Jaeger: Diálogos Socráticos

Jaeger, Werner – PAIDEIA, Los ideales de la Cultura Griega

Los diálogos de Platón nos revelan uno de los aspectos de la actividad de Sócrates que en el relato de Jenofonte pasa casi a segundo plano ante el aspecto estimulante y exhortativo: el aspecto del diálogo refutador e inquisitivo, el elenchos. Pero este aspecto, como hemos visto al examinar cómo caracteriza Platón las formas típicas del discurso socrático (supra, pp. 414 s.), es el complemento necesario del discurso exhortativo, pues prepara el terreno a sus efectos, removiéndolo con la conciencia que el hombre adquiere de sí mismo y que le dice que en realidad la persona a quien se interroga no sabe nada de lo que cree saber.

Los diálogos eléncticos discurren en su totalidad bajo la forma del intento repetido de captar el concepto general que sirve de base a la palabra que se usa para expresar un valor moral, tal corno valentía o justicia. La forma de la pregunta ¿qué es la valentía? parece indicar que la finalidad perseguida por ella es la definición de este concepto. Aristóteles dice expresamente que la definición de los conceptos es una conquista de Sócrates, y lo mismo sostiene Jenofonte. Esto, de ser cierto, añadiría un nuevo rasgo esencial a la imagen anteriormente trazada: Sócrates aparecería como creador de la lógica. Sobre este hecho se basa la antigua opinión que presenta a Sócrates corno el fundador de la filosofía conceptual. Pero últimamente Heinrich Maier ha puesto en duda el valor de los testimonios de Aristóteles y Jenofonte, creyendo poder demostrar que se basan simplemente en los diálogos de Platón, el cual se limitaba a exponer su propia teoría. Es Platón quien, basándose en los conatos de un nuevo concepto del saber con que se encuentra en Sócrates, desarrolla la lógica y el concepto; Sócrates fue solamente, según ese autor, el protréptico, el profeta de la autonomía moral. Sin embargo, esta explicación tropieza con dificultades tan grandes como la opinión contraria, la de que en Sócrates aparece mantenida ya la teoría de las ideas. La tesis de que los testimonios de Aristóteles y Jenofonte sólo se basan en los diálogos de Platón no es susceptible de ser probada ni es tampoco verosímil. La tradición que ha llegado a nosotros está concorde en presentar a Sócrates como el maestro insuperable en el arte de la persuasión bajo la forma de preguntas y respuestas, en el arte de la dialéctica, aunque este aspecto quede también en Jenofonte relegado a segundo plano detrás de la protréptica. Problema aparte es el de saber cuáles eran el sentido y la mira de estos intentos de determinación de los conceptos; lo que no ofrece la menor duda es el hecho en sí. Reconozcamos que manteniéndonos dentro de la concepción tradicional de Sócrates como puro filósofo conceptual no podía comprenderse el giro que luego hubo de tomar su discípulo Antístenes hacia la simple ética y protréptica. Pero, a la inversa, si limitamos la personalidad de Sócrates al evangelio de la voluntad moral, resultará inexplicable el nacimiento de la teoría platónica de las ideas y la estrecha relación que el propio Platón establece entre ella y la “filosofía” de Sócrates. Para este dilema sólo hay una salida: debemos reconocer que la forma en que Sócrates aborda el problema ético no era una mera profecía, una prédica destinada a sacudir la moral del hombre, sino que su exhortación al “cuidado del alma” se traducía en el esfuerzo de penetrar en la esencia de la moral mediante la fuerza del logos.

