6. Dícese que ningún ser es tratado según su mérito, y así, que en tanto los buenos son alcanzados por los males, los malos; en cambio llegan a poseer los bienes. Deberá contestarse a esto primordialmente que ningún mal hace mella en el que es bueno y que ningún bien, a su vez, aprovecha al que es malo. Ahora bien, ¿por qué se da algo contrario a la naturaleza en el hombre bueno, y algo conforme a la naturaleza en el hombre malo? ¿Cómo estimar justa esta distribución? Realmente, si considerarnos que la conformidad con la naturaleza no significa adición alguna en favor de la felicidad, también debemos admitir que su contrario en nada disminuye el mal de los malos; porque ¿qué importancia tiene que ocurra así o de otra manera? La misma cuestión se plantearía respecto de un cuerpo hermoso o feo. Pero entonces se trataría de una conveniencia, de una cierta analogía o proporción, cosas que no tienen lugar ahora; esto es, contaríamos con una providencia perfecta.
El hecho de que los malos sean los dueños y señores de las ciudades, y los buenos sus esclavos, es claro que no parece conveniente; pero esto, con todo, nada añade ni quita a la posesión del bien y del mal. El malo que es jefe de una ciudad puede cometer las mayores injusticias; véase, por ejemplo, cuán indignamente tratan a sus prisioneros los malos que triunfan en las guerras. Puede esto, en verdad, dejar nuestro ánimo perplejo, haciendo que nos preguntemos por qué ocurren tales cosas si verdaderamente existe una providencia. Sin embargo, conviene mirar a la totalidad cuando se va a realizar alguna cosa, aunque no esté de más disponer adecuadamente las partes en el lugar que les corresponde, sobre todo cuando estas partes son seres animados, vivos y racionales. Es muy cierto que la providencia debe anticiparse a todo y que su obra consiste precisamente en no despreocuparse de nada. Si decimos, por tanto, que este universo depende de una inteligencia cuyo poder lo señorea todo, hemos de tratar de mostrar como estas cosas están bien así.
7. Comprendamos en primer lugar que el bien que buscamos en este mundo se halla en un ser mezclado de mal. No le exijamos, pues, que sea tan grande como el bien que se encuentra en el ser sin mezcla, ni busquemos el bien de los seres primeros en los seres que son segundos. Dado que el universo tiene un cuerpo, admitiremos que algo de él se incorpora al universo y sólo exigiremos la razón que pueda ofrecernos la mezcla, comprobando si nada le falta. Fijémonos en el más hermoso de los hombres sensibles; no podrá juzgársele en modo alguno tan bello como el hombre inteligible, pero hemos de acoger con agrado la obra de su creador si, no obstante estar compuesto de carne, de nervios y de huesos, este ser cuenta con una razón que puede embellecer todo esto e incluso dominar la materia. Démoslo por supuesto y partamos de aquí para encontrar la solución, pues es muy posible que encontremos en esos seres de que hablamos la providencia y el poder maravilloso por los cuales subsiste nuestro universo.
