Jaeger, Werner – PAIDEIA, Los ideales de la Cultura Griega
Pero ¿qué es el “alma”, o la psyché, para decirlo con la palabra griega empleada por Sócrates? Permítasenos que ante todo planteemos este problema en un sentido puramente filológico. Haciéndolo así, nos damos cuenta de que Sócrates, lo mismo en Platón que en los demás socráticos, pone siempre en la palabra “alma” un acento sorprendente, una pasión insinuante y como un juramento. Ninguna boca griega había pronunciado antes así esta palabra. Tenemos la sensación de que nos sale al paso aquí, por vez primera en el mundo occidental, algo que aún hoy designamos en ciertas conexiones con la misma palabra, aunque los psicólogos modernos no asocien a ella la idea de una “sustancia real”. La palabra “alma” tiene siempre para nosotros, por sus orígenes en la historia del espíritu, un acento de valor ético o religioso. Nos suena a cristiano, como las frases “servicio de Dios” y “cura del alma”. Pues bien, este alto significado lo adquiere por vez primera la palabra “alma” en las prédicas protrépticas de Sócrates. Prescindiremos aquí, por el momento, del problema de saber hasta qué punto la idea socrática del alma ha determinado las distintas fases del cristianismo directamente o a través del medio de la filosofía posterior y hasta qué punto coincide realmente con la idea cristiana. Lo que aquí nos interesa ante todo es llegar a captar lo que hay de decisivo en el concepto socrático del alma dentro de la misma evolución griega.
Si consultamos la obra maestra de Erwin Rohde, Psique, llegaremos a la conclusión de que Sócrates no tiene ninguna significación especial dentro de este proceso histórico. Este autor lo pasa por alto. Contribuye a ello el prejuicio contra Sócrates “el nacionalista”, que Rohde compartía con Nietzsche ya desde su juventud, pero lo que sobre todo se interpone ante él es el plantamiento especial del problema en su propio libro, pues Rohde, influido contra su voluntad por el cristianismo, pone el “culto” del alma y la fe en la inmortalidad en el centro de una historia del alma que bucea en todas las simas y profundidades de ésta. Hay que reconocer que Sócrates no contribuyó esencialmente a ninguna de las dos cosas. Además, es curioso que Rohde no vea dónde, cuándo y a través de quién cobra la palabra “alma”, psyché, esa fisonomía que la convierte en el verdadero vehículo conceptual del valor espiritual-ético de la “personalidad” del hombre occidental. Es a través de la exhortación educativa de Sócrates, cosa que nadie podrá discutir si ello se expone claramente. Ya los sabios de la escuela escocesa lo habían señalado insistentemente. Sus observaciones no estaban influidas en lo más mínimo por la obra de Rohde. Burnet ha investigado en un hermoso ensayo la evolución del concepto del alma a través de la historia del espíritu griego, demostrando que el nuevo sentido que da Sócrates a esta palabra no puede explicarse partiendo del eidolon épico de Homero, de la sombra del Hades, ni del alma aérea de la filosofía jónica, ni del demonio-alma de los órficos, ni de la psyché de la tragedia antigua. Yo mismo, partiendo del análisis de la forma característica del modo socrático de expresarse, como lo hacía más arriba, hube de llegar pronto al mismo resultado. Una forma como la de la exhortación socrática sólo podía brotar de aquel peculiar pathos valorativo que lleva implícita en Sócrates la palabra “alma”. Sus discursos protrépticos son la forma primitiva de la diatriba filosófico-popular de la época helenística, que a su vez contribuyó a modelar la “prédica” cristiana. Sin embargo, aquí no se trata solamente de la trasferencia y la continuidad de la forma literaria externa. Estas conexiones han sido ya frecuentemente estudiadas en este sentido por la filología anterior, siguiendo a través de toda la evolución la incorporación al discurso exhortativo de los diferentes motivos concretos. No; lo que sirve de base a las tres fases de las llamadas formas discursivas es la fe: ¿de qué le serviría al hombre ganar el mundo entero, si ello va en detrimento de su alma? En su Wesen des Christentums (Esencia del cristianismo), Adolf Harnack caracteriza con razón esta fe en el valor infinito del alma de cada hombre como uno de los tres pilares fundamentales de la religión cristiana. Pero antes de serlo de esta religión era ya un pilar fundamental de la “filosofía” y la educación socrática. Sócrates predica y convierte. Viene a “salvar la vida”.
