Y yo, oyéndole, volví los ojos hacia Hipotales, y por poco cometo un fallo, pues estaba a punto de decir: «Así, oh Hipotales, es preciso dialogar con el amado, rebajándole y haciéndole de menos, y no, como tú, inflándole y deshaciéndote en halagos.» Pero, como vi lo angustiado y desorientado que estaba por lo que se decía, me acordé de que quería que Lisis no se diera cuenta de su presencia. Me contuve, pues, y me guardé las palabras. En esto que vino Menéxeno de nuevo y se sentó junto a Lisis, en el mismo lugar del que se había levantado. Lisis, en efecto, infantil y amorosamente, a espaldas de Menéxeno, y hablándome en voz baja, me dijo:
-Todo lo que me has dicho, Sócrates, díselo a Menéxeno.
Y yo le dije:
-Todo esto se lo dices tú, Lisis, ya que has estado muy atento.
De acuerdo, dijo.
-Procura, entonces, le dije, recordarlo lo mejor que puedas para que se lo comuniques todo claramente. Y si llegases a olvidar algo de ello, pregúntame de nuevo la primera vez que me encuentres.
-Así lo haré, Sócrates, me dijo, y con todo detalle, puedes estar seguro; pero dile alguna otra cosa que yo pueda escuchar también, hasta que sea hora de ir a casa.
-No tengo más remedio que hacerlo, dije, puesto que tu lo mandas; pero mira cómo me puedes ayudar, caso de que Menéxeno intente contradecirme, ¿o es que no sabes lo disputador que es?
-Por Zeus, que lo sé, dijo, y de qué manera; por eso, quiero que tú dialogues con él.
-¿Para que haga el ridículo?, le dije.
-No, por Zeus, sino para que me lo frenes.
-¿Cómo?, le dije. No es nada fácil, pues es un hombre hábil, un discípulo de Ctesipo. Por cierto, que ahí lo tienes, ¿no lo ves?, al mismo Ctesipo.
-No te preocupes de nadie, Sócrates, dijo, sino ve y habla con él.
-Así que soy yo el que he de hablar, le dije.