alma misma

No. Dijimos que también el compuesto es nuestro, sobre todo cuando aún no estamos separados, ya que aun las afecciones que experimenta nuestro cuerpo decimos que las experimentamos nosotros. El «nosotros» tiene, pues, dos sentidos: el que incluye la bestia y el que transciende ya la bestia. Ahora bien, «bestia» es el cuerpo vivificado; pero el hombre verdadero es otro, el que está puro de dichas afecciones, poseyendo las virtudes intelectivas, las cuales residen en el ALMA MISMA que está tratando de separarse, tratando de separarse y separada aun estando acá todavía. (Y es que, una vez que ésta se haya apartado del todo, también la que es un destello de ella se marcha en su compañía.) En cambio, las virtudes que se implantan no por la sabiduría, sino «por el hábito y el ejercicio», son propias del compuesto. Porque del compuesto son los vicios, pues que las envidias, los celos y las conmiseraciones también lo son. Y los cariños, ¿de quién son? Unos del compuesto y otros del «hombre interior». ENÉADA: I 1 (53) 10

Pues bien, que cada uno se atenga a cualquiera de las dos doctrinas. No le será difícil descubrir cómo no están en desacuerdo. La doctrina que atribuye al alma la impecabilidad concibe el alma como una entidad una absolutamente simple, identificando el alma con la esencia del alma, mientras que la que admite que peca le enlaza y le añade la «otra especie de alma», la que está sujeta a «pasiones terribles». De este modo el ALMA MISMA se convierte en compuesta y en el resultado de todos los componentes. Está, pues, sujeta a pasiones en su conjunto, y el «compuesto» es quien peca y quien sufre el castigo según Platón, y no aquélla. Por eso dice: «Hemos considerado el alma como los que ven al marino Glauco», pero si uno desea «ver — dice — su naturaleza», es preciso «sacudirle» las adherencias y «ver su amor a la sabiduría, las cosas con las que está en contacto y por estar emparentada con cuáles» es lo que es. Hay, pues, en ella otra vida y otras actividades, y el castigado es distinto. Y el apartamiento y la separación no es sólo lejos de este cuerpo, sino también de todo lo que se le ha añadido. Y es que la añadidura se produce en la generación. O mejor, la generación es propia enteramente de la «otra especie de alma». El cómo de la generación ya lo hemos explicado: se produce con la bajada del alma, siendo otra cosa, derivada del alma, la que baja al inclinarse aquélla. ENÉADA: I 1 (53) 12

Entonces, ¿se moverá? Bien. Este tipo de movimiento hay que concedérselo, el que es vida no de cuerpos, sino del ALMA MISMA. Pero además la intelección es nuestra por razón de que el alma es intelectiva, y la intelección es una forma de vida superior, así cuando el alma entiende como cuando la inteligencia actúa en nosotros. Porque también la inteligencia es parte de nosotros, y hacia ella tratamos de remontarnos. ENÉADA: I 1 (53) 13

¿Y el apetito? Que no lo tendrá de nada vil, está claro; de manjares y bebidas, para su solaz, el ALMA MISMA no lo tendrá; pero tampoco de placeres venéreos; o, a lo más, de los naturales, creo yo, y que no comporten asentimiento ni siquiera indeliberado; o, a lo más, tan sólo con la imaginación; y aun ésta, si nos coge por sorpresa. ENÉADA: I 2 (19) 5

En suma, el ALMA MISMA se mantendrá pura de todo eso. Pero, además, aspirará a purificar aun la parte irracional de tal modo que ni siquiera reciba impacto; pero si lo recibe, que no sea violentamente, sino que los impactos en ella sean escasos y se desvanezcan al punto por la vecindad del alma, del mismo modo que uno que fuera vecino de un varón sabio sacaría provecho de la vecindad del sabio o asemejándose a él o respetándole tanto que no se atreviera a cometer ninguno de los actos que reprueba el hombre de bien. Así que no habrá conflicto: basta la presencia de la razón, a la que la parte inferior respetará tanto que ella misma se disgustará, ante una mínima eventual excitación, de no haberse estado quieta en presencia de su amo, y se recriminará a sí misma su flaqueza. ENÉADA: I 2 (19) 5

Y en esto consiste la caída del alma: en haber venido así a la materia y en debilitarse a causa de que no todas sus potencias están presentes activamente, toda vez que la materia les impide estar presentes por haberse apoderado del sitio que ocupa el alma, por haber forzado a ésta como a «acurrucarse» y por haber viciado lo que tomó como por usurpación, hasta que el alma pueda fugarse. La materia es, por tanto, causa de la debilidad y causa del vicio del alma. Luego la materia es mala antes que el alma y es el mal primario. Porque si bien es verdad que el ALMA MISMA engendró la materia como resultado de alguna pasión, y si bien es verdad que se asoció con ella y se hizo mala, la causa está en la presencia de la materia. Porque el alma no se habría encarnado en la materia si no fuera porque por la presencia de ésta tomó ocasión de encarnarse. ENÉADA: I 8 (51) 14

