República III 398b-403c — A cultura pela música

Azcárate

—Pues bien, me parece, mi querido amigo —continué—, que hemos tratado a fondo esta parte de la música que corresponde a los discursos y a las fábulas, puesto que hemos hablado de lo que hay que decir y de la forma de decirlo.

—Soy de tu parecer yo también —dijo.

—Nos resta hablar —proseguí— de esta otra parte de la música que corresponde al canto y a la melodía, ¿no?

—Sí, evidentemente.

—¿Quién no ve, desde luego, lo que deberemos decir sobre este punto y qué reglas habremos de prescribir, si seguimos nuestros principios?

Entonces Glaucón, echándose a reír, dijo:

—No soy de este número, me temo, Sócrates, porque no podría decir con exactitud a qué debemos atenernos sobre esta materia, aunque lo entrevea confusamente.

—Por lo menos —repliqué—, puedes decirnos algo primordial: que la melodía se compone de tres elementos: las palabras, la armonía y el ritmo[38].

—¡Ah, eso sí! —dijo.

—En cuanto a las palabras cantadas, ¿no deben, como las no acompañadas de música, componerse según las leyes que hemos ya prescrito?

—Sin duda —dijo.

—Es preciso que la armonía y el ritmo, por su parte, correspondan a las palabras.

—¿Cómo no?

—Pero hemos dicho ya que no hacían ninguna falta en el discurso las quejas y las lamentaciones.

—Ninguna, en efecto.

—¿Cuáles son las armonías lastimeras? Dímelo, ya que eres músico.

—La lidia mixta, la lidia tensa y otras semejantes —enumeró.

—Es preciso, por consiguiente, suprimirlas como malas —dije yo— no sólo para los hombres, sino también para aquellas mujeres que se precian de ser sabias y moderadas.

—Totalmente de acuerdo.

—Nada más indigno de los guardianes, asimismo, que la embriaguez, la molicie y la indolencia.

—¿Cómo no?

—¿Cuáles son, pues, las armonías muelles y usadas en los festines?

—Algunas variedades de la jónica y la lidia, consideradas armonías relajantes.

—¿Pueden ser de algún uso para los guerreros, querido?

—De ninguno —aseguró—, y, por lo tanto, no quedan otras que la dórica y la frigia, me temo.

—Yo no conozco todas las especies de armonía —dije—, escoge sólo éstas: una fuerte, que traduzca el tono y las expresiones de un hombre de corazón, sea en la pelea, sea en cualquier otra acción violenta, como cuando, sin que le detengan las heridas ni la muerte o estando sumido en la desgracia, espera en tales ocasiones, con firmeza y sin abatirse, los azares de la fortuna; otra más tranquila, propia de las acciones pacíficas y completamente voluntarias de alguien que intenta convencer a otro de algo, con súplicas si es un dios, con advertencias o amonestaciones, si es un hombre; o que, al contrario, se rinde a sus súplicas, escucha sus lecciones y sus dictámenes, y que por lo mismo nunca experimenta el menor contratiempo, y que, en fin, lejos de enorgullecerse con sus triunfos, se conduce con sabiduría y moderación y está siempre contento con su suerte. Reservemos estas dos armonías, violenta y pacífica, que pueden imitar las voces de los desdichados o los felices, los prudentes o los valerosos.

—Las que pides son precisamente las dos últimas que yo he nombrado —dijo.

—¿Tampoco tendremos necesidad de instrumentos de numerosas cuerdas ni de la técnica panarmónica en nuestros cantos y en nuestra melodía?

—No, sin duda —aseguró.

—¿Ni sostendremos fabricantes de triángulos, de plectros y otros instrumentos de cuerdas numerosas y de muchas armonías?

—No lo parece.

—¿Pero consentirías en nuestra república a los constructores y tocadores de flauta? ¿No equivale este instrumento a los que tienen el mayor número de cuerdas? Y los que reproducen todos los tonos, ¿son otra cosa que imitaciones de la flauta?

—Lo son, en efecto —dijo.

—Así, no nos quedan más que la lira y la cítara para la ciudad —dije— y para los campos la siringa, que usarán los pastores.

—Es evidente, después de lo que acabamos de decir —reconoció.

—Por lo demás, mi querido amigo, no haremos nada extraordinario al dar preferencia a Apolo sobre Marsias, y a los instrumentos inventados por este dios a los del sátiro.

—No, ciertamente, por Zeus —exclamó.

—¡Por el Can[39]! —exclamé yo—, ya tenemos reformado, sin apercibirnos de ello, este Estado, que decíamos que rebosaba en delicias.

—Y lo hemos hecho sabiamente —asintió.

—Reformémoslo, pues, por entero —dije— y digamos del ritmo como dijimos de la armonía, que es preciso desterrar la variedad y multiplicidad de medidas; indagar qué ritmos expresan el carácter de la vida ordenada y valerosa, y después de haberlos encontrado, someter el pie y la melodía a las palabras, y no las palabras al pie y a la melodía. A ti te toca decir cuáles son estos ritmos, como lo has hecho respecto a las armonías.

—¡Por Zeus! No me es fácil satisfacerte —replicó—. Sólo te diré que todas las medidas se reducen a tres tipos, así como todas las armonías resultan de cuatro tonos principales; eso lo digo porque lo he observado, pero no podré decirte qué medidas convienen a los diferentes caracteres que se quieren expresar.

—Examinaremos más adelante con Damón[40] qué medidas expresan la bajeza, la insolencia, la demencia y otros defectos semejantes, así como las que convienen a las virtudes opuestas. Creo haberte oído hablar algo confusamente de cierto metro compuesto que llamaba enoplio, de un dáctilo y un heroico, y que componía, no sé cómo, igualando la parte tónica con la átona y terminando en sílabas largas o breves; además, formaba otro que llamaba yambo, a lo que creo, y yo no sé qué otro que llamaba troqueo, que se componían de largas y breves. Observé también que en algunas ocasiones aprobaba o condenaba tanto el metro como el ritmo mismo, o un no sé qué que resultaba del uno y del otro, porque no puedo decir con claridad lo que es; pero dejemos este punto, como te dije antes, para discutirlo con Damón. Me parece que esta discusión exige mucho tiempo; ¿o piensas otra cosa?

—En absoluto, por Zeus.

—Por lo menos, podrás decirnos si se encuentra gracia allí donde se encuentra la perfección del ritmo, y lo contrario allí donde esta perfección falta.

—¿Cómo no?

—Pero la perfección del ritmo sigue de ordinario a la belleza de las palabras y la arritmia a lo contrario; porque, como dijimos antes al hablar de lo armónico y lo inarmónico, el ritmo y la armonía están hechos para las palabras, y no las palabras para el ritmo y la armonía.

