Y yo, pretendiendo analizar el argumento, dije:
-Si hay una diferencia entre connatural y semejante, entonces, me parece, amigos Lisis y Menéxeno, que estaríamos diciendo algo de lo que es la amistad. Si, por el contrario, resulta que son lo mismo lo connatural y lo semejante, no es fácil rechazar el argumento anterior de que precisamente lo semejante es inútil a lo semejante por su misma semejanza; y sostener que se ama lo inútil, es desatinado. ¿Queréis, pues, dije yo que como embriagados de discurso concedamos y afirmemos que lo connatural y lo semejante son distintos?
-De acuerdo.
-¿Sentamos entonces la tesis de que el bien es connatural a todo y lo malo, extraño? ¿Podemos también afirmar que lo malo es connatural a lo malo y lo bueno, a lo bueno, y lo que no es ni bueno ni malo, a lo que no es ni bueno ni malo?
Ellos afirmaron que les parecía que cada una de estas cosas eran connaturales.
-Pero ya, muchachos, hemos vuelto a caer, dije, en el discurso que antes habíamos rechazado, a saber: que el injusto y el malo no son menos amigos del injusto y del malo, que el bueno lo es del bueno.
-Ésta parece ser la conclusión, dijo.
-¿Pero, cómo? ¿Si habíamos dicho que lo bueno y lo connatural son la misma cosa, no será entonces el bien sólo amigo del bien?
-Cierto.
-Pero esto creíamos que ya lo habíamos refutado nosotros mismos. ¿O es que no os acordáis?
-Sí que nos acordamos.
-¿Qué es lo que nos queda aún por hacer con el discurso? Es claro que nada. Quizá nos falte, como a los oradores en los juicios, reconsiderar todo lo que ha sido dicho. Porque, si ni los queridos ni los que quieren, ni los semejantes ni los desemejantes, ni los buenos ni los connaturales, ni todas las otras cosas que hemos recorrido -pues ni yo mismo me acuerdo, de tantas como han sido-, si nada de esto es objeto de amistad, no me queda más que añadir.
Dicho esto, me pasó por la cabeza poner en movimiento a algún otro de los mayores. Pero en ese momento, como aves de mal agüero, llegaron los pedagogos, el de Menéxeno y el de Lisis, con los hermanos de ellos, y les llamaban, mandándoles ir a casa. Ya había caído la tarde. Primero nosotros y después los que nos rodeaban intentamos echarlos; pero no nos hacían caso, sino que continuaban con su mal griego, enojados y sin dejar de llamarlos. Nos parecían como si hubieran bebido un vaso de más en las fiestas de Hermes. No había, pues, nada que hacer. Vencidos, al fin, por ellos, disolvimos la reunión. Al tiempo que se iban les dije: «Ahora, Lisis y Menéxeno, hemos hecho el ridículo un viejo, como yo, y vosotros. Pues cuando se vayan éstos, dirán que nosotros creíamos que éramos amigos -porque yo me cuento entre vosotros- y, sin embargo, no hemos sido capaces de llegar a descubrir lo que es un amigo.»