Tenemos que hacer un pequeño alto en este intento nuestro de destacar con la mayor sencillez y claridad posibles los hechos fundamentales de la conciencia socrática, pues estos hechos exigen una valoración y nos obligan a tomar una actitud, ya que encierran todavía una importancia directa para nuestro propio ser. ¿Era la socrática un anticipo del cristianismo, o puede incluso afirmarse que con Sócrates irrumpe en la evolución del helenismo un espíritu extraño, oriental, que, gracias a la posición de gran potencia educadora de la filosofía griega, se traduce luego en efectos de envergadura histórico-universal, empujando hacia la unión con el Oriente? Podríamos remitirnos en apoyo de esto al movimiento órfico que se manifiesta en la religión griega y que a través de ciertos rastros podemos seguir desde el siglo VI. Este movimiento separa el alma del cuerpo y admite que aquélla mora como un demonio caído en la cárcel del cuerpo, para retornar, después de la muerte de éste y a través de una larga peregrinación de reencarnaciones, a su patria divina. Pero, aun prescindiendo de la oscuridad de los orígenes de esta religión, que muchos consideran orientales o “mediterráneos”, el concepto socrático del alma carece de todos estos rasgos escatológicos o demonológicos. Fue Platón quien más tarde los entretejió en su adorno mítico del alma y de su destino. Ha querido atribuirse a Sócrates la teoría de la inmortalidad del Fedón platónico, e incluso la teoría de la preexistencia del Menón, pero estas dos ideas complementarias tienen un origen claramente platónico. La posición socrática ante el problema de la perduración del alma aparece seguramente bien definida en la Apología, donde en presencia de la muerte no se nos dice cuál será su suerte después de ésta. Esta posición cuadra mejor con el espíritu críticamente sobrio y ajeno al dogmatismo de Sócrates que las pruebas de la inmortalidad mantenidas en el Fedón; por otra parte, es natural que quien, como él, asigna al alma un rango se hubiese planteado aquel problema como lo hace Sócrates en la Apología, aunque no tuviera ninguna respuesta que darle. Pero este problema no encerraba para él, en modo alguno, una importancia decisiva. Por la misma razón no nos encontramos en él con afirmación alguna acerca de la modalidad real del alma: ésta no es para él, como para Platón, una “sustancia”, puesto que no decide si es separable del cuerpo o no. Servir al alma es servir a Dios, porque el alma es espíritu pensante y razón moral, y éstos los bienes supremos del mundo, no porque sea un huésped demoniaco cargado de culpas y procedente de remotas regiones celestiales.
No hay, pues, salida posible; todos los rasgos llamativos de la prédica socrática que nos parecen cristianos tienen un origen puramente helénico. Proceden de la filosofía griega. Y sólo una idea completamente falsa de la esencia de ésta puede llevarnos a desconocer este hecho. La evolución religiosa superior del espíritu griego se desarrolla fundamentalmente en la poesía y en la filosofía, no en el culto de los dioses, que solemos considerar casi siempre como el contenido principal de la historia de la religión helénica. Es cierto que la filosofía constituye una fase relativamente posterior de la conciencia y que el mito es anterior a ella, pero para quien esté acostumbrado a captar las conexiones estructurales del espíritu no cabe la menor duda de que tampoco en el caso de Sócrates niega la filosofía de los griegos la ley histórico-orgánica que preside su formación. La filosofía no es sino la expresión racional consciente de la estructura fundamental interna del hombre griego, tal y como podemos seguirla a través de los siglos en los supremos representantes de este género. La religión dionisiaca y órfica de los griegos y la de los misterios presentan, indudablemente, ciertas “fases preliminares” y ciertas analogías, pero este fenómeno no puede explicarse diciendo que las formas socráticas de hablar y de concebir se deriven de una secta religiosa que puede uno desplazar a su antojo como ajena a los griegos o adorar como oriental. Tratándose de Sócrates, el más sobrio de los hombres, el dar por supuesta la existencia de una influencia eficaz de estas sectas orgiásticas en las capas irracionales de su alma, sería una empresa verdaderamente desatentada. Por el contrario, aquellas sectas o aquellos cultos son en los griegos las únicas formas de una antigua devoción popular, que denotan ciertos atisbos importantes de una experiencia interior individual, con la actitud individualizada de vida y la forma de propaganda que a ella corresponden. En la filosofía, que es el campo de acción del espíritu pensante, se crean formas paralelas, en parte por sí mismas, como fruto de situaciones análogas, y en parte apoyándose simplemente en cuanto a la expresión en las formas religiosas corrientes, que en el lenguaje de la filosofía aparecen plasmadas en metáforas y que precisamente por ello son formas desnaturalizadas.