—Es cierto que uno y otro deben acomodarse al discurso —dijo él.

—Pero el género de la dicción y el discurso mismo, ¿no se siguen del carácter del alma?

—¿Cómo no?

—Y todo lo demás, ¿no sigue también a la expresión?

—Sí.

—Por consiguiente, la belleza de la dicción, la armonía, la gracia y el buen ritmo del discurso son consecuencia de la simplicidad del alma. Y no entiendo por esta palabra la estupidez, como con el fin de suavizar la expresión se llama a la necedad, sino que entiendo el carácter de un alma cuyas costumbres son verdaderamente bellas y buenas.

—Es cierto —dijo.

—Nuestros jóvenes, ¿no deben proponerse, pues, adquirir todas estas cualidades, si quieren cumplir sus deberes?

—Sin duda deben perseguirlas.

—Por lo menos, éste es el objeto de la pintura y de toda artesanía análoga, del arte de tejer y bordar, de la arquitectura y de la naturaleza misma en la producción de las plantas y de los cuerpos vivos. La gracia o la falta de gracia se encuentra en sus obras; y así como la falta de gracia, de ritmo y de armonía se hermanan con el lenguaje grosero y el mal carácter, así las cualidades opuestas son la imagen y la expresión del carácter opuesto, sensato y bondadoso.

—Tienes toda la razón —dijo.

—No bastará, pues, que vigilemos a los poetas, obligándoles a que nos presenten en sus obras modelos de buen carácter o a no divulgarlas en absoluto. Será preciso que fijemos nuestras miradas sobre todos los demás artistas, para impedir que copien en pintura, en arquitectura o en cualquier otro género, la maldad, la intemperancia, la vileza o la fealdad. En cuanto a los que no pueden obrar de otra manera, deberemos prohibirles que trabajen entre nosotros por temor de que los encargados de la guarda de nuestro Estado, educados en medio de estas imágenes viciosas, como en malos pastos, y alimentándose, por decirlo así, cada momento con la vista de tales objetos, no contraigan al fin algún mal vicio en el alma, sin apercibirse de ello. Nos interesa, por el contrario, buscar artistas hábiles, capaces de seguir la huella de la naturaleza de lo bello y de lo gracioso, a fin de que nuestros jóvenes, educados en medio de sus obras como en una atmósfera pura y sana, reciban sin cesar saludables impresiones por los ojos y por los oídos, y que desde la infancia se vean insensiblemente conducidos a imitar y amar lo bello, y a establecer entre éste y ellos mismos un perfecto acuerdo. ¿No es así?

—Nada puede ser preferible a una educación semejante —respondió.

—¿No es por esta misma razón, mi querido Glaucón —dije yo—, la música la parte principal de la educación, porque insinuándose desde muy temprano en el alma, el ritmo y la armonía se apoderan de ella, y consiguen que la gracia y lo bello entren como un resultado necesario en ella, siempre que se dé esta parte de educación como conviene darla, puesto que sucede todo lo contrario cuando se la desatiende? Y también porque, educado un joven cual conviene, en la música, advertirá con la mayor exactitud lo que haya de imperfecto y de defectuoso en las obras de la naturaleza y del arte, y experimentará a su vista una impresión justa y penosa; alabará por la misma razón con entusiasmo la belleza que observe, le dará entrada en su alma, se alimentará con ella, y se hará, por este medio, excelente; mientras que en el caso opuesto mirará con desprecio y con una aversión natural lo indecoroso; y como esto sucederá desde la edad más tierna, antes de que le ilumine la luz de la razón, apenas haya ésta aparecido la verá venir con más alegría que nadie al reconocerla como algo familiar.

—He aquí, a mi parecer, las ventajas que se buscan al educar a los niños en la música —dijo él.

—Pues bien —continué—, en la misma forma que no podemos suponernos instruidos en la lectura mientras no conozcamos perfectamente todas las letras elementales, que son pocas, en todas sus combinaciones, sin despreciar ninguna, pequeña o grande, como indigna de atención, y no nos dediquemos a reconocer por todas partes estas letras, porque de no saberlo así nunca llegaríamos a saber leer…

—Es cierto.

—Lo mismo que, si no conociésemos las letras en sí mismas, jamás podríamos reconocer su imagen representada en el agua y en los espejos, siendo lo uno y lo otro objeto de la misma ciencia y del mismo estudio…

—Del todo cierto.

—De la misma manera, en nombre de los dioses inmortales, ¿no podré decir que nunca seremos nosotros, ni serán los guardianes que nos proponemos formar, excelentes músicos, si no nos familiarizamos con las formas específicas de la templanza, de la valentía, de la generosidad, de la grandeza de alma y demás virtudes, hermanas de éstas, que se nos presentan en mil objetos diferentes, así como de sus contrarias respectivas; si no las distinguimos a primer golpe de vista, así como sus imágenes, dondequiera que estén, en grande o en pequeño, sin despreciar ninguna, persuadidos de que, cualquiera que sea la forma en que se presenten, son el objeto de la misma ciencia y del mismo estudio?

—No puede ser de otra manera —dijo.

—¿Y no será, por tanto —dije—, el más bello de los espectáculos para el que pueda contemplarlo, ver un alma y un cuerpo igualmente bellos, unidos entre sí, y en los que se encuentren todas las virtudes en un perfecto acuerdo?

—Sí, ciertamente.

—Pero lo que es muy bello es también muy digno de ser amado.

—Sin duda.

—El verdadero músico, por consiguiente, no puede menos de amar a todos aquellos en quienes encuentre esta armonía; pero no amará a aquellos que carezcan de esa armonía.

—Si esta falta de acuerdo está en el alma —objetó—, convengo en ello; pero si sólo se encuentra en el cuerpo, el músico por esto no dejará de amarlo.

—Veo —repliqué— que tú has amado o que amas en este momento a alguna persona de esas condiciones, y lo comprendo; pero dime: la templanza y el placer excesivo, ¿pueden estar juntos?

—¿Cómo puede ser esto —dijo—, cuando el exceso de placer no turba menos el alma que el dolor?

—¿Se concierta, por lo menos, con la virtud en general este abuso de los placeres?

—En absoluto.

—¿Concuerda entonces con la desmesura y la incontinencia?

—Más que con ninguna otra cosa.

—¿Conoces un placer más grande y más vivo que el amor sensual?

—No; ni tampoco otro más próximo a la locura —respondió.

—Por el contrario, el recto amor es un amor sensato y concertado de lo bello y lo honesto.

