Ahora bien, por «el animal» hay que entender o el cuerpo específico, o el compuesto de alma y cuerpo o un tercero distinto resultante de ambos. Pero sea como fuere, es preciso o que el alma se mantenga impasible, siendo causa para otro de tal afección, o que también ella sea afectada junto con el cuerpo, y que sea afectada, experimentando ya sea la misma afección, ya una similar; por ejemplo, que el animal apetezca de un modo y la facultad apetitiva actúe o sea afectada de otro. ENÉADA: I 1 (53) 5

Pues porque el apetito es propio de la facultad apetitiva, la ira de la irascible y la tendencia a algo, en general, de la desiderativa. ENÉADA: I 1 (53) 5

No, sino que también lo serán del cuerpo, porque la sangre y la bilis han de hervir, y el cuerpo ha de estar en una disposición determinada para que suscite el deseo, como sucede en el apetito venéreo. Concedido, eso sí, que el deseo del bien no sea un sentimiento común, sino propio del alma, lo mismo que otros; no hay una teoría que admita que todos sean del compuesto. Pero cuando el hombre tenga deseo de placeres venéreos, será, sí, el hombre quien apetezca, pero en otro sentido también estará apeteciendo la facultad apetitiva. ENÉADA: I 1 (53) 5

¿En qué sentido? ¿Porque será el hombre quien dé comienzo al apetito, pero le seguirá la facultad apetitiva? Pero ¿cómo pudo el hombre apetecer en absoluto sin haberse excitado antes la facultad apetitiva? Será la facultad apetitiva la que dé comienzo. ENÉADA: I 1 (53) 5

Pero si alegan que el bien consta de ambas cosas, a saber, de la percepción de tal objeto, ¿cómo es que, siendo indiferente lo uno y lo otro, dicen que es bueno el conjunto de ambos? Pero si suponen que la experiencia es buena y que el buen vivir consiste en tal estado cuando uno conozca que el bien le está presente, habrá que preguntarles si uno vive bien porque conoce que el bien presente está presente, o si hay que conocer no sólo que es placentero, sino además que ése es el bien. Pero si hay que conocer que ése es el bien, eso ya no es obra de la percepción, sino de una facultad distinta superior a la de la percepción. Y, por tanto, el buen vivir competerá no a quien disfrute de placer, sino a quien sea capaz de conocer que el placer es el bien. Así que la causa del buen vivir no será el placer, sino la facultad de juzgar que el placer es el bien. Y la facultad que juzga es de rango superior al de esa experiencia, porque es razón o inteligencia, mientras que esa experiencia es un placer. Ahora bien, en ningún caso lo irracional es superior a la razón. Entonces, ¿cómo podrá la razón preterirse a sí misma y dictaminar que otra cosa incluida en el género contrario al suyo le es superior? De todos modos, no parece sino que cuantos rehusan el buen vivir a las plantas y cuantos la cifran en un tipo determinado de sensación, sin darse cuenta andan buscando el buen vivir en algo superior y haciendo consistir ese algo superior en una vida más clara. ENÉADA: I 4 (46) 2

Expliquemos nosotros, desde el principio, en qué creemos que consiste la felicidad. Pues bien, si hiciéramos consistir la felicidad en una vida y entendiéramos «vida» unívocamente, con ello admitiríamos que todos los vivientes son susceptibles de felicidad, pero que viven bien en acto aquellos en los que estuviera presente una misma y única condición de la que todos los animales serían susceptibles por naturaleza, y no admitiríamos que el racional sí gozara de esa capacidad, pero no ya el irracional. Porque la vida sería eso común que había de ser susceptible de una misma condición en orden a ser feliz, supuesto que la felicidad consistiera en una cierta vida. Y por eso creo que quienes afirman que la felicidad se halla en la vida racional, no se dan cuenta de que, al no ponerla en la vida en general, presuponen de hecho que la felicidad ni siquiera es vida. Por otra parte, se verían forzados a admitir que la facultad racional es una cualidad, en la cual se originaría la felicidad. Ahora bien, el supuesto del que parten es la vida racional, ya que en el conjunto de ambas cosas es donde, según ellos, se origina la felicidad. ENÉADA: I 4 (46) 3

Pues bien, si el pensamiento y la sabiduría fueran algo adventicio, tendría sentido esta objeción. Pero si la realidad de la sabiduría se cifra en una sustancia, mejor dicho, en la sustancia; si esta sustancia no perece en quien está dormido y, en general, en quien se dice que está inconsciente; si la actividad misma de la sustancia está en él y una actividad así es insomne, quiere decir que el hombre bueno, en cuanto bueno, estará activo aun entonces. Por otra parte, esta actividad no pasará inadvertida para todo él, sino para una parte de él, algo así como, cuando la actividad vegetativa está activa, la percepción consciente de tal actividad no le llega por la sensitividad al hombre restante. Y así, si nuestro yo se identificara con nuestra facultad vegetativa, nuestro yo estaría activo; pero de hecho, nuestro yo no es esa facultad; nuestro yo es la actividad del intelecto, de suerte que, si él está activo, nuestro yo estará activo. ENÉADA: I 4 (46) 9

Ahora bien, el cuerpo bello es conocido por la facultad destinada a presidirlo. Ninguna más autorizada que ella para juzgar de sus propios objetos siempre que ratifique sus juicios el alma restante y, aun tal vez, que ésta se pronuncie ajustando el objeto con la forma adjunta a ella y valiéndose de aquella forma para su dictamen cual de una regla para el dictamen de lo rectilíneo. ENÉADA: I 6 (1) 3

Y si permanece en sí misma e ilumina sin tener que realizar ninguna acción, ¿por qué es ella sola la que ilumina y no lo hacen, en cambio, otros seres más poderosos que ella? Por otra parte, si ha podido iluminar únicamente con el pensamiento del mundo y como consecuencia de él, ¿por qué no produjo el mundo a la vez que lo iluminaba? ¿Por qué hubo de esperar a la generación de las imágenes? Y, además, ¿cómo este pensamiento del mundo, esta llamada por ellos “tierra extraña”, producida, como dicen, por seres superiores, no forzó a inclinarse a los que la han producido? Habría que preguntarse también cómo es que la materia, una vez iluminada, produce destellos animados y no naturalezas corpóreas. La imagen de un alma no necesita para nada de las tinieblas ni de la materia, sino que, una vez producida, sigue de cerca a la causa que la produce y permanece unida a ella. Pero, además, ¿es esa imagen una sustancia o, como ellos dicen, un pensamiento? Porque si realmente es una sustancia, ¿qué diferencia manifiesta con el ser del cual proviene? Si se trata de otra especie de alma, y si la primera es un alma razonable, la imagen de que hablamos es un alma vegetativa o generadora. Y si es así, ¿cómo ha creado el demiurgo: para ser honrado, o por simple jactancia y atrevimiento? Con esto se le priva de su acción imaginativa y, aun más, de la facultad de razonar; pero, ¿por qué entonces habría de hacer el mundo de una materia y de una imagen? Si se trata de un pensamiento, convendrá indicar primero de dónde le viene ese nombre; luego, cómo es realmente, si no otorgamos el poder de producir a una simple noción mental. Pero, ¿de qué modo concebir la producción tratándose de una mera imagen? Hablar primero de un ser, luego de otro, que viene después de éste, resulta algo arbitrario. ¿Por qué ha de ser el fuego el primer ser? ENÉADA: II 9 (33) 11

