1. Dícese que el mundo es eterno y que tuvo y tendrá siempre el mismo cuerpo. Si damos como razón de esto la voluntad de Dios, es posible que no nos engañemos, pero, con todo, no nos procuramos ninguna evidencia. Por otra parte, ofrécese la transformación de los elementos y, en la tierra, los animales son presa de la destrucción. Salvándose de ella tan sólo la especie, cosa que no se entenderá de otro moda en el universo, pues el universo posee también un cuerpo, que siempre se muestra huidizo y fluyente. En medio de este cambio constante, Dios puede conservar un mismo tipo específico, pero lo que salva con ello no es la unidad en cuanto al número, sino la unidad misma en cuanto a la especie. Más, ¿por qué las cosas de este mundo han de poseer sólo la eternidad en cuanto a la especie, en tanto las cosas del cielo la poseen individualmente? ¿Será porque el cielo lo abarca todo que nada hay en él sujeto a cambio y que nada exterior puede asimismo destruirle? ¿Encontraremos aquí la causa de su incorruptibilidad? Es claro que podríamos referirnos a la incorruptibilidad del todo, pero el sol y los astros son únicamente partes de él y no constituyen cada uno un universo. He aquí, pues, que nuestro razonamiento no es una prueba de su existencia eterna, con lo que procederá concederles ésta en cuanto a la especie, lo mismo que hacemos con el fuego y las demás cosas análogas; e igual acontece con el mundo todo. Pues si es cierto que nada exterior le destruye, aunque sus partes se destruyan mutuamente nada impide que en esta destrucción constante conserve la identidad de su especie y, fluyente y todo su sustancia, o recibida de fuera la señal de aquélla, podrá ocurrir con el universo lo mismo que ocurre con el hombre, el caballo y los demás animales; porque es evidente que hay siempre algún hombre o caballo, sin que pueda decirse que sea el mismo. Bajo este supuesto, no se daría en el universo una parte, como el cielo, que existe siempre, y otra, como las cosas de la tierra, realmente perecedera; todo perecería de la misma manera, y la diferencia se mostraría tan sólo en el tiempo, con la salvedad de que las cosas celestes alcanzarían una duración mucho mayor. Si damos por bueno que ésta es la única eternidad posible, tanto en el todo como en las partes, nuestra opinión se hace menos difícil; y es más, toda dificultad desaparecería por completo si pudiésemos llegar a mostrar que, en este caso, resulta suficiente la voluntad divina. Ahora bien, si afirmamos que el universo, sea el que sea, es de suyo eterno, convendrá añadir que la voluntad divina puede realmente producir esto, con lo cual seguirán existiendo las mismas dificultades, ya que unas partes serán eternas individualmente y otras en cambio lo serán en cuanto a su especie. ¿Qué decir, por ejemplo, de las partes del cielo? Porque, como ellas, habrá que considerar también a su conjunto.
Míguez: Tratado 40,1 (II, 1, 1) — Insuficiência dos argumentos do Timeu sobre a incorruptibilidade do céu
- MacKenna: Tratado 40,8 (II,1,8) — Os astros têm uma alma
- Míguez: Tratado 40 (II, 1) — Sobre o Mundo
- Míguez: Tratado 40,1 (II, 1, 1) — Insuficiência dos argumentos do Timeu sobre a incorruptibilidade do céu
- Míguez: Tratado 40,2 (II, 1, 2) — O fluxo dos corpos sensíveis
- Míguez: Tratado 40,3 (II, 1, 3) — Imortalidade: o corpo do mundo e do céu
- Míguez: Tratado 40,4 (II, 1, 4) — Imortalidade: o poder da alma do mundo
- Tratado 40 (II, 1) – Sobre o mundo