—Efectivamente —respondió.

—Luego no debe dejarse que se una a este recto amor nada que adolezca de locura o incontinencia.

—No —dijo él.

—Luego el placer de que hablábamos no puede mezclarse con él ni intervenir entre los que se aman como es debido.

—No, Sócrates —convino—, no deben mezclarse, por Zeus.

—Por consiguiente, en el Estado cuyo plan estamos formando, ordenarás por una ley expresa que el amante bese al amado, esté con él y le toque como un padre a su hijo, para un fin honesto, de suerte que, en la comunicación que el amante tenga con el que ama, jamás dé lugar a sospechar que han ido más adelante, porque, en otro caso, se le habrá de echar en cara su poca delicadeza y su falta de educación.

—Consiento en ello —dijo.

—¿Te parece —concluí— que aún nos resta algo que decir sobre la música? Por lo menos nuestro discurso ha concluido por donde debía concluir, porque toda conversación sobre la música debe venir a parar en el amor a lo bello; ¿no es así?

—Estoy de acuerdo —dijo.

Chambry

— Donc c après cela, dis-je, reste ce qui touche à la tournure du chant et des mélodies ?

— C’est bien évident.

— Or tout homme ne pourrait-il désormais trouver tout seul ce que nous devons dire que chant et mélodie “doivent être, si nous voulons rester en accord avec ce qui a été dit précédemment ? Alors Glaucon se mettant à rire : — Pour moi, Socrate, dit-il, je risque bien de ne pas être compris dans ce « tout homme » ; je ne me sens pas, au moment présent, à même de déduire ce qu’il faut que nous disions. Cependant je m’en doute,

— En tout cas, dis-je, tu es certainement à même de dire d’abord ceci : d que la mélodie est composéede trois éléments : la parole, l’harmonie, et le rythme.

— Cela oui, dit-il.

— Or, dans la mesure en tout cas où il y a là parole, elle ne diffère certainement en rien de la parole non chantée, en ce qui concerne l’obligation de suivre ces mêmes modèles dont nous avons parlé juste auparavant, et de procéder de la même façon ?

— C’est vrai, dit-il.

— Et sans doute que l’harmonie, et le rythme doivent aller à la suite de la parole.

Bien sûr.

— Mais nous avons affirmé qu’il n’était nul besoin de thrènes et de lamentations dans les paroles.

— Nul besoin, en effet.

— Or, quelles sont les harmonies e du thrène ? Dis-le-moi : car c’est toi qui es versé dans les Muses.

— La lydienne mixte, dit-il, et la lydienne tendue, et d’autres de ce genre.

— Celles-là, alors, dis-je, il faut les éliminer ? Car elles sont inutiles, y compris pour les femmes qui doivent mériter ce nom, sans même parler des hommes.

— Oui, certainement.

— Mais, j’y pense, pour les gardiens, l’ivresse est chose tout à fait inconvenante, de même que la mollesse, et la paresse.

— Forcément.

— Or quelles sont, parmi les harmonies, celles qui sont molles, et propres aux beuveries ? ”

— L’ionienne, dit-il, et dans la lydienne, certaines qu’on appelle « relâchées ». 399 — Alors, mon ami, est-il possible qu’on ait recours à celles-là, s’agissant d’hommes de guerre ?

— D’aucune façon, dit-il. Mais il risque de ne te rester alors que la dorienne et la phrygienne.

— Je ne connais pas les harmonies, dis-je ; mais conserve-nous cette harmonie-là qui saurait imiter de façon appropriée les accents et la prosodie d’un homme viril engagé dans une action de guerre ou dans toute autre action violente, et ceux de l’homme à qui la malchance va faire subir des blessures ou des dangers de mort, ou qui est tombé dans quelque autre b malheur, et qui, dans toutes ces circonstances, se défend contre la fortune en maintenant l’ordre de bataille et en tenant bon. Et conserve encore une autre harmonie, pour l’homme engagé dans une action du temps de paix, dépourvue de violence, mais volontaire : soit qu’il cherche à convaincre quelqu’un de lui donner ce qu’il lui demande, ainsi en adressant une prière à un dieu, ou un enseignement et un avertissement à un homme, soit qu’au contraire il cède à la demande d’autrui, quand on lui donne un enseignement, ou qu’on cherche à le convaincre ; et qui à la suite de cela, ayant réussi à réaliser son intention, ne devient pas pour autant présomptueux, mais dans toutes ces circonstances agit avec sagesse et modération en c se contentant de ce qui lui échoit. Ces deux harmonies-là, qui imiteront de la façon la plus belle ce qui est violent, ce qui est volontaire, les accents des gens dans le malheur, ceux des gens dans le bonheur, des gens sages, des gens virils, celles-là, laisse-les-nous.

— Mais, dit-il, celles que tu me demandes de laisser ne sont autres que celles que je disais à l’instant.

— Par conséquent, dis-je, nous n’aurons besoin ni de cordes nombreuses ni d’harmonies complètes, dans les chants et dans les mélodies. ”

— Il m’apparaît que non, dit-il.

— Donc, pour les triangles, les harpes et tous les instruments qui sont d à plusieurs cordes et à plusieurs harmonies, nous n’aurons pas à nourrir d’artisans.

— Il semble que non.

— Mais dis-moi : accepteras-tu des fabriquants de flûtes ou des flûtistes dans la cité ? N’est-ce pas là ce qu’il y a de plus « polycorde », et les instruments polyharmoniques ne sont-ils pas une sorte d’imitation de la flûte ?

— Si, visiblement, dit-il.

— Il te reste donc, dis-je, la lyre et la cithare, utiles dans la cité ; et en revanche, à la campagne, pour ceux qui font paître, il y aurait la syrinx .

— C’est en tout cas ce que l’argument nous indique, dit-il.

— D’ailleurs, e dis-je, nous ne faisons rien de nouveau, mon ami, en choisissant Apollon et les instruments d’Apollon plutôt que Marsyas et ses instruments.

— Par Zeus, dit-il, je n’en ai pas l’impression.

— Et par le chien, dis-je, sans nous en apercevoir nous avons épuré à nouveau cette cité dont tout à l’heure nous affirmions qu’elle était dans le luxe.

— Nous avons fait là preuve de sagesse, dit-il.

— Eh bien allons, dis-je, épurons aussi le reste. Car ce qui ferait suite aux harmonies, ce serait pour nous la question des rythmes : ne pas chercher des rythmes diversifiés, ni des mesures variées, mais voir quels sont les rythmes d’une vie ordonnée et virile. Quand on les aura reconnus, 400 on contraindra le pied, et la mélodie, à suivre la parole de l’homme de cette qualité, et non pas la parole à suivre le pied et la mélodie. Mais ce que seraient “ces rythmes, c’est à toi, comme pour les harmonies, à l’expliquer.

