ION. -Dices bien, Sócrates. No obstante, me extrañaría que, por muy bien que hablases, llegaras a convencerme de que yo ensalzo a Homero, poseso y delirante. Estoy seguro de que no opinarías lo mismo, si me oyeses hablar de él.
SÓC. -Ya estoy deseando oírte; pero no antes de que me hayas contestado a esto: ¿De cuál de los temas de que habla Homero, hablas tú mejor? Porque seguro que no sobre todos.
ION. -Has de saber, Sócrates, que no hay ninguno del que no hable.
SÓC. -Pero no de todos aquellos que quizás desconozcas, y que, sin embargo, Homero menciona.
ION. – ¿Y cuáles son estos temas que Homero trata y yo, a pesar de todo, desconozco?
SÓC. – ¿No trata Homero largamente y en muchos lugares sobre técnicas? Por ejemplo, sobre la técnica de conducir un carro, si me acuerdo de la cita, te lo diré.
ION. -Deja que lo diga yo, que lo tengo ahora en la memoria.
SÓC. -Dime, pues, lo que Néctor habló con su hijo Antíloco, cuando le exhorta a tener cuidado con las vueltas en la carrera de caballos en honor de Patroclo:
ION. – «Y tú inclínate ligeramente, en la bien trabajada silla hacia la izquierda de ella, y al caballo de la derecha anímale aguijoneándolo y aflójale las bridas. El caballo de la izquierda se acerque tanto a la meta que parezca que el cubo de la bien trabajada rueda, haya de rozar el límite. Pero cuida de no chocar con la piedra»1.
SÓC. -Basta, oh Ion, ¿quién distinguirá mejor si estos versos están bien o no lo están, el médico o el auriga?
ION. – El auriga, sin duda.
SÓC. – ¿Porque posee esta técnica o por alguna otra causa?
ION.-Porque posee esta técnica.
SÓC. – Y ¿no es verdad que a cada una de estas técnicas le ha sido concedida por la divinidad la facultad de entender en un dominio concreto, porque aquellas cosas que conocemos por la técnica del timonel, no las conocemos por la medicina?
ION. – Seguro que no.
SÓC.- Ni por la medicina, las que conocemos por la arquitectura.
ION. -No, por cierto.
SÓC. – Y así con todas las técnicas: ¿lo que conocemos por una no lo conocemos por la otra? Pero antes respóndeme a esto: ¿crees tú que una técnica es distinta de otra?
ION. – Sí.
SÓC. -Así pues, lo mismo que yo hago, que cuando un saber es de unos objetos y otro de otros, llamo de distinta manera a las técnicas, ¿lo harías tú también?
ION. – Sí.
SÓC. -Porque si fuera una ciencia de los mismos objetos, ¿por qué tendríamos que dar un nombre a una, y otro nombre a otra, cuando se podrían saber las mismas cosas por las dos? Igual que yo conozco que éstos son cinco dedos y tú estás de acuerdo conmigo en ello; si te preguntase si tú y yo lo sabemos gracias a la misma técnica, o sea la aritmética, o gracias a alguna otra, responderías, sin duda, que gracias a la misma.
ION. – Sí.
SÓC. – Dime ahora lo que antes te iba a preguntar: si en tu opinión, con respecto a las técnicas en general, ocurre que quizá por medio de la misma técnica conocemos necesariamente las mismas cosas, y que, por medio de otra, no las conocemos, sino que al ser otra, conocemos necesariamente otras cosas.
ION. -Así me parece, oh Sócrates.
SÓC. – Quien no posee, pues, una técnica, no está capacitado para conocer bien lo que se dice o se hace en el dominio de esa técnica.
ION. – Dices verdad.
SÓC. – Y ¿quién en los versos que has recitado, sabrá mejor si Homero habla con exactitud o no, tú o un auriga?
ION. – Un auriga.
SÓC. – Tú eres, por cierto, rapsodo, pero no auriga.
ION. – Sí.
SÓC. – Y la técnica del rapsodo, ¿es distinta a la del auriga?
ION. – Sí.
SÓC. – Luego si es distinta, será, pues, un saber de cosas distintas.
ION. – Sí.
SÓC. – Más aún; cuando Homero dice que Hecamede la concubina de Néstor da una mixtura a Macaón herido, y dice poco más o menos:
«Al vino de Pramnio dice, añadió queso de cabra, rallado con un rallador de bronce, junto con la cebolla condimento de la bebida»2,
¿a quién pertenece aquí dictaminar si Homero habla o no con exactitud, al médico o al rapsodo?
ION. -Al médico.