Resulta ilógico inculpar aquí a las partes, porque las partes deben ser consideradas en relación con el todo, para comprobar si son armónicas y ajustadas a él. Convendrá examinar el todo, pero sin tener en cuenta para nada cosas realmente pequeñas. Porque no es al mundo a quien se censura cuando se toma por separado alguna parte de él; lo mismo ocurriría si tomásemos del ser animado entero un simple cabello, un dedo o una de las partes más viles, y despreciásemos en cambio esa hermosa visión de conjunto que ofrece el hombre; o, por Zeus, si diésemos de lado a todos los animales y nos fijásemos tan sólo en el mas ruin; o, si se quiere, pasásemos en silencio por la totalidad del linaje humano para no ver más que a Tersites. El mundo en su conjunto es lo que nosotros debemos considerar, y si realmente lo contemplamos con atención, tal vez le escuchemos palabras como éstas: “Fue Dios quien me hizo y, por venir de Él, soy perfecto, encierro todos los animales y me basto a mí mismo. De nadie tengo necesidad, porque contengo todos los seres, plantas, animales y todo lo que puede nacer. Hay, pues, en mí muchos dioses, pueblos demoníacos, almas buenas y hombres felices por su virtud. Pero la tierra no se ha embellecido con plantas y animales de todas clases, ni la potencia del alma ha llegado hasta el mar para que el aire todo, el éter y el cielo queden privados en absoluto de la vida, sino que en ese otro mundo se encuentran todas las almas buenas, las que dan la vida a los astros y a la esfera eterna del cielo que, a imitación de la inteligencia, se mueve con un movimiento circular, perfectamente ordenado y siempre alrededor de un mismo centro, sin buscar nada hacia fuera. Todos los seres que se dan en mí aspiran al bien y cada uno de ellos lo alcanza a medida de su poder. Todo el cielo depende de Él, y no sólo el cielo sino toda mi alma, los dioses que existen en mis partes, todos los animales, las plantas y cualquier ser en apariencia inanimado que yo contenga. Estos seres participan únicamente de la existencia, pero las plantas poseen la vida, y los animales, además, la facultad de percibir; algunos, incluso, cuentan con la razón, y otros tienen la vida universal. No exijamos cosas iguales de seres que son realmente desiguales: esto es, no pidamos al dedo que vea, sino precisamente al ojo; al dedo, en mi opinión, hemos de pedirle que sea un dedo y que cumpla lo que es propio de sí mismo ENÉADA: III 2 (47) 3

¿Cuál es, por tanto, el demonio que nos guía? Sin duda, un demonio de este mundo. ¿Y qué dios? ¿También un dios de este mundo? Porque es claro que se trata de una facultad activa que conduce a cada uno y le dirige aquí abajo. ¿Pero es ella realmente el demonio que nos ha tocado en suerte? En modo alguno, dado que el demonio es algo anterior a ella; algo que, sin actuar, se halla al frente de nuestra vida, pues sólo actúa verdaderamente la facultad que viene después. Supongamos que priva en nosotros la sensibilidad: nuestro demonio es, en tal caso, un principio razonable. Si, en cambio, vivimos de acuerdo con la razón, nuestro demonio se sitúa por encima de ella y, sin necesidad de actuar, condesciende con la actividad de la razón. De ahí que diga (Platón) que somos nosotros los que elegimos porque al escoger un género de vida escogemos también un demonio superior a ella. Pero, ¿por qué nos conduce? No es lógico que conduzca al que ya ha concluido su vida, mas sí que lo haga con anterioridad, en tanto nosotros vivimos; terminada nuestra vida obedecemos a otro demonio, pues hemos muerto ya a la vida en acto. ENÉADA: III 4 (15) 3

Hay que suponer que cuando habla Platón de “las almas de segundo y tercer rango” se refiere a su mayor proximidad o lejanía con respecto al mundo inteligible. Ocurre aquí como con nuestras almas, que no guardan todas ellas una misma relación con las cosas de ese mundo; y así, mientras unas almas permanecen unidas a él, otras, en cambio, se mantienen cercanas y ansiosas de poseerle; pero aún hay otras que ni esto pueden hacer. No todas las almas disponen, efectivamente, de las mismas potencias y pueden servirse de ellas: unas usan de la primera facultad, otras de la que sigue a ésta, y otras, en fin, de la tercera, aunque todas las almas las posean todas. ENÉADA: IV 3 (27) 6

Convendrá advertir de qué alma tiene necesidad la naturaleza del cuerpo para vivir y qué es lo que de ella debe hallarse presente en el conjunto del cuerpo. Como la facultad sensitiva se manifiesta toda entera a través del cuerpo, diremos que llega a dividirse; porque si se encuentra en todas partes ello se debe, podría decirse, a que es susceptible de división, aunque si se manifiesta en todas partes por entero no cabe afirmar ya de manera absoluta que se encuentra dividida en los cuerpos, sino que se hace divisible en ellos. Si se argumentase que una división de este género se da sólo en la sensación del tacto, pero no en las otras sensaciones, tendríamos que contestar que también se da en estas últimas; porque, siendo el cuerpo el que toma parte en ellas, resulta necesario que se dividan, aunque de modo menos extenso que en el tacto. Igual acontece con la facultad vegetativa y con la facultad de crecer. En cuanto a la facultad de desear, que se encuentra en el hígado, y al impulso del ánimo, que asienta en el corazón, cabe decir otro tanto. Pero es posible que el cuerpo no reciba estas facultades en su mezcla material; tal vez las reciba de otra manera, como provenientes de alguna de las cosas ya recogidas por él con anterioridad. Digamos, en cambio, que la reflexión y la inteligencia nada tienen que ver con el cuerpo; todo lo que ellas pueden realizar no se verifica por un órgano del cuerpo, ya que, por el contrario, el cuerpo mismo constituye un obstáculo si se quiere hacer uso de él en las actividades reflexivas. ENÉADA: IV 3 (27) 19

Todo cuerpo animado e iluminado por un alma participa de esta alma de una cierta manera. El alma le da el poder conveniente para que cada órgano cumpla su función; de esta forma, decimos que en los ojos está la facultad de ver, en los oídos la de escuchar, en la lengua la de gustar y en todo el cuerpo la de tocar. Ahora bien, como el tacto cuenta como instrumentos con los primeros nervios, que son los que dan su movimiento e impulso al ser animado, y como, además, los nervios tienen su punto de arranque en el cerebro, se ha colocado aquí el principio de la sensación y de los deseos, e incluso el de todo ser animado; pues ha quedado establecido que donde están los principios de los órganos está también la potencia que los rige. Aunque mejor sería hablar del punto inicial de la actividad de esta potencia, porque de él y del movimiento del órgano correspondiente recibe su punto de apoyo la potencia del artesano que es adecuada a ese órgano; y debiéramos decir con más propiedad, no su potencia, porque la potencia se encuentra en todo el instrumento, sino la acción misma de esta potencia, cuyo punto inicial es el del órgano. ENÉADA: IV 3 (27) 23

Tanto la sensación como el deseo, radicados en el alma, e igualmente la facultad imaginativa, tienen por encima de sí a la razón, la cual, por su parte inferior, es vecina de las partes superiores de estas facultades. Los antiguos colocaban la razón en la parte extrema del ser animado, esto es, en la cabeza, pero sin radicarla por ello en el cerebro, sino en la facultad sensitiva, que es la que le permite asentar en el cerebro. Conviene conceder al cuerpo las dos primeras facultades, pero a la parte del cuerpo que puede recibir mejor su acción. La razón, sin embargo, aun no teniendo nada en común con el cuerpo, debe entrar en relación con esas dos facultades, que son realmente una forma del alma y pueden recibir además impresiones de la razón. Así, la facultad sensitiva es una facultad de juicio, y la imaginación una potencia intelectual; el deseo y la tendencia están sometidos, a su vez, a la imaginación y a la razón. Si se dice que la razón se encuentra localizada en la cabeza no es por otra cosa sino porque las facultades que disfrutan de ella están precisamente ahí. Pero ya se ha indicado cómo ocurre esto con la facultad sensitiva. ENÉADA: IV 3 (27) 23