— Mais par Zeus, dit-il, je ne sais quoi dire. Ce que je pourrais dire, pour l’avoir observé, c’est qu’il y en a trois sortes, à partir desquelles les mesures sont tissées, comme il y a quatre sortes de sons, d’où viennent toutes les harmonies ; mais je ne saurais dire quels sont ceux qui correspondent à l’imitation de tel ou tel genre de vie.

— Eh bien b sur ces choses-là, dis-je, nous prendrons conseil aussi chez Damon , pour savoir quelles mesures conviennent pour la perte du sens de la liberté, pour l’excès, pour la folie et pour les autres vices ; et quels rythmes il faut laisser pour les dispositions contraires. Or je crois l’avoir entendu mentionner, de façon assez vague, un certain « enoplien composé », un « dactyle », et un « héroïque » dont il analysait la composition je ne sais trop comment, où il mettait à égalité le temps fort et le temps faible, et qui finissait sur une brève et une longue ; il mentionnait aussi, à ce que je crois, un « iambe », et un autre, nommé « trochée », et il leur attachait des quantités longues c et des brèves. Et je crois que pour certains d’entre eux, il blâmait ou louait tout autant la durée du pied que les rythmes eux-mêmes — ou alors un mélange des deux, d’une certaine façon : je ne saurais le dire. Mais pour ces choses-là, comme je l’ai dit, qu’on s’adresse à Damon. Car les distinguer ne demanderait pas qu’un petit débat. Qu’en penses-tu, toi ?

— Par Zeus, en effet.

— En revanche, ce que tu peux au moins distinguer, c’est que la grâce dans les gestes aussi bien que le manque de grâce dépendent du sens du rythme ou du manque de rythme ? ”

— Oui, inévitablement.

— Or le sens du rythme, d et le manque de rythme, découlent l’un de la belle diction, à laquelle il s’adapte ; l’autre, de la diction opposée ; et de même pour ce qui est bien harmonisé et mal harmonisé, si toutefois ce sont rythme et harmonie qui doivent s’adapter à la parole, comme on le disait à l’instant, et non l’inverse.

— Mais oui, dit. -il, ce sont eux qui ont à accompagner la parole.

— Mais l’orientation de la diction, repris-je, et le discours ? Ne découlent-ils pas de la manière d’être de l’âme ?

— Si, forcément.

— Et le reste dépend de la diction ?

— Oui.

— Donc la bonne façon de dire, la bonne harmonisation, la bonne gestuelle, et le bon rythme e sont la conséquence d’une bonne disposition, non pas de ce que nous nommons bonne disposition par gentillesse, alors qu’elle n’est que sottise, mais bien de la pensée qui, dans sa manière d’être, est véritablement disposée de façon bonne et belle.

— Oui, exactement, dit-il.

— Or n’est-ce pas à la poursuite de ces qualités que doivent aller en toute occasion les jeunes, s’ils veulent accomplir ce qui leur incombe ?

— Si, il faut en effet qu’ils les poursuivent.

— Or, n’est-ce pas, d’une certaine façon l’art de peindre est 401 plein de ces qualités, ainsi que tout l’artisanat qui s’y apparente ; en sont pleins aussi l’art de tisser, de broder, et celui de construire, et encore tout le travail de fabrication des autres objets ; mais aussi la nature des corps, et celle des autres êtres naturels. Car en eux tous il y a grâce des gestes, ou manque de grâce. Or manque de grâce, manque de rythme et manque d’harmonisation sont frères de la mauvaise diction et de la “mauvaise façon d’être, tandis que les opposés sont les frères et les imitations de ce qui en est l’opposé, c’est-à- dire de la manière d’être modérée et bonne.

— Oui, absolument, dit-il.

— Est-ce donc les poètes seulement b que nous devons contrôler, et eux seulement que nous devons contraindre à créer dans leurs poèmes l’image de la bonne façon d’être, sous peine de renoncer à être poètes chez nous ? Ne devons-nous pas contrôler aussi les autres artisans, et les empêcher d’introduire cette façon d’être mauvaise, déréglée, dépourvue du sens de la liberté et privée de grâce, dans les images des animaux, dans les constructions, et dans tout autre objet fabriqué par l’art ? et empêcher celui qui n’en est pas capable d’exercer son art chez nous, pour éviter que nos gardiens, élevés parmi les images du vice comme dans un mauvais pâturage, c à force de cueillir et de paître chaque jour une grande quantité de pâture prise en divers lieux, n’amassent sans s’en apercevoir un grand mal dans leur âme ; au contraire, il faut rechercher les artisans qui ont le don naturel de suivre à la trace la nature de ce qui est beau et gracieux, de façon que les jeunes, comme s’ils résidaient dans un lieu salubre, profitent de tout ce qui s’y trouve, recevant de tous côtés l’émanation des beaux ouvrages venue frapper leurs yeux ou leurs oreilles, comme un souffle portant la santé depuis des lieux propices, souffle qui dès d leur enfance, sans qu’ils s’en aperçoivent, les pousse à se rendre semblables à la belle parole, en cherchant amitié et accord avec elle ?

— Oui, ce serait de loin la plus belle façon de les élever, dit-il.

— Eh bien, dis-je, Glaucon, est-ce pour les raisons suivantes qu’élever les enfants dans la musique est souverain ? D’abord parce que le rythme comme l’harmonie pénètrent au plus profond de l’âme, s’attachent à elle le plus vigoureusement, et, en conférant de la grâce à ses “gestes, rendent gracieux celui qui a été correctement élevé, et disgracieux les autres. e Et parce qu’en outre, les objets négligés et mal fabriqués par l’artisan, ou les êtres qui se sont mal développés, celui qui a été élevé dans la musique comme il convenait saurait les distinguer de la façon la plus perspicace : dès lors, son sentiment de déplaisir étant plein de justesse, il louerait les belles choses, en jouirait et les recevrait dans son âme, se nourrirait d’elles et deviendrait un homme de bien, 402 tandis que les choses laides, il les blâmerait avec justesse et les détesterait dès sa jeunesse, avant même d’être capable d’entendre raison ; puis, quand la raison lui serait venue, il la chérirait, reconnaissant d’autant mieux sa parenté avec elle qu’il aurait été élevé ainsi.

— Oui, c’est bien mon avis, dit-il, c’est pour des raisons de ce genre que l’on élève les enfants dans la musique.

