Igal: Tratado 48 (III, 3) — SOBRE LA PROVIDENCIA II

1. ¿Qué hemos de pensar, por tanto, de estas cosas? Afirmaremos que la razón universal lo comprende todo, tanto los males como los bienes, pues unos y otros son partes de ella. Y no porque la razón los produzca, sino porque los tiene consigo. Las razones son el acto de un alma universal, y las partes (de estas razones) son el acto de las partes (de esta alma). Siendo así que esta alma única tiene partes, las razones también contarán con ellas e, igualmente, las obras de estas razones, que son los últimos seres provenientes de las mismas. Y como las almas están en reciprocidad armónica, otro tanto habrá que decir de sus obras. La armonía consiste en una unidad de todas ellas, incluso de las que son contrarias. Porque todas las cosas parten de una unidad y todas también se reúnen en ella por una necesidad natural; de modo que cosas diferentes y aun contrarias se ven llevadas a formar una unidad, como provenientes de un orden único. Así lo vemos en cada una de las especies animales: los caballos, por ejemplo, aunque gustan de rivalizar en la lucha y de morderse y batirse con ardor, forman, no obstante, lo mismo que los demás animales, una sola especie. Y otro tanto ocurre con los hombres. Convendrá, pues, referir todas las especies al género único de los animales; luego, deberá distinguirse por especies los seres que no son animales y, seguidamente, habrá que elevarse al género único de los no animales; de estos dos géneros, si se desea, remontaremos al ser, y, por último, llegaremos a la causa productora de este ser. Nuevamente, luego de haberlo anudado todo al ser, emprenderemos el descenso por un procedimiento de división; veremos así cómo el Uno se dispersa por alcanzar precisamente a todas las cosas y contenerlas también a todas en un orden único. Cuando el Uno se ha descompuesto es ya, realmente, un animal múltiple; cada una de sus partes actuará según su naturaleza, aunque siga permaneciendo en el universo. Así, el fuego quema y el caballo realiza sus funciones de caballo; pero también los hombres tienen su cometido propio, de acuerdo con su naturaleza, y sus actos, lo mismo que ellos, son realmente diferentes. De esta vida, conforme con la naturaleza y con los actos de cada uno, se siguen necesariamente el bien y el mal.

2. Las circunstancias no detentan la soberanía del bien, sino que se siguen armónicamente de los hechos precedentes y aparecen enlazadas en la sucesión de las causas. El guía del universo verifica este enlace, de acuerdo con la naturaleza de cada uno de los seres; igual que ocurre en un ejército, donde el general tiene el mando y los soldados colaboran con él a sus órdenes. El universo se halla igualmente organizado bajo la previsión de un guía, que comprende perfectamente lo que ha de hacer y sufrir; y no sólo esto sino también todo aquello con lo que debe contar, como alimentos y bebidas, armas y máquinas y cuanto resulta de la combinación de estas mismas cosas; así, todo lo que ocurre tiene su lugar conveniente, dispuesto por la lógica actividad del general. Cae, sin embargo, fuera de sus dominios todo lo que hagan sus enemigos y no le corresponde asimismo el mando de su ejército. En el universo hay, pues, un jefe supremo al que todo se subordina; porque, ¿qué podría haber en él que no estuviese en su lugar y que no fuese armonizado debidamente?.