En cuanto a la facultad vegetativa, y naturalmente también al crecimiento y a la nutrición, no quedan fuera del cuerpo. Si pensamos que el alimento se recibe por la sangre, que la sangre se encuentra en las venas, y que tanto éstas como aquélla tienen su principio en el hígado, no podrá dudarse que estas facultades toman de aquí su fuerza; e, igualmente, aquí reside también el deseo, porque el deseo va necesariamente a lo que engendra, a lo que, alimenta y a lo que hace crecer. Y como la sangre, al hacerse más sutil, más ligera y más pura, se convierte en el órgano de los impulsos, el corazón, que es la fuente de segregación de la sangre, vuélveme así el verdadero asiento de la ebullición de la cólera. ENÉADA: IV 3 (27) 23

Pero, una vez a solas, ¿de qué se acordará esta alma? Consideremos a este respecto por medio de qué facultad sobreviene el recuerdo en el alma. ENÉADA: IV 3 (27) 27

¿Sobreviene acaso por la facultad que nos sirve para sentir y para aprender? ¿O tal vez nos recordamos de los objetos deseados por la facultad del deseo, y de los objetos irascibles por la facultad adecuada a ellos? Porque podrá decirse que no se trata aquí de dos cosas distintas: de una cosa que disfruta de un placer y de otra que se acuerda de él. El deseo del objeto del que se ha gozado se despierta de nuevo en nosotros cuando éste se manifiesta a la memoria. Lo cual no ocurriría así si se tratase de otro objeto. ¿Qué es lo que impide otorgar al deseo la sensación de sus propios objetos y atribuir asimismo el deseo a la facultad de sentir, de modo que podamos afirmar que cada facultad sigue a su elemento predominante? ¿Acaso hemos de atribuir la sensación a cada facultad, pero en uno u otro sentido? No es, desde luego, el deseo quien ve, sino el ojo. El deseo se siente movido a partir de la sensación por una especie de comunicación, de tal modo que sufre el efecto de aquélla, pero con plena inconsecuencia. Es así cómo la sensación percibe la injusticia y surge el impulso propio del ánimo; de igual manera, mientras el pastor que cuida de un rebaño ve al lobo, su joven cachorro se siente excitado por el olor y el ruido de algo que realmente no ha visto. El deseo que se ha visto cumplido conserva una huella del objeto, pero no en calidad de recuerdo, sino como disposición y experiencia pasada. Lo prueba el hecho de que, con frecuencia, la memoria no tiene conocimiento de los deseos del alma, cosa que sí ocurriría si se encontrase en la parte irascible de ella. ENÉADA: IV 3 (27) 28

¿Atribuiremos la memoria a la facultad de sentir y afirmaremos en tal sentido que la memoria y la facultad de sentir son una y la misma cosa? Si la imagen de Hércules, tal como se decía, es capaz de recordar, tendremos que hablar de dos facultades de sentir y, en todo caso, si la memoria y la sensación son cosas diferentes, habrá que contar con dos memorias. Si la memoria y la facultad de sentir son una y la misma cosa, dado que hay una memoria de nuestros conocimientos habrá también una sensación de ellos. O convendrá, por el contrario, que sea otra la facultad que se refiera a estas cosas. ¿Consideraremos acaso como algo común la facultad de percibir y le atribuiremos la memoria de los objetos sensibles y de los objetos inteligibles? Algo diríamos, en verdad, si afirmamos que es una y la misma facultad la que percibe las cosas sensibles y las cosas inteligibles; ahora bien, si nos vemos forzados a desdoblarla, otro tanto ocurrirá con la memoria, y si nosotros atribuimos estas dos memorias a cada una de las dos almas, las memorias mismas se convertirán en cuatro. ENÉADA: IV 3 (27) 29

¿Será necesario, en absoluto, que recordemos las cosas sensibles con la facultad con la que las sentimos y que, consiguientemente, ambas cosas tengan su origen en la misma facultad? ¿Y será necesario asimismo que la facultad con la que reflexionamos no sea otra que la que nos recuerda nuestras reflexiones? Convengamos en que los que mejor razonan no son los de mejor memoria. Igualmente, no hay analogía entre las sensaciones y los recuerdos que se tienen de ellas, pues unos disfrutan de sensaciones muy vivas, y otros, en cambio, aun contando con una buena memoria, no disponen de una percepción muy aguda. ENÉADA: IV 3 (27) 29

Por lo demás, si la memoria debe ser distinta a la facultad de sentir, ya que la memoria versa sobre objetos que anteriormente ha percibido la sensación, convendrá que haya recibido los objetos de los que luego tendrá el recuerdo. Nada impide que, para el recuerdo, exista la sensación de un objeto que es una imagen, ni tampoco que la memoria y su retentiva se atribuyan a la imaginación. Porque no hay duda que la sensación culmina en imaginación, de tal modo que cuando la primera ya no existe, el objeto de la visión se halla presente en la segunda. Hay, en efecto, recuerdo, siempre que la imagen persista, y por poco duradera que sea, sin que el objeto se halle presente; en este caso, la memoria será corta, pero, si la presencia de la imagen es más duradera, la memoria aumentará también más en gracia a la fuerza de la imaginación. De modo que si la imagen no cambia fácilmente, debemos tener la memorias como indestructible. Digamos, en fin, que la memoria de las cosas sensibles ha de atribuirse a la imaginación. ENÉADA: IV 3 (27) 29

¿Entonces, nos preguntaremos, es esa potencia la que hace pasar los inteligibles al acto? Digamos que si realmente no llegamos a contemplarlos, los conocemos por la memoria, y si los contemplamos en sí mismos, lo hacemos a la manera del mundo inteligible. La facultad de que ahora nos servimos se despierta al mismo tiempo que sus objetos y tiene, además, la visión de los objetos de que hablamos. Para dar a conocer los inteligibles no tenemos que valernos de conjeturas, ni de silogismos que tomen sus premisas de otra parte; sino que, ya incluso aquí, y como yo digo, podemos hablar de los seres inteligibles en razón a la facultad que los contempla en su propio mundo. Porque, cuando despertamos en nosotros esa facultad, es el mundo inteligible el que se ofrece a nuestra contemplación; de tal modo que la facultad se despierta con los seres inteligibles, y nosotros mismos, cual si estuviésemos elevados sobre ese mundo, lanzamos nuestra mirada desde un lugar privilegiado, viendo así lo que otros no colocados en este lugar son incapaces de ver. ENÉADA: IV 4 (28) 5