El motivo del diálogo socrático es la voluntad de llegar con otros hombres a una inteligencia que todos deben acatar acerca de un tema que encierra para todos ellos un interés infinito: el de los valores supremos de la vida. Para llegar a este resultado, Sócrates parte siempre de aquello que el interlocutor o los hombres reconocen de un modo general. Este reconocimiento sirve de “base” o de hipótesis, después de lo cual se desarrollan las consecuencias derivadas de ella, contrastándose a la luz de otros hechos de nuestra conciencia considerados como hechos establecidos. Un factor esencial de este progreso mental dialéctico es el descubrimiento de las contradicciones en las que incurrimos al sentar determinadas tesis. Estas contradicciones nos obligan a contrastar una vez más la exactitud de los reconocimientos considerados verdaderos, para revisarlos o abandonarlos en su caso. La mira que se persigue es reducir los distintos fenómenos del valor a un valor general y supremo. Sin embargo, Sócrates no parte en sus investigaciones del problema de este “bien en sí”, sino de alguna virtud concreta, tal y como el lenguaje la caracteriza por medio de calificativos morales especiales, como es, por ejemplo, ) que llamamos valiente o justo. Así, en el Laques se emprenden toda una serie de intentos para decirnos qué es valentía, pero Sócrates se ve obligado a abandonar una tras otra estas tesis, por formular con demasiada estrechez o demasiada amplitud la esencia de la valentía. El mismo procedimiento se sigue en el diálogo con Eutidemo sobre las virtudes que figura en las Memorables de Jenofonte. Se trata, pues, realmente de saber cuál era el “método” del Sócrates histórico. Claro está que la palabra “método” no basta para caracterizar el estudio ético del procedimiento seguido por él. La palabra tiene, sin embargo, origen socrático y caracteriza certeramente el procedimiento natural que el gran virtuoso del interrogatorio convierte en un arte. Exteriormente, este “método” se parecía a primera vista mucho. hasta exponerse a la confusión, a aquella maestría en la esgrima de las palabras, desarrollada también por aquel entonces hasta 444 convertirse en un arte. Y en los diálogos socráticos no faltan ciertamente los ardides de esgrima verbal, que recuerdan las conclusiones capciosas de este “erístico”. En la dialéctica de Sócrates no debe subestimarse tampoco el elemento del puro afán de disputar. Platón lo reproduce con gran fidelidad y de un modo muy vivo, y algunos contemporáneos alejados del maestro o competidores suyos, como Isócrates, presentan a los socráticos, comprensiblemente, como simples discutidores profesionales. Esto revela hasta qué punto tendían los demás a colocar en primer plano este aspecto del problema. Sin embargo, en los diálogos socráticos de Platón flota sobre estas disquisiciones, pese a todo el sentido del humor de la nueva atlética espiritual y a todo el entusiasmo deportivo por los golpes seguros y victoriosos de Sócrates, una profunda seriedad y una entrega completa a la causa debatida.

El diálogo socrático no pretende ejercitar ningún arte lógico de definición sobre problemas éticos, sino que es simplemente el camino, el “método” del logos para llegar a una conducta acertada. Ninguno de los diálogos socráticos de Platón llega al resultado de definir realmente el concepto moral que en él se investiga; más aún, durante mucho tiempo existía la opinión general de que todos estos diálogos no llegan en realidad a un resultado. Pero éste se echa de ver, ciertamente, cuando se comparan entre sí varios diálogos y el desarrollo seguido por ellos, para estar en condiciones de captar lo que contienen de típico. Todos estos intentos de “limitar” la esencia de una determinada virtud desembocan, por último, en la conciencia de que esa esencia tiene que consistir necesariamente en un saber, en un conocimiento. Pero a Sócrates no le interesa tanto el carácter diferencial de la virtud concreta que investiga, su definición, como lo que tiene de común con las demás virtudes, como la “virtud en sí”. Sobre la investigación flota tácitamente desde el primer momento la intuición o el supuesto de que esta virtud debe buscarse en un saber, pues ¿para qué serviría en última instancia todo el lujo de fuerza intelectual que aquí se despliega para la solución del problema ético, si el investigador no confiase en acercarse prácticamente por este camino a la meta del fomento del bien? Claro está que esta convicción de Sócrates contradice precisamente a la opinión dominante de todos los tiempos. El problema estriba, para ésta, en que el hombre, a pesar de ver claro, se decide con harta frecuencia por el mal. La terminología corriente llama a esto flaqueza moral. Cuanto más imperiosamente parecen demostrar los razonamientos de Sócrates que la areté tiene que ser necesariamente, en último resultado, un saber, y cuanto más espoleado se siente el esfuerzo dialéctico por la perspectiva de alcanzar esa elevada meta, más paradójico se antoja este camino al sentimiento escéptico.

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