Míguez: Tratado 40,3 (II, 1, 3) — Imortalidade: o corpo do mundo e do céu

3. ¿Cómo, pues, a pesar de su fluidez constante, cooperan a la inmortalidad del mundo la materia y el cuerpo del universo? Porque el cuerpo (fluye), diríamos, pero no hacia fuera; permanece en el universo y no sale en modo alguno de él, no sufriendo igualmente ni aumento ni disminución; por tanto, tampoco envejece. Conviene advertir que la tierra se conserva eternamente en su forma y en su masa, sin que sea abandonada jamás por el aire o la naturaleza del agua, pues ni la transformación de estos elementos es capaz de alterar la naturaleza del ser universal. Y, aun estando en incesante cambio (por la penetración y la salida de las distintas partes del cuerpo), cada uno de nosotros permanece por largo tiempo, en tanto que en él mundo, al que nada viene de fuera, la naturaleza del cuerpo no muestra inconveniente en unirse al alma y formar así un ser idéntico a sí mismo y subsistente para siempre. En cuanto al fuego, es sutil y rápido porque no puede subsistir aquí; e igual ocurre con la tierra, que no puede permanecer en lo alto. Pero no hemos de pensar que, una vez llegado el fuego allí donde deba detenerse y asentado: en su lugar apropiado, no trate de buscar, como los demás elementos, su propia estabilidad en los dos sentidos; no podría sin embargo, dirigirse a lo alto, porque esto es ilógico, y orientarse hacia abajo iría contra su naturaleza. Sólo le resta mostrarse dócil y adaptarse naturalmente a la atracción que ejerce el alma sobre él; y así, para alcanzar la felicidad, habrá de moverse en una región hermosa cual es la del alma. Convendrá confiar en que no caiga, pues el movimiento circular del alma se anticipa a su caída hacia la tierra, reteniéndole con toda su fuerza. Y como, por otra parte, no tiene por sí mismo ninguna propensión a descender, permanece sin ofrecer resistencia. A su vez, las partes de nuestro cuerpo que han recibido la forma, no conservan la disposición adquirida, y el cuerpo, si quiere subsistir, reclama otras partes que vengan de fuera; el cielo, en cambio, nada desprende de si y por tanto no tiene necesidad de alimento alguno. Porque, si el fuego del cielo se extinguiese, otro fuego habría de encenderse: y si el cielo encerrase algo, realmente fluyente, otra cosa, no cabe duda, vendría a reemplazarlo. Pero, en ambos casos, el ser animado universal no permanecería ya como idéntico a sí mismo.