En Sócrates, aquellas expresiones de apariencia religiosa brotan frecuentemente de la analogía entre su actuación y la del médico. Es esto lo que da a su concepto del alma el tinte específicamente griego. En la representación socrática del mundo interior como parte de la “naturaleza” del hombre confluyen dos factores: el hábito multisecular del pensamiento y las dotes más íntimas del espíritu helénico. Y aquí es donde nos sale al paso lo que distingue a la filosofía socrática del concepto cristiano del alma. El alma de que habla Sócrates sólo puede comprenderse con acierto si se la concibe juntamente con el cuerpo, pero ambos como dos aspectos distintos de la misma naturaleza humana. En el pensamiento de Sócrates lo psíquico no se halla contrapuesto a lo físico. El concepto de la physis de la antigua filosofía de la naturaleza incluye en Sócrates lo espiritual, con lo cual se trasforma esencialmente. Sócrates no puede creer que sólo tenga espíritu el hombre, que éste lo haya arreatado como un monopolio suyo, por decirlo así. Una naturaleza en la que lo espiritual ocupa su lugar donde sea, tiene que ser capaz por principio de desarrollar una fuerza espiritual. Pero así como, por la existencia del cuerpo y del alma como distintas partes de una sola naturaleza humana, esta naturaleza física se espiritualiza, sobre el alma refluye al mismo tiempo algo de la existencia física misma. El alma aparece ante el ojo espiritual en su propio ser, como algo plástico por decirlo así y, por tanto, asequible a la forma y al orden. Al igual que el cuerpo, forma parte del cosmos; más aún: es un cosmos de suyo, aunque para la sensibilidad griega no podía caber la menor duda de que el principio que se revela en estos distintos campos del orden es siempre, en esencia, uno y el mismo. Por eso la analogía del alma con el cuerpo tiene que hacerse extensiva también a lo que los griegos llaman la areté. Las aretai o “virtudes” que la polis griega asocia casi siempre a esta palabra, la valentía, la ponderación, la justicia, la piedad, son excelencia del alma en el mismo sentido que la salud, la fuerza y la belleza son virtudes del cuerpo, es decir, son las fuerzas peculiares de las partes respectivas en la forma más alta de cultura de que el hombre es capaz y a la que está destinado por su naturaleza. La virtud física y la espiritual no son, por su esencia cósmica, sino la “simetría de las partes” en cuya cooperación descansan el cuerpo y el alma. Partiendo de aquí es como el concepto socrático de lo “bueno”, que es el más intraducibie de todos sus conceptos y el más expuesto a equívocos, se deslinda del concepto análogo de la ética moderna. Su sentido griego será más inteligible para nosotros si en vez de decir “lo bueno” decimos “el bien”, acepción que envuelve a la par su relación con quien lo posee y con aquel para quien es bueno. Para Sócrates lo bueno es también, indudablemente, aquello que hacemos o queremos hacer en gracia a sí mismo, pero al mismo tiempo Sócrates reconoce en ello lo verdaderamente útil, lo saludable y, por tanto, a la par, lo gozoso y lo venturoso, puesto que es lo que lleva a la naturaleza del hombre a la realización de su ser.
