Igal: Tratado 47 (III, 2, 15-18) — SOBRE LA PROVIDENCIA

15. Todo esto se dice de las cosas consideradas en sí mismas. Pero se da una trabazón de todas ellas, bien en aquellas cosas que ya fueron engendradas, bien en las que se engendran a cada instante, con lo que se originan obstáculos y dificultades. Comprobamos que los animales se devoran unos a otros y que los hombres se atacan entre sí; la guerra, por ejemplo, es algo siempre continuo, que no conoce el descanso ni la tregua. Si, sobre todo, la razón hizo así las cosas, ¿cómo no ha de afirmarse que están bien hechas? No ayuda, sin embargo, a los que así argumentan el afirmar que todo resulta lo mejor posible, que la materia es causa de que las cosas sean inferiores, que el mal no puede ser destruido si las cosas tienen que ser como son y realmente están bien así, que la materia no se presenta como dominadora, sino que ha sido traída a las cosas para que éstas sean lo que son y que, en fin, la razón misma se aparece en mayor grado como la causa de que la materia sea tal cual es. Para esta manera de decir, la razón es un principio y, en realidad, lo es todo, pues todo también, en el proceso de la generación, acontece y se ordena conforme a la razón. Pero, ¿cómo se explica entonces la necesidad de esa guerra implacable que subsiste entre los animales y los hombres? Ese devorarse mutuamente los animales es como una especie de compensación, ciertamente necesaria, entre unos seres que, aunque no se les matase, no podrían durar eternamente. Si en el momento en que deben dejar la; vida, su muerte puede reportar utilidad a otros animales, ¿por qué mirar esto con malos ojos? ¿No comprobamos que nacen de un nuevo modo, cuando son devorados por otros? Ocurre aquí como con el autor muerto en la escena, que, cambiando su apariencia exterior, vuelve a aparecer en otro papel, lo cual significa que no había muerto realmente. Si la muerte, pues, no representa otra cosa que un cambio de cuerpo, cambio análogo al del actor que muda de ropa, o si, incluso, puede representar algunas veces el abandono absoluto del cuerpo, a semejanza del actor que sale definitivamente de la escena para no volver ya más a ella, ¿qué de terrible tiene este intercambio que verifican los animales? ¿No es ello aún mejor que el no haber tenido principio? Porque la privación de la vida les traería consigo la imposibilidad de atender a otros. Mas es claro que se da en el universo una vida múltiple, productora y cinceladora de todos los seres, que no cesa de conformar continuamente unos juguetes, como son los seres vivos, realmente hermosos y de buen ver. Y si los hombres toman las armas unos contra otros, recordemos que son seres mortales y que, luchando en un orden conveniente, nos dan a entender con claridad que las grandes empresas no son otra cosa que juegos con lo cual nos declaran también que la muerte no es algo terrible, y que morir en las guerras y en los combates es adelantar un poco en el tránsito a la vejez o acaso partir mas rápidamente para retornar antes. Si se ven privados de la vida y de las riquezas, conocerán que estas cosas no les pertenecían y, entonces, resultará ridícula esta posesión para sus mismos raptores, que podrán verse desposeídos a su vez por otros; pues, para quienes no se materialice la privación, peor resultará aún la conservación que la pérdida.

Hemos de considerar, por tanto, como algo propio del espectáculo teatral, todos esos crímenes y todas esas muertes, todas esas tomas y saqueos de ciudades. Todas esas cosas no son, en verdad, más que cambios de escena y de forma, la representación de unos lamentos y de unos gemidos. Porque en la vida de cada cual no es el alma la que se encuentra en el interior, sino su sombra, esto es, el hombre exterior que se lamenta, se queja y realiza todas sus cosas sobre esa escena múltiple que es la tierra entera. Así son los actos del hombre que vive una vida inferior y externa, del hombre que desconoce que sus lágrimas y sus actividades más serias no son otra cosa que juegos infantiles. Sólo por el hombre serio son tomadas también en serio las cosas graves; al resto de los hombres es meramente un pasatiempo. Y si estos últimos consideran sus juegos en serio es porque no saben cuál es su papel. Si se experimentan estas cosas en tono de chanza, ha de conocerse también, luego de esquivado el pasatiempo, que habíamos caído en juegos infantiles. Cuando, por ejemplo, Sócrates juega, quien realmente juega es el Sócrates exterior. Conviene, pues, meditar que las lágrimas y los gemidos no constituyen testimonio de males verdaderos; porque es sabido que los niños lloran y se lamentan por males que realmente no lo son.