Veamos en primer lugar los actos que radican en esas almas que hacen el mal, así como los males que unas almas procuran a otras y en perjuicio de sí mismas. Si no se acusa a la providencia de que ha hecho malas a estas almas, mucho menos podría exigírsele cuenta y razón de tales actos si se admite que “la responsabilidad es de quien ha elegido” . Porque, corno ya se ha dicho, conviene que las almas tengan un movimiento propio y, puesto que no son sólo almas sino que se encuentran mezcladas a cuerpos, no debe sorprender que vivan la vida que les corresponde. Las almas, en realidad, no han venido a los cuerpos porque el mundo exista, sino que ya antes de existir el mundo disponían del ser de éste, le cuidaban y procuraban que existiese, tratando de dirigirle y de conformarle de la manera que sea, bien por adición o donación de algo de sí mismas, bien por descender hacia el mundo, bien por unas y otras cosas. Pero ahora no se trata en realidad de esto y, ocurra lo que ocurra, no deberemos censurar por ello a la providencia. ¿Qué decir, sin embargo, cuando se advierten los males que afectan a quienes son opuestos a ellos, esto es, cuando se ve a los buenos pobres y a los malos dueños de las riquezas y disfrutando en abundancia de todo lo que debería corresponder a sus inferiores, que son hombres, o dominándolos, ya se trate en este caso de pueblos o ciudades? ¿Es que entonces la providencia no extiende su poder hasta la tierra? Otros hechos atestiguan, en verdad, que la razón llega hasta nosotros: así, por ejemplo, los seres vivos y las plantas que participan de la razón, del alma y de la vida. Pero si la razón se extiende hasta la tierra, no por eso la domina. Y siendo como es el Universo un ser animado único, lo mismo ocurriría si dijésemos que la cabeza y la cara del hombre provienen de la naturaleza y de la razón que le dominan, en tanto atribuirnos el resto a otras causas, como el azar o la necesidad, explicando con ello, o con la misma impotencia de la naturaleza, el origen de esas partes más despreciables. Pero la santidad y la piedad nos impiden conceder que estos hechos no sean como es debido e, igualmente, que censuremos al autor de la creación.
8. Queda por averiguar, sin embargo, que puedan ser un bien y en qué forma participan en el orden del mundo, o, si acaso, como es que no constituyen un mal. Las partes superiores de todo ser vivo, esto es, la cabeza y la cara, son siempre las más hermosas; las partes medias y las inferiores no se igualan, en cambio, a aquéllas. En el mundo, los hombres se encuentran en las partes media e inferior, en tanto el cielo y los dioses que se dan en él se hallan en la parte superior. Estos dioses y el cielo todo que rodea nuestro planeta abarcan la mayor parte del mundo, pues la tierra no es mas que su centro y uno de los astros del universo. Nos sorprendemos de que exista la injusticia entre los hombres porque pensamos que el hombre es la parte más noble del mundo y el ser más sabio de todos. Mas el lugar de los hombres está entre los dioses y las bestias, y unas veces se inclina a los unos y otras veces a las otras; así unos hombres se hacen semejantes a los dioses, otros a las bestias, y la mayoría se mantienen en medio. Aquellos cuya perversión les acerca a los animales irracionales y feroces arrastran consigo y violentan a los hombres que están en medio, y si éstos, que son mejores, se ven forzados y dominados por los que les son inferiores es porque, en efecto, son ellos también seres inferiores, que no pueden incluirse entre los buenos ni se hallan en verdad preparados para no sufrir tales cosas.
Si unos muchachos bien conformados en cuanto a su cuerpo, pero inferiores por la falta de educación de sus almas, dominasen en la lucha a otros que no fueron educados ni física ni moralmente y, además, les robasen sus alimentos y les quitasen sus hermosas vestiduras, ¿qué otra cosa podríamos hacer sino reír? ¿No es realmente justo que el legislador acepte que sufran todo esto como un castigo adecuado a su pereza y a su indolencia? Porque si se les habían enseñado ejercicios físicos, y por su pereza y su vida muelle y disoluta los miraron con indiferencia, ¿qué sorprenderá ahora el verles como corderos bien cebados y presa ya segura de los lobos? . Y en cuanto a los que hacen estas cosas, bastante castigo significa para ellos el ser lobos y hombres desgraciados. Hay, además, unas penas que deben sufrir y que no terminan con la muerte, puesto que de las acciones primeras se siguen unas consecuencias conformes con la razón y la naturaleza, esto es, el mal para los malos y el bien para los buenos. La vida, sin embargo, no habrá de ser considerada una palestra aunque aquí tratábamos de un juego de niños. Los muchachos de que hablamos crecen en un clima de ignorancia, unos y otros preocupados por ceñir sus espadas y manejar sus armas, lo cual constituye un espectáculo más hermoso que el de un simple ejercicio gimnástico. Si entre ellos los hay que no disponen de armas, los que estén armados alcanzarán la victoria. No corresponde a Dios, ciertamente, luchar en defensa de los pacíficos, pues la ley impone que ganen en la guerra los hombres esforzados y no los suplicantes. Porque no se consiguen frutos con rogativas sino con el cuidado de la tierra, como tampoco se puede estar fuerte descuidando la salud propia. No convendrá enojarse si los malos obtienen mejores frutos, bien porque sean los únicos que cultivan la tierra o porque la cultiven mejor. Ya que sería, en efecto, ridículo que habiendo acatado la voluntad de estos en todos los actos de la vida, sin tener en cuenta para nada lo que es grato a los dioses, quisiéramos encontrar precisamente nuestra salvación con la ayuda de los dioses, aun sin hacer ninguna de esas cosas que los dioses mismos ordenan para poder ser salvados.
