SÓC. — Observa ahora, ¿qué es lo que guía a cada una de esas cosas cuando nos son útiles y qué cuando nos dañan? ¿No es cierto, acaso, que son útiles cuando hay un uso correcto y que, en cambio, dañan cuando no lo hay?
MEN. — Por supuesto.
SÓC. — Investiguemos también las que se refieren al alma. ¿Llamas tú a algo sensatez, justicia, valor, facilidad para aprender, memoria, magnificencia, etc.?
MEN. — Yo sí.
SÓC. — Observa entonces cuáles de éstas te parece que no son un conocimiento, sino algo distinto del conocimiento: ¿no es cierto que, en unos casos, dañan y, en otros, son útiles? Por ejemplo, el valor: si no fuera discernimiento1 el valor, sino una suerte de temeridad, ¿no es cierto que cuando un hombre es temerario y carece de juicio, recibe daño, mientras que saca provecho, en cambio, cuando tiene juicio?
MEN. — Sí.
SÓC. — ¿Entonces también sucede de este modo con la sensatez y la facilidad para aprender: si una es aprendida y la otra ejercitada, y ambas lo son con juicio, entonces son útiles; sin juicio, dañinas?
MEN. — Seguramente.
SÓC. — En suma, pues, ¿todo lo que el alma emprende y en lo que persevera, cuando el discernimiento lo guía, acaba con felicidad; si lo hace el no-discernimiento, acaba en lo contrario?
MEN. — Parece.
SÓC. — Por lo tanto, si la virtud es algo que está en el alma y que necesariamente ha de ser útil, tiene que ser discernimiento, puesto que todo lo concerniente al alma no es, en sí mismo, ni útil ni dañino, sino que, conforme vaya acompañado de discernimiento o no, resultará útil o dañino. Por este argumento, pues, siendo la virtud útil, tiene que ser una forma de discernimiento.
MEN. — A mí también me lo parece.
SÓC. — Y, en efecto, con las demás cosas que hace un momento mencionábamos —la riqueza, etc.—, que, unas veces, son buenas y, otras, dañinas, ¿no sucede también que, lo mismo que con respecto al resto del alma2, el discernimiento, sirviendo de guía, hace, como vimos, útiles las cosas del alma misma —mientras que el no-discernimiento las hace dañinas—, del mismo modo el alma, usándolas y conduciéndolas correctamente las hace útiles, e incorrectamente, dañinas?
MEN. — Por supuesto.
SÓC. —¿Y correctamente guía el alma racional, e incorrectamente, la irracional?
MEN. —Así es.
SÓC. — Entonces, puede decirse así, en general: todo para el hombre depende del alma, mientras que lo que es relativo al alma misma depende del discernimiento para ser bueno; y, por lo tanto, según este razonamiento, lo útil sería discernimiento. ¿No afirmamos acaso que la virtud es útil?
MEN. — Por supuesto.
SÓC. — Entonces concluyamos ahora que la virtud es discernimiento, ya todo o parte de él3.
MEN. — Me parece, Sócrates, que las cosas que has dicho están bien dichas.
SÓC. — Entonces, si esto es así, los buenos no lo han de ser por naturaleza.
MEN. — Me parece que no.
SÓC. —Además hubiera sucedido lo siguiente: si los buenos lo fueran por naturaleza, tendríamos que haber tenido personas que efectivamente reconocieran, de entre los jóvenes, los que son buenos por naturaleza; y nosotros, por otra parte, nos habríamos apoderado de estos últimos, conforme a las indicaciones de aquéllos, y los habríamos custodiado en la acrópolis4, marcándolos con mayor cuidado que al oro, para que nadie los echase a perder y pudieran, una vez alcanzada la edad conveniente, ser útiles al Estado.
MEN. — Probablemente, Sócrates.
He mantenido siempre como traducción de phronesis la palabra discernimiento. ↩
Lo que no es discernimiento. ↩
El razonamiento, obviamente, es así: lo útil es discernimiento; la virtud es útil; por tanto, la virtud es discernimiento. ↩
En Atenas, como en otras ciudades, los tesoros públicos se guardaban en los templos de la acrópolis. ↩