16. Pero, si esto es así, ¿cómo existe todavía el mal? ¿Dónde se encuentran la injusticia y el error? ¿Cómo, si todo está bien, pueden realizarse actos injustos y cometerse errores? ¿Y por qué se dan seres desgraciados, si no han cometido faltas ni han sido injustos? ¿Cómo, en estas condiciones, diremos que hay unos hechos de acuerdo con la naturaleza y otros contrarios a ella, cuando todo lo que ocurre está conforme con la naturaleza? ¿Cómo se puede ser impío hacia el ser divino si lo hecho por él es tal como se dice? Concebiríamos entonces a Dios como el autor de un drama cuyo personaje principal le injuria y le llena de reproches. Volvamos de nuevo a la cuestión y afirmemos con más seguridad qué es verdaderamente la razón y por qué ha de ser tal como es. Atrevámonos a ello y quizá la suerte se ponga de nuestra parte: en efecto, la razón de que hablamos no es la inteligencia pura o inteligencia en sí, ni tampoco el alma pura, aunque realmente dependa de ella; es, si acaso, cual una luz resplandeciente salida de ambas, esto es, de la inteligencia y del alma; de la inteligencia, diremos, y del alma que se adapta a ella se origina esta razón, que es como una cierta vida que dispone de una razón secreta. Toda vida, aun la más vil, es un acto; pero este acto no es semejante al del fuego, sino que se presenta como un movimiento del que a veces no tenemos percepción, aunque no se produzca a la ligera. Aquellas cosas en las que él está presente y que, de algún modo, participan de él, se ven dotadas rápidamente de razón, o lo que es lo mismo, reciben una forma, pues ese acto conforme a la razón tiene el poder de informar las cosas según la vida que hay en ella, moviéndolas, además, para que sean capaces de recibir una forma. Se trata, por tanto, de un acto realmente artístico, como el movimiento que realiza el danzante; porque el danzante tiene plena semejanza con esta vida artística, ya que es el arte el que le mueve, en paralelo perfecto con la vida. Quede dicho esto para explicar así cualquier clase de vida. Y añadamos que esta razón proveniente de la inteligencia una y de la vida una, ambas rigurosamente perfectas, no es ella misma una vida ni una inteligencia una, ya que ni es perfecta en todas partes ni se da por entero a las cosas a las que se da. Muy al contrario, oponiendo unas partes a otras las crea incompletas, originando de este modo la lucha y el conflicto entre ellas. Así, es un todo uno, pero no constituye una verdadera unidad; pues se encuentra en guerra consigo misma en sus propias partes, y su unidad y trabazón semejan a las de un drama, que tiene también unidad a pesar de sus múltiples conflictos. El drama, en efecto, reúne todos los conflictos armónicamente, por la minuciosa exposición que realiza el autor; en el universo, en cambio, el conflicto entre las partes separadas proviene de la razón única, de modo que resulta mejor comparar su armonía con la de los contrarios e investigar por qué se dan contrarios en las razones de las cosas. Si hay en la música razones especiales que hacen armónicos los sonidos agudos y graves, y si estas razones son tendentes a la armonía total, que constituye una razón mayor de la que aquéllos son las partes más pequeñas, lo mismo puede decirse del universo en el que vemos también cosas contrarias: así, lo blanco y lo negro, lo cálido y lo frío, el animal con alas y el animal sin ellas, el que tiene pies y el que no los tiene, el ser razonable y el ser irracional; todos ellos, sin embargo, son las partes de un animal único, al que llamamos universo. Y el universo, añadiremos, está de acuerdo consigo mismo, aunque sus partes se encuentren frecuentemente en conflicto. Ello es debido a que el universo se conduce racionalmente, pero en él su unidad, o la unidad de la razón que contiene, proviene de sus mismos contrarios; esta contrariedad da precisamente su organización al universo y, en cierto modo, le facilita su propio ser. Porque si la razón del universo no fuese múltiple, tampoco seria un todo y ni siquiera una razón; por ser razón, encierra diferencias, de las cuales la mayor es la contrariedad. De modo que si hay realmente seres diferentes, y si es la razón la que los hace así, es claro que los hará lo más diferentes posible y, en ningún caso, menos de lo que puedan ser. Llevando la diferencia al punto más alto, los hará necesariamente contrarios. Y será una razón perfecta, no sólo por hacer los seres diferentes, sino por llevar su diferencia hasta la misma contrariedad.

