Jaeger: Virtude em Sócrates

Jaeger, Werner – PAIDEIA, Los ideales de la Cultura Griega

El diálogo socrático no pretende ejercitar ningún arte lógico de definición sobre problemas éticos, sino que es simplemente el camino, el “método” del logos para llegar a una conducta acertada. Ninguno de los diálogos socráticos de Platón llega al resultado de definir realmente el concepto moral que en él se investiga; más aún, durante mucho tiempo existía la opinión general de que todos estos diálogos no llegan en realidad a un resultado. Pero éste se echa de ver, ciertamente, cuando se comparan entre sí varios diálogos y el desarrollo seguido por ellos, para estar en condiciones de captar lo que contienen de típico. Todos estos intentos de “limitar” la esencia de una determinada virtud desembocan, por último, en la conciencia de que esa esencia tiene que consistir necesariamente en un saber, en un conocimiento. Pero a Sócrates no le interesa tanto el carácter diferencial de la virtud concreta que investiga, su definición, como lo que tiene de común con las demás virtudes, como la “virtud en sí”. Sobre la investigación flota tácitamente desde el primer momento la intuición o el supuesto de que esta virtud debe buscarse en un saber, pues ¿para qué serviría en última instancia todo el lujo de fuerza intelectual que aquí se despliega para la solución del problema ético, si el investigador no confiase en acercarse prácticamente por este camino a la meta del fomento del bien? Claro está que esta convicción de Sócrates contradice precisamente a la opinión dominante de todos los tiempos. El problema estriba, para ésta, en que el hombre, a pesar de ver claro, se decide con harta frecuencia por el mal. La terminología corriente llama a esto flaqueza moral. Cuanto más imperiosamente parecen demostrar los razonamientos de Sócrates que la areté tiene que ser necesariamente, en último resultado, un saber, y cuanto más espoleado se siente el esfuerzo dialéctico por la perspectiva de alcanzar esa elevada meta, más paradójico se antoja este camino al sentimiento escéptico.

La lectura de estos diálogos nos hace testigos de la máxima exaltación a que llegan en Grecia el impulso del conocer y la fe en el conocimiento. Una vez que el espíritu impone su fuerza ordenadora al mundo exterior e ilumina su trabazón, acomete la empresa todavía más intrépida de someter al imperio de la razón la vida humana salida de su quicio. Ya la mirada retrospectiva de Aristóteles, a pesar de compartir la fe audaz en la fuerza constructiva, “arquitectónica” del espíritu, consideraba una exaltación intelectualista la tesis socrática de la virtud como saber y frente a ella intentaba esclarecer debidamente la importancia de los instintos y de su sofrenamiento para la educación moral. Pero con su tesis, Sócrates no pretende proclamar precisamente una visión psicológica. Quien se preocupe de buscar bajo su paradoja la sustancia fecunda que presentimos en ella reconocerá fácilmente la rebelión contra todo lo que hasta entonces se llamaba saber y carecía en realidad de toda fuerza moral. El conocimiento del bien, que Sócrates descubre en la base de todas y cada una de las llamadas virtudes humanas, no es una operación de la inteligencia, sino que es, como Platón comprendió certeramente, la expresión consciente de un ser interior del hombre. Tiene su raíz en una capa profunda del alma en la que ya no pueden separarse, pues son esencialmente uno y lo mismo, la penetración del conocimiento y la posesión de lo conocido. La filosofía platónica es el intento de descender a esta nueva sima del concepto socrático del saber y agotarla. Para Sócrates, no es refutar su tesis del saber como virtud el que la multitud de los hombres invoque en contra de ella su experiencia de que el conocimiento del bien y la conducta no siempre coinciden. Esta experiencia sólo demuestra una cosa: que el verdadero saber no abunda. El propio Sócrates no se jacta de poseerlo. Pero con la prueba convincente de la ignorancia del hombre que sí cree saber, abre el camino para un concepto del saber fiel a su postulado y que constituye realmente la fuerza de saber más profunda del hombre. La existencia de este saber es para Sócrates una verdad de firmeza incondicional, pues se demuestra como base de todo pensamiento y de toda conducta éticos tan pronto como indagamos las premisas de éstos. Y para sus discípulos la tesis del saber como virtud ya no constituye una simple paradoja, como al principio se creyó, sino la descripción de la capacidad suprema de la naturaleza humana, que en Sócrates se había hecho realidad y que tenía, por tanto, una existencia.