3. He aquí que si soy libre de elegir tal o cual cosa, mi elección concuerda con el orden universal; por lo cual tú no eres algo episódico en el universo y entras en la cuenta con tu verdadero ser. Pero, ¿de dónde viene que sea lo que soy? Hay sobre esto dos cuestiones que la razón trata de resolver: la una, si hemos de referir la causa del carácter de cada uno a ese ser productor, caso de que lo haya; y la otra, si hemos de referirnos a nosotros mismos como tal ser producido. En general, no ha de acusarse a nadie de no haber dado la sensación a las plantas o de que los demás animales no dispongan de la razón, como la tienen los hombres. Porque, en este caso, también podríamos preguntarnos por qué los hombres no son como los dioses. No sería lógico, en efecto, que dejásemos de acusar a los seres mismos, o a su autor, y que, en cambio, al tratarse del hombre, nos quejásemos de que no sea mejor. Pues, si verdaderamente hubiese podido ser mejor, el bien que le falta o tendría que depender de él, y él mismo sería la causa de no habérselo dado, o, si así no fuese, habría de atribuirse a su autor, que hubiese podido concedérselo. Absurdo parece, sin embargo, pedir para el hombre algo más de lo que se le ha dado, y extender igualmente la petición para los demás animales y para las plantas. Porque no conviene preguntarse si un ser es inferior a otro, sino si tal como es, se basta a sí mismo; ya que en verdad, todos los seres no han de ser iguales.

Pero, ¿hemos de atribuir la desigualdad a la libre decisión del autor de todas las cosas? De ninguna manera, ya que está de acuerdo con la naturaleza el que todas las cosas sean como son. La razón del universo es consecuencia del alma universal, y esta alma lo es a su vez de la inteligencia; pero la inteligencia no es un solo ser, sino que comprende todos los seres y, por consiguiente, varios seres. Si se dan, pues, varios seres, no todos serán los mismos; unos, necesariamente, ocuparán el primer lugar, otros el segundo, y así de manera sucesiva según convenga a cada uno. Por otra parte, los seres vivos no cuentan solamente con almas, sino más bien con almas disminuidas que, en la procesión, han perdido sus rasgos característicos. La razón del ser vivo, aun siendo un alma, es en verdad un alma diferente a aquella de la que proviene; pues es claro que el conjunto de las razones va debilitándose a medida de su inclinación a la materia, y así lo que ellas producen se hace cada vez menos perfecto. Considérese realmente a cuánta distancia se encuentra ya este producto, el cual, sin embargo, es una cosa maravillosa. Ahora bien, del hecho de que sea imperfecto no se sigue que lo sea también su autor, pues éste es muy superior a todo lo producido por él. Demos, por tanto, de lado a las acusaciones formuladas y admirémonos sobre todo lo que él ofrece a lo que viene a continuación, así como de las huellas que él nos ha legado. Si, por otra parte, ha dado a los seres más de lo que éstos pueden tener, mucho mejor aún; de tal modo que la culpabilidad ha de recaer sobre las criaturas producidas, ya que su parte más importante es la que reciben de la providencia.