Como decíamos anteriormente, del dolor proviene el conocimiento. El alma, que quiere apartar el cuerpo del objeto que produce este dolor, lo aparta en efecto y lo hace huir, en tanto el órgano, que ha sido afectado el primero, aleccionado por esto, trata de escapar y de sustraerse a aquél. Así, aquí nos instruyen la sensación y la parte del alma vecina al cuerpo, esa parte que llamamos naturaleza y que da al cuerpo una huella de sí misma. En la naturaleza se concluye, pues, aquel deseo preciso que había tenido comienzo en el cuerpo; luego, la sensación presenta la imagen del objeto, y el alma, por su parte, o da paso al deseo, como es su deber, o le hace resistencia y se muestra firme, no prestando atención al cuerpo, en el que comenzó el deseo, ni a la naturaleza consecuente con el deseo. Pero, ¿por qué estos dos deseos, y no el deseo de un cuerpo, y de un determinado cuerpo? Hemos de admitir que si la naturaleza es una cosa, el cuerpo vivo es realmente otra. Pero el cuerpo ha salido de la naturaleza, porque la naturaleza misma de un cuerpo es anterior al nacimiento de este cuerpo y es ella la que lo produce, lo modela y lo conforma. De ahí que el deseo no deba comenzar en la naturaleza, sino en el cuerpo vivo, cuando éste experimenta algo y sufre; esto es, “cuando desea estados contrarios a los que ahora sufre, el placer en lugar del sufrimiento y la satisfacción en lugar de la necesidad”. Pero la naturaleza, actuando como una madre, adivina los deseos del cuerpo vencido por el dolor, y trata de enderezarlo y de elevarlo hacia ella, buscando todo aquello que puede curarle y ayudándole y uniéndose a sus deseos, que terminan por pasar del cuerpo a ella. De modo que podrá decirse que el cuerpo desea por sí mismo, que en la naturaleza el deseo proviene del cuerpo y existe por él, y que la facultad que da paso al deseo es algo muy diferente a él. ENÉADA: IV 4 (28) 20

Que esto es así, en lo que concierne al origen del deseo, lo muestran claramente las diferentes edades. Pues son muy distintos los deseos corporales de los niños, de los adolescentes y de los hombres maduros, como lo son también los de los hombres sanos o enfermos, aun siendo la misma la facultad del deseo. Porque es claro que son el cuerpo y las modificaciones que éste sufre los que producen tantas y tan variadas clases de deseos. ENÉADA: IV 4 (28) 21

En cuanto a lo que se decía anteriormente, que las diferencias existentes entre los cuerpos bastan para introducir deseos diferentes en la misma facultad de desear, no quiere afirmarse con ello que basta que los cuerpos sufran de manera diferente para que la facultad de desear experimente por ellos otros tantos deseos, cuando precisamente nada se procura con esto a la facultad misma. Porque el alimento, el calor, la humedad, el movimiento, el alivio de la evacuación o la satisfacción plena de los deseos, son cosas que pertenecen totalmente al cuerpo. ENÉADA: IV 4 (28) 21

¿Habrá que distinguir también en las plantas unas cualidades que sean en sus cuerpos como el eco de una potencia y, a la vez, la potencia que dirige estas cualidades, potencia que es en nosotros la facultad de desear y en las plantas la potencia vegetativa? ¿O acaso esta potencia se da en la tierra, que tiene ciertamente un alma, y en las plantas proviene de ella? Habría que investigar primero cuál sea el alma de la tierra y si es, por ejemplo, algo que proviene de la esfera del universo, lo único a lo que Platón parece querer animar. ¿Será corno un resplandor de esta alma sobre la tierra? Mas he aquí que Platón dice de nuevo que la tierra es la primera y la más antigua de las divinidades que se encuentran en el cielo, dándole así un alma al igual que a los astros . Pero, ¿cómo podría ser una divinidad, si no tuviese alma? De este modo, la cuestión resulta difícil de resolver y las dificultades aumentan todavía, y no disminuyen, con las afirmaciones de Platón. ENÉADA: IV 4 (28) 22

Hemos de investigar primeramente cómo podremos formarnos una opinión razonable. Que existe en la tierra un alma vegetativa lo prueban sin duda las mismas plantas que nacen de ella. Pero si vemos que muchos animales tienen también su origen en la tierra, ¿por qué no decir que la tierra es un ser animado? Y de un ser así, que constituye una parte no pequeña del universo, ¿por qué no decir igualmente que posee una inteligencia y que es un dios? Si cada uno de los astros es un ser animado, ¿qué impide que lo sea la tierra, que es asimismo una parte del ser animado universal? Pues no hemos de afirmar que está dirigida desde fuera por un alma extraña y que no tiene alma en sí misma, al no poder contar con un alma propia. Más, veamos: ¿por qué un ser ígneo podría tener alma y no en cambio un ser de tierra? Tanto el uno como el otro son verdaderos cuerpos y no hay más músculos, o carne, o sangre, o líquido en el uno que en el otro, pues en realidad la tierra es el cuerpo más vario de todos. Podría argüirse que es el cuerpo que menos se mueve, pero habría que afirmar esto en el sentido de que no cambia de lugar. ¿Y cómo siente? ¿Cómo sienten a la vez los astros? Es claro que la sensación no es propia de la carne, ni en absoluto hay que dar un cuerpo a un alma para que ésta tenga sensación, sino que el alma debe ser dada al cuerpo para que éste pueda ser conservado. Al alma corresponde la facultad de juzgar y es ella la que debe mirar por el cuerpo, partiendo a tal fin de sus afecciones para concluir en la sensación. ¿Qué es, en cambio, lo que experimenta la tierra y cuáles podrían ser sus juicios? Las plantas, en cuanto que pertenecen a la tierra, no tienen sensación alguna. ¿De qué y por qué iba a tener ella sensación? Porque, ciertamente, no nos atreveremos a admitir sensaciones sin sus órganos. Y, además, ¿de qué le serviría la sensación? No, desde luego, para conocer, porque el conocimiento intelectual es suficiente para los seres que no obtienen ninguna utilidad de la sensación. No hay por que, pues, conceder esto. Pero se da en las sensaciones, además de su misma utilidad, un cierto conocimiento rudo, como el del sol, el de los astros, el del cielo y el de la tierra; y nuestras sensaciones, por otra parte, resultan gratas por sí mismas. Mas, dejaré la cuestión para más adelante; ahora hemos de preguntarnos de nuevo si la tierra tiene sensaciones, qué son y cómo se dan en ella. Para esto habrá que considerar en primer lugar las dificultades que antes surgieron, como por ejemplo si pueden existir sensaciones sin órganos y si ellas están dispuestas para nuestra utilidad, aun en el supuesto de que puedan ofrecernos otras ventajas. ENÉADA: IV 4 (28) 22

Pero, ¿qué es lo que da el alma de la tierra a su propio cuerpo? Hemos de admitir que un cuerpo terreno, una vez arrancado del suelo, no es ya el mismo que era antes. Vemos cómo las piedras aumentan de tamaño cuando están unidas a la tierra y cómo dejan de crecer cuando se las corta y separa de ella. Cada parte de la tierra conserva una huella de la potencia vegetativa, pero se trata, hemos de pensarlo así, de la potencia vegetativa general, esto es, no de la potencia de tal o cual planta, sino de la potencia de toda la tierra. En cuanto a la facultad de sentir que posea, no se presenta unida al cuerpo, sino más bien como conducida por él. Lo que ocurre también con el resto de su alma y de su mente, a la que los hombres denominan con los nombres de Hestia y de Deméter, sirviéndose de un oráculo de naturaleza divina. ENÉADA: IV 4 (28) 27

