Mejor será, sin embargo, considerar la cuestión en sí misma, y no con relación al objeto buscado, esto es, si hay algo que verdaderamente fluya de allí y si las cosas del cielo tienen necesidad de lo que, con lenguaje no apropiado, llamamos nosotros alimento. ¿O es que, una vez ordenadas las cosas del cielo según su naturaleza, no experimentan ya efluvio alguno? ¿Acaso contiene el cielo solamente fuego, o contiene también, aunque con mayor cantidad de fuego, otras materias que puedan permanecer suspendidas y como elevadas por ese mismo fuego que las señorea? Porque si además de contar con la pureza y la bondad absoluta de los cuerpos celestes — no olvidemos que en los restantes animales la naturaleza selecciona los cuerpos mejores para formar las partes principales de aquellos –, se tiene en cuenta la causa más importante, que es el alma, se alcanzará una opinión muy firme acerca de la inmortalidad del cielo. Está en lo cierto Aristóteles cuando dice que la llama es una determinada ebullición y un fuego que se desborda con arrogancia; mas el fuego del cielo es todo igual y apacible, conveniente a la naturaleza de los astros. Y en cuanto a la causa principal, que es el alma, surge a continuación de las realidades mejores, dotada de un poder maravilloso; ¿cómo, pues, nos preguntamos, podrían escapar del alma hacia su destrucción esas cosas que se han acogido a ella, de una vez para siempre? Sí no creemos que el alma salida de Dios es más fuerte que cualquier otro vínculo, desconoceremos también la causa suprema que contiene todas las cosas, Absurdo resulta admitir que esa alma que ha podido gobernar el cielo durante tanto tiempo, no conseguirá retenerlo por toda la eternidad. ¿Es que acaso lo mantiene por la fuerza y entonces el estado natural sería distinto del estado natural, sería distinto del estado actual, que vemos realizado en la naturaleza del todo y en su hermosa disposición? ¿Hay por ventura un principio que pueda destruir violentamente la constitución del universo, e incluso la naturaleza del alma, lo mismo que se destruye un reino o cualquier otro imperio humano? Es claro que el mundo no ha tenido un comienzo – lo contrario ya se ha dicho que es absurdo – y esto nos otorga confianza acerca de su porvenir. Pues, ¿cómo pensar en ese no-ser del mundo? Los elementos no se gastan con el roce, cual ocurre con la madera y otras cosas por el estilo; y si subsisten siempre, es indudable que también subsiste el todo. El hecho de que éste se modifique continuamente, no ataca a la permanencia del todo; porque la causa de la modificación sigue existiendo. ENÉADA: II-I (40) 4
Para prever la magnitud del cielo y, sobre todo, su dimensión, para prever también la dirección oblicua del zodíaco, el movimiento de los (planetas) que se hallan debajo del cielo, la disposición de la tierra, de modo que pueda darse una razón de todo esto, mejor que una imagen seria, desde luego, una potencia que proviniese de los seres superiores. Esto lo reconocen ellos mismos, aunque a regañadientes; porque la iluminación comprobada en las tinieblas les obliga a reconocer las causas verdaderas del mundo. Ya que, ¿por qué razón deberían iluminarse las tinieblas, si no parece del todo necesario? Esta iluminación ha de verificarse con arreglo a la naturaleza o bien contra ella. Pero si se verifica con arreglo a la naturaleza, es que siempre ha tenido lugar; y si se realiza contra ella, es porque se dan en los seres inteligibles cosas que contrarían a la naturaleza, lo cual haría suponer que los males preceden al mundo sensible y que no es el mundo la causa de ellos, sino precisamente la realidad inteligible la causa de los que se producen en este mundo; no sería del mundo, entonces, de donde viene el mal al alma, sino al contrario, del alma misma de donde aquél proviene. Con este razonamiento tendríamos que remontarnos a los principios primeros. Si es para ellos la materia la causa de los males, deberán decirnos igualmente de dónde proviene la materia; porque el alma que se ha inclinado ha visto e iluminado, según afirman, unas tinieblas que ya existían. ¿De dónde viene, pues, la materia? Si dicen que el alma misma la ha producido al inclinarse, es claro que ella no tenía a dónde inclinarse, siendo entonces la causa de la inclinación, no ciertamente las tinieblas sino la naturaleza del alma. O, lo que es lo mismo, habrá que pensar en necesidades que precedan a la materia; de modo que la causa de todo remonta de nuevo a los seres primeros. ENÉADA: II 9 (33) 12
