Igal: Tratado 6 (IV, 8) — SOBRE EL DESCENSO DEL ALMA A LOS CUERPOS

1. Frecuentemente me despierto a mí mismo huyendo de mi cuerpo. Y, ajeno entonces a todo lo demás, dentro ya de mí mismo, contemplo, en la medida de lo posible, una maravillosa belleza. Creo sobre todo, en ese momento, que me corresponde un destino superior, ya que por la índole de mi actividad alcanzo el más alto grado de vida y me uno también al ser divino, situándome en él por esa acción y colocándome incluso por encima de los seres inteligibles. Sin embargo, luego de este descanso en el ser divino y una vez descendido de la inteligencia al pensamiento reflexivo, debo preguntarme cómo verifico este descenso y cómo pudo penetrar el alma en el cuerpo, estando ella en sí misma, como a mí me ha parecido, aunque verdaderamente se encuentre en un cuerpo.

Heráclito, que nos anima a la búsqueda, postula la necesidad de alternativas entre los contrarios. Habla, por ejemplo, de “un camino hacia arriba y hacia abajo”, diciendo que “al cambiar permanece en reposo”, por lo cual “es penoso para ellos afanarse y volver a empezar”. Esas son las imágenes que emplea, aunque haya desdeñado el hacernos claras sus palabras, pensando tal vez que también podemos encontrar por nosotros mismos lo que él ha encontrado a través de su búsqueda.

Empédocles, por su parte, dice que es ley para las almas pecadoras el descender hasta aquí, y que él mismo, “huido de la mansión de los dioses”, ha llegado a este mundo “obediente a la locura de la disputa”. Con esto hace, a mi juicio, tantas revelaciones como Pitágoras, que sus discípulos han interpretado enigmáticamente tanto en este punto como en otros pasajes. Digamos, sin embargo, que por su estilo poético no se manifestaba con claridad. Nos queda por considerar ahora el divino Platón, que dijo acerca del alma muchas y hermosas cosas, hablando en muchos lugares de sus obras de su venida a este mundo hasta hacernos concebir la esperanza de que algo claro podemos obtener de ellos. Pero, ¿qué es en realidad lo que dice este filósofo? Parece, verdaderamente, que no dice siempre lo mismo para que no se advierta fácilmente cuál es su verdadera intención. Siempre, no obstante, desprecia todo lo sensible y reprocha al alma su unión con el cuerpo. Y así, afirma que el alma se encuentra en una prisión y que está en el cuerpo como en una tumba, con lo cual en los misterios se pronuncia una gran palabra al decir que el alma se halla en una cárcel. La caverna, en él, es lo mismo que el antro en Empédocles. A mi parecer, esta caverna simboliza nuestro mundo, en el que la marcha hacia el mundo inteligible, según él dice, significa para el alma la liberación de sus cadenas y su ascensión fuera de la caverna. En el Fedro, la pérdida de sus alas es la causa de que el alma llegue a este mundo, aunque pueda remontar esta coyuntura y el cumplimiento de su misma revolución la traiga otra vez hasta aquí. Son realmente juicios, o lotes sacados a la suerte, o las vicisitudes de la fortuna, o la misma necesidad, las que precipitan a las otras almas en este mundo. Así, según lo que se afirma en todos estos pasajes, la venida del alma al cuerpo debe ser motivo de reprensión, aunque hablando en el Timeo del universo sensible haga (Platón) el elogio del mundo y declare asimismo que se trata de un dios bienaventurado. El alma, en este caso, viene a ser una donación bondadosa del demiurgo que introduce a la inteligencia en el universo, porque es claro que tiene necesidad de una inteligencia, cosa que no sería posible de no contar con un alma.

He ahí el porqué el alma del universo ha sido enviada a éste, lo mismo que a cada uno de nosotros, por condescendencia de la divinidad, para que el universo no deje de ser perfecto. Pues debe haber en el mundo sensible tantas especies de seres animados como hay en el mundo inteligible.

