MEN. — ¡Ah… Sócrates! Había oído yo, aun antes de encontrarme contigo, que no haces tú otra cosa que problematizarte y problematizar a los demás. Y ahora, según me parece, me estás hechizando, embrujando y hasta encantando por completo al punto que me has reducido a una madeja de confusiones. Y si se me permite hacer una pequeña broma, diría que eres parecidísimo, por tu figura como por lo demás, a ese chato pez marino, el torpedo. También él, en efecto, entorpece al que se le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora has producido en mí un resultado semejante. Pues, en verdad, estoy entorpecido de alma y de boca, y no sé qué responderte. Sin embargo, miles de veces he pronunciado innumerables discursos sobre la virtud, también delante de muchas personas, y lo he hecho bien, por lo menos así me parecía. Pero ahora, por el contrario, ni siquiera puedo decir qué es. Y me parece que has procedido bien no zarpando de aquí ni residiendo fuera: en cualquier otra ciudad, siendo extranjero y haciendo semejantes cosas, te hubieran recluido por brujo.
SÓC. — Eres astuto, Menón, y por poco me hubieras engañado.
MEN. — ¿Y por qué, Sócrates?
SÓC. — Sé por qué motivo has hecho esa comparación conmigo.
MEN. —¿Y por cuál crees?
SÓC. — Para que yo haga otra contigo. Bien sé que a todos los bellos les place el verse comparados —les favorece, sin duda, porque bellas son, creo, también las imágenes de los bellos—; pero no haré ninguna comparación contigo. En cuanto a mí, si el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan, entonces le asemejo; y si no es así, no. En efecto, no .es que no teniendo yo problemas, problematice sin embargo a los demás1, sino que estando yo totalmente problematizado, también hago que lo estén los demás. Y ahora, «qué es la virtud», tampoco yo lo sé; pero tú, en cambio, tal vez sí lo· sabías antes de ponerte en contacto conmigo, aunque en este momento asemejes a quien no lo sabe. No obstante, quiero investigar contigo e indagar qué es ella.
Problema sofístico: não se pode buscar o que se ignora
MEN. —¿Y de qué manera buscarás, Sócrates, aquello que ignoras totalmente qué es? ¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirás, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?
SÓC. —Comprendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del argumento erístico que empiezas a entretejer: que no le es posible a nadie buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni podría buscar lo que sabe —puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda—, ni tampoco lo que no sabe —puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar—.
MEN. —¿No te parece, Sócrates, que ese razonamiento está correctamente hecho?
SÓC. — A mí no.
MEN. — ¿Podrías decir por qué?
SÓC. — Yo sí. Lo he oído, en efecto, de hombres y mujeres sabios en asuntos divinos… 28.
MEN. — ¿Y qué es lo que dicen?
SÓC. — Algo verdadero, me parece, y también bello.
MEN. —¿Y qué es, y quiénes lo dicen?
Solução pela reminiscência
SÓC. — Los que lo dicen son aquellos sacerdotes y sacerdotisas que se han ocupado de ser capaces de justificar el objeto de su ministerio. Pero también lo dice Píndaro y muchos otros de los poetas divinamente inspirados. Y las cosas que dicen son éstas —y tú pon atención si te parece que dicen verdad—: afirman, en efecto, que el alma del hombre es inmortal, y que a veces termina de vivir —lo que llaman morir—, a veces vuelve a renacer, pero no perece jamás. Y es por eso por lo que es necesario llevar la vida con la máxima santidad, porque de quienes…
Perséfone el pago de antigua condena
haya recibido, hacia el alto sol en el noveno año
el alma de ellos devuelve nuevamente,
de las que reyes ilustres
y varones plenos de fuerza y en sabiduría insignes surgirán.
Y para el resto de los tiempos héroes sin mácula por los hombres serán llamados2.
El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa —eso que los hombres llaman aprender—, encuentre el mismo todas las demás, si es valeroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia.
No debemos, en consecuencia, dejarnos persuadir por ese argumento erístico. Nos volvería indolentes, y es propio de los débiles escuchar lo agradable; este otro, por el contrario, nos hace laboriosos e indagadores. Y porque confío en que es verdadero, quiero buscar contigo en qué consiste la virtud.
MEN. —Sí, Sócrates, pero ¿cómo es que dices eso de que no aprendemos, sino que lo que denominamos aprender es reminiscencia? ¿Podrías enseñarme que es así?
En griego se juega entre euporon (no teniendo problemas) y aporein (problematizar). ↩
La cita se atribuye a PINDARO, fr. 137 (TURYN) = 127 (BOWRA) = 133 (SNELL). ↩