Preparação para o Neoplatonismo

Um novo clima espiritual e a preparação do neoplatonismo
Excertos de El Neoplatonismo, José Alsina Clota

Las preguntas que se formula el hombre de finales de la Antigüedad no se traducen, empero, en un simple deseo de comprensión lógica. Se trata de algo más profundo. Se trata de la manifestación de un desgarro íntimo, resultado de una ruptura entre el hombre y el mundo que le rodea. El hombre ha perdido su tradicional puesto en el cosmos. En verdad, no es ésta la primera vez en que el ser humano tiene la sensación de que le falta el suelo bajo los pies, vacila y se siente lleno de dudas existenciales. Este interrogante del hombre sólo se hace comprensible si se considera su terrible soledad. Y esa soledad sólo se comprende, también, a la luz del hundimiento de aquella imagen del mundo, redonda y completa, segura e inquebrantable, elaborada por los primeros siglos de la Antigüedad. Cuando esto ocurre, el hombre sólo puede captar un mundo escindido, ya que escindido está, también, el espíritu humano. El fenómeno se repetirá a lo largo de la historia de Occidente, en las épocas que llamamos de crisis.

El trasfondo ideológico de esa crisis del hombre helenístico-romano viene determinado por el definitivo derrumbamiento de la concepción aristotélica del mundo y de la ciencia, y, a su vez, halla su explicación en la nueva concepción del universo y del hombre que va a elaborarse en los últimos siglos del mundo antiguo.

Comencemos, pues, por establecer las etapas que marcan el nuevo rumbo que va a tomar la nueva concepción del universo. La imagen tradicional del universo en la que se apoyaban la religiosidad y la fe del hombre antiguo era la de un disco plano, rodeado por el Océano, con el cielo arriba, como una bóveda, y el Hades, el mundo de los muertos, abajo. Tal concepción sufrió muy pronto, ya desde Anaximandro, una profunda crisis. Al postular los presocráticos la hipótesis de que la tierra tiene que flotar en el espacio libre, se derrumbaban las bases en que se apoyaba la religión tradicional homérico-hesiódica. Cuando más tarde Hiparco de Nicea rechace la teoría de Aristarco y consiga imponer su propia hipótesis según la cual la Tierra ocupa el centro del universo, la antigua imagen saltará hecha pedazos. Pero lo más importante de la nueva concepción serán las consecuencias religiosas que esa crisis habrá de comportar. Por lo pronto, el mundo sublunar será, desde ahora — y Aristóteles lo confirmará — , la morada de lo perecedero, del devenir, de la imperfección y de la muerte; y el espacio su-pralunar, el de las esferas celestes, de los astros, convertidos en dioses movidos por un alma, una fuente interior de movimiento. Punto importante será aquí el espacio comprendido entre el mundo sublunar y el supralunar, que se atribuirá a los daí-mones. Tales creencias se verán reforzadas por corrientes orientales, que darán más fuerza aún a la doctrina del viaje celeste del alma.

A esas ideas hay que añadir todavía otras. Ante todo, la doctrina de la simpatía (sympátheia) entre los elementos del cosmos. Si descontamos unas pocas escuelas filosóficas (escépticos, algunos peripatéticos, atomistas), es creencia común de la época que nos ocupa la doctrina de la unidad del cosmos, así como la interdependencia de las partes que lo constituyen. Dado que el cosmos era para los antiguos un conjunto de esferas concéntricas, con un centro formado por la Tierra, la doctrina de la unidad cósmica supone un incesante intercambio de acciones y reacciones entre la Tierra y las demás esferas planetarias, de un lado, y entre las distintas esferas entre sí, de otro. Ignoramos a quién hay que atribuir esas doctrinas, pero todo parece apuntar a la figura de Posidonio. En todo caso, al estudiar esta época conviene no olvidar tales doctrinas, porque ellas permitirán defender, desde un punto de vista científico, fenómenos tan típicos como la magia, la astrología, la mántica y la teúrgia.

En segundo lugar, la teoría de las dynámeis o las fuerzas. El término dynamis ya no tendrá, a partir de ahora, las connotaciones metafísicas que hay en Aristóteles. Se trata ahora de una fuerza activa, a manera de efluvio (apórrhoia), que actúa de acuerdo con la doctrina antes mencionada de la sympá-theia. Teorizada por Bolo de Mendes, se convirtió en la base del ocultismo, es decir, de la misteriosa técnica que permite el manejo y dominio de las potencias ocultas por parte de unos hombres divinos (théioi ándres) dotados de rasgos sobrenaturales (como Apolonio de Tiana, por ejemplo). Por otra parte, tal doctrina va a facilitar la expansión de la idea según la cual las imágenes de los dioses son capaces de realizar actos milagrosos. Tal creencia es compartida no sólo por las capas incultas de la sociedad (la hallamos reflejada en Luciano, por ejemplo), sino que, en virtud de su base científica, será aceptada por los espíritus más selectos (los neoplatