SÓC. — Dices bien. Ahora, entonces, es posible que me ayudes a deliberar y lo hagas conmigo, en común, acerca de tu huésped Menón, que está aquí. Hace rato que él me dice, Ánito, que anhela ese saber y esa virtud gracias a los cuales los hombres gobiernan bien sus casas y el Estado, se ocupan de sus progenitores y conocen la manera de acoger b y apartar a ciudadanos y extranjeros, tal como es propio de un hombre de bien. En relación, pues, con esta virtud, considera tú a quiénes habríamos de encomendarlo, para que lo hiciéramos bien. ¿O es evidente, según lo que acabamos de decir, que a aquellos que prometen ser maestros de virtud y que se declaran abiertos a cualquiera de los griegos que quiera aprender, habiendo fijado y percibiendo una remuneración por ello?
ÁN. — ¿Y quiénes son ésos, Sócrates?
SÓC. — Lo sabes bien tú mismo que me estoy refiriendo a los que la gente llama sofistas1.
ÁN. — ¡Por Heracles, cállate, Sócrates! Que ninguno de los míos, ni mis amigos más cercanos, ni mis conocidos, conciudadanos o extranjeros, caiga en la locura de ir tras ellos y hacerse arruinar, porque evidentemente son la ruina y la perdición de quienes los frecuentan.
SÓC. — ¿Qué dices Ánito? ¿Son ellos, acaso, los únicos de cuantos pretendiendo saber cómo producir algún beneficio, difieren de manera tal de los demás que, no sólo no son útiles, como los otros, cuando uno se les entrega, sino que incluso también pervierten? ¿Y por semejante servicio se atreven manifiestamente a pedir dinero? Yo, por cierto, no imagino cómo podré creerte. Sé, por ejemplo, que un solo hombre, Protágoras, ha ganado más dinero con este saber que Fidias —tan famoso por las admirables obras que hacía— y otros diez escultores juntos. ¡Qué extraño lo que dices! Si los que reparan zapatos viejos y los que remiendan mantos devolvieran en peor estado del que los recibieron tanto los zapatos como los mantos, no pasarían inadvertidos más de treinta días, sino que, si hiciesen eso, bien pronto se morirían de hambre. Pero he aquí que Protágoras, en cambio, sin que toda la Grecia lo advirtiera, ha arruinado a quienes lo frecuentaban y los ha devuelto en peor estado que cuando los había recibido, y lo ha hecho por más de cuarenta años —ya que creo, en efecto, que murió cerca de los setenta, después de haber consagrado cuarenta al ejercicio de su arte2)—, y en todo ese tiempo y hasta el día de hoy no ha cesado de gozar de renombre. Y no sólo Protágoras, sino muchísimos más, algunos anteriores3 a él y otros todavía en vida4). ¿Diremos, entonces, sobre la base de tus palabras, que ellos conscientemente engañan y arruinan a los jóvenes, o que ni ellos mismos se dan cuenta? ¿Tendremos que considerarlos tan locos precisamente a éstos de los que algunos afirman que son los hombres más sabios?
ÁN. — ¡Locos…! No son ellos los que lo están, Sócrates. Sí, en cambio, y mucho más los jóvenes que les pagan. Y todavía más que éstos, los que se lo permiten, sus familiares, pero por encima de todos, locas son las ciudades, que les permiten la entrada y no los echan, ya sea que se trate de un extranjero que se proponga hacer algo de esto, ya de un ciudadano.
SÓC. — Pero Anito, ¿te ha hecho daño alguno de los sofistas o qué otro motivo te lleva a ser tan duro con ellos?
ÁN. — ¡Por Zeus!, yo nunca he frecuentado jamás a ninguno de ellos, ni dejaría que lo hiciese alguno de los míos.
SÓC. — ¿Pero entonces no tienes por completo experiencia de estas personas?
ÁN. — ¡Y que no la tenga!
SÓC. — ¡Pero hombre bendito!, ¿cómo vas a saber si en este asunto hay algo bueno o —malo, si eres completamente inexperto?
ÁN. — Muy fácil: con experiencia o sin ella, sé perfectamente bien quiénes son ésos.
SÓC. — Tal vez eres un adivino, Ánito, porque me asombra, de acuerdo con lo que tú mismo has dicho, cómo podrías de alguna otra manera saber algo acerca de ellos. Sin embargo, nosotros no estábamos buscando quiénes son los que echarían a perder a Menón, si él fuera con ellos —y admitamos, si quieres, que nos referimos a los sofistas—, sino a aquellos a los que él tendría que dirigirse, en una ciudad tan grande, para llegar a ser digno de consideración en esta virtud de la que hasta ahora he discurrido. Y tú tienes que decírnoslo, haciendo así un favor a este tu amigo paterno al indicárselos.
ÁN. — ¿Y tú, por qué no se los has indicado?
SÓC. — Porque ya lo dije: yo suponía que ellos eran los maestros de estas cosas. Pero encuentro, por lo que afirmas, que en realidad no he dicho nada. Y; tal vez, estés en lo cierto. De modo, entonces, que ahora te toca a ti indicar a qué atenienses habrá de dirigirse. Di también un nombre, el del que quieras.
ÁN. —¿Y por qué quieres oír el nombre de uno solo? Cualquiera de los atenienses bellos y buenos5 con que se encuentre, sin excepción, lo harán un hombre, mejor —siempre que les haga caso— que los sofistas.
SÓC. —¿Y ésos han llegado a ser bellos y buenos por azar, sin aprender de nadie, y son, sin embargo, capaces t de enseñar a los demás lo que ellos no han aprendido?
ÁN. — Yo estimo que ellos han aprendido de sus predecesores, que eran también personas bellas y buenas. ¿O no crees que haya habido muchas en esta ciudad?
Para el término «sofista», cf. la n. 8 de la pág. 509 del vol. 1 de estos Diálogos. Una presentación actualizada de la vieja sofística griega es la de W. K. C. GUTHRIE, A History of Greek Philosophy, vol. III, Cambridge, 1969, págs. 27-54. Quien busque un enfoque diferente del platónico, hará bien en recurrir al aún hoy válido cap. 57 de la obra de G. GROTE, History of Greece, 8 vols., Londres, 1846-55 (hay numerosas reediciones). ↩
Se estima que Protágoras vivió entre 491/490 y 421/420 a. C. (Ct. GUTHRIE, A History…, pág. 262. ↩
Cf. Protágoras 316d-e. ↩
Probablemente, Hipias, Pródico y Gorgias. (CC. Apologia 19e. ↩
Para el alcance de la expresión griega, véase n. 52 de Protágoras. Por otra parte, en lo que sigue deberán tomarse como sinónimas las expresiones «hombre bueno» y «hombre de bien».. ↩