Sóc. – Y cuando Homero dice:
«Se precipitó en lo profundo, semejante al plomo, fijo al cuerno de un buey montaraz y se sumerje llevando la muerte a los ávidos peces»3,
¿de quién diremos que es propio juzgar sobre la rectitud de lo que aquí se dice, de la técnica del pescador o de la del rapsodo?
ION. – Está claro, oh Sócrates, que de la del pescador.
SÓC. – Imagínate ahora que eres tú quien pregunta y que lo haces así: «Puesto que tú, oh Sócrates, encuentras en Homero, a propósito de estas artes, las que a cada uno compete juzgar, mira, pues, si descubres, con respecto al adivino y al arte adivinatorio, qué clase de cosas son las que conviene que sea capaz de discernir para saber si un poeta es bueno o malo». Fíjate qué fácil -y exactamente te responderé. En muchos pasajes de la Odisea habla Homero de este asunto, por ejemplo, cuando el adivino Teoclímeno, del linaje de Melampo dice a los pretendientes:
«¡Desgraciados!, ¡qué mal es el que padecéis! La noche os envuelve la cabeza, el rostro y las rodillas; un lamento resuena, y lloran las mejillas; y el pórtico y el patio están llenos de sombras que se encaminan al Erebo, al reino de la noche, el sol ha desaparecido del cielo, y se extiende una tiniebla horrible»4.
Y en varios lugares de la Ilíada, concretamente en el combate ante el muro, dice:
«Un pájaro volaba sobre ellos que intentaban pasar (el foso), un águila de alto vuelo, asustando a la gente, llevando en sus garras una monstruosa serpiente, sangrienta, viva y aún palpitante, que no se había olvidado de la lucha, pues mordió, a quien lo llevaba, en el pecho junto a la garganta, doblándose hacia atrás; el águila lo dejó caer a tierra traspasada de dolor, echándolo sobre la muchedumbre, y chillando se alejó en alas del viento»5.
Yo diría que estas cosas y otras parecidas son las que tiene que analizar y juzgar el adivino.
ION. – Estás diciendo la verdad, oh Sócrates.
SÓC. – Y tú también la dices, oh Ion, al afirmar esto. Sigamos, pues, y lo mismo que yo escogí de la Odisea y de la Ilíada aquellos pasajes que tienen que ver con el adivino, con el médico y con el pescador, de la misma manera búscame tú, ya que estás mucho más familiarizado que yo con Homero, aquellos pasajes que son asunto del rapsodo y del arte del rapsodo, aquellos que le pertenece a él estudiarlos y juzgarlos, mejor que a hombre alguno.
ION. – Yo afirmo, oh Sócrates, que son todos.
SÓC. -No, Ion, no eres tú quien afirma que todos. O ¿es que eres tan desmemoriado? Sin embargo, no le va a un rapsodo la falta de memoria.
ION. -Pero, ¿qué es lo que he olvidado?
SÓC. – No te acuerdas de que tú mismo has dicho que el arte del rapsodo es distinto del arte del auriga.
ION. -Me acuerdo.
SÓC. – ¿Y no es verdad que tú estabas de acuerdo en decir que, siendo distinto, tratará cosas distintas?
ION. – Sí.
SÓC. – Entonces, ni el arte del rapsodo, ni el rapsodo mismo versarán, como tú dices, sobre todas las cosas.
ION. – Tal vez, oh Sócrates, con excepción de esas cosas que tú has mencionado.
SÓC. – Por «esas cosas» entiendes tú lo que se refiere a las otras artes. Pero, entonces, ¿sobre qué cosas versará tu arte, si no versa sobre todo?
ION. – En mi opinión, sobre aquellas cosas que son propias de que las diga un hombre o una mujer, un esclavo o un libre, el que es mandado o el que manda.
SÓC. – ¿Acaso afirmas que el lenguaje propio del que manda un barco combatido, en alta mar, por la tempestad lo conoce mejor el rapsodo que el timonel?
ION. -No, sino que será el timonel.
SÓC. -Y el lenguaje propio de quien manda en un enfermo, ¿lo conocerá mejor el rapsodo que el médico?
ION. – Tampoco.
SÓC. -Pero sí lo que se refiere a un esclavo, afirmas tú.
ION. – Sí.
SÓC. – Por ejemplo, el lenguaje propio de un esclavo, pastor de bueyes, para amansar a sus reses soliviantadas, ¿es el rapsodo quien lo sabrá mejor y no el pastor?
ION. -No por cierto.
SÓC. – Quizá, entonces, ¿lo que diría una mujer que hila lana, sobre este trabajo de hilar?
ION. – No.
SÓC. – Entonces, tal vez, lo que diría un general para arengar a sus soldados.
ION. – Sí; éstas son las cosas que conoce el rapsodo.