El conocimiento del bien, a que se reduce siempre en última instancia la investigación de todas y cada una de las virtudes, es algo más amplio que la valentía, la justicia o cualquier otra areté concreta. Es la “virtud en sí”, que se revela de distintos modos en cada una de las diferentes virtudes. Sin embargo, aquí nos encontramos con una nueva paradoja psicológica. En efecto, si la valentía, por ejemplo, consiste en el conocimiento del bien con relación a lo que en realidad debe temerse o no temerse, es indudable que la virtud concreta de la valentía presupone el conocimiento del bien en su totalidad. Se hallará, pues, indisolublemente enlazada a las demás virtudes, a la justicia, la moderación y la piedad, y se identificará con éstas o guardará, al menos, una gran analogía externa con ellas. Ahora bien, habrá pocos hechos con que se halle más familiarizada nuestra experiencia moral que el de que una persona puede distinguirse por su gran valentía o valor personal y, a pesar de ello, ser un hombre injusto, desaforado o impío o, por el contrario, ser un hombre absolutamente moderado y justo y, en cambio, un cobarde. Por consiguiente, aun cuando quisiéramos llegar con Sócrates hasta el punto de considerar las distintas virtudes como “partes” de una sola virtud universal, parece que no podríamos estar de acuerdo con él en la tesis de que esta virtud actúa y se halla presente como un todo en cada una de sus partes. Las virtudes pueden concebirse, a lo sumo, como las diversas partes de una cara, que puede tener los ojos bonitos y la nariz fea. Sin embargo, Sócrates es tan inexorable en este punto como en su certeza inquebrantable de que la virtud es el saber. La verdadera virtud es para él una e indivisible. No es posible tener una parte de ella y otra no. El hombre valiente que sea irreflexivo, desaforado o injusto podrá ser un buen soldado en el combate, pero nunca será valiente para consigo mismo y para con su enemigo interior, que son sus propios instintos desenfrenados. El hombre piadoso que cumple fielmente sus deberes para con los dioses, pero sea injusto hacia sus semejantes y desaforado en su odio y 447 fanatismo, no será verdaderamente piadoso. Los estrategas Nicias y Laques se asombran de ver cómo Sócrates les expone la esencia de la verdadera valentía y reconocen que nunca habían ahondado hasta el fondo de este concepto ni lo habían captado en toda su grandeza, ni mucho menos habían llegado a encarnarlo en sí mismos. Y el piadoso y severo Eutifrón se ve desenmascarado en la inferioridad de su piedad orgullosa de sí misma y llena de fanatismo. Lo que los hombres llaman rutinariamente sus “virtudes” resulta ser, en este análisis, un simple conglomerado de los productos de distintos procesos unilaterales de domesticación, y, además, un conglomerado entre cuyas partes integrantes existe una contradicción moral irreductible. Sócrates es piadoso y valiente, justo y moderado a un tiempo. Su vida es a la par combate y servicio de Dios. No descuida los deberes del culto a los dioses, y esto le permite decir a quien sólo es piadoso en este sentido externo que existe un temor de Dios más alto que éste. Luchó y se distinguió en todas las campañas de su patria; esto le autoriza a hacer comprender a los más altos caudillos del ejército ateniense que las victorias logradas con la espada en la mano no son las únicas que puede alcanzar el hombre. Por eso Platón distingue entre las virtudes vulgares del ciudadano y la elevada perfección filosófica. Para él la personificación de este superhombre moral es Sócrates. Aunque lo que Platón diría es que sólo él posee la “verdadera” areté humana.

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