17. Si la razón es, en absoluto, tal como decimos, los seres que ella produce serán tanto más contrarios cuanto más separados se encuentren. Así, por ejemplo, el universo sensible contiene menos unidad que su razón, y es, por tanto, más múltiple, y, consiguientemente, más contrario en sus partes: el deseo de vivir y la tendencia a la unidad son mayores en cada uno de los seres. Con frecuencia, el amante que busca su propio bien destruye el ser amado, siempre que éste sea un ser perecedero; el mismo deseo de la parte por integrarse en el todo atrae hacia sí misma todo lo que puede. Esto explica que existan seres buenos y malo, de la misma forma que, obedientes a un mismo arte, las dos partes de un coro proceden en sentido inverso, y decimos entonces que una de las partes es buena y que otra es mala, y que todo, al fin, está bien así. Pero, ¿no hay en tal caso seres malos? No se prescribe ciertamente la existencia de los seres malos, sino tan sólo que su maldad no provenga de ellos. Tal vez convenga la indulgencia con los malos, si es que no se atribuye a la razón la decisión que aquí proceda. La razón, sin embargo, no permite que perdonemos a los malos. Y si el hombre bueno dispone de la parte correspondiente, y lo mismo el hombre malo — éste de una parte realmente mayor — , ocurrirá al igual que en los dramas, donde el autor asigna los papeles sirviéndose de los actores de que dispone. No es él, por tanto, quien señala el protagonista, o el que ocupará el segundo o tercer lugar, pues se limita a dar a cada uno el papel que le conviene, indicándole la posición que debe ocupar. Otro tanto acontece en el universo: hay en él un lugar que conviene al bueno, y otro lugar que conviene al malo. Siguiendo el orden de la naturaleza y de la razón, cada uno se dirige al lugar conveniente que es, al fin, el lugar escogido por él. Luego, el uno pronuncia palabras impías y realiza actos malos, en tanto el otro hace todo lo contrario. Los actores eran lo que son antes del comienzo del drama, en el que se entregan ya a un determinado papel. En los dramas imaginados por los hombres el autor asigna el papel, mientras sacan de sí mismos la parte buena y la parte mala. ¡Bastante trabajo tienen ya, después de conocidos los pasajes del autor!

En el poema verdadero, que es el que imitan, en parte, los hombres con disposición poética, el alma es el actor y el papel que debe representar lo recibe del autor del universo. Y así como los actores de nuestros dramas reciben sus máscaras, sus vestiduras, sus túnicas amarillas y sus andrajos, así también el alma recibe la suerte correspondiente, sin que en ello intervenga para nada el azar; pues la suerte está de acuerdo con la razón, y el alma se adapta a ella y juega su papel en el drama y en la razón universal. Seguidamente, canta sus propias acciones y todas las demás cosas que el alma realiza según su índole característica. Pero la belleza, la fealdad y el ornato que acompañen a la voz y a la actitud han de atribuirse al actor, que también a veces añade al poema un sonido disonante. Cuando esto ocurre, no es realmente el drama el que desmerece, sino el actor, que se ha desenvuelto torpemente. El autor del drama puede entonces repudiarle, juzgándole indigno según merece; y obra seguramente como un buen juez. En cambio, ensalza lo más posible al buen actor y, si los hay, guarda para él los mejores dramas, reservando para el otro los de menos consistencia. Otro tanto cabe decir del alma que ha penetrado en el poema del universo y toma su parte en la representación del drama, al que trae consigo sus propias virtudes y defectos; en efecto, al entrar aquí es ordenada debidamente y recibe todas las demás cosas, sin que no obstante deje de ser dueña de sus actos, por los que merecerá castigo o recompensa. Hay que añadir que estos actores representan en un teatro de mayores proporciones que el nuestro y que, asimismo, reciben del autor del universo una autoridad y un poder mucho más grandes, que les llevan a recorrer múltiples lugares, pero diferenciando claramente lo que es honroso de lo que no lo es; por si mismos también van en busca de los castigos y recompensas convenientes, cada uno en la región adecuada a sus costumbres. Es así como armonizan con la razón del universo, adaptado cada cual a la parte que en justicia le corresponde; obran en tal caso como las cuerdas de una lira, cuando éstas son colocadas en un lugar particular, de acuerdo con la naturaleza del sonido que ellas mismas son capaces de producir.