Digamos que es preferible la muerte a la vida para los que no quieren vivir conforme a las leyes del universo. De modo que, si surgen adversarios y la paz es conservada no obstante su locura y todos sus males, bien descuidada juzgaríamos a una providencia que permitiese dominar a los peores. Si los malos disponen de su poder es por la cobardía de sus súbditos: he aquí lo realmente justo, esto y no lo otro.
9. Pero la providencia no debe ser considerada así hasta el punto de que nosotros no seamos nada. Porque si la providencia lo fuese todo y ella misma fuese sola, ninguna cosa tendría que hacer. ¿De qué debería, en efecto, preocuparse? Porque entonces sólo existiría el ser divino. Mas ahora, si decimos que existe ese ser, no es menos cierto que su acción se dirige a otro ser y no para destruirlo; y así se acerca a algún ser, como por ejemplo el hombre, para conservarle lo que es propio de él, esto es, una vida conforme a la ley de la providencia, que se adapta en todo a la norma que ella dicta.
Esa ley significa para los hombres de bien que gozarán de una vida buena, incluso en el más allá, y para los hombres malvados que tendrán todo lo contrario. No permite, por otra parte, la ley divina que, si nos hemos vuelto malos, pidamos a otros que se olviden de sí mismos para salvarnos. Pues los dioses no deben desdeñar su propia vida para atender nuestras cosas, al igual que no corresponde a los hombres de bien, que viven una vida mejor que la vida de los poderosos, tomar sobre sí el gobierno de los hombres malos. Por lo demás, los mismos hombres malos no se han preocupado nunca de tener buenos gobernantes, ni de encontrar quienes se encarguen de ellos; sólo sienten envidia de aquellos que, precisamente, son buenos por naturaleza. ¡Más abundarían los buenos si ellos les tomasen por sus guías!
No es el hombre, en verdad, el mejor de los seres vivos, sino que está situado en un rango intermedio, pero escogido por él. La providencia no permite que se pierda y hace, al contrario, que se eleve el hombre hacia lo alto por todos los medios de que dispone el ser divino para que la virtud resalte más; con esto, el linaje humano no ve destruido su carácter racional y, si no lo mantiene en el más alto grado, participa al menos de la sabiduría, de la inteligencia, del arte y de la justicia en las relaciones que unos hombres sostienen con otros — pues es claro que, cuando se trata injustamente a alguno, se cree en realidad obrar bien y según lo que es justo — . El hombre es, así, una hermosa creación, tan hermosa como es posible. Tiene también, en la trama del universo, una parte mejor que los demás animales que habitan sobre la tierra.
Nadie, por lo demás, con buen sentido censuraría a la providencia por el hecho de que existan en la tierra animales inferiores al hombre. Son ciertamente el ornamento de ella, y sería cosa de risa que alguien reprochase a los dioses que ofenden a los hombres, en la idea de que éstos no han de hacer otra cosa que pasar la vida en un sueño. Esos animales habrán de existir necesariamente; algunos, incluso, prestan una manifiesta utilidad, en tanto la que otros puedan ofrecer sólo se descubre con el tiempo. Ninguno de ellos, pues, es inútil para el hombre. Ridículo sería hablar de bestias salvajes cuando hay hombres de esta misma condición. ¿Y por qué considerar sorprendente que estas bestias desconfíen de los hombres y se defiendan contra ellos?