Pero bastante se ha dicho sobre esto. Volvamos ahora al asunto de que tratábamos e investiguemos respecto a la parte irascible del alma lo mismo que acerca de las pasiones, esto es, si tanto éstas como las penas y los placeres – y entiéndase bien, las afecciones, no las sensaciones – tienen su principio en un cuerpo animado. Porque ya acerca del principio de la cólera, o incluso acerca de la cólera misma, hemos de preguntarnos si responde a una disposición del cuerpo o sólo de una parte del cuerpo, como el corazón o la bilis, que no radique en un cuerpo inerte. Porque si es alguna otra cosa la que da a estos órganos una huella del alma, la cólera es entonces algo propio de ellos, pero no el producto de la facultad irascible o sensitiva. En cuanto a las pasiones, la potencia vegetativa que se encuentra en todo el cuerpo ofrece también su huella a todo el cuerpo, encontrándose así en todo él tanto el sufrimiento como el placer y el principio del deseo de saciarse. No se ha hablado hasta ahora del deseo sexual, pero demos por supuesto que radica en sus propios órganos, cosa que puede decirse igualmente del principio del deseo, al que se asigna la región del hígado. Y es que la potencia vegetativa, que comunica una huella del alma al hígado y al cuerpo, tiene realmente en aquel órgano su principal acción. Con lo que, si afirmamos que el deseo radica en el hígado, admitimos que se da ahí el principio de su acción. En cuanto a la cólera, ¿qué es en sí misma y qué parte del alma ocupa? ¿Proviene de ella la huella que merodea el corazón o es algo verdaderamente diferente lo que mueve el corazón y el hígado? Acaso no sea la huella de la cólera, sino la cólera misma, lo que se encuentre en el corazón. Por ello convendrá preguntarse primero qué es en realidad la cólera. Porque no sólo nos vemos afectados con lo que sufre nuestro cuerpo, sino que nos irritamos con lo que acontece a nuestros progenitores y, en general, con cualquier otra cosa que nos resulta inconveniente. De ahí que, para irritarse, haya que percibir o conocer alguna cosa. Por ello buscamos el origen de la cólera, no en la potencia vegetativa, sino en otro principio. ENÉADA: IV 4 (28) 28

Tampoco debe sorprendernos en manera alguna el hecho de que los árboles no posean la facultad de irritarse, aunque tengan como es sabido la potencia vegetativa, puesto que los árboles carecen de sangre y de bilis. Cuando estos humores se producen sin la sensación hay como una convulsión y excitación del cuerpo; pero si les acompaña la sensación, entonces dirigimos nuestro ataque contra el objeto que nos irrita de modo que consigamos protegernos de él. Es claro que dividimos la parte irracional del alma en deseo y parte irascible, pero si el deseo es la potencia vegetativa y la parte irascible una huella de esta potencia en la sangre y en la bilis, no procedemos a una división correcta, ya que uno de los términos es anterior y el otro posterior. Aunque nada impide que ambos términos sean posteriores a otro y que la división se haya hecho de algo que proviene de él, puesto que la división afecta realmente a las tendencias y no al ser del que éstas provienen. Este ser no es en sí mismo una tendencia, sino que tal vez complete la tendencia anudando a sí mismo la actividad que proviene de ella. No resulta extraño afirmar que la huella del alma transformada en cólera tenga su sitio en el corazón; porque esto no quiere decir que el alma se encuentra ahí, sino el principio de la sangre de ese cuerpo. ENÉADA: IV 4 (28) 28

Dejaremos para más adelante el examen de la primera cuestión, esto es, si puede existir la luz sin el aire. Pasaremos, por tanto, a la segunda. Si suponemos antes de nada que la luz contigua al ojo es algo animado, algo por lo que circula y se extiende el alma, como quiera que se da en el interior del ojo, no hay ya necesidad, en cuanto a la percepción visual, de una luz intermedia, sino que la vista se hace semejante al tacto, y la misma facultad de ver, amparada en la luz exterior, percibe real y verdaderamente sin que el medio resulte afectado. Y así pasa al objeto el movimiento de la visión. ENÉADA: IV 5 (29) 4

¿Cómo, si no es así, se produce la sensación? Digamos que se refiere en realidad a objetos que ella no posee, porque es propio de toda facultad del alma no sufrir impresiones sino utilizar su poder con objetos para los que esté dispuesta. En este sentido, puede distinguirse perfectamente por el alma el objeto visible del objeto sonoro, lo cual no sería posible si ambos fuesen improntas. Y no lo son, sin duda alguna, como tampoco afecciones o pasiones del alma, sino actos referentes al objeto con el que se corresponden en el alma. Nosotros, sin embargo, ponemos en entredicho que cada facultad sensitiva pueda conocer si no sufre un choque con el objeto. Y creemos que sufre, en efecto, como consecuencia de este choque y no que conoce verdaderamente ese objeto que le ha sido dado dominar, pero no ser dominada por él. ENÉADA: IV 6 (41) 2

Otro tanto conviene pensar en lo que respecta al oído. Pues la impronta se da en el aire, conformada por los choques sucesivos, esto es, como si las letras fuesen dibujadas por quien produce el sonido para que luego la facultad correspondiente y la sustancia misma del alma puedan reconocer los caracteres impresos en el aire, una vez que éstos se han acercado al órgano, condición natural para que se verifique la sensación. ENÉADA: IV 6 (41) 2

Es claro, además, que los ejercicios memorísticos tienen como resultado el fortalecimiento del alma, lo mismo que los ejercicios verificados con nuestras manos o con nuestros pies nos permiten hacer fácilmente algunas cosas que, en otro caso, no sería posible realizar, de no darse precisamente la debida disposición gracias a la continuidad en el esfuerzo. ¿Por qué, por ejemplo, no recordamos una cosa que hemos oído tan sólo una o dos veces, y la recordamos, en cambio, luego de haberla oído varias veces? ¿Y por qué recordamos mucho después una cosa que, al oírla, no la habíamos retenido? No será debido, sin duda, a que poseyésemos primeramente algunas partes de la impronta, porque en ese caso las recordaríamos. Y es bien cierto, por otra parte, que recordamos de súbito y en totalidad luego de la última audición o de cualquier otro ejercicio. Prueba evidente de que puede estimularse la facultad de la memoria en el alma, vigorizándola de una manera general o con vistas a un determinado recuerdo. ENÉADA: IV 6 (41) 3

Las más de las veces la buena memoria y la vivacidad de espíritu no son una misma cosa, sino más bien dos facultades distintas. Ocurre otro tanto con un buen púgil que, con harta frecuencia, no es un fácil corredor; en cada cosa, una facultad constituirá carácter dominante. ENÉADA: IV 6 (41) 3

¿Cómo, pues, produce varios movimientos y no uno solo, teniendo como tiene un único movimiento para todo cuerpo? Si se hace descansar la causa de unos actos en decisiones de la voluntad, y la de otros en razones, todo esto está bien; pero hemos de considerar que ni las decisiones de la voluntad ni las razones son cosa privativa del cuerpo, ya que exigen diferencias, en tanto que el cuerpo es uno y simple y la razón en la que participa no es realmente otra que la que le ha sido dada por el que ha hecho que sea cálido o frío. Porque, ¿de dónde podría venir a un cuerpo la facultad de hacer crecer a otro en el curso del tiempo y hasta un cierto límite, si a él lo que le corresponde es crecer y no hacer crecer? Salvo que se tenga en cuenta en la masa material esa parte que sirve al alma para producir el crecimiento por su intermedio. ENÉADA: IV 7 (2) 5

Si hemos de atrevemos a manifestar nuestra opinión, contraria a la de los demás, diremos que no es verdad que ningún alma, ni siquiera la nuestra, se hunda por entero en lo sensible, ya que hay en ella algo que permanece siempre en lo inteligible. Si domina la parte que está hundida en lo sensible, o mejor, si ella es confundida de alguna manera, no permitirá que tengamos el sentimiento de las cosas que contemplamos con la parte superior del alma. Porque lo que ella piensa sólo llega hasta nosotros cuando ha descendido hasta nuestra sensación. No conocemos, pues, todo lo que pasa en una parte cualquiera del alma, si no hemos llegado a la contemplación completa de la misma. Así, por ejemplo, si el deseo permanece en la facultad apetitiva, no puede ser conocido por nosotros, lo que sólo ocurre cuando se le percibe por el sentido interior, o por la reflexión, o por ambas facultades a la vez. ENÉADA: IV 8 (6) 8

