo mismo que la tierra disfruta de algunas propiedades del fuego. Esto no quiere decir que para disfrutar de él, cada elemento esté compuesto de dos cosas, de si mismo y de aquello de lo que participa; pues de acuerdo con la relación establecida en el universo, aún siendo lo que es, puede recibir, no tan sólo un elemento, sino algo incluso de este elemento; y así, se incorporará, no el aire, sino la fluidez que es propia del aire, y no el fuego, sino el brillo propio del fuego. Con esta mezcla adquiere todas las propiedades del otro elemento y se produce entonces una unión de dos, unión que no es sólo la de la naturaleza de la tierra con la del fuego, sino la que resulta de la unión del fuego con la solidez y la consistencia de la tierra. Ello es lo que atestigua (Platón) cuando dice: “Dios encendió una luz en el segundo círculo a contar desde la tierra”; se trata del sol, al que llama en otro lugar el más brillante y resplandeciente de los astros. Quiere apartamos de creer que es otra cosa que un ser de fuego, porque no es ninguna de las clases de fuego de que habla en aquel otro lugar, sino esa luz que considera distinta de la llama, portadora tan sólo de un dulce calor. Pero esta luz es naturalmente un cuerpo, luz de la que sale algo a lo que damos su mismo nombre y consideramos también incorpóreo. Es producida, pues, por la luz corpórea, y, como proveniente de ella, brilla como la flor y el resplandor de ese cuerpo, que es el cuerpo en esencia blanco. Tomamos en el peor sentido la expresión de Platón cuando decimos que este cuerpo es terrestre; porque Platón habla aquí de la tierra en el sentido de solidez. Nosotros realmente mentamos la tierra en una sola acepción, cuando Platón reconoce al término una pluralidad de acepciones.

Este fuego que produce la luz más pura se encuentra situado en la región de lo alto y allí asienta la razón de su misma naturaleza. No habrá que pensar que la llama de la tierra se mezcla con los cuerpos del cielo, sino que, llegada a un cierto punto, termina por extinguirse al encontrarse allí con gran cantidad de aire; mas, habiéndose elevado con la tierra, vuelve hacia abajo con ella, pues al no poder continuar su subida hacia el cielo, ha de detenerse por debajo de la luna, hasta hacer mucho más fino el aire que aquí reina; y aun persistiendo cómo llama, su extinción es manifiesta y, al menos, se vuelve más suave. Carece ataraces del brillo que poseía en su estado de ebullición y ya sólo cuenta en realidad con la luz que recibe de lo alto.

En cuanto a la luz del cielo, colorea de manera diferente a los astros y produce así tanto las diferencias que se dan en el color como las que afectan a la magnitud. Todo el resto del cielo recibe también esta luz, la cual no alcanzamos a ver por la misma sutileza de su cuerpo y su transparencia, que escapa a la vista, al igual que ocurre con el puro; aunque también habría que contar aquí con la distancia.

8. Siendo así que esta luz permanece en el cielo, en el lugar que le ha sido asignado, como luz pura que asienta en el lugar más puro, ¿cómo en realidad podría descender de ahí? Es claro que por su naturaleza no podría fluir hacia abajo, ni existe nada en el cielo que pueda forzarla a precipitarse hacia la tierra. Y, por otra parte, todo cuerpo que reúne en sí un alma ya es un cuerpo distinto, que no guarda relación con ese mismo cuerpo privado de ella; eso acontece con el cuerpo del cielo, que no puede compararse con el que sería de encontrarse solo. Admitido que en la vecindad del cielo puede hablarse únicamente del aire o del fuego, ¿qué cometido asignaríamos al aire? Porque, en lo que al fuego se refiere, ningún poder cabría concederle, y ni siquiera le alcanzaría para esta acción. Antes incluso de haber producido nada, se vería alterado por la gran velocidad del cielo, pues es fuego menor y menos vigoroso que el fuego de la tierra. Además, lo que el fuego hace es calentar; pero conviene que lo que se caliente no lo haga por sí mismo, por lo cual si algo es destruido por el fuego, necesariamente habrá de ser calentado de antemano, debiendo llegar a tal estado en contra de su propia naturaleza.

El cielo no tiene necesidad de ningún otro cuerpo para mantenerse tal cual es, ni para cumplir el movimiento circular que es conforme a su naturaleza; pues no se ha llegado a demostrar que el movimiento natural del cielo se realice en línea recta. Digamos, por el contrario, que los cuerpos celestes, en razón a su misma naturaleza, o bien permanecen inmóviles o bien se desarrollan en un movimiento de tipo circular; cualesquiera otros movimientos, son en ellos movimientos forzados.

Convendrá decir que esos cuerpos no tienen necesidad alguna de alimento. No guardan analogía con los cuerpos terrestres, ni encierran un alma como la nuestra, ni ocupan el mismo lugar. No se da en el cielo una causa para ese movimiento siempre continuo que hace que los cuerpos compuestos de la tierra necesiten de alimento. Los cambios de estos cuerpos los producen ellos mismos y hemos de atribuirlos a una naturaleza diferente del alma del cielo, que, por su debilidad, no sabe mantenerlos en su ser. Y esa naturaleza lo que procura es imitar a otra que está sobre ella, cuando trata de producir o de engendrar. Pero con todo, y como ya se ha dicho, las cosas del cielo no han de ser consideradas del mismo modo que las cosas inteligibles.