4. Si el hombre fuese un ser simple — quiero decir, si permaneciese tal cual era una vez creado y sus acciones y pasiones fuesen siempre las mismas — , estarían de más contra él las acusaciones y las censuras, como lo están también contra el resto de los animales. Convengamos que sólo se justifica plenamente el reproche contra el hombre malo. Porque el hombre no ha permanecido tal cual ha sido creado, sino que tiene en sí mismo un cierto principio de libertad, principio que no es ajeno a la providencia y a la razón universal. En realidad, no son las cosas superiores las que dependen de las inferiores, sino aquéllas las que iluminan a éstas haciendo así de la providencia algo verdaderamente perfecto. Pues, en efecto, a la razón productora de los seres ha de añadirse la razón que une los seres superiores a sus productos: aquélla es la providencia de lo alto, en tanto la segunda procede de la primera como una razón distinta que, sin embargo, sigue enlazada a ella; de una y otra razón se origina la trama toda del universo, y ambas, a la vez, constituyen la providencia universal. Los hombres disponen, como decimos, de otro principio, pero no todos se sirven de todas las cosas que poseen: así, unos se sirven de una, otros de otra o de varias, e incluso de cosas que resultan ser inferiores. Con todo, las facultades superiores siguen presentes en los hombres, aunque no actúen sobre ellos, pues es bien cierto que no pueden permanecer ociosas; cada una tiene su cometido propio. Pero, si están presentes, y no actúan sobre los hombres, ¿de quién es la culpa? ¿O es que verdaderamente no están presentes? Decimos, sin embargo, que se encuentran presentes en todas partes y que ningún ser está privado de ellas. Sin duda, pero ellas no están presentes en los seres en los que no se hallan en acto. Más, ¿por qué razón no están en acto en todos los hombres, si son, realmente, partes de su alma? Quiero hablar aquí del principio ya mencionado que, en cuanto a los animales, no constituye una parte de su naturaleza; es, si, una parte de la naturaleza humana, aunque no podemos referirlo a todos los hombres. Y si no podemos referirlo a todos los hombres, ¿será entonces un principio único? ¿Por qué no iba a ser el principio Único? Hay hombres, en efecto, para quienes es el principio único, y esos hombres viven según dicho principio, participando de todo lo demás en la medida de lo necesario. Si ello ocurre así, atribuyámoslo, bien a la organización del hombre, tantas veces lanzada a la impureza, bien al dominio que ejercen sobre él los deseos; habrá que decir, pues, que la causa radica necesariamente en la disposición del cuerpo. Con lo cual parece que la causa no se halla en la razón seminal, sino en la materia; es entonces la materia, y no la razón, la que primero ejerce su dominio, y luego el sustrato corporal tal como él ha sido formado. Pero este sustrato viene a ser la misma razón o, si acaso, algo producido por la razón y conforme con ella. De modo que no es verdad que en principio domine la materia y a continuación esa modelación de que hablábamos. El hecho de que seas tal como eres ha de explicarse por una vida anterior, pues, como consecuencia de hechos pasados, tu razón se halla oscurecida en relación a su ser primero; tu alma también aparece debilitada, aunque luego terminará por brillar.

Digamos, por tanto, que la razón seminal contiene la razón de la materia animada; y es ella la que la elabora, bien porque le da la materia conveniente, bien porque la encuentra armónica consigo misma. Porque es claro que la razón seminal de un buey sólo podrá encontrarse en la materia de un buey; de donde, si (Platón) dice que el alma se ha introducido en otros animales, ello habrá que atribuirlo a que el alma y la razón de un ser que era hombre se han alterado de tal modo que han llegado a convertirse en las de un buey; de modo que resulta justa la existencia de un ser inferior. Sin embargo, ¿por qué existió en un principio el llamado ser inferior? ¿Y cómo se produjo su caída? Ya se ha dicho repetidamente que no todos los seres ocupan el primer lugar y que, en cuanto a los colocados en segundo y tercer lugar, son inferiores a aquéllos por su naturaleza, de tal modo que una pequeña inclinación les hace desviarse de la línea recta. Se da, además, la conjunción de una parte del hombre con otra, como si se tratase de una mezcla; de ambas partes proviene algo distinto, que, sin embargo, no es, y se aparece disminuido. Siendo así desde un principio, se trata verdaderamente de un ser inferior, y lo es en realidad de acuerdo con su misma naturaleza, la cual, si sufre esas consecuencias, lo hará según sus propios méritos. Conviene, por tanto, que nos remontemos a las vidas anteriores, dado que las vidas que siguen dependen necesariamente de ellas.

5. Así pues, desde el principio al fin la providencia proviene de lo alto. Y es igual, no porque haya hecho donaciones numéricamente iguales, sino porque las ha repartido proporcionadamente por todo el universo. Ocurre aquí como con el animal, donde todo está enlazado desde el principio al fin; cada parte de él tiene, sin embargo, su función propia, y así la que es mejor realiza también lo mejor, en tanto que la que es peor realiza cosas inferiores: pero el animal mismo actúa y sufre todo cuanto a él corresponde y según su disposición respecto a los demás seres. Se le golpea, por ejemplo, y lanza un grito; no obstante, todo el resto de su cuerpo sufre silenciosamente y se mueve a tenor del golpe. He aquí, por tanto, que de todos los sonidos, de todas las pasiones y actos del animad se concluye algo que es su voz única, su característica animal y su misma vida. Porque sus distintos órganos tienen también distintas funciones: los pies, por ejemplo, obran de una manera, los ojos de otra, y de un modo asimismo diferente la inteligencia y la razón.