Ahora bien, si existe una sola alma, ¿cómo pueden darse un alma racional, un alma irracional y un alma vegetativa? Sin duda, porque la esencia indivisible del alma, que no se divide en los cuerpos, aparece ordenada según la razón, en tanto la esencia que se divide en los cuerpos y que, a pesar de todo, es una y la misma, produce en todas partes la facultad de sentir, como consecuencia de esa división. Esa será precisamente la primera facultad, y la segunda la capacidad que aquella esencia tiene para modelar y producir los cuerpos. Pero no porque tenga varias facultades deberá dejar de ser una. Porque en la simiente hay también más de una potencia, que es, sin embargo, una, aunque de esta unidad provenga una multiplicidad. Pero, si es así, ¿cómo no se dan todas las facultades en cualquier ser? Si nos fijamos en el alma individual que, según se dice, se encuentra en todas partes, comprobamos que la facultad de sentir no es la misma en todas ellas, y también que la razón no se halla en todo el cuerpo. En cuanto a la facultad vegetativa, se aparece en partes que no experimentan la sensación, aunque ello no impide que vuelva de nuevo a la unidad una vez que el cuerpo ha desaparecido. Pero si el alma tiene del universo la facultad vegetativa, también la tendrá del alma universal. ¿Por qué, entonces, esta facultad no puede proceder de nuestra alma? Pues sabido es que la facultad vegetativa del universo es la que sufre la sensación, en tanto en cada uno de nosotros la facultad de sentir, ayudada por la inteligencia, juzga de los objetos, pero en nada ayuda al poder de modelar el cuerpo que el alma recibe del universo. Y, ciertamente, podría hacerlo, si esta facultad no hubiera de encontrarse en el universo. ENÉADA: IV 8 (6) 3

Convendrá pensar, pues, que más allá del ser está el Uno, tal como hemos querido mostrarlo con nuestro razonamiento y en la medida en que es posible hacerlo. A continuación habrá que colocar el Ser y la Inteligencia, y, en tercer lugar la naturaleza del alma, según lo que ya se ha dicho. Dado que estas tres realidades están en la naturaleza de las cosas hemos de pensar que se dan también en nosotros. Y digo que se dan, no en lo que hay de sensible en nosotros – verdaderamente estas realidades están separadas de todo lo sensible -, sino en lo que es exterior a las cosas sensibles, tomado el término exterior como cuando se dice que esas mismas realidades son exteriores al cielo. Así han de entenderse las partes del hombre que Platón considera como “el hombre interior”. Nuestra alma es, entonces algo divino, algo de naturaleza diferente y que es tal como el alma universal. El alma que posee la inteligencia es perfecta, aunque deba distinguirse entre la inteligencia que razona y la que proporciona los principios del razonamiento. En cuanto a la facultad de razonar del alma no tiene necesidad de un órgano corpóreo para verificar su operación, ya que conserva su acción en un estado puro al objeto de poder razonar también puramente. Se mantiene, por tanto, separada y libre de todo contacto con el cuerpo, con lo que no deberemos engañarnos si la colocamos en el primer inteligible. Porque no hay motivo para preguntarse dónde hemos de situarla, sino que, por el contrario, la colocaremos fuera de todo lugar. Así, pues, el ser en sí mismo, exterior e inmaterial ha de entenderse como un ser aislado del cuerpo y que nada tiene que ver con su naturaleza. Por ello dice (Platón) al referirse al universo que el demiurgo puso el alma fuera y con ella rodeó el mundo, queriendo designar con esto la parte del alma que permanece en lo inteligible. En cuanto a nosotros, dice que nuestra alma “se yergue por su cabeza hasta las alturas”. De ahí que su exhortación para que nos apartemos del cuerpo no se refiera a una separación local – porque esta separación ya ha sido establecida por la naturaleza -, sino que haya de entenderse, como una no inclinación al cuerpo, ni siquiera en imaginación, como ser extraño que es a nosotros. Es ciertamente lo que acontece si se sabe remontar y llevar hasta lo alto esa parte del alma situada en este mundo, a la cual corresponde el cometido de fabricar y modelar el cuerpo, así como el de estar al cuidado de él. ENÉADA: V 1 (10) 5

Pero, si tenemos en nosotros todas estas cosas, ¿cómo es que no las percibimos y nos mantenemos, en cambio, desocupados la mayor parte del tiempo haciendo caso omiso de tales actividades, e incluso en algunos casos desconociéndolas totalmente? Digamos a este respecto que los seres del mundo inteligible ejercen constantemente sus actividades, y lo mismo la Inteligencia que el principio que es anterior a ella, subsistente siempre en sí mismo. En cuanto al alma también aparece animada de un movimiento eterno; pero no percibimos todo lo que ocurre en el alma sino tan sólo lo que llega hasta nosotros a través de la sensación. Porque es claro que cuando una actividad no se transmite al sentido sensible, no atraviesa en realidad el alma entera. No conocemos, pues, verdaderamente, dado que contamos con una facultad sensitiva y no constituimos una parte del alma sino que somos la totalidad de ella. Además, cada una de las partes del alma vive y actúa según su función propia, de lo cual sólo adquirimos conocimiento por medio de la comunicación y de la percepción. Convendrá, por tanto, que volvamos nuestra percepción hacia el interior de nosotros mismos y que nos apliquemos a ella si queremos tener presentes esas acciones. Porque lo mismo que un hombre, cuando se halla a la espera de un sonido que desea escuchar, se aleja de los demás sonidos y tan sólo presta atención al mejor de los que llegan hasta él, así también habremos de dejar a un lado todos los sonidos sensibles, si la necesidad no nos lo impide, para conservar en toda su pureza y bien dispuesto a las voces de lo alto, ese poder de percepción de que dispone el alma. ENÉADA: V 1 (10) 5

Comenzaremos la inquisición por el alma y nos preguntaremos si debe concedérsele el conocimiento de sí misma, constatando en tal sentido qué es lo que en ella conoce y cómo conoce realmente. En cuanto a la facultad sensible, podremos decir que, por sí misma, conoce tan sólo las cosas exteriores; porque, aunque exista un conocimiento de los hechos que acontecen en el interior de nuestro cuerpo, la percepción sigue siéndolo de algo exterior, ya que lo que en realidad percibe son afecciones que se dan en el cuerpo. ENÉADA: V 3 (49) 5

¿Diremos que la razón discursiva no se conoce a sí misma y que, por el contrario, está hecha para comprender las cosas exteriores y para formular sus juicios de acuerdo con reglas que tiene en sí misma, provenientes de la Inteligencia, e igualmente, que hay algo mejor que ella, que no necesita buscar la verdad porque la posee desde siempre? ¿Se trata, pues, de algo que no conoce lo que es, pero que conoce, en cambio, cuáles son sus cualidades y sus actos? Porque si nos dice que proviene de la Inteligencia, que ocupa el segundo lugar después de ella y que es a la vez una imagen suya, que contiene en sí misma todos sus caracteres a la manera como los grabó el supremo escribano, ¿podrá verdaderamente detenerse aquí, luego de conocerse a sí misma de este modo? ¿Y qué ocurrirá entonces: nos valdremos de otra facultad para conocer a la Inteligencia que se conoce a sí misma, o participaremos realmente en ella, en esa inteligencia que hay entre nosotros y que nosotros somos, para conocer de hecho a la Inteligencia y conocemos, a la vez, nosotros mismos? Necesariamente tendrá que ser así, puesto que nosotros estamos en condiciones de conocer lo que en la Inteligencia se conoce a sí mismo. Y, en tal sentido, nos convertimos nosotros mismos en Inteligencia, dejando a un lado todo lo demás para verla a ella por sí misma, o mejor, para vernos a nosotros mismos. Nos vemos, por tanto, como la Inteligencia se ve a sí misma. ENÉADA: V 3 (49) 5