¿Por qué se mueve (el cielo) con un movimiento circular? Porque imita a la inteligencia. ¿Y a quién corresponde este movimiento, al alma o al cuerpo? ¿Por qué? ¿Acaso porque el alma está en sí misma y porque procura con todo celo el acercarse a sí misma? ¿O porque está en si misma, pero no continuamente? ¿Consideramos que al moverse mueve consigo al cuerpo? Pero entonces convendría que alguna vez dejase de transportarlo, cesando en ese movimiento; y así, debiera hacer que las esferas permaneciesen inmóviles y no que girasen siempre en círculo. El ALMA MISMA se mantiene inmóvil o, si se mueve, no lo hace con un movimiento local. ¿Cómo, pues, llega, a producir el movimiento local si ella se mueve con otra clase de movimiento? Tal vez porque el movimiento circular no es un movimiento local. Pero si sólo es un movimiento local por accidente, entonces, ¿de qué clase de movimiento se trata? Tratase sin duda, de un movimiento que vuelve sobre sí mismo, de un movimiento de conciencia, reflexivo y vital, que no sale de si ni busca asiento en otro lugar por la sencilla razón de que debe abarcarlo todo. Porque la parte principal del ser animado universal abarca todas las cosas y les da un sello unidad; si realmente permaneciese inmóvil, no abarcaría todas las cosas como lo hace un ser vivo; y de tener un cuerpo, no podría mantener todo cuanto hay en este cuerpo, porque es claro que la vida de un cuerpo radica en el movimiento. Así, pues, si el movimiento que le atribuimos es un movimiento local, el cielo se moverá con el movimiento que le corresponda y no ya sólo como se mueve un alma; lo hará, mejor, a la manera como se mueven un cuerpo animado y un ser dotado de vida. De modo que el movimiento circular viene a ser una composición del movimiento del cuerpo y del movimiento del alma; el primero se realiza por naturaleza en línea recta, aunque con la resistencia que le opone el alma. De estos dos movimientos, esto es, del cuerpo que se mueve y del alma que tiende a permanecer inmóvil, toma su origen el movimiento circular. Si se adujese que el movimiento circular es propio del cuerpo, cabría preguntarse: ¿y cómo entonces todos los cuerpos, e incluso el luego, se mueven en línea recta? Diremos que se mueve en línea recta hasta donde está dispuesto que deba moverse, porque, una vez llegado a su lugar, parece natural que se detenga y que ese movimiento concluya ahí donde debe concluir. Pero, ¿y por qué una vez llegado a ese lugar no se detiene (el fuego) en él? ¿Tal vez porque corresponda a la naturaleza del fuego el mantenerse siempre en movimiento? Pues, indudablemente, si no cumpliese un movimiento circular, se disiparía en un movimiento en línea recta; por lo cual, parece convenirle mejor el movimiento circular. Pero este movimiento habrá que atribuirlo a la providencia y se dará en el fuego como procedente de la providencia; y así, una vez llegado al cielo, el Fuego debe moverse por sí mismo con un movimiento circular, o, en otro caso, tendremos que afirmar que se mueve en línea recta, pero que al no encontrar lugar a dónde dirigirse, se ve precisado a curvarse y a deslizarse sobre la esfera hasta el lugar que realmente pueda. Porque nada encontraremos después del cielo, ya que él constituye la región última. El fuego, pues, se mueve en la región que le es propia y tiene en sí mismo el lugar adecuado, pero no desde luego para permanecer (ahí) inmóvil, una vez llegado a ese lugar, sino para continuar moviéndose. ENÉADA: II 2 (14) 1