Conviene pensar que todos los demás demonios son así, e incluso los elementos de que están compuestos. Todo demonio, en el puesto que le ha sido asignado, puede procurarse y desear su bien, resultando por ello, afín a Eros, aunque, como él, no consiga darse satisfacción. Todo demonio desea una forma de bien, por lo que se explica que los seres buenos amen también, por Eros, el bien en absoluto y el bien real, pero no cualquier otro bien; los demás se colocan bajo la dependencia de otros demonios, cada uno en relación con un demonio diferente. Dejan así inactivo al Eros universal y actúan según el demonio que han escogido, de acuerdo con la parte del alma que es en ellos la más activa. Los seres que sólo tienden al mal, por los malos deseos originados en ellos, crean dificultades a los Eros de sus almas, lo mismo que a la recta razón, innata en ellos, por las malas opiniones que les sobrevienen. El amor es hermoso si es natural y acorde con su naturaleza; pero en un alma inferior es de dignidad y de poder inferior, siendo también superior en un alma que asimismo lo sea; siempre, sin embargo, se mantiene en su propia esencia. El amor contra naturaleza, que es el de las almas extraviadas, viene a ser realmente una disposición y no una esencia ni una hipóstasis sustancial; no ha de considerarse engendrado por el alma, sino corno coexistente con su vicio, que produce algo análogo en sus disposiciones pasajeras o duraderas. Parece, pues, que los bienes verdaderos, conformes con la naturaleza del alma, que actúa en los límites de su ser, son en general los bienes sustanciales; los otros bienes, que no provienen de un acto del alma, no son, en cambio, otra cosa que afecciones de ella. Del mismo modo, los pensamientos falsos no dicen relación a las sustancias, en tanto los pensamientos realmente verdaderos, eternos y definidos, exigen a la vez el acto de pensar, un objeto de naturaleza inteligible y la existencia de este mismo objeto, ya se trate del pensamiento en general o de un pensamiento determinado relativo a una forma de la inteligencia y a la inteligencia que hay en cada forma. Para cada una de éstas supondremos una noción y un objeto puros, que no se interfieran con ninguna otra cosa; los aceptaremos, pues, en toda su simplicidad. De ahí el amor que sentimos por las cosas simples: nuestros pensamientos van directamente hacia ellas, de tal modo que si pensamos en algo particular es tan sólo por accidente; vemos, por ejemplo, que un triángulo tiene sus ángulos iguales a dos rectos por la idea que tenemos del triángulo puro. ENÉADA: III 5 (50) 7
La naturaleza del alma, pues, ha de ser tal que no pueda haber al lado de ella ni un alma que sea sólo indivisible, o sólo divisible, debiendo contar necesariamente con estas dos propiedades. ENÉADA: IV 2 (4) 2
Se ha dicho, en efecto, que hay un alma única y muchas otras almas. Se ha afirmado igualmente que hay virtual diferencia entre las partes y el todo, y se ha hablado, en general, de la diferencia que comportan las almas. Pero debe añadirse ahora que las diferencias que manifiestan las almas en sus caracteres y en sus actos de pensamiento provienen realmente de sus cuerpos y de las vidas que han tenido anteriormente. Dice (Platón) que la elección de las almas se verifica de acuerdo con sus vidas anteriores. Ahora bien; si se considera la naturaleza del alma en general, se advierten entra las almas las diferencias de segundo y tercer rango de que ya se ha hablado; porque todas las almas abarcan todas las cosas, pero cada una de ellas se adapta a su privativa actividad. Así, por su misma acción, un alma aparece unida al mundo inteligible, pero otra lo está por el conocimiento, y una tercera por el deseo; cada una de ellas, aun contemplando cosas diferentes, es y se vuelve lo que ella misma contempla. ENÉADA: IV 3 (27) 8
Me parece que han comprendido bien la naturaleza del universo esos antiguos sabios que han querido tener presentes a los dioses fabricándoles templos y estatuas. Comprendieron, en efecto, que es fácil atraerse en todas partes la naturaleza del alma universal, pero que resulta todavía más sencillo hacerse con ella si se construye un objeto que pueda recibir su influjo o siquiera su participación. La representación en imagen de una cosa sufre siempre el influjo de esta, al modo como un espejo es también capaz de aprehender la imagen. Porque la naturaleza, actuando de una manera muy hábil, hace todas las cosas imitando aquellos seres cuyas razones posee. Así nace realmente todo, como una razón que se da en la materia, pero que recibe una forma de algo que está sobre la materia; (la naturaleza) lo pone en contacto con la divinidad según la cual fue engendrado, mientras el alma universal lo contempla para que todo se haga según ella. No es posible, pues, que haya alguna cosa que no participe de la divinidad, pero tampoco lo es que la divinidad descienda hasta nosotros. La inteligencia de que hablamos viene a ser como el sol inteligible — que es precisamente lo .que nosotros tomamos como ejemplo –, pero a continuación de él hemos de colocar un alma que de él depende y que permanece en el mundo inteligible. Esta alma da al sol los límites que ciertamente le convienen, operándose, por medio de ella, la unión más íntima entre el sol sensible y el sol inteligible. También por su intermedio se transmiten al sol sensible las voluntades del sol inteligible, así como al sol inteligible los deseos del sol sensible, todo ello en la medida en que, por medio del alma, pueden esos deseos llegar hasta aquél. ENÉADA: IV 3 (27) 11
Sea, en efecto, el alma la que recuerda; mas, para poder hacerlo e imprimir en ella las huellas de las cosas sensibles, ha de encontrarse precisamente en el cuerpo, llena de impureza y de cualidades. Es esa su permanencia en el cuerpo la que le hace recibir las impresiones e impedir que desaparezcan. Ahora bien, no por esto las impresiones tienen que ser magnitudes, puesto que no constituyen verdaderas improntas, ni se imprimen sobre una materia resistente, en la que se modelan, dado que tampoco hay aquí posibilidad de mezcla ni una superficie como la de la cera. La impresión producida en el alma debemos considerarla como una especie de intelección, incluso en lo que concierne a las cosas sensibles. ¿Podría decir alguien dónde se halla la impresión cuando se piensa en un cuerpo? ¿Y qué necesidad hay de acompañar esa impresión del cuerpo o de alguna cualidad que exista con él? Necesariamente, el alma tiene el recuerdo de sus propios movimientos y de los deseos que ha experimentado, pero no satisfecho. Esto no quiere decir, sin embargo, que todo lo deseado haya de recaer en el cuerpo. ¿Cómo, entonces, podría testificar el cuerpo cosas que, realmente, no han llegado en modo alguno hasta él? ¿Y cómo haría uso del cuerpo la misma memoria si no está en absoluto en la naturaleza del cuerpo el llegar a conocer? Digamos en verdad que aquellas impresiones difundidas a través del cuerpo tienen su fin en el alma, en tanto todas las demás deben atribuirse exclusivamente al alma, si es cierto que el alma posee una realidad, una naturaleza y una actividad propiamente suyas. Si esto es así, el alma tendrá, con su deseo, el recuerdo propio de él. Y éste se cumplirá o no, ya que la naturaleza del alma no se cuenta entre las cosas fluyentes. De otro modo, no le atribuiríamos ni sentido interno, ni conciencia, ni composición alguna de impresiones e inteligencia de ellas. Y si no tiene en su naturaleza ninguna de estas propiedades, mal podrá introducirlas cuando se encuentra en el cuerpo. Posee el alma, desde luego, ciertas actividades cuyo despliegue y cumplimiento descansa verdaderamente en los órganos; pero, cuando ella llega al cuerpo, trae consigo esas potencias y las actividades que le son privativas. Por lo demás, el cuerpo es un impedimento para la memoria. En ciertas ocasiones se produce el olvido, especialmente con la ingestión de determinadas bebidas; sin embargo, muy a menudo la limpieza del cuerpo hace recobrar la memoria. Como quiera que el alma recuerda estando sola, la naturaleza móvil y fluyente del cuerpo debe ser la causa del olvido y no de la memoria. Así deberá interpretarse la alusión al río del Leteo, con lo cual esa afección que llamamos la memoria habrá de atribuirse al alma. ENÉADA: IV 3 (27) 26
Si hemos de hablar con toda propiedad, conviene admitir que las sensaciones tienen lugar por medio de órganos corpóreos. Esto es consecuencia de la naturaleza del alma, la cual no percibe nada sensible si permanece fuera del cuerpo. El órgano a que nos referimos debe ser, o todo el cuerpo, o una parte de él, elegida especialmente para esta función, como ocurre con el tacto y con la vista. Viendo el artificio de que se sirven los órganos se comprueba su carácter intermedio entre nosotros, que somos quienes juzgamos, y el objeto juzgado, ya que ellos nos dan a conocer los caracteres específicos de los objetos. Porque la regla adoptada para lo recto, tanto en el alma como en ‘la plancha de madera, es como algo intermedio entre ambas, sirviendo para que el artesano juzgue de la rectitud misma de la plancha. ENÉADA: IV 4 (28) 23
El poder y la naturaleza del alma se harán todavía más claros y más evidentes si la imaginamos envolviendo y conduciendo el cielo a medida de su voluntad. Porque se entrega a él en toda su extensión, y todos sus intervalos, grandes y pequeños, se ven animados por ella. Tratándose de cuerpos, éstos no podrán encontrarse juntos, y uno ha de estar aquí y otro ha de estar allá, pero siempre separados entre sí por más que se hallen en lugares contrarios. Con el alma, en cambio, no acontece lo mismo, porque el alma, se divide para animar con cada una de sus partes cada del cuerpo, sino que, a la inversa, todas las partes obtienen su vida por la totalidad del alma, la cual se encuentra presente dondequiera que sea, en semejanza, por su unidad y su omnipresencia, con el padre que le dio el ser. El cielo, que es múltiple y cuenta con diversas partes, adquiere unidad por el poder de esta alma, que hace que este mundo se convierta en un dios. Y otro tanto ocurre con el sol, en su condición de ser animado, e igualmente con los demás astros, e incluso con nosotros, si somos partícipes algo divino: “porque los cadáveres deben ser más rechazados que la basura misma”. No obstante, la causa por la que los dioses son realmente dioses es necesariamente anterior a ellos. Y nuestra alma se ofrece semejante al alma de los dioses hasta el punto de que, cuando se la considera en estado de pureza y sin el añadido que ella recibe, se la estima de igual valor que el alma del mundo y de mucho más valor que todos los seres corpóreos. Porque todos ellos son terrestres, ya que si fuesen fuego, ¿qué es lo que podría inflamarlos? Lo mismo diríamos de los compuestos de estos dos elementos, aún en el caso de añadirles el agua y el aire. Siendo así que lo que perseguimos es el ser animado, ¿por qué olvidamos de nosotros mismos y buscar un ser que no somos nosotros? Sí amas el alma que se da en otro, ámate con mayor razón a ti mismo. ENÉADA: V 1 (10) 5
Convendrá pensar, pues, que más allá del ser está el Uno, tal como hemos querido mostrarlo con nuestro razonamiento y en la medida en que es posible hacerlo. A continuación habrá que colocar el Ser y la Inteligencia, y, en tercer lugar la naturaleza del alma, según lo que ya se ha dicho. Dado que estas tres realidades están en la naturaleza de las cosas hemos de pensar que se dan también en nosotros. Y digo que se dan, no en lo que hay de sensible en nosotros – verdaderamente estas realidades están separadas de todo lo sensible -, sino en lo que es exterior a las cosas sensibles, tomado el término exterior como cuando se dice que esas mismas realidades son exteriores al cielo. Así han de entenderse las partes del hombre que Platón considera como “el hombre interior”. Nuestra alma es, entonces algo divino, algo de naturaleza diferente y que es tal como el alma universal. El alma que posee la inteligencia es perfecta, aunque deba distinguirse entre la inteligencia que razona y la que proporciona los principios del razonamiento. En cuanto a la facultad de razonar del alma no tiene necesidad de un órgano corpóreo para verificar su operación, ya que conserva su acción en un estado puro al objeto de poder razonar también puramente. Se mantiene, por tanto, separada y libre de todo contacto con el cuerpo, con lo que no deberemos engañarnos si la colocamos en el primer inteligible. Porque no hay motivo para preguntarse dónde hemos de situarla, sino que, por el contrario, la colocaremos fuera de todo lugar. Así, pues, el ser en sí mismo, exterior e inmaterial ha de entenderse como un ser aislado del cuerpo y que nada tiene que ver con su naturaleza. Por ello dice (Platón) al referirse al universo que el demiurgo puso el alma fuera y con ella rodeó el mundo, queriendo designar con esto la parte del alma que permanece en lo inteligible. En cuanto a nosotros, dice que nuestra alma “se yergue por su cabeza hasta las alturas”. De ahí que su exhortación para que nos apartemos del cuerpo no se refiera a una separación local – porque esta separación ya ha sido establecida por la naturaleza -, sino que haya de entenderse, como una no inclinación al cuerpo, ni siquiera en imaginación, como ser extraño que es a nosotros. Es ciertamente lo que acontece si se sabe remontar y llevar hasta lo alto esa parte del alma situada en este mundo, a la cual corresponde el cometido de fabricar y modelar el cuerpo, así como el de estar al cuidado de él. ENÉADA: V 1 (10) 5