Se ha probado con este razonamiento que hay un ser que se piensa a sí mismo en términos rigurosamente inteligibles. Pero en cuanto al alma, el pensamiento de sí mismo tiene otro sentido que no puede ser el que, con toda propiedad, se aplica a la Inteligencia. Porque el alma se piensa a si misma por ser algo que depende de la inteligencia, aunque sea diferente a ella. En tanto la Inteligencia se piensa a sí misma por ser, precisamente, inteligencia y poder pensarse tal como es y según es, atendiendo a su propia naturaleza y a la facultad que posee de volverse hacia sí misma. Porque la Inteligencia ve los seres y, al verlos, se ve a sí misma; lo que ve en acto no es, pues, otra cosa que su acto, esto es, ella misma, puesto que la Inteligencia y el acto de la Inteligencia son una y la misma cosa. Ve toda ella y por toda ella, no una parte de sí misma por medio de otra parte. Tal es lo que se ha demostrado, aunque, a decir verdad, ¿estamos convencidos de ello? Porque la demostración implica la necesidad, pero no la convicción. La necesidad se encuentra, en efecto, en la Inteligencia, mientras que la convicción se da en el alma. Pero, según parece, tratamos de convencemos a nosotros mismos antes que de contemplar la verdad por medio de la inteligencia pura. Muy al contrario, cuando nos hallábamos en lo alto, esto es, en la Inteligencia, nos sentíamos plenamente satisfechos porque comprobábamos y veíamos por la Inteligencia que todas las cosas se reunían en la unidad; era, entonces, la Inteligencia la que actuaba y la que hablaba por sí misma, en tanto el alma, permaneciendo en reposo, daba su consentimiento a la actividad de aquélla. Mas una vez venidos a este mundo, esto es, al alma, tratábamos por todos los medios de convencernos, cual si quisiésemos ver un modelo en su imagen. Quizá sea conveniente enseñar al alma cómo la Inteligencia se contempla a sí misma, al menos, mostrarlo a la parte inteligente del alma, esto es, a la razón discursiva, que ya indica por su mismo nombre que se trata de una inteligencia y que recibe todo su poder de la misma Inteligencia. Conviene, pues, que la razón discursiva conozca que conoce todo aquello que ve que conozca, a la vez, todo lo que ella dice. Si lo que dice es ella misma, entonces, naturalmente, se conocerá a sí misma. Pero lo que ella dice proviene en realidad de lo alto o le viene de lo alto, de donde también proviene ella misma; y, siendo un verbo, aprehende las cosas vecinas de la inteligencia y las adapta a las huellas de la Inteligencia que se contienen en ella con lo cual se conoce de algún modo a sí misma. Esta imagen es lo que ella traslada a la inteligencia verdadera la cual es idéntica a sus propios pensamientos, como seres reales y primeros que son. De modo que no es posible que la Inteligencia salga de sí misma. Y si está en sí misma y consigo misma, o lo que es igual, si es verdaderamente inteligencia – si es así no podría encerrar insensatez -, deberá poseer necesariamente el conocimiento de sí misma, porque para ello se encuentra en sí misma y su acto y su sustancia no son otra cosa que el ser de la Inteligencia. Lo que ocurre es que no se trata de una inteligencia práctica que es la inteligencia que mira a los objetos exteriores y no permanece en sí misma cuando se da en ella esta clase de conocimiento; porque, en efecto, no le es necesario conocerse a sí misma, si se entrega por entero a la práctica. La inteligencia que no tiene necesidad de actuar – porque al carecer de objeto exterior la inteligencia pura carece de deseos – es en cambio, la inteligencia que se vuelve hacia sí misma; para la cual no sólo es verosímil, sino, Incluso, necesario que su conversión sea realmente un conocimiento de sí misma. De otro modo, ¿cómo concebir la vida de un ser que ha sido liberado de la acción y que permanece en la Inteligencia? Podríamos sin duda argüir: pero es a Dios a quien contempla. Mas, si se admite que conoce a Dios, se deberá admitir necesariamente que también se conoce a sí misma. Porque es claro que conocerá todo lo que ha recibido de Dios, todos los dones y todos los poderes que El le ha concedido. Y al aprender a conocerlos se conocerá igualmente así misma, puesto que ella misma es uno de los dones de Dios, y mejor aún el conjunto de los dones de Dios. S, pues, conoce a Dios y conoce sus potencias, se conoce verdaderamente a sí misma al llegar a conocer que proviene de Dios y que ha recibido en sí misma los poderes que a Dios pertenecen. Si, por el contrario, no pudiese ver a Dios con toda claridad, la visión y el conocimiento que tiene de sí misma se debilitarían otro tanto, puesto que la visión y el objeto de la visión son una y la misma cosa y verse a sí mismo es, precisamente, conocerse ¿Qué otra cosa podríamos concederle? El reposo, seguramente. Pero el reposo, no es para la Inteligencia, una salida de sí misma, sino un acto vacío de elementos extraños; pues todo ser que se encuentra en reposo para los demás, no conserva más que su acto propio, sobre todo si se trata de un ser en acto y no de un ser en potencia. El ser de la Inteligencia es, por tanto, su acto, y no hay nada, además, a lo que tienda este acto, dado que la Inteligencia mira hacia sí misma. Así, pues, cuando ella se piensa, desarrolla su actividad en sí misma y hacia sí misma. Y si algo sale de ella, sale sin duda por actuar ella en sí misma. Por lo cual debe actuar en sí misma si quiere actuar sobre algo ajeno o conseguir que provenga de ella algo que le sea semejante. Del mismo modo que, siendo el fuego antes que nada fuego en sí mismo, es capaz de realizar el acto del fuego y hacer igualmente que su huella pueda actuar sobre otra cosa. ENÉADA: V 3 (49) 5

Quien se sienta incapaz de alcanzar la primera actividad, que es la del pensamiento puro, que haga uso de la facultad de opinión, por la cual ascenderá a la Inteligencia. Y si no puede partir de ella, que tome la sensación plenamente desplegada en sus formas; esto es, tanto la sensación en sí misma con sus potencias como la sensación en acto manifiesta en las formas. Si lo desea, que descienda, incluso, a la potencia generadora y a las cosas que esta potencia produce; luego, que ascienda desde las últimas formas a las que también son últimas pero en sentido inverso, mejor dicho, a las formas primeras. ENÉADA: V 3 (49) 5