Porque en el universo tendrán su sitio la conveniencia y la belleza, si cada ser aparece colocado en su lugar debido. Váyase sin más a la oscuridad del tártaro, si realmente produce disonancia, porque aquí esta disonancia tiene su belleza. El universo resulta hermoso, no porque cada ser sea una piedra, sino porque con su voz contribuye a la armonía universal. Esta voz no es otra cosa que la vida de cada ser, corta, inferior e imperfecta. Y de igual modo que la flauta pastoril, no da un sonido único, sino también sonidos ligeros y oscuros que, no obstante, concurren a la unidad armónica del conjunto. Porque la armonía se compone de partes desiguales, y los sonidos de que esta formada son asimismo desiguales. Con todo, el sonido perfecto es único y proviene de todos los demás. Lo cual acontece también con la razón universal, que no se compone de partes iguales; de ahí que el universo contenga regiones diferentes, unas buenas y otras malas. Las almas se muestran desiguales por la misma desigualdad de estas regiones, de tal modo que a lugares desemejantes corresponden almas que son también desemejantes. Y así como en la flauta pastoril o en otro instrumento cualquiera hay cañas de desigual dimensión, lo mismo ocurre con las almas, cada una de las cuales está situada en un lugar diferente; pero a cada una corresponde, sin embargo un sonido que acompasa con el lugar y con el conjunto al que ella pertenece.

La maldad de las almas tiene el puesto que le es debido en la belleza del todo universal. Y lo que para las almas resulta contrario a la naturaleza, para el universo esta de acuerdo con ella, pues un sonido más débil no deja de ser tan concordante como cualquier otro. Si hemos de usar aquí de otra imagen, diremos que ocurre como con el verdugo que, siendo un mal, no hace por ello que desmerezca una ciudad bien constituida. Porque conviene que haya un verdugo en cada ciudad, en la que siempre ha de ocupar el puesto adecuado.

18. Las almas son, pues, buenas y malas y por motivos diferentes; unas lo son así ya desde un principio y no coinciden con las restantes. Porque ellas mismas constituyen partes desiguales con respecto a la razón, dado que las almas se mantienen separadas. Hemos de pensar a tal fin que existen almas de segundo y tercer grado y que un alma no actúa siempre por las mismas partes. Pero volvamos de nuevo a la cuestión y, como el tema exige todavía muchas aclaraciones para su perfecta comprensión, digamos: no conviene que entren en la representación actores que reciten otro texto distinto al del poeta, cual si, pretextando que el drama está incompleto, hubiesen de completar lo que le falta y llenar las lagunas dejadas por el poeta. Esto equivaldría a que el poeta contase con actores que no son tales, sino meros sustitutos suyos, pero sustitutos que saben de antemano lo que deben decir, para suplir lo que no se ha dicho y hacer posible de esta manera la continuación del drama. Porque en el universo todo lo que se sigue y es consecuencia de las malas acciones constituye la razón misma y está de acuerdo con la razón. Así, por ejemplo, de un adulterio pueden nacer hijos naturales que lleguen tal vez a hombres esclarecidos; lo mismo que de una deportación de prisioneros de guerra pueden surgir ciudades mejores que las que han sido saqueadas por hombres perversos.

No es lógico, pues, que entren las almas en escena, haciendo unas el mal y otras el bien; porque así privamos a la razón de hacer el bien sólo por evitarle la paternidad del mal. Mas, ¿qué impide que el bien y su contrario sean en el universo partes de la razón, lo mismo que las acciones de los actores son en la escena partes del drama? En el drama del universo cada uno de los actores se atiene tanto más a la razón cuanto más completo está el drama y todo en él depende de la razón. ¿Para qué entonces realizar el mal? Digamos que todas las almas, incluso las divinas, no son otra cosa en el universo que partes de la razón. Todas las razones son verdaderamente almas; ¿por qué entonces una de ellas iban a ser almas y las otras, en cambio, razones, si toda la razón es realmente un alma?