SÓC.- ¡Cómo! ¿El arte del rapsodo es, pues, el arte del general?
ION. -Al menos, yo sabría qué es lo que tiene que decir un general.
SÓC. – Posiblemente tienes tú también, oh Ion, talento estratégico. Y supuesto también que fueras un buen jinete al paso que un tocador de cítara, conocerías los caballos que son buenos o malos para montar. Pero si yo te pregunto: «¿Por medio de qué arte sabes tú, oh Ion, si una cabalgadura es buena? ¿Por el del jinete, o por el del citarista?» ¿Qué me responderías?
ION. – Por el del jinete, diría yo.
SÓC. – Por consiguiente, si supieses distinguir a aquellos que tocan bien la cítara, tendrías que convenir conmigo en que lo sabes en cuanto que tú mismo eres citarista, y no en cuanto jinete.
ION. – Sí.
SÓC. – Y puesto que conoces la estrategia, ¿por qué la conoces?, ¿porque eres general, o porque eres un buen rapsodo?
ION. – Yo creo que no se distinguen estas dos cosas.
SÓC. – ¿Cómo? ¿Dices que no se diferencian en nada? ¿Afirmas, pues, que son la misma cosa el arte del rapsodo y el del general, o son distintos?
ION. – A mí me parece que son la misma.
SÓC. – Por tanto, aquel que es un buen rapsodo será también un buen general.
ION. – Exactamente, oh Sócrates.
SÓC. -Y, a su vez, quien es un buen general será también un buen rapsodo.
ION. – No, ya esto no me lo parece.
SÓC. -Pero a ti te parece que el buen rapsodo es también buen general.
ION. – Ciertamente.
SÓC. – Tú eres, pues, el mejor rapsodo entre los helenos.
ION. – Y con mucho, oh Sócrates.
SÓC. – ¿También el mejor general de Grecia?
ION. – Seguro, oh Sócrates; todo esto lo he aprendido yo de Homero.
SÓC. -Por los dioses, oh Ion, ¿cómo es, pues, que siendo el mejor de los helenos, en ambas cosas, como general y como rapsodo, vas recitando de un sitio para otro, y no te dedicas a hacer la guerra?, ¿o es que te parece que entre los griegos hay más necesidad de rapsodos coronados con coronas de oro, que de generales?
ION. – Es que nuestra ciudad, oh Sócrates, está gobernada y dirigida militarmente por vosotros6, y no necesita de un general; y la vuestra y la de los lacedemonios no me escogería a mí por jefe; pues vosotros tenéis conciencia de que os bastáis a vosotros mismos.
SÓC.- ¡Oh querido Ion! ¿No conoces a Apolodoro de Cícico?7.
ION. – ¿A quién?
SÓC. -A aquel al que, aunque extranjero, han escogido muchas veces los atenienses como general; y también a Fanóstenes de Andros y Heraclides de Clazómenas8, que siendo extranjeros, como eran, por haber mostrado su capacidad, la ciudad los designaba para estrategas y para otros cargos públicos. ¿No escogerían, pues, a Ion de Éfeso como general y lo honrarían como tal, si le encontrasen digno de ello? ¿Es que los de Éfeso no sois, desde tiempo inmemorial, atenienses? ¿Es que Éfeso es menos que otra ciudad?
Ilíada XXIII 335-340. ↩
Ilíada XI 639-640. ↩
Ilíada XXIV 80-82. ↩
Odisea XX 351-357. ↩
Ilíada XII 200-207. ↩
Referencia a Éfeso, que, desde el 394 al 392, estuvo de nuevo bajo influencia ateniense. Si no se piensa en los años anteriores al 415 en que también estuvo unida a Atenas, las fechas anteriores nos permitirían datar el diálogo en tomo al 394. Cf. M. S. RUIPÉREZ, «sobre la cronología del Ion de Platón», Aegyptus 33 (1953), 241-246, que sitúa su composición también entre 394 y 391, ayudándose de otro argumento. ↩
Apolodoro de Cícico, del que apenas encontramos referencias exactas. Cf. V. VON WILAMOWITZ, Aristoteles und Athen I 1893, pág. 188, 4. ↩
Fanóstenes elegido estratego en el 408-407, después que en el 411, y a la caída de su ciudad, vino a Atenas, donde adquirió la ciudadanía (JENOFONTE, Helénicas I 5, 18 sigs.). – Heraclides de Clazómenas, que en el año 400 debió de adquirir también la ciudadanía ateniense. Se sabe de él que había elevado el salario de los jueces de la asamblea (À ARISTÓTELES, Constitución de los atenienses 41, 3) con el fin de que se acudiera a las asambleas en número suficiente para la validez de las votaciones. ↩