Bien; dejemos la cuestión para más adelante. Ahora, sigamos de nuevo el hilo de nuestro tema – “puesto que no se trata de resolver sobre algo intrascendente ” – y afirmemos una vez más que la Inteligencia tiene necesidad de verse a sí misma, o mejor que se ve a sí misma, primeramente porque ella es múltiple, y luego porque está ligada a otro principio, ya que, necesariamente, su facultad de ver no tiene otro objeto que este principio, y su esencia consiste en la visión de él; porque la visión, o no es nada consistente, o tiene que ser en realidad visión de algo. Se necesita, pues, más de una cosa para que haya visión, y ésta debe coincidir con el objeto visible. Por otra parte, el objeto visible ha de ser múltiple y no absolutamente uno; porque lo que es absolutamente uno no tiene nada sobre lo que actuar y ha de permanecer en reposo y en completo aislamiento, si un ser actúa, hay que contar, entonces, con una cosa y luego con otra; de otro modo, ¿qué es lo que él podría hacer? ¿Hasta dónde podría avanzar? Porque es claro que su acción, o bien recae sobre otra cosa, o bien ha de quedar encerrada en sí misma, lo que exige su multiplicidad. Y si no avanza hacia otro objeto, tendrá necesariamente que detenerse, y, una vez detenido, no podrá ya pensar. Pues conviene que el ser pensante, cuando piensa, disponga de dos términos, uno de los cuales tendrá que ser exterior a él, salvo que ambos términos se den en el mismo ser, en cuyo caso el pensamiento versará siempre sobre una diferencia, y necesariamente también sobre una identidad. Así ocurre con los objetos esenciales, que son pensados al volverse a la Inteligencia y encierran en sí la mismidad y la alteridad. Cada uno de estos objetos se ve acompañado sucesivamente de la identidad y de la diferencia; porque, ¿qué objeto podríamos pensar que no contenga una cosa y luego otra? Si cada uno de ellos es una palabra, entonces, es múltiple; pues, una cosa se percibe a sí misma si es en realidad un ojo múltiple o si consta de variados colores. En el caso de que tuviese que aplicarse a un objeto uno e indivisible, la palabra ya no sería necesaria, porque ¿qué podría decir de este objeto y cómo lo comprendería? Porque si lo absoluto indivisible necesitase decir lo que es, tendría que decir primeramente lo que no es; de modo que sería múltiple para poder ser uno. Y así, cuando dijese: soy esto, o bien esto designaría algo diferente de él, y entonces mentiría, o bien esto designaría un accidente suyo, y entonces diría varias cosas de sí mismo. Parece, pues, que debiera decir: yo soy, yo soy, y yo, yo. Pero, ¿y si fuese realmente dos cosas y dijese: yo y esto? Entonces sería necesariamente múltiple y contaría con elementos diferentes, que tendrían a la vez sus caracteres propios; sería un número y también muchas otras cosas. ENÉADA: V 3 (49) 5

Es preciso que percibamos cada cosa por la facultad cognoscitiva que corresponda; unas por los ojos, otras por los oídos y las demás de la misma forma. Y hemos de pensar, bien, que hay otras cosas que ve la Inteligencia, y que comprender no es escuchar ni ver. ¡Como si pudiese prescribirse que se ve con los oídos o que los sonidos no existen que no se los ve! Pensemos, sin embargo, que los hombres olvidadizos de lo que desde el principio y hasta ahora echan de menos y ansían. Todas las cosas tienden hacia El, desean por una necesidad de su naturaleza, como si sospechasen que no pueden existir sin El. En cuanto a lo que despierta nuestra admiración y nuestro amor, sólo de ser percibido por seres capaces de conocer y en estado vigilia; pero el Bien, en cambio, está ahí desde siempre y constituye el objeto de un deseo innato, incluso para los seres adormecidos, no llenándonos de admiración si alguna vez lo vemos porque ya se encuentra siempre presente y no tenemos necesidad de recordarlo. Ahí está, en efecto, aunque no lo veamos, porque está, incluso, presente para los seres adormecidos. El deseo de lo bello, cuando se hace presente, nos produce dolores, porque es preciso que lo veamos para que lo deseemos; se trata realmente de un amor de segundo grado, que se da en los seres que conocen, lo cual revela que lo bello ocupa, precisamente, el segundo rango. El deseo del Bien es más antiguo y no supone percepción de ninguna clase, por lo que se dice también que el Bien es más antiguo y anterior a lo bello. Quienes poseen el Bien piensan ya que tienen bastante y que han colmado sus deseos; pero lo bello no todos lo ven y piensan por ello que, si existe, existe para sí mismo, mas no para nosotros, porque la belleza de cada uno sólo pertenece al que la posee. Basta, por lo demás, parecer bello, aunque no se lo sea, en tanto en lo que concierne al Bien no resulta suficiente con la apariencia .Porque disputamos, rivalizamos y aun entramos en pendencia con lo bello por creerlo engendrado como nosotros mismos; cual si quisiésemos parecernos a alguien de rango inferior al rey y que pretendiese para sí la misma dignidad, aduciendo para ello que depende del mismo rey que él, pero desconociendo que si, en efecto, depende del rey, el otro personaje se encuentra realmente antes que él. La causa de este error estriba en que participamos en el mismo principio que lo bello y que el Uno es anterior, tanto a lo bello como a nosotros mismos; mas si el Bien no tiene necesidad de lo bello, lo bello, en cambio, sí tiene necesidad de Aquél. El Bien es dulce, bondadoso y delicado, encontrándose presente cuando así lo queremos. Lo bello produce estupor y turbación y origina placer con mezcla de dolor. Nos atrae, aun sin saberlo, fuera del Bien, lo mismo que el amado atrae a la amada fuera de la casa del padre, porque es más joven que el Bien. El Bien es más antiguo, no en el tiempo, sino verdaderamente, y por tener un poder anterior, ya que dispone de todo el poder posible. Lo que viene después de El no tiene ya todo el poder sino el que corresponde a un ser posterior y proveniente del Bien. De modo que el Bien es señor de todo el poder, porque no tiene necesidad de los seres que ha producido y, por ser así, abandona lo que ha engendrado y permanece tal como era antes de producir nada, pues, de nada tendría que ocuparse de no haber producido ningún ser. Si algo realmente puede provenir de El, El mismo no tiene por qué sentir envidia, ya que ninguna cosa puede nacer ni es capaz de venir sin El a la existencia, siendo así que El ha engendrado todas las cosas. Pero El mismo no constituye todas las cosas, para no tener necesidad de ellas; por el contrario, se encuentra por encima de todas las cosas y puede producirlas y permitir, incluso, que las cosas existan por sí mismas, aunque El permanezca sobre ellas. ENÉADA: V 5 (32) 5

Todas las artes de imitación, como la pintura y la escultura, la danza y la pantomima, son artes propias de este mundo porque tienen un modelo sensible e imitan formas y producen cambios de movimientos y de simetrías visibles. No sería lógico trasladarlas al mundo inteligible, si no hubiese que referirlas a la razón humana. Si consideramos la constitución del (animal universal) partiendo de la simetría visible en todos los demás animales, hacemos uso de una parte de la facultad que, en el mundo inteligible, considera y contempla la perfecta simetría en el ser inteligible. Y otro tanto hay que decir de la música, que ejercita sus pensamientos sobre el ritmo y la armonía; pues se produce del mismo modo que la que tiene por objeto el ritmo inteligible. Todas las artes que fabrican objetos sensibles, como por ejemplo la arquitectura o el arte del carpintero, sacan sus principios del mundo inteligible y de los pensamientos del mundo inteligible, en tanto se ajusten a la simetría. Pero como mezclan estos pensamientos a un objeto sensible, su objeto no se encuentra por entero en el mundo inteligible, salvo que se le considere en la razón humana. No se hallan, pues, en el mundo inteligible, ni la agricultura que contribuye a la vegetación sensible, ni la medicina que atiende a la salud de los hombres, o a la fuerza y bienestar de sus cuerpos. Porque en esa región se dan otra fuerza y otra salud, por las que todos los seres aparecen inmóviles y satisfechos. La retórica, la estrategia, el gobierno de la casa y el arte de reinar, si comunican la belleza a sus acciones, introducen naturalmente en la ciencia una parte del mundo inteligible y de la ciencia misma del mundo inteligible. Así, la geometría, que se refiere a objetos inteligibles, debe ser integrada en el mundo inteligible, e, igualmente, con mucho mayor motivo, la sabiduría que se ocupa del ser. He aquí lo que convenía decir acerca de las artes y de los objetos producidos por ellas. ENÉADA: V 9 (5) 5