— Eh bien, dis-je, de la même façon qu’en ce qui concerne la lecture, nous atteignions un niveau satisfaisant au moment où les lettres, qui sont peu nombreuses, cessaient d’échapper à notre perception, dans tous les ensembles où elles sont distribuées, et que nous ne les négligions, b comme inutiles à reconnaître, ni dans un petit ni dans un grand format, mais mettions notre cœur à les reconnaître partout, sachant que nous ne saurions pas lire avant d’en être à ce niveau…

— Oui, c’est vrai.

— …et aussi que les images des lettres, s’il en apparaissait sur les eaux ou sur des miroirs, nous ne saurions pas les reconnaître avant de connaître les lettres elles-mêmes : elles appartiennent au même art et à la même étude…

— Oui, certainement.

— Eh bien, au nom des dieux, voici ce que je dis : c’est de cette même façon que nous ne serons pas non plus amis des Muses avant de savoir nous-mêmes, avec ceux que nous affirmons c éduquer pour être nos gardiens, reconnaître les espèces de la sagesse, de la virilité, de “l’esprit de liberté, de la hauteur de vues, et toutes les espèces qui en sont les sœurs, et inversement celles qui en sont les opposées, en tout lieu où elles sont distribuées ; avant de percevoir leur présence chez ceux où elles se trouvent, elles-mêmes et leurs images ; avant d’apprendre à ne les négliger ni dans les petites ni dans les grandes choses, et de considérer qu’elles appartiennent au même art et à la même étude.

— Il y a toute nécessité à cela, dit-il.

— Par conséquent, dis-je, d un homme en qui se conjugueraient de belles façons d’être, sur le plan de l’âme, et une qualité de l’apparence physique qui s’accorderait et consonnerait avec elles, parce qu’elle participerait du même type, donnerait le spectacle le plus beau à qui est capable de contempler un spectacle ?

— Oui, de loin le plus beau.

— Or ce qui est le plus beau, est le plus aimable ?

— Oui, forcément.

— Donc c’est des hommes les plus proches possible d’un tel modèle que celui qui est ami des Muses serait amoureux. En revanche, d’un homme dépourvu d’accord interne, il ne serait pas amoureux.

— Non, dit-il, en tout cas si c’était dans l’âme que ce dernier avait quelque défaut ; cependant si c’était dans le corps, il le supporterait, et consentirait à le chérir.

— Je comprends, dis-je. e C’est que tu as, ou as eu, de jeunes aimés de ce genre ; et je t’approuve. Mais dis-moi ceci : entre la modération, et un plaisir débordant, y a-t-il quelque chose de commun ?

— Comment cela se pourrait-il, dit-il, quand ce dernier fait perdre le bon sens autant que le fait la douleur ?

— Et entre ce plaisir et le reste de la vertu ? 403 — Aucunement.

— Mais voyons : entre lui et l’excès, et l’indiscipline ?

— Oui, plus que tout.

— Or peux-tu désigner un plaisir plus grand et plus aigu que celui d’Aphrodite ? ”

— Non, je ne peux pas, dit-il, ni non plus un plus délirant.

— Mais l’amour correct consiste par nature à aimer avec modération et de façon conforme aux Muses ce qui est ordonné et beau ?

— Oui, exactement, dit-il.

— Donc il ne faut mettre rien de délirant, ni rien d’apparenté à l’indiscipline, en contact avec l’amour correct ?

— Non, il ne faut pas.

— Il ne faut donc pas mettre b ce plaisir d’Aphrodite en contact avec l’amour, et l’amant et ses jeunes aimés, quand ils aiment et sont aimés correctement, ne doivent pas y prendre part ?

— Certes non, par Zeus, dit-il, Socrate, il ne faut pas les mettre en contact. C’est donc ainsi, apparemment, que tu légiférevas dans la cité que nous établissons : que l’amant embrasse le jeune aimé, le fréquente et s’attache à lui comme à un fils, en visant ce qui est beau, s’il sait l’en persuader ; mais que pour le reste on se comporte avec celui qui vous occupe sans jamais donner l’impression de pousser la relation trop loin, c Sinon, on encourra le blâme d’être étranger aux Muses et de ne pas connaître ce qui est beau.

— Oui, que l’on agisse ainsi, dit-il. Est-ce qu’alors, dis-je, il ne t’apparaît pas à toi aussi que notre dialogue sur la musique trouve ici son terme ? En tout cas c’est vraiment là où il faut qu’il se termine, qu’il s’est terminé : il faut, n’est-ce pas, que ce qui touche aux Muses trouve son terme dans ce qui touche à l’amour du beau.

— C’est aussi mon avis, dit-il. Eh bien, après la musique, c’est par la gymnastique que les jeunes gens doivent être élevés. ”

— Sans doute.

Jowett

Then now, my friend, I said, that part of music or literary education which relates to the story or myth may be considered to be finished ; for the matter and manner have both been discussed.

I think so too, he said.

Next in order will follow melody and song.

That is obvious. Everyone can see already what we ought to say about them, if we are to be consistent with ourselves.

I fear, said Glaucon, laughing, that the word “everyone” hardly includes me, for I cannot at the moment say what they should be ; though I may guess.

At any rate you can tell that a song or ode has three parts — the words, the melody, and the rhythm ; that degree of knowledge I may presuppose ?

Yes, he said ; so much as that you may.

And as for the words, there will surely be no difference between words which are and which are not set to music ; both will conform to the same laws, and these have been already determined by us ?

Yes.

And the melody and rhythm will depend upon the words ?

Certainly.

We were saying, when we spoke of the subject-matter, that we had no need of lamentation and strains of sorrow ?

True.

And which are the harmonies expressive of sorrow ? You are musical, and can tell me.

The harmonies which you mean are the mixed or tenor Lydian, and the full-toned or bass Lydian, and such like.

These then, I said, must be banished ; they are of no use, even to women who have a character to maintain, and much less to men. Certainly.

In the next place, drunkenness and softness and indolence are utterly unbecoming the character of our guardians.

Utterly unbecoming.

And which are the soft or drinking harmonies ?

The Ionian, he replied, and the Lydian ; they are termed “relaxed.”

Well, and are these of any military use ?

Quite the reverse, he replied ; and if so, the Dorian and the Phrygian are the only ones which you have left.