2. De modo que, al buscar (en Platón) una enseñanza sobre nuestra alma, tocamos necesariamente esta cuestión sobre el alma en general, esto es, cómo se mantiene unida el alma al cuerpo. Pero con ella está relacionada también otra cuestión sobre la naturaleza del mundo, la de saber cómo debe ser este mundo en el que habita el alma, bien por su voluntad, bien por necesidad o de cualquier otra manera. Abocamos así igualmente a una cuestión sobre el creador y nos preguntamos si ha hecho bien o mal al crearlo, al unir el alma al cuerpo del mundo y, naturalmente, nuestras almas a nuestros cuerpos. Tal vez sea necesario que nuestras almas, que deben dominar a los seres inferiores, penetren lo más posible dentro de sí, en el supuesto de que deban dominar a aquéllos. Podrían evitar de este modo que todo se dispersase y fuese llevado a su lugar propio, porque todo en el universo asienta en su lugar apropiado, de acuerdo con su naturaleza. Para los cuerpos de que hablamos seria precisa una providencia múltiple y turbulenta, atenta a sus choques con otros muchos cuerpos, que aparecen sometidos a la necesidad y han de recibir una completa ayuda en las grandes dificultades que les acechan. El ser perfecto, en cambio, es un ser que se basta a sí mismo y que no necesita de ningún otro; nada hay en él que sea contrario a su naturaleza, ni él mismo tiene necesidad de una orden breve. Porque (el alma) es como naturalmente quiere ser, cuando no se dan en ella ni deseos ni pasiones. Lo cual ocurre así cuando nada pierde ni recibe.

Por ello dice (Platón) que nuestra alma, si se mantiene unida a esta alma perfecta, es ella también perfecta y alada y vuela por las alturas administrando todo el mundo. En tanto no deje esa alma y no penetre en los cuerpos o en algún otro objeto, gobernará fácilmente el universo como alma del todo que es. Porque no constituye un mal para el alma dar al cuerpo la fuerza para existir, mientras la providencia que ejerza sobre el ser inferior no le prive de permanecer en un lugar mejor. Pues realmente el cuidado del universo es doble: hay por un lado el del conjunto, que manda y ordena las cosas con una autoridad real, pero sin intervenir en nada, y el de cada uno de los seres, ejercido por una acción personal y por un contacto con el sujeto en el que el agente llegue a colmarse de la naturaleza de este mismo sujeto sobre el que actúa.

El alma llamada divina gobierna el cielo entero de la primera manera y se halla por encima de él por su parte mejor, enviándole también interiormente la última de sus potencias. No se diga, pues, que Dios ha creado el alma en un lugar inferior, porque el alma no está privada de lo que exige su naturaleza y posee desde siempre y para siempre un poder que no puede ser contrario a su naturaleza, Ese poder le pertenece continuamente y nunca ha tenido un comienzo. Cuando dice (Platón) que las almas de los astros guardan con su cuerpo la misma relación que el alma universal con el mundo — (Platón) coloca los cuerpos de los astros en los movimientos circulares del alma — , conserva para ellos la felicidad que verdaderamente les conviene. Porque hay dos razones que provocan nuestra irritación al hablar de la unión del alma con el cuerpo: una de ellas es la de que sirve de obstáculo para el pensamiento, y otra la de que llena al alma de placeres, de deseos y de temores , todo lo cual no acontece al alma de los astros, que no penetra en el interior de los cuerpos, ni puede atribuirse a ninguno, pues no es ella la que se encuentra en su cuerpo, sino su cuerpo el que se encuentra en ella. Ya que el alma es de tal naturaleza que no tiene necesidad ni esta falta de nada; de modo que tampoco puede estar llena de deseos y de temores. Ninguna cosa del cuerpo puede parecer temible al alma, dado que ninguna ocupación la hace inclinar hacia la tierra y la aparta de su mejor y beatífica contemplación. Muy al contrario, el alma se encuentra siempre cerca de las ideas y ordena el universo con su mismo poder, sin que ella intervenga en él para nada.

