—Pasemos a otro punto. Puesto que la amistad no se encuentra en ninguno de los principios que acabamos de examinar, veamos si lo que no es bueno, ni malo, podría ser por casualidad el amigo de lo que es bueno.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Por Júpiter! yo ya no sé qué decir, porque experimento una especie de vértigo al ver la incertidumbre de nuestros razonamientos. Creo ver también, conforme al [242] antiguo adagio, que la amistad reside quizá en la belleza.{10} Pero nuestro objeto es como los fantasmas delicados, ligeros e incoercibles, y he aquí por qué tenemos tanta dificultad en deslindarle. En fin, digo que lo bueno es bello. ¿Y tú qué piensas?
—Yo lo creo también.
—Asimismo digo, por adivinación, que lo que no es, ni bueno, ni malo, es amigo de lo bueno y de lo bello1. Escucha ahora sobre qué fundo mis conjeturas. Me parece que existen tres géneros: lo bueno, de una parte; después lo malo; y, por último, lo que no es, ni bueno, ni malo. ¿Qué te parece?
—Estoy conforme.
—Igualmente me parece, después de nuestras precedentes indagaciones, que lo bueno no puede ser amigo de lo bueno, ni lo malo de lo malo, ni lo bueno de lo malo. Resta, pues, para que la amistad sea posible entre dos géneros, que lo que no es, ni bueno, ni malo, sea el amigo de lo bueno, o de una cosa que se le aproxime, porque con respecto a lo malo no puede nunca excitar la amistad.
—Eso es cierto.
—Lo semejante, como ya lo hemos dicho, no puede ser tampoco el amigo de lo semejante, ¿no es así?
—Sí.
—Y lo que no es, ni bueno, ni malo, no amará lo que se le parece.
—No es posible.
—Luego lo que no es, ni bueno, ni malo, no puede amar más que lo bueno.
—Necesariamente, a mi parecer.