I answered : Of the harmonies I know nothing, but I want to have one warlike, to sound the note or accent which a brave man utters in the hour of danger and stern resolve, or when his cause is failing, and he is going to wounds or death or is overtaken by some other evil, and at every such crisis meets the blows of fortune with firm step and a determination to endure ; and another to be used by him in times of peace and freedom of action, when there is no pressure of necessity, and he is seeking to persuade God by prayer, or man by instruction and admonition, or on the other hand, when he is expressing his willingness to yield to persuasion or entreaty or admonition, and which represents him when by prudent conduct he has attained his end, not carried away by his success, but acting moderately and wisely under the circumstances, and acquiescing in the event. These two harmonies I ask you to leave ; the strain of necessity and the strain of freedom, the strain of the unfortunate and the strain of the fortunate, the strain of courage, and the strain of temperance ; these, I say, leave.

And these, he replied, are the Dorian and Phrygian harmonies of which I was just now speaking.

Then, I said, if these and these only are to be used in our songs and melodies, we shall not want multiplicity of notes or a panharmonic scale ?

I suppose not.

Then we shall not maintain the artificers of lyres with three corners and complex scales, or the makers of any other manystringed, curiously harmonized instruments ?

Certainly not.

But what do you say to flute-makers and flute-players ? Would you admit them into our State when you reflect that in this composite use of harmony the flute is worse than all the stringed instruments put together ; even the panharmonic music is only an imitation of the flute ?

Clearly not.

There remain then only the lyre and the harp for use in the city, and the shepherds may have a pipe in the country.

That is surely the conclusion to be drawn from the argument.

The preferring of Apollo and his instruments to Marsyas and his instruments is not at all strange, I said.

Not at all, he replied.

And so, by the dog of Egypt, we have been unconsciously purging the State, which not long ago we termed luxurious.

And we have done wisely, he replied.

Then let us now finish the purgation, I said. Next in order to harmonies, rhythms will naturally follow, and they should be subject to the same rules, for we ought not to seek out complex systems of metre, or metres of every kind, but rather to discover what rhythms are the expressions of a courageous and harmonious life ; and when we have found them, we shall adapt the foot and the melody to words having a like spirit, not the words to the foot and melody. To say what these rhythms are will be your duty — you must teach me them, as you have already taught me the harmonies.

But, indeed, he replied, I cannot tell you. I only know that there are some three principles of rhythm out of which metrical systems are framed, just as in sounds there are four notes out of which all the harmonies are composed ; that is an observation which I have made. But of what sort of lives they are severally the imitations I am unable to say.

Then, I said, we must take Damon into our counsels ; and he will tell us what rhythms are expressive of meanness, or insolence, or fury, or other unworthiness, and what are to be reserved for the expression of opposite feelings. And I think that I have an indistinct recollection of his mentioning a complex Cretic rhythm ; also a dactylic or heroic, and he arranged them in some manner which I do not quite understand, making the rhythms equal in the rise and fall of the foot, long and short alternating ; and, unless I am mistaken, he spoke of an iambic as well as of a trochaic rhythm, and assigned to them short and long quantities. Also in some cases he appeared to praise or censure the movement of the foot quite as much as the rhythm ; or perhaps a combination of the two ; for I am not certain what he meant. These matters, however, as I was saying, had better be referred to Damon himself, for the analysis of the subject would be difficult, you know ?

Rather so, I should say.

But there is no difficulty in seeing that grace or the absence of grace is an effect of good or bad rhythm.

None at all.

And also that good and bad rhythm naturally assimilate to a good and bad style ; and that harmony and discord in like manner follow style ; for our principle is that rhythm and harmony are regulated by the words, and not the words by them.

Just so, he said, they should follow the words.

And will not the words and the character of the style depend on the temper of the soul ?

Yes.

And everything else on the style ?

Yes.

Then beauty of style and harmony and grace and good rhythm depend on simplicity — I mean the true simplicity of a rightly and nobly ordered mind and character, not that other simplicity which is only an euphemism for folly ?

Very true, he replied.

And if our youth are to do their work in life, must they not make these graces and harmonies their perpetual aim ?

They must.

And surely the art of the painter and every other creative and constructive art are full of them — weaving, embroidery, architecture, and every kind of manufacture ; also nature, animal and vegetable — in all of them there is grace or the absence of grace. And ugliness and discord and inharmonious motion are nearly allied to ill-words and ill-nature, as grace and harmony are the twin sisters of goodness and virtue and bear their likeness.

That is quite true, he said.

But shall our superintendence go no further, and are the poets only to be required by us to express the image of the good in their works, on pain, if they do anything else, of expulsion from our State ? Or is the same control to be extended to other artists, and are they also to be prohibited from exhibiting the opposite forms of vice and intemperance and meanness and indecency in sculpture and building and the other creative arts ; and is he who cannot conform to this rule of ours to be prevented from practising his art in our State, lest the taste of our citizens be corrupted by him ? We would not have our guardians grow up amid images of moral deformity, as in some noxious pasture, and there browse and feed upon many a baneful herb and flower day by day, little by little, until they silently gather a festering mass of corruption in their own soul. Let our artists rather be those who are gifted to discern the true nature of the beautiful and graceful ; then will our youth dwell in a land of health, amid fair sights and sounds, and receive the good in everything ; and beauty, the effluence of fair works, shall flow into the eye and ear, like a health-giving breeze from a purer region, and insensibly draw the soul from earliest years into likeness and sympathy with the beauty of reason.

There can be no nobler training than that, he replied.

And therefore, I said, Glaucon, musical training is a more potent instrument than any other, because rhythm and harmony find their way into the inward places of the soul, on which they mightily fasten, imparting grace, and making the soul of him who is rightly educated graceful, or of him who is ill-educated ungraceful ; and also because he who has received this true education of the inner being will most shrewdly perceive omissions or faults in art and nature, and with a true taste, while he praises and rejoices over and receives into his soul the good, and becomes noble and good, he will justly blame and hate the bad, now in the days of his youth, even before he is able to know the reason why ; and when reason comes he will recognize and salute the friend with whom his education has made him long familiar.

Yes, he said, I quite agree with you in thinking that our youth should be trained in music and on the grounds which you mention.

Just as in learning to read, I said, we were satisfied when we knew the letters of the alphabet, which are very few, in all their recurring sizes and combinations ; not slighting them as unimportant whether they occupy a space large or small, but everywhere eager to make them out ; and not thinking ourselves perfect in the art of reading until we recognize them wherever they are found : True —

Or, as we recognize the reflection of letters in the water, or in a mirror, only when we know the letters themselves ; the same art and study giving us the knowledge of both : Exactly —

Even so, as I maintain, neither we nor our guardians, whom we have to educate, can ever become musical until we and they know the essential forms of temperance, courage, liberality, magnificence, and their kindred, as well as the contrary forms, in all their combinations, and can recognize them and their images wherever they are found, not slighting them either in small things or great, but believing them all to be within the sphere of one art and study.