10. Si los hombres son malos contra su voluntad y sin querer serlo, nadie puede acusarles de esta falta, ni siquiera el que la sufre, cual si su mal dependiese de ellos. Que su maldad se origine necesariamente por el movimiento del cielo, o que sea una consecuencia de lo que antes ha ocurrido, eso dependerá de la misma naturaleza. Y si es la misma razón la que ha producido todo, ¿cómo no atribuirle la injusticia? Es verdad que los malos lo son contra su voluntad porque toda falta es involuntaria; pero esto no impide que sean seres que actúan por sí mismos y que, precisamente en estos actos, cometan las faltas de que hablamos. Si ellos mismos no actuasen, no cometerían en absoluto falta alguna. La necesidad de sus faltas no se encuentra fuera de ellos, sino en un sentido muy general. Y en cuanto al movimiento del cielo, ello no quiere decir que nada en absoluto dependa de nosotros; porque si todo viniese de fuera, todo ocurriría realmente como hubiesen querido los mismos que nos han hecho. De modo que, aun siendo los hombres unos impíos, no podrían resultar contrarios a la obra de los dioses; y si lo son, de ellos será la culpa. Digamos, en fin, que dado un principio se sigue una consecuencia, aunque para ello haya que tomar a la vez todos los antecedentes. Entre estos antecedentes también cuentan, naturalmente, los hombres. Y nos referimos a los hombres que se mueven hacia la virtud por su propia naturaleza, siendo como son enteramente dueños de sí
11. ¿Hemos de atribuir a la naturaleza y a la sucesión de las causas el que cada cosa sea así y tan bella como es posible? Contestaremos que no y que la razón lo hace todo con plena soberanía y voluntad. Esa razón obra de acuerdo consigo misma cuando produce los seres malos, porque no quiere realmente que todos los seres sean buenos.
Comparémosla con el artista que no sólo tiene que pintar los ojos del animal; pues de igual modo, la razón no crea sólo seres divinos, sino que hace los dioses, luego los demonios, que constituyen la segunda naturaleza, a continuación los hombres y después los animales. Y no obra así por envidia, sino por encerrar en sí misma toda la variedad inteligible.
Nosotros, desconocedores de la técnica pictórica, acusamos en cambio al pintor de que no emplea en todas partes hermosos colores. Y lo que ciertamente ha hecho el artista ha sido poner en su lugar los colores que convenían. Las ciudades que disfrutan de las mejores leyes no son justamente las compuestas de hombres iguales. Ocurre como si se censurase un drama porque no todos sus personajes son héroes, y si uno de ellos un criado y otro un hombre rudo y de expresiones soeces. No podríamos hablar de un buen drama si expulsamos de él a los papeles inferiores; el drama, en realidad, sólo está completo con ellos.
12. Si, pues, la razón misma se ha adaptado a la materia al producir estos seres — pensemos que la materia se compone de partes no semejantes, de acuerdo con el ser que le precede — , su obra, siendo como ella es, no podría resultar más bella. Porque la razón no se compone de partes, todas ellas semejantes e iguales, lo cual no ha de reprochársele, sino que es ella misma todos y cada uno de los seres, en este caso tomados aparte y por separado. Si hubiese traído al mundo otros seres que no proviniesen de ella, como por ejemplo almas, y hubiese forzado además a muchas de éstas a adaptarse a la creación, en contra de su naturaleza, ¿cómo podría haber actuado bien? Pero digamos que las almas son como partes de la razón, que no las violenta para que se adapten a la creación, sino que las dispone de manera digna y en el lugar que conviene a cada una.