A base de esta convicción, nos sale al paso la premisa evidente de que la ética es la expresión de la naturaleza humana bien entendida. Ésta se distingue radicalmente de la simple existencia animal por las dotes racionales del hombre, que son las que hacen posible el ethos. Y la formación del alma para este ethos es precisamente el camino natural del hombre, el camino por el que éste puede llegar a una venturosa armonía con la naturaleza del universo o, para decirlo en griego, a la eudemonía. En el sentimiento profundo de la armonía entre la existencia moral del hombre y el orden natural del universo, Sócrates coincide plena e inquebrantablemente con la conciencia griega de todos los tiempos anteriores y posteriores a él. La nota nueva que trae Sócrates es la de que el hombre no puede alcanzar esta armonía con el ser por medio del desarrollo y la satisfacción de su naturaleza física, por mucho que se la restrinja mediante vínculos y postulados sociales, sino por medio del dominio completo sobre sí mismo con arreglo a la ley que descubra indagando en su propia alma. El eudemonismo auténticamente griego de Sócrates deriva de esta remisión del hombre al alma como a su dominio más genuino y peculiar, una nueva fuerza de afirmación de sí mismo frente a las crecientes amenazas que la naturaleza exterior y el destino hacen pesar sobre su libertad. Sócrates no habría encontrado “desaforada”, como se la ha tildado por esa profunda desarmonía moderna que existe entre la realidad y la moralidad, la frase de Goethe cuando dice que todo el derroche de sol y de plantas en este cosmos no tendría objeto si estas maravillosas máquinas no sirviesen en último término para hacer posible la existencia de un solo hombre feliz. Y la serenidad perfecta con que Sócrates supo apurar al final de su vida el cáliz de la cicuta demuestra que el “racionalista” Sócrates sabía combinar esta eudemonía moral con los hechos de la realidad que empujan al ánimo moderno al abismo de su disensión moral con el mundo.
La experiencia socrática del alma como fuente de los supremos valores humanos dio a la existencia aquel giro hacia el interior que es característico de los últimos tiempos de la Antigüedad. De este modo, la virtud y la dicha se desplazaron al interior del hombre. Un rasgo significativo de la conciencia con que Sócrates daba este paso lo tenemos en el hecho de que insistiese en que las artes plásticas no se contentasen tampoco con reproducir la belleza física, sino que aspirasen a reproducir también la expresión del ser moral (apomimeisthai to tes psyches ethos). Este postulado aparece como algo completamente nuevo en el diálogo con el pintor Parrasio, que reproduce Jenofonte, y el gran artista expresa la duda de que la pintura sea capaz de penetrar en el mundo de lo invisible y lo asimétrico. Jenofonte presenta la cosa como si la preocupación de Sócrates por el alma fuese la que abre por vez primera este campo al arte de la época. El ser físico, sobre todo la cara del hombre, es para Sócrates el espejo de su interior y sus cualidades, y sólo de un modo vacilante y paso a paso se va acercando el artista a esta gran verdad. La historia tiene un valor simbólico. Cualquiera que sea el modo como concibamos las relaciones entre el arte y la filosofía en aquel periodo, correspondía sin duda a la filosofía, según el criterio de nuestro autor, guiar los pasos por el camino hacia el continente recién descubierto del alma.
No es fácil para nosotros medir en todas sus proporciones históricas el alcance de esta trasformación. Su consecuencia inmediata es la nueva ordenación creadora de los valores que encuentra su fundamentación dialéctica en los sistemas filosóficos de Platón y Aristóteles. Bajo esta forma, es la fuente de todas las culturas posteriores que la filosofía griega ha alumbrado. Pero por muy alta que se valore la arquitectónica conceptual de estos dos grandes pensadores, que reducen a una imagen armónica del mundo el fenómeno socrático para hacerlo más claramente visible al ojo del espíritu y que agrupan todo lo demás en torno a este centro, queda en pie la realidad de que en el principio fue la acción. El llamamiento de Sócrates al “cuidado del alma” fue lo que realmente hizo que el espíritu griego se abriese paso hacia la nueva forma de vida. Si el concepto de la vida, del bíos, que designa la existencia humana, no como un simple proceso temporal, sino como una unidad plástica y llena de sentido, como una forma consciente de vida, ocupa en adelante una posición tan dominante en la filosofía y en la ética, ello se debe, en una parte muy considerable, a la vida real del propio Sócrates. Su vida fue un anticipo del nuevo bíos, basado por entero en el valor interior del hombre.