3. Pero vengamos ahora al alma humana, a esa alma que, según se dice, está por entero en el cuerpo, donde se ve sometida al mal y al sufrimiento, viviendo entonces en la aflicción y en el deseo, en el temor y en todos los demás males. ¿No es el cuerpo para ella una prisión y una tumba, y el mundo a su vez una caverna y un antro? ¿Y no difiere este pensamiento de las causas a que antes nos referíamos? Pero es que, verdaderamente, no se trata de las mismas causas que ahora tratamos. En realidad, tanto la inteligencia del todo como las otras inteligencias se hallan en esa región que llamamos el mundo inteligible, el cual contiene no sólo las potencias inteligibles sino también las inteligencias individuales, puesto que la inteligencia no es de hecho una sola sino una y múltiple. Las almas, pues, deben ser también unas y múltiples, y de un alma única podrán provenir almas unas y múltiples, al modo como de un género único provienen igualmente las distintas especies, tanto las superiores como las inferiores. Unas, cierto es, serán mucho más inteligentes, y otras, en cambio, dispondrán de menos inteligencia en acto. Porque en el mundo inteligible se da una inteligencia que, al igual que un gran ser viviente, contiene en su poder a todos los demás seres. Pero algunas inteligencias contienen en acto lo que otras inteligencias contienen en potencia. Como si una ciudad que posee un alma abarcase a su vez cuantos habitan en ella, dotados también de un alma. Es claro que el alma de la ciudad tendría que ser más perfecta y más poderosa, aunque nada impidiese que las otras almas fuesen de su misma naturaleza. Otro ejemplo sería el de la totalidad de un fuego, del que proviniesen un fuego grande y otros fuegos mucho más pequeños. Naturalmente, la esencia del fuego la constituye la totalidad del fuego, o mejor aún esa realidad de la que proviene el fuego todo. Del mismo modo, la ocupación del alma razonable se sitúa en el pensar, pero no tan sólo en el pensar, porque, en ese caso, ¿qué la diferenciaría de la inteligencia? Al añadir a su actividad intelectual algo que constituye su realidad más característica, el alma ya no permanece sólo como inteligencia sino que desempeña una función que, como todas las demás, la vincula a los otros seres. Mirando a la realidad que es anterior a ella, piensa; (mirando) hacia sí misma, se conserva, y dirigiéndose a lo que viene después de ella, ordena, gobierna y manda. Porque no es posible detenerse en lo inteligible, si realmente puede producirse algo posterior a él, algo que, aun siendo inferior, ha de existir necesariamente, si esa realidad anterior es igualmente necesaria.

4. En cuanto a las almas individuales se sirven de su inclinación intelectual para retornar al lugar de su procedencia, aunque dispongan de un cierto poder sobre los seres inferiores. Ocurre aquí como con el rayo luminoso que, por su parte superior, está suspendido al sol, pero que no por ello rehúsa dar su luz a los seres inferiores. Así también, las almas que permanecen en lo inteligible con el alma universal deben subsistir libres del sufrimiento, ya que están con ella en el cielo y comparten su gobierno, lo mismo que hacen los reyes que conviven con el soberano supremo, que también gobiernan con él sin descender para nada de la mansión real. De igual modo, las almas subsisten juntas y siempre en el mismo lugar. Pero, con todo, las almas pueden cambiar de lugar y pasar del universo a cada una de sus partes, como queriendo estar más en sí mismas, cansadas ya del trato ajeno y en el deseo de volver a encontrarse a solas. Cuando ya ha transcurrido mucho tiempo de esta huida y separación del todo, y sin haber dirigido su mirada a lo inteligible, (el alma) se convierte en una parte que vive aislada y debilitada, ocupada verdaderamente en multitud de cosas y sin considerar nada más que meros fragmentos. Porque instalada sobre un solo objeto separado del conjunto, ha huido ya de todo lo demás y viene y se vuelve hacia un objeto único que es el blanco de todos los otros. Hela aquí, pues, alejada del todo y gobernando circunstancialmente su objeto propio, con el que ha de estar en contacto, no sólo para librarlo de los agentes exteriores sino para encontrarse presente en él y penetrar mucho más en su interior. De ahí viene el que se hable de la pérdida de las alas y de su vinculación a los lazos del cuerpo para un alma desviada del camino recto, en el que gobernaba a los seres superiores, conducida por el alma universal. Ese estado anterior era para ella mucho mejor en cuanto ascendía a él. Porque el alma, una vez caída, queda sujeta a las ligaduras del cuerpo y actúa tan sólo por los sentidos, impedida, como se encuentra, al menos al principio, de actuar por la inteligencia. Así se dice con razón que el alma se halla en una tumba y en una caverna, pero que, vuelta hacia el pensamiento, se libera ya de esos lazos y emprende la marcha hacia arriba cuando parte de la reminiscencia para llegar a contemplar los seres. Y es que el alma encierra, a pesar de todo, una parte superior. Por lo que hemos de convenir que las almas tienen necesariamente una doble vida: pues, por un lado, viven en parte la vida inteligible, y por otro viven también en parte la vida de este mundo, por más tiempo la primera las almas que conviven en mayor grado con la inteligencia, y con más insistencia la segunda las almas que se ven empujadas a ella, bien por su naturaleza, bien por circunstancias fortuitas.

Esto es lo que, a la ligera, quiere mostrarnos Platón, cuando procede a dividir y a formar las partes de la última cratera. Dice entonces que las almas llegan necesariamente al nacimiento cuando están constituidas por determinadas partes. Si afirma que Dios las siembra, hemos de entender la alusión como si el mismo Dios hablase y pronunciase un discurso a la asamblea. Porque (Platón) estima como producidas y creadas todas las cosas que hay en la naturaleza del universo, las cuales, según él, nos muestran en su sucesión tanto los seres que han sido creados como las mismas realidades eternas

5. Ninguna diferencia existe entre estas expresiones: la siembra de las almas para la generación, su descenso para la conclusión del universo, el castigo, la caverna, la necesidad y la libertad, puesto que la una exige a la otra, el ser en el cuerpo como en algo malo, con todo lo que dice Empédocles cuando habla de la huida que la aparta de Dios, de su vagabundaje o de su falta, o incluso con las fórmulas de Heráclito como el descenso en su huida, o, en general, con la libertad de su descenso, que no se contradice con la necesidad. Porque todo marcha de manera involuntaria hacia lo peor, aunque sea llevado por su movimiento propio y esto mismo nos haga decir que se sufre el castigo por lo que se ha hecho. Y además, cuando todo se sufre y se hace necesariamente por una ley eterna de la naturaleza y el ser que se une al cuerpo, descendiendo para ello de la región superior, viene con su mismo avance a prestar un servicio a otro ser, nadie podrá mostrarse disconforme ni con la verdad ni consigo mismo si afirma que es Dios el que la ha enviado. Pues todo lo que proviene de un principio se refiere siempre al principio del que salió, incluso en el caso de que existan muchos intermediarios. La falta del alma es en este sentido doble, ya que, por una parte, se la acusa de su descenso, y por otra, de las malas acciones que comete en este mundo. En el primer caso, cuenta la realidad de su descenso, pero en el otro, si realmente profundizó menos en el cuerpo y se retiró antes de él, habrá que enjuiciarla según sus méritos — entendiendo con la palabra juicio que todo esto depende de una ley divina — , haciéndose acreedor el vicio desmedido a un castigo mucho mayor, que habrá de estar al cuidado de los demonios vengadores.

Así se explica que el alma, que es realmente un ser divino, penetre en el interior de un cuerpo. Ella constituye la última de las divinidades, que viene a este mundo por una inclinación voluntaria, para hacer valer su poder y ordenar igualmente todo lo que la sigue. Si su huida ha sido más rápida, en nada la habrá dañado el conocimiento mismo del mal, ni el conocer la naturaleza del vicio o el haber hecho manifiesto su poder produciendo actos y acciones. Todo lo cual, caso de permanecer inactivo en el mundo incorpóreo, carecería de razón de ser si no pasase al acto, y el alma desconocería incluso que posee tales fuerzas al no hacerse éstas manifiestas ni mostrar su punto de origen. Porque el acto da a conocer siempre una potencia oculta y como invisible, que no existe en sí misma ni constituye una verdadera realidad. Cada uno, pues, se maravilla de la riqueza interior de un ser al ver la variedad de su apariencia exterior, tal como se declara en sus obras más sinuosas.

6. Conviene, por tanto, que no exista una sola cosa, porque, de otro modo, todo permanecería oculto al no tener en el Uno forma alguna. Ni existiría ningún ser, si el Uno permaneciese inmóvil en sí mismo, ni habría la multiplicidad de seres que provienen del Uno, caso de no darse después de Él esa procesión de seres que tienen el rango de almas. E, igualmente, no conviene que las almas existan solas, esto es, sin hacer manifiesto lo que ellas mismas producen. Porque es propio de toda naturaleza dejar algo tras de sí y desenvolverse a partir de una cierta simiente o principio indivisible hasta llegar a un término sensible. El término primero permanecerá en su lugar apropiado, pero lo que de él se siga tendrá que haberse originado de una potencia invisible que ya existía en aquél, la cual no deberá verse inmovilizada, o acaso limitada, tan sólo por malevolencia. Esa potencia tendrá que avanzar siempre, hasta que, dentro de lo que sea posible, pueda llegar al último de los seres en razón a lo inconmensurable de su poder, que da todo lo que posee y no deja pasar nada sin una parte de sí misma. Porque nada impide que un ser tenga la parte de bien que él mismo sea capaz de obtener. Por tanto, si la naturaleza de la materia existe siempre, no es posible que no participe del bien, difusible a todas las cosas, en tanto sea capaz de recibirlo. Si la producción de la materia es consecuencia necesaria de las causas anteriores a ella, no podrá permanecer como separada de su principio, cual si ese principio por el que recibe la existencia se viese detenido e imposibilitado de llegar hasta ella. Pues lo que hay de más hermoso en los seres sensibles es una demostración, no sólo de lo que hay de mejor en los seres inteligibles, sino también de su poder y de su bondad. Todo se reparte, desde siempre, en realidades inteligibles y realidades sensibles. Las primeras existen por sí mismas, en tanto las segundas reciben eternamente la existencia por su participación en aquéllas, imitando, en la medida de lo posible, la naturaleza inteligible.

7. Podemos hablar, por tanto, de dos naturalezas, una inteligible y otra sensible. Será mejor para el alma permanecer en la naturaleza inteligible, pero también es necesario, por la naturaleza que ella misma posee, que participe en el ser sensible. No hay que irritarse contra ella porque no sea superior en todo, ya que realmente ocupa un lugar intermedio entre los seres. Y cuenta, sin duda, con una parte divina, pero, colocada en el extremo de los seres inteligibles y en la vecindad de la naturaleza sensible, ha de dar a esta naturaleza algo de sí misma, recibiendo a cambio algo de ella, si no ha organizado las cosas con la debida seguridad o si, llevada de un excesivo celo, se adentró demasiado en su interior sin permanecer por entero en sí misma. No obstante, aún le es posible emerger de nuevo y, ya con la experiencia de lo que ha visto y sufrido aquí, comprender más fácilmente la existencia de la naturaleza inteligible y conocer también con mucha más claridad lo que es el bien por comparación con su contrario. Porque la prueba del mal nos ofrece un conocimiento mucho más claro del bien en todos aquellos seres cuyo poder es más débil y que, por consiguiente, apenas pueden tener conciencia del mal antes de haberlo experimentado.

Convengamos en que el pensamiento discursivo significa un descenso hasta el último grado de la inteligencia. Ni por una vez podrá remontar más allá, sino que, actuando por sí mismo y no pudiendo por otra parte permanecer en sí mismo por una necesidad y una ley de su naturaleza, habrá de llegar hasta el alma. Este y no otro es su fin, de tal modo que si procede a remontar el vuelo en sentido inverso traiciona en realidad a lo que viene después de él. Otro tanto ocurre con el acto del alma: lo que viene a continuación de él son los seres de este mundo; lo que se encuentra antes de él es la contemplación de la realidad. Para algunas almas esa contemplación se verifica parte por parte y sucesivamente, operándose la conversión hacia lo mejor en un lugar inferior. Sin embargo, lo que llamamos el alma del universo no se encuentra nunca en vías de obrar mal, ya que no sufre mal alguno y, por el contrario, aprehende por la contemplación lo que está por debajo de ella, sin dejar por esto de depender siempre de los seres que la anteceden, en tanto ambas cosas puedan ser posibles y simultáneas. Lo que toma de los seres de allá ha de darlo a los seres de aquí, puesto que, si es un alma, resulta imposible que no entre en contacto con ellos.

8. Si hemos de atrevemos a manifestar nuestra opinión, contraria a la de los demás, diremos que no es verdad que ningún alma, ni siquiera la nuestra, se hunda por entero en lo sensible, ya que hay en ella algo que permanece siempre en lo inteligible. Si domina la parte que está hundida en lo sensible, o mejor, si ella es confundida de alguna manera, no permitirá que tengamos el sentimiento de las cosas que contemplamos con la parte superior del alma. Porque lo que ella piensa sólo llega hasta nosotros cuando ha descendido hasta nuestra sensación. No conocemos, pues, todo lo que pasa en una parte cualquiera del alma, si no hemos llegado a la contemplación completa de la misma. Así, por ejemplo, si el deseo permanece en la facultad apetitiva, no puede ser conocido por nosotros, lo que sólo ocurre cuando se le percibe por el sentido interior, o por la reflexión, o por ambas facultades a la vez.

Toda alma tiene una parte de sí misma vuelta hacia el cuerpo y otra parte vuelta hacia la inteligencia. A su vez, el alma del universo organiza el mundo por esa parte suya que mira hacia el cuerpo. Se muestra superior a todo y actúa infatigablemente porque lo que ella quiere lo desea, no por razonamiento, como nosotros, sino por una intuición intelectual a la manera del arte. Esa parte que mira hacia abajo es verdaderamente la que organiza el universo. Las almas particulares, que abarcan una parte del universo, constituyen también una parte superior de él, pero dominadas por las sensaciones e impresiones perciben muchas cosas que son contrarias a su naturaleza y que las hacen sufrir y perturbarse. Así, la parte de la que ellas cuidan está falta o necesitada de algo, encontrando por tanto a su alrededor muchas cosas que le son ajenas. No es, pues, extraño que desee muchas otras cosas y que la gane el placer de ellas; pero ese mismo placer la pierde. Ahora bien, el alma cuenta asimismo con otra parte a la que desagradan los placeres momentáneos. Es esta parte la que lleva una vida análoga a la del alma total.

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