El Menéxeno es un epitafio o discurso fúnebre convencional, enmarcado en dos partes dialogadas que sirven de preámbulo y epílogo. El interlocutor de Sócrates es, en este caso, el joven Menéxeno, perteneciente a una familia de cierta raigambre en la vida pública, que ha llegado a la edad de la efebía y está en posesión de los derechos que confiere la legislación ateniense. Menéxeno, que se muestra muy interesado por la oratoria, informa a Sócrates sobre la elección del orador encargado de pronunciar la oración fúnebre anual. Sócrates, en un tono irónico y arrogante, y en un contexto que desvirtúa algunas de sus afirmaciones habituales, desmitifica ante el joven las tareas de los oradores e insiste, sobre todo, en la facilidad con que elaboran este tipo de discursos1. Él mismo se ofrece a pronunciar uno muy concreto: el que ha aprendido de Aspasia, la famosa hetera jonia, compañera de Pericles, compuesto a base de la soldadura de partes improvisadas y restos de un anterior discurso que había escrito para aquél. A continuación, Sócrates comienza su peroración por el elogio de los muertos en el combate, continúa con la relación de los acontecimientos históricos más destacados hasta la paz de Antálcidas, y finaliza con la prosopopeya de los muertos -que exhortan a sus descendientes a tenerlos presentes e imitarlos- y con una consolación a los padres, en que se recuerdan los desvelos del Estado para con ellos y para con los huérfanos de los desaparecidos.
De todas las obras de Platón, el Menéxeno es, en relación con su brevedad, la que más controversias ha suscitado. La vastísima exégesis crítica desencadenada desde el siglo XIX, que en ocasiones ha contribuido a acrecentar su carácter enigmático, da buena prueba de ello. La razón para tantas dificultades en la interpretación es que resulta difícil hallar, en una obrita tan corta, mayor número de errores -por no decir falsedades-, anacronismos y exageraciones. Todo ello, por otra parte, sustentado en una ironía convenientemente matizada y en una constante ambigüedad. Por lo demás, no faltan tampoco a lo largo del discurso las sugerencias de tipo moral y las disquisiciones políticas. En cuanto a los planteamientos filosóficos que cabría esperar, son más bien marginales, escasos y se encuentran supeditados a la particular significación del ámbito del discurso.
El Menéxeno continúa la antigua tradición del epitafio2. Cierto es que hay en el tratamiento platónico algunas innovaciones3, pero, en general, el parentesco con la concepción anterior del género es muy notable. Su estructura es la habitual en los discursos fúnebres conservados, desde el de Pericles (Tucídites,1135 ss.), hasta el atributo a Demóstenes (LX), pasando por el quizás auténtico de Lisias (II) y el, con toda certeza, genuino de Hiperides (VI). En todos ellos encontramos el esquema característico: en primer lugar, el encomio de los héroes muertos o desaparecidos en el combate; en segundo lugar, la consolación a los vivos, padres y huérfanos de aquéllos. A su vez, en la composición de la primera parte aparecen los temas usuales de la autoctonía del país, el elogio de la nobleza de crianza y educación, el catálogo de las leyendas, etc. A esto seguía la relación de hazañas, tanto en tierra como en el mar, comenzando siempre por la gesta de las Guerras Médicas.
En cuanto a la segunda parte, la consolación a los padres y el tema de la solicitud del Estado por los huérfanos, son igualmente tópicos constantes.
Además de la identidad temática, destacan también los paralelismos en los aspectos estilísticos, aunque Platón ha llevado a los últimos extremos el tratamiento de las figuras de retórica y de pensamiento4. Por eso, está fuera de toda duda que, en este aspecto de la cuestión, la vinculación del Menéxeno con el discurso fúnebre de Gorgias, modelo primerísimo para la elaboración de la prosa artística, es obligada. En el texto de Gorgias (Fr. B 5 A, D. K. – Cf. A 1, D-K), a pesar de la brevedad del fragmento que conservamos, se encuentran ya recogidas la mayor parte de las figuras utilizadas por Platón.
Tampoco son exclusivas del Menéxeno las falsedades y exageraciones. Precisamente, Sócrates se refiere en el prólogo, con sutil ironía, a la extraordinaria habilidad de los oradores para, por así decirlo, apañar el discurso y hechizar con sus palabras al auditorio; la práctica consistía en aprovechar, ante todo, los datos que aportaba la tradición y en elaborar con ellos un encomio general, en el que las deformaciones de lo real -ocultamiento de lo adverso y negativo, exaltación de lo favorable y glorioso- conformasen el tono solemne y patriótico del discurso.