De todas estas cosas surge una sola y única providencia. Si empezamos por las cosas inferiores la llamaremos el destino, pero si la vemos desde lo alto, diremos que es sólo providencia. Todas las cosas que se dan en el mundo inteligible son o razón o algo superior a la razón; esto es, inteligencia y alma puras. Todo lo que viene de lo alto es providencia, esto es, todo lo que hay en el alma pura y lodo lo que viene del alma a los animales. En su descenso la razón se divide y ya sus partes no son iguales: de ahí que no produzcan seres iguales, como tampoco en cada animal particular.

Siguen después las acciones de los seres, que se muestran conformes con la providencia si los seres actúan de una manera grata a los dioses; porque la ley de la providencia es amada de los dioses. Estas acciones quedan, pues, enlazadas a todo lo demás y no se deben a la providencia; serán, por tanto acciones de los hombres o de otros seres cualesquiera, vivos o animados. Si de ellas resulta alguna utilidad, de nuevo las recibe la providencia, haciendo triunfar así la virtud en todas partes, cambiando y enderezando las almas para la corrección de sus faltas. En un animal, por ejemplo, la salud viene dada por la providencia, y si se produce en él un corte o una herida cualquiera, la razón seminal que gobierna al animal acerca y anuda de nuevo sus partes, tratando de mejorar la parte enferma.

De modo que los males son consecuencias, pero consecuencias que se siguen necesariamente; porque nosotros somos su causa cuando no nos vemos forzados por la providencia, sino que reunimos nuestros actos con los de ella e, igualmente, con los que derivan de ella; así, por ejemplo, cuando no podemos enlazar las consecuencias de nuestros actos con la voluntad de la providencia y obramos según nosotros mismos o según otra parte del universo, sin tener en cuenta para nada la acción de la providencia o sufriendo en nosotros la acción de aquella parte. Porque un mismo objeto no produce la misma impresión en todos, sino que actúa de una manera en unos y de otra manera en otros: la belleza de Helena no producía el mismo efecto en Paris que en Idomeneo, y de igual modo el hombre desenfrenado actúa de manera distinta sobre otro de su carácter que el hombre bueno sobre otro análogo. El hombre hermoso, que es a la vez prudente, actúa también de diferente modo sobre un hombre semejante a él que sobre otro desenfrenado. La acción que realiza el hombre desenfrenado, no sólo no es hecha por la providencia, sino que no está de acuerdo con ella; la acción del hombre prudente no es, desde luego, obra de la providencia, puesto que procede de él; con todo, está de acuerdo con ella. Se trata de una concordancia con la razón, como la que uno realiza para procurarse la salud siguiendo los consejos del médico. Este los da, tanto para el hombre sano como para el hombre enfermo, siempre a tenor de su arte; ahora bien, el que actúa contra la salud no sólo actúa por sí mismo, sino también contra la providencia del médico.