Se ha dicho de este mundo que no ha tenido comienzo ni tampoco tendrá fin; que existe y existirá siempre con la misma licitud que los seres inteligibles. En cuanto a la unión de nuestra alma con el cuerpo, se ha dicho también antes de ellos que esta unión no constituye lo mejor para el alma. Ahora bien, pasar de esta consideración a la consideración del universo, como si se tratase de la misma cosa, es igual que censurar totalmente una ciudad bien organizada partiendo de la condición de los alfareros o de la de los herreros. Pues conviene, claro está, aprehender las diferencias entre el alma del universo y la nuestra; aquélla no gobierna del mismo modo, ni se ve sujeta al cuerpo de igual manera. Sobre estas diferencias, y las mil ya nombradas en otro lugar, convendrá aguzar nuestra reflexión; porque nosotros estamos encadenados al cuerpo y esta ligadura es real, mientras en el alma universal es la propia naturaleza del cuerpo la que se halla encadenada, y el alma enlaza consigo todo lo que esta naturaleza abarca. Sin embargo, el ALMA MISMA del universo nunca llega a ser encadenada por aquellos cuerpos que ella encadena; porque priva sobre ellos. Por lo cual también sale indemne de su trato con éstos, en tanto nosotros no somos dueños de nuestros propios cuerpos. La parte de esa alma que mira hacia lo divino y superior permanece inalterada y no conoce ningún impedimento; la otra parte, que da la vida al cuerpo, nada recibe a cambio de él. Porque, en general, lo que sufre la acción de un objeto recibe necesariamente su carácter, sin que tenga que darle nada a cambio en el caso de que posea vida propia. Eso es lo que ocurre cuando se injerta una planta: la planta sufre la acción del injerto y éste se agosta al permitir que aquélla reciba su vida. Si se extingue el fuego que hay en ti, no por ello se extingue el fuego del universo; como tampoco influiría sobre el alma desligada del cuerpo la desaparición total del fuego; únicamente afectaría a la ordenación del cuerpo, hasta tal punto que, si el mundo pudiese existir con sólo los demás elementos, en nada preocuparía ya a esa alma. ENÉADA: II 9 (33) 7

Para prever la magnitud del cielo y, sobre todo, su dimensión, para prever también la dirección oblicua del zodíaco, el movimiento de los (planetas) que se hallan debajo del cielo, la disposición de la tierra, de modo que pueda darse una razón de todo esto, mejor que una imagen seria, desde luego, una potencia que proviniese de los seres superiores. Esto lo reconocen ellos mismos, aunque a regañadientes; porque la iluminación comprobada en las tinieblas les obliga a reconocer las causas verdaderas del mundo. Ya que, ¿por qué razón deberían iluminarse las tinieblas, si no parece del todo necesario? Esta iluminación ha de verificarse con arreglo a la naturaleza o bien contra ella. Pero si se verifica con arreglo a la naturaleza, es que siempre ha tenido lugar; y si se realiza contra ella, es porque se dan en los seres inteligibles cosas que contrarían a la naturaleza, lo cual haría suponer que los males preceden al mundo sensible y que no es el mundo la causa de ellos, sino precisamente la realidad inteligible la causa de los que se producen en este mundo; no sería del mundo, entonces, de donde viene el mal al alma, sino al contrario, del ALMA MISMA de donde aquél proviene. Con este razonamiento tendríamos que remontarnos a los principios primeros. Si es para ellos la materia la causa de los males, deberán decirnos igualmente de dónde proviene la materia; porque el alma que se ha inclinado ha visto e iluminado, según afirman, unas tinieblas que ya existían. ¿De dónde viene, pues, la materia? Si dicen que el ALMA MISMA la ha producido al inclinarse, es claro que ella no tenía a dónde inclinarse, siendo entonces la causa de la inclinación, no ciertamente las tinieblas sino la naturaleza del alma. O, lo que es lo mismo, habrá que pensar en necesidades que precedan a la materia; de modo que la causa de todo remonta de nuevo a los seres primeros. ENÉADA: II 9 (33) 12

Pero si hay en el alma universal una cosa y luego otra, si esta alma produce una cosa antes y otra después, y si, además, actúa en el tiempo, es claro que mira hacia el futuro. Ahora bien, si mira hacia el futuro, también se inclina hacia el pasado. En las acciones del alma se dará, pues, lo anterior y lo posterior; pero en el ALMA MISMA no hay posibilidad de pasado puesto que todas sus razones seminales, como ya se ha dicho, existen al mismo tiempo. Ahora bien, si las razones seminales son simultáneas, no puede decirse lo mismo de las acciones, que no se dan, además, en el mismo lugar. Así, las manos y los pies, que se dan juntamente en la razón seminal del hombre, aparecen aparte en el cuerpo humano. No obstante, también en el alma universal se ofrece separación de partes, aunque en un sentido diferente al de lugar; con lo cual, ¿no habrá que entender aquí en otro sentido lo que es anterior y lo que es posterior? Como partes separadas convendría entender lo que es de naturaleza diferente; pero, en este caso, ¿cómo se entendería rectamente lo que es anterior y lo que es posterior? De ninguna manera, si quien organizase el mundo no lo dirigiese a su vez; porque, verdaderamente, tendrá que disponerlo todo en un antes y en un después, ya que, de otro modo, ¿cómo no iban a existir simultáneamente todas las cosas? Se diría esto con razón, si uno fuese el organizador y otra la organización misma; pero si el ser que dirige es la organización primera, ya no ordena en realidad las cosas, sino que las produce de manera sucesiva. Porque, caso de hablar, lo haría mirando a la organización misma y sería entonces distinto a ella. ¿De dónde, pues, la identidad? Consideremos que el organizador no es materia y forma, sino tan sólo forma pura, esto es, el alma, potencia y acto que vienen después de la inteligencia. Y en la realidad se da la sucesión de unas y otras cosas cuando éstas no pueden verificarse a la vez. ENÉADA: IV 4 (28) 16