Más difícil resulta determinar qué motivos impulsaron a Platón a escribir este epitafio y con qué finalidad. Determinar, en suma, el sentido del discurso.
El contenido del prólogo es, a este respecto, sumamente ilustrador. Ya la primera referencia a la temporalidad del quehacer filosófico y de la paideía está planteada en función de la ironía. Sabemos, con certeza, que tanto Platón como Sócrates proponían una actividad filosófica duradera en contra del pensamiento sofista, que hacía de la filosofía una mera etapa del saber, inferior en sus cometidos a la praxis política. Por tanto, la opinión aquí recogida no deja duda acerca de su carácter anecdótico (Menéx. 234a). Tampoco ofrece duda el carácter paródico de la descripción de las oraciones fúnebres que hace Sócrates: ellas desdeñan la verdad; ejercen como una especie de encantamiento sobre el auditorio, ya predispuesto, a base de recursos de oratoria; encomian no sólo a los muertos, sino también a los antepasados, al Estado e, incluso, a los vivos; en fin, buena parte de esos discursos están ya elaborados de antemano (234c, ss.). También es preciso interpretar en el mismo sentido las referencias a Aspasia, o mejor a su método de «soldadura» para construir discursos, y a Conno, un músico mediocre, objeto, a menudo, de las burlas de los cómicos. Resulta difícil, en efecto, creer que Platón podía poner en situación de inferioridad, como se deduce del texto, al orador Antifonte y al músico Lampro, ambos de excelente reputación, en relación con los otros dos personajes. Pero, además, Sócrates no esconde sus propósitos acerca del discurso que se dispone a pronunciar: Menéxeno ha replicado a sus primeras palabras con un reproche a sus incesantes burlas de los oradores. A esto responde Sócrates que él mismo podría pronunciar una oración fúnebre « sin emplear nada de su propia cosecha». Da a entender, de este modo, que no está en su ánimo pronunciar un discurso modelo, un epitafio que corrija los defectos o modifique los matices descuidados por otros epitafios. Parece claro que el discurso que seguirá sólo puede entenderse como una brillante ilustración de la parodia que previamente se ha desarrollado en el prólogo. Y, en realidad, su estructuración obedece a esta premisa, pues además de las distorsiones de la verdad y del tono de engañosa exaltación en que se encuadra el elogio, el uso de las figuras de estilo y de pensamiento siguen también el esquema convencional propio de las escuelas de la retórica.
Mas si no cabe duda de que el énfasis está puesto en la ironía, tampoco puede pasarse por alto el patetismo y la gravedad de la segunda parte del discurso. Platón no renuncia aquí a los procedimientos deformantes de los oradores, pero introduce planteamientos y sugerencias de carácter moral que hacen pensar en que muy bien pudo verse inclinado a adoptar, al margen de la parodia, una actitud comprometida. Estaríamos entonces, aunque no parece probable, ante una dualidad de criterios para la elaboración de la obrita. En cualquier caso, son éstos los extremos sobre los que gravita la crítica del Menéxeno que se pregunta si, en definitiva, se trata de una obra seria o de una obra paródica; si el acento está puesto en la ironía o en las reflexiones que se deducen de la segunda parte del discurso; si ambos tratamientos, en fin, tienen acomodo a lo largo de la oración fúnebre propiamente dicha.
Para el personaje de Sócrates en el ámbito del Menéxeno, véase R. CLAVAUD, Le «Ménexène» de Platon et la rhétorique de son temps, París, 1980, págs. 110 y sigs. ↩
Sobre la formación y desarrollo de las oraciones fúnebres, cf. W. KIERDORF, «Erlebnis und Darstellung der Perserkriege», Hypomnenzata 16 (1966). Para la incorporación del discurso fúnebre a las ceremonias de las epitáphia, cf. ibid., pág. 95. ↩
La más importante de las cuales es, sin duda, la prosopopeya de los muertos, figura retórica ausente de los demás epitafios. Cf. CLAVAUD, Le «Ménexéne»…, págs. 221-223; 203 y sigs. ↩
Cf., para el inventario y análisis de estas figuras, CLAVAUD, ibid., págs. 229-244. ↩