6. ¿De dónde proviene entonces que los adivinos anticipen los males y, asimismo, los prevean por el movimiento del cielo, o incluso añadiendo otras prácticas de este tipo? Ello es debido a que todo se enlaza, y también, sin duda, las cosas que son contrarias: la forma, por ejemplo, aparece enlazada a la materia, y en un ser vivo compuesto basta contemplar la forma y la razón para advertir igualmente el sujeto conformado a ella. Porque no vemos de la misma manera al ser animado inteligible que al ser animado compuesto, ya que la razón de éste transparece conformando una materia inferior. Siendo el universo un animal compuesto, si observamos las cosas que nacen en él, veremos a la vez la materia de que está hecho y la providencia que se da en él; porque la providencia se extiende a todo lo producido, esto es, a los seres animados, a sus acciones, a sus disposiciones, en las que la razón aparece mezclada con la necesidad. Vemos, pues, las cosas mezcladas o las que están mezclándose de continuo; y, sin embargo, no podemos distinguir y aislar, de una parte, la providencia y lo que está conforme con ella, y de otra, el sujeto material y lo que éste da a las cosas. Ni siquiera podría hacer esto un hombre sabio y divino; diríase que es un don de Dios. Porque un adivino no es capaz de decir el porqué sino solamente el cómo, y su arte viene a ser una lectura de los signos naturales, que son los que manifiestan el orden sin inclinarse jamás al desorden; podríamos afirmar aún mejor que este arte nos atestigua el movimiento del cielo, diciéndonos las cualidades de cada ser y su número antes de haberlas observado en él. Pues unas y otras, tanto las cosas del cielo como las de la tierra, contribuyen a la vez al orden y a la eternidad del mundo; por analogía, para quien las observa, las unas son signos de las otras. Digamos también que otras prácticas de predicción acuden a la analogía. Porque todas las cosas no deben ser dependientes unas de otras, sino semejarse de alguna manera. De ahí seguramente ese dicho de que “la analogía lo sostiene todo”. Así, por analogía, lo peor es a lo peor como lo mejor a lo mejor, al igual que, por ejemplo, un pie es a otro pie como un ojo a otro ojo; en otro sentido y, si se quiere, la virtud es a la justicia como el vicio a la injusticia. Al haber, pues, analogía en el universo, es posible la predicción; y si las cosas del cielo actúan sobre las cosas de la tierra, lo harán como unas partes del animal sobre otras, porque ninguna de ellas engendra a la otra sino que todas son engendradas a la vez. Cada una de esas partes sufre lo que conviene a su naturaleza, ya que una es de una manera y diferente la otra. Así, la razón sigue apareciendo como una.

7. Las cosas peores existen precisamente porque existen también cosas mejores. ¿Pues cómo podría existir lo peor sin lo mejor, o lo mejor sin lo peor, en una obra tan variada? De modo que no debe acusarse a lo peor de encontrarse en lo mejor, sino que más bien debe agradecerse que lo mejor haya dado algo de sí mismo a lo peor. Los que desean hacer desaparecer lo peor en el universo no hacen otra cosa que destruir a la misma providencia. Porque ¿a quién beneficiaría esto? No, desde luego, a la providencia ni a lo mejor, puesto que al nombrar a la providencia de lo alto hacemos referencia a las cosas de aquí abajo. El principio es todo él en uno; todo a la vez se da en él y todas las partes son el todo. De este principio, que permanece inmóvil en sí mismo, proceden los seres particulares; de igual manera que de una raíz fija en si misma procede la planta. Se trata de algo vuelto a la pluralidad y repartido en seres, pero cada uno de los cuales lleva la imagen de su principio. Pues aquí, en efecto, unas partes se dan en otras; unas están cercanas a la raíz, otras se alejan de ella hasta el punto de producir las ramas más altas, los frutos y las flores; algunas permanecen siempre, otras, en cambio, están produciéndose de continuo, con sus frutos y sus flores. Estas últimas encierran en si las razones de las partes superiores, como si quisiesen ser pequeñas plantas; y si les toca perecer, antes de que ello ocurra han dado ya nacimiento a las partes más próximas. En realidad, las partes vacías de ramas se llenan del alimento de la raíz y, una vez concluido su ciclo, sufren modificación en su parte extrema. Dijérase que la modificación viene de la parte vecina de la planta, aunque, verdaderamente y según el principio de ésta, una parte sufre la modificación y otra la produce. Pero este mismo principio aparece como dependiente. Porque si las partes que entrecruzan sus acciones son diferentes y se hallan alejadas de su principio, no por eso dejan de provenir de él; tal sería el caso de unos hermanos semejantes por su origen, que hubiesen de actuar recíprocamente.

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