Most assuredly.

And when a beautiful soul harmonizes with a beautiful form, and the two are cast in one mould, that will be the fairest of sights to him who has an eye to see it ?

The fairest indeed.

And the fairest is also the loveliest ?

That may be assumed.

And the man who has the spirit of harmony will be most in love with the loveliest ; but he will not love him who is of an inharmonious soul ?

That is true, he replied, if the deficiency be in his soul ; but if there be any merely bodily defect in another he will be patient of it, and will love all the same.

I perceive, I said, that you have or have had experiences of this sort, and I agree. But let me ask you another question : Has excess of pleasure any affinity to temperance ?

How can that be ? he replied ; pleasure deprives a man of the use of his faculties quite as much as pain.

Or any affinity to virtue in general ?

None whatever.

Any affinity to wantonness and intemperance ?

Yes, the greatest.

And is there any greater or keener pleasure than that of sensual love ?

No, nor a madder.

Whereas true love is a love of beauty and order — temperate and harmonious ?

Quite true, he said.

Then no intemperance or madness should be allowed to approach true love ?

Certainly not.

Then mad or intemperate pleasure must never be allowed to come near the lover and his beloved ; neither of them can have any part in it if their love is of the right sort ?

No, indeed, Socrates, it must never come near them.

Then I suppose that in the city which we are founding you would make a law to the effect that a friend should use no other familiarity to his love than a father would use to his son, and then only for a noble purpose, and he must first have the other’s consent ; and this rule is to limit him in all his intercourse, and he is never to be seen going further, or, if he exceeds, he is to be deemed guilty of coarseness and bad taste.

I quite agree, he said.

Thus much of music, which makes a fair ending ; for what should be the end of music if not the love of beauty ?

I agree, he said.

Thomas Taylor

“It appears,” said I, “friend, that we have now thoroughly discussed that part of music respecting oratory and fable; for we have already told what is to be spoken, and in what manner.” “It appears so to me likewise,” said he. [398c] “Does it not yet remain,” said I, “that we speak of the manner of song, and of melodies?” “It is plain.” “May not any one discover what we must say of these things; and of what kind these ought to be, if we are to be consistent with what is above mentioned?” Here Glauco laughing said: “But I appear, Socrates, to be a stranger to all these matters, for I am not able at present to guess at what we ought to say: I suspect, however.” “You are certainly,” said I, [398d] “fully able to say this in the first place, that melody is composed of three things; of sentiment, harmony, and rhythm.” “Yes,” replied he, “this I can say.” “And that the part which consists in the sentiment differs in nothing from that sentiment which is not sung, in this respect, that it ought to be performed upon the same models, as we just now said, and in the same manner.” “True,” said he. “And surely, then, the harmony and rhythm ought to correspond to the sentiment.” “Why not?” “But we observed there was no occasion for wailings and lamentations in compositions.” “No occasion, truly.” “Which then [398e] are the querulous harmonies? Tell me, for you are a musician.” “The mixed Lydian,” replied he, “and the sharp Lydian; and some others of this kind.” “Are not these, then,” said I, “to be rejected? for they are unprofitable even to women, such as are worthy, and much more to men.” “Certainly.” “But intoxication is most unbecoming our guardians; and effeminacy and idleness.” “Why not?” “Which then are the effeminate and convivial harmonics?” “The sonic,” replied he, “and the Lydian, [399a] which are called relaxing.” “Can you make any use of these, my friend, for military men?” “By no means,” replied he. “But, it seems, you have yet remaining the Doric, and the Phrygian.” “I do not know,” said I, “the harmonies; but leave that harmony, which may, in a becoming manner, imitate the voice and accents of a truly brave man, going on in a military action, and every rough adventure; and bearing his fortune in a determinate and persevering manner, when he fails of success, rushes on wounds, or deaths, or falls into any other distress: [399b] and leave that kind of harmony likewise, which is suited to what is peaceable; where there is no violence, but every thing is voluntary; where a man either persuades or beseeches any one, about any thing, either God by prayer, or man by instruction and admonition: or, on the other hand, where one submits himself to another, who beseeches, instructs, and persuades; and, in all these things, acts according to intellect, and does not behave haughtily; demeaning himself soberly and moderately; [399c] gladly embracing whatever may happen: leave then these two harmonies, the vehement and the voluntary; which, in the most handsome manner, imitate the voice of the unfortunate and of the fortunate, of the moderate and of the brave.” “You desire,” replied he, “to leave no others but those I now mentioned.” “We shall not then,” said I, “have any need of a great many strings, nor of the panarmonion in our songs and melodies.” “It appears to me,” replied he, “we shall not.” “We shall not nourish, then, such workmen as make harps and spinets, and all those [399d] instruments which consist of many strings, and produce a variety of harmony.” “We shall not, as it appears.” “But what? Will you admit into your city such workmen as make pipes, or pipers? for, are not the instruments which consist of the greatest number of strings, and those that produce all kinds of harmony, imitations of the pipe?” “It is plain,” replied he. “There are left you still,” said I, “the lyre and the harp, as useful for your city, and there might likewise be some reed for shepherds in the fields.” “Thus reason,” said he, “shows us.” [399e] “We then,” replied I, “do nothing dire, if we prefer Apollo, and Apollo’s instruments, to Marsyas, and the instruments of that eminent musician.” “Truly,” replied he, “we do not appear to do it.” “And by the dog,” said I, “we have unawares cleansed again our city, which we said was become luxurious.” “And we have wisely done it,” replied he.