13. No debemos, con todo, desdeñar ese argumento que nos pide miremos a cada ser, no en su situación presente, sino en los períodos anteriores y en su futuro, de modo que establezcamos lo que es justo para cada uno; y así, puede explicarse el cambio en esclavos de los que antes eran señores, si realmente fueron malos señores, porque esto será, al fin, provechoso para ellos mismos, al igual que los que usaron mal de las riquezas se convertirán en pobres, porque el ser pobre no resulta perjudicial para los buenos. Y los que han dado muerte injustamente sufrirán a su vez este castigo, el cual, si es injusto para el que lo realiza, es, en cambio, justo para el que lo sufre. Pues hemos de pensar que el hombre llamado a sufrir el castigo encontrará siempre al hombre adecuado para hacérselo sufrir. No se es esclavo o prisionero de guerra por casualidad, como tampoco se sufren al azar violencias corporales; sino que se habrán hecho realmente en alguna ocasión todas las cosas que ahora se sufren. De este modo, el que ha matado a su madre renacerá mejor para sufrir la muerte a manos de su hijo, y el que ha forzado a una mujer será también mujer para sufrir la misma suerte. De ahí proviene la divina ley de Adrastea; porque este orden es realmente la verdadera Adrastea, la verdadera Justicia y una admirable Sabiduría. Conviene considerar, ante el espectáculo del universo, que el orden que en él existe se extiende hasta las cosas más pequeñas; y es un arte maravilloso, que no sólo se manifiesta en los seres divinos, sino también en aquellos que nosotros desdeñaríamos como poco dignos de la atención de la providencia. Este maravilloso prodigio se realiza en todos los seres, incluso en las plantas con la hermosura de sus frutos y de sus hojas, la gracia de sus flores y su misma ligereza y variedad. Todo lo cual no ha sido hecho de una vez, ni tampoco deja de ser, sino que concuerda con las posiciones de los astros, que no son siempre las mismas. Estos cambios y estas formas no se realizan por mero azar, sino conforme a un patrón hermoso, según conviene que obren los poderes divinos. Porque todo lo divino actúa de acuerdo con su naturaleza, que a su vez depende de su esencia; y es su esencia la que acompaña en sus acciones a la belleza y a la justicia, pues, de otro modo, ¿dónde se encontrarían éstas?
14. El orden de que hablamos está de acuerdo con la razón, sin que provenga por ello de un acto reflexivo. Y, siendo tal como es, resulta verdaderamente admirable que, aun pudiendo usar de la más perfecta reflexión, no se hubiese alcanzado a realizar nada mejor que lo que conocemos. Este orden es siempre, en todos sus detalles, un orden más inteligible que reflexivo. Y si hay géneros de cosas sujetas siempre al devenir, no debe acusarse de ello a la razón que las hizo, si no se estima que estas mismas cosas han de ser como esos seres no sujetos al devenir y eternos, que se cuentan entre los más inteligibles y sensibles. Entonces, claro está, pídese para ellos un complemento de bien, no considerando suficiente lo que la naturaleza ha dado a cada ser. Y así, surgirá la queja de que un animal no tiene cuernos sin pararse a pensar que la razón no puede extenderse de la misma manera a todas las cosas, sino que conviene que lo que es menor se dé en lo que es mayor y que las partes se contengan en el todo, con lo cual aquéllas no pueden igualarse a éste, a menos que dejen de ser partes.
En el mundo inteligible todo ser es todas las cosas, en tanto en nuestro mundo cada ser no es todas las cosas. El hombre, siendo como es una parte del mundo, es una de estas cosas, pero no el hombre en su totalidad. Si hubiese en alguna parte del mundo un ser que no fuese parte, esa parte ya sería un todo. He aquí, pues, que no hemos de pedir al ser particular que llegue a la cima de la virtud, porque en ese caso no sería ya una parte del todo. Ni hemos de admitir asimismo que el universo siente envidia por el ornato de sus partes y el aumento de su valor, porque el ornato y el aumento de valor de éstas hacen al universo mucho más bello. La alta estimación de las partes se origina por su semejanza, sumisión y adaptación al todo; con ello puede haber, en el lugar que ocupan los hombres, una luz que brille, al igual que ocurre con los astros en el cielo. Desde aquí, en efecto, la visión que tenemos del cielo es la de una grande y hermosa estatua, dotada de vida y engendrada por el arte de Hefaisto: los astros resplandecen sobre su rostro, sobre su pecho y dondequiera que convenga colocarlos.