Pero si, además, y como se dice, no es posible ver un objeto aplicado a la pupila, sino que, por el contrario, es necesario alejarlo para poder verlo, tanto más debemos aplicar esto al alma; porque si introducimos en ella la impronta del objeto visible, el ALMA MISMA no podrá ver nunca el objeto que en ella se imprime. Pues para ver han de darse necesariamente estas dos cosas: por una parte, alguien que ve, y por otra, algo que es visto. Si, por tanto, ambas cosas han de ser distintas, lo que es visto no podrá permanecer en el mismo lugar que lo que ve, ni, por supuesto, podrá darse dentro de él. Consiguientemente, la visión, si ha de ser considerada como tal, no tendrá como objeto algo que esté situado en el alma, sino algo que esté situado fuera de ella. ENÉADA: IV 6 (41) 1

Para el caso de que admitan, lo cual es verdad, que los primeros pensamientos se refieren a los seres más libres de cuerpo, tendrán que admitir también que el ser que los piensa debe conocerlos, porque para ello está libre de cuerpo o en disposición de estarlo. Si afirman que los pensamientos se refieren a formas que se encuentran en la materia, digan en todo caso que se originan aparte de los cuerpos y que es la inteligencia la que facilita la separación. Porque no es con el cuerpo, ni, en general, con la materia, como verifica la inteligencia la abstracción del círculo, del triángulo, de la línea y del punto, sino que es preciso que el ALMA MISMA se separe del cuerpo y que, en definitiva, no sea un cuerpo. A mi juicio, lo bello y lo justo son algo inextenso y hay pensamiento de uno y de otro. De modo que, si penetran en el alma, ella los recibirá en su parte indivisible, y ellos, a su vez, asentarán en la parte indivisible de aquélla. ENÉADA: IV 7 (2) 8

Pero, ¿cuál es esta región? ¿Y cómo podrá llegarse a ella? Podrá llegar a ella el que sea de naturaleza amorosa y, ya desde un principio, posea realmente la disposición de un filósofo porque es propio del amante afrontar con dolor la producción de lo bello y no contentarse tan sólo con la belleza del cuerpo, sino partir de aquí para acercarse a la belleza del alma, a la virtud, a la ciencia, a las ocupaciones honestas y a las leyes , remontando a la causa de las bellezas del alma e incluso a lo que es anterior a ella, hasta llegar a un primer término que sea ya bello por sí mismo. Una vez llegado aquí, cesa todo su dolor, que no conocerá en adelante. Pero, ¿cómo ascender hasta aquí? ¿Y de dónde recibirá este poder o qué discurso le enseñará este amor? ¿Será acaso el que sigue? Las bellezas que encontramos en los cuerpos son extrañas a los cuerpos, porque son en ellos como formas en una materia. Ciertamente, el sujeto de la belleza es algo cambiante y de bello puede convertirse en feo. La razón nos dice que los cuerpos son bellos por participación. ¿Qué es, pues, lo que ha producido en ellos la belleza? En un cierto sentido, la presencia de la belleza; en otro el ALMA MISMA, que modela y trae la forma a los cuerpos. ¿Pues qué? ¿Es el alma entonces bella por sí misma? No, sin duda, puesto que unas almas son prudentes y bellas, en tanto otras son insensatas y feas. Luego la belleza del alma provendrá de su buen juicio. Pero, ¿quién proporciona al alma este buen juicio? ¿Será necesariamente la Inteligencia?, pero no la inteligencia que unas veces lo es y otras no, sino la Inteligencia verdadera, que es, por tanto, bella por sí misma. ¿Debemos, pues, detenernos en ella, como si se tratase de un primer término, o hemos de ir todavÍa más allá? La Inteligencia está situada delante del principio primero con relación a nosotros y, colocada en el vestíbulo del Bien, nos da a conocer todas las cosas que se dan en El; ella misma es, sobre todo, como una impronta del Bien en lo múltiple, mientras el Bien permanece enteramente en la unidad. ENÉADA: V 9 (5) 5