“Come then,” said I, “and let us cleanse what remains; for what concerns rhythm should be suitable to our harmonies; that our citizens pursue not such rhythms as are diversified, and have a variety of cadences; but observe what are the rhythms of a decent and manly life, and, which they observe these, [400a] make the foot and the melody subservient to sentiment of such a kind; and not the sentiment subservient to the foot and melody. But what these rhythms are, is your business to tell, as you have done the harmonies.” “But by Jupiter,” replied he, “I cannot tell. That there are three species of which the notes are composed, as there are four in sounds, whence the whole of harmony, I can say, as I have observed it: but which are the imitations of one kind of life, and which of another, I am not able to tell.” [400b] “But these things,” said I, “we must consider with Damon’s assistance: what notes are suitable to illiberality and insolence, to madness or other ill disposition; and what notes are proper for their opposites. And I remember, but not distinctly, to have heard him calling a certain warrior, composite, a dactyl, and heroic measure; ornamenting him I do not know how, making him equal above and below, in breadth and length: and he called one, as I imagine, Iambus, and another Trochæus. [400c] He adapted, besides, the lengths and shortnesses; and, in some of these, I believe, he blamed and commended the measure of the foot, no less than the numbers themselves, or something compounded of both; for I can not speak of these things; because, as I said, they are to be thrown upon Damon. To speak distinctly, indeed, on these matters, would require no small discourse: do not you think so?” “Not a small one, truly.” “But can you determine this, that the propriety or impropriety corresponds to the good or ill rhythm?” “Why not?” “But, with respect to [400d] the good or ill rhythm, the one corresponds to handsome expression, conforming itself to it; and the other to the reverse. And, in the same way, as to the harmonious, and the discordant: since the rhythm and harmony are subservient to the sentiment, as we just now said; and not the sentiment to these.” “These, indeed,” said he, “are to be subservient to the sentiment.” “But what?” said I, “As to the manner of expression, and as to the sentiment itself, must it not correspond to the temper of the soul?” “Why not?” “And all other things correspond to the expression.” “Yes.” “So that the beauty of expression, fine consonancy, [400e] and propriety, and excellence of numbers, are subservient to the good disposition; not that stupidity, which in complaisant language we call good temper; but the dianoëtic part, truly adorned with excellent and beautiful manners.” “By all means,” replied he. “Must not these things be always pursued by the youth, if they are to mind their business?” “They are indeed to be pursued.” “But painting too is somehow full of these things; [401a] and every other workmanship of the kind; and weaving is full of these, and carving, and architecture, and all workmanship of every kind of vessels: as is moreover the nature of bodies, and of all vegetables: for in all these there is propriety, and impropriety; and the impropriety, discord, and dissonance, are the sisters of ill expression, and depraved manners; and their opposites are the sisters, and imitations, of sober and worthy manners.” “’Tis entirely so,” replied he. [401b]

“Are we then to give injunctions to the poets alone, and oblige them to work into their poems the image of the worthy manners, or not to compose at all with us? or are we to enjoin all other workmen likewise; and refrain this ill, undisciplined, illiberal, indecent manner, that they exhibit it neither in the representations of animals, in buildings, nor in any other workmanship? or, that he who is not able to do this, be not suffered to work with us? lest our guardians, being educated in the midst of ill representations, as [401c] in an ill pasture, by every day plucking and eating much of different things, by little and little contract, imperceptibly, some mighty evil in their soul. But we must seek for such workmen as are able, by the help of a good natural genius, to investigate the nature of the beautiful and the decent: that our youth, dwelling as it were in a healthful place, may be profited on all sides; whence, from the beautiful works, something will be conveyed to the sight and hearing, as a breeze bringing health from salutary places; [401d] imperceptibly leading them on directly from childhood, to the resemblance, friendship, and harmony with right reason.” “They should thus,” said he, “be educated in the most handsome manner by far.” “On these accounts therefore, Glauco,” said I, “is not education in music of the greatest importance, because rhythm and harmony enter in the strongest manner into the inward part of the soul, and most powerfully affect it, introducing at the same time decorum, and making every one decent if he is properly educated, [401e] and the reverse if he is not? And moreover, because the man who has here been educated as he ought, perceives in the quickest manner whatever workmanship is defective, and whatever execution is unhandsome, or whatever productions are of that kind; and being disgusted in a proper manner, he will praise what is beautiful, rejoicing in it; and, receiving it into his soul, be nourished by it, and become a worthy and good man: [402a] but whatever is base, he will in a proper manner despise, and hate, whilst yet he is young, and before he is able to be a partaker of reason; and when reason comes, such an one as has been thus educated will embrace it, recognizing it perfectly well, from its intimate familiarity with him.” “It appears to me,” replied he, “that education in music is for the sake of such things as these.” “Just as, with reference to letters,” said I, “we are then sufficiently instructed when we are not ignorant of the elements, which are but few in number, wherever they are concerned; and when we do not despise them [402b] more or less as unnecessary to be observed, but by all means endeavour to understand them thoroughly, as it is impossible for us to be literary men till we do thus.” “True.” “And if the images of letters appeared any where, either in water or in mirrors, should we not know them before we knew the letters themselves? or does this belong to the same art and study?” “By all means.” “Is it indeed then according as I say? that we shall never become musicians, [402c] neither we ourselves, nor those guardians we say we are to educate, before we understand the images of temperance, fortitude, liberality, and magnificence, and the other sister virtues; and, on the other hand again, the contraries of these, which are every where to be met with; and observe them wheresoever they are, both the virtues themselves, and the images of them, and despise them neither in small nor in great instances; but let us believe that this belongs to the same art and study.” “There is,” said he, “great necessity for it.” [402d] “Must not then,” said I, “the person who shall have in his soul beautiful manners, and in his appearance whatever is proportionable, and corresponding to these, partaking of the same impression, be the most beautiful spectacle to any one who is able to behold it?” “Exceedingly so.” “But what is most beautiful is most lovely.” “Why not?” “He who is musical should surely love those men who are most eminently of this kind; but if one be unharmonious he shall not love him.” “He shall not,” replied he, “if the person be any way defective as to his soul: if indeed it were in his body, he would bear with it, so as to be willing to associate with him.” [402e]

“I understand,” said I, “that your favourites are or have been of this kind. And I agree to it. But tell me this, is there any communion between temperance and excessive pleasure?” “How can there?” said he, “for such pleasure causes a privation of intellect [403a] no less than grief.” “But has it communion with any other virtue?” “By no means.” “But what, has it communion with insolence and intemperance?” “Most of all.” “Can you mention a greater and more acute pleasure than that respecting venereal concerns?” “I cannot,” said he, “nor yet one that is more insane.” “But the right love is of such a nature as to love the beautiful, and the handsome, in a temperate and a musical manner.” “Certainly.” “Nothing then which is insane, or allied to intemperance, is to approach to a right love. Neither must pleasure [403b] approach to it; nor must the lover, and the person he loves, have communion with it, where they love and are beloved in a right manner.” “No truly,” said he; “they must not, Socrates, approach to these.” “Thus then, as appears, you will establish by law, in the city which is to be established, that the lover is to love, to converse, and associate with the objects of his love, as with his son, for the sake of virtue, if he gain the consent: and as to every thing besides, that every one so converse with him whose love he solicits, as never to appear to associate for any thing beyond what is now mentioned; [403c] and that otherwise he shall undergo the reproach of being unmusical, and unacquainted with the beautiful.” “It must be thus,” replied he. “Does then,” said I, “the discourse concerning music seem to you to be finished? For it has terminated where it ought to terminate, as the affairs of music ought, somehow, to terminate in the love of the beautiful.” “I agree,” said he.