Míguez: Tratado 40,4 (II, 1, 4) — Imortalidade: o poder da alma do mundo

4. Mejor será, sin embargo, considerar la cuestión en sí misma, y no con relación al objeto buscado, esto es, si hay algo que verdaderamente fluya de allí y si las cosas del cielo tienen necesidad de lo que, con lenguaje no apropiado, llamamos nosotros alimento. ¿O es que, una vez ordenadas las cosas del cielo según su naturaleza, no experimentan ya efluvio alguno? ¿Acaso contiene el cielo solamente fuego, o contiene también, aunque con mayor cantidad de fuego, otras materias que puedan permanecer suspendidas y como elevadas por ese mismo fuego que las señorea? Porque si además de contar con la pureza y la bondad absoluta de los cuerpos celestes — no olvidemos que en los restantes animales la naturaleza selecciona los cuerpos mejores para formar las partes principales de aquellos — , se tiene en cuenta la causa más importante, que es el alma, se alcanzará una opinión muy firme acerca de la inmortalidad del cielo. Está en lo cierto Aristóteles cuando dice que la llama es una determinada ebullición y un fuego que se desborda con arrogancia; mas el fuego del cielo es todo igual y apacible, conveniente a la naturaleza de los astros. Y en cuanto a la causa principal, que es el alma, surge a continuación de las realidades mejores, dotada de un poder maravilloso; ¿cómo, pues, nos preguntamos, podrían escapar del alma hacia su destrucción esas cosas que se han acogido a ella, de una vez para siempre? Sí no creemos que el alma salida de Dios es más fuerte que cualquier otro vínculo, desconoceremos también la causa suprema que contiene todas las cosas, Absurdo resulta admitir que esa alma que ha podido gobernar el cielo durante tanto tiempo, no conseguirá retenerlo por toda la eternidad. ¿Es que acaso lo mantiene por la fuerza y entonces el estado natural sería distinto del estado natural, sería distinto del estado actual, que vemos realizado en la naturaleza del todo y en su hermosa disposición? ¿Hay por ventura un principio que pueda destruir violentamente la constitución del universo, e incluso la naturaleza del alma, lo mismo que se destruye un reino o cualquier otro imperio humano? Es claro que el mundo no ha tenido un comienzo — lo contrario ya se ha dicho que es absurdo — y esto nos otorga confianza acerca de su porvenir. Pues, ¿cómo pensar en ese no-ser del mundo? Los elementos no se gastan con el roce, cual ocurre con la madera y otras cosas por el estilo; y si subsisten siempre, es indudable que también subsiste el todo. El hecho de que éste se modifique continuamente, no ataca a la permanencia del todo; porque la causa de la modificación sigue existiendo.

En cuanto al arrepentimiento del alma, es esto, como ya se ha mostrado, una expresión vacía de sentido, ya que el alma ejerce su gobierno sin trabajo alguno y a salvo de toda contingencia; por eso, aunque todo cuerpo pudiese perecer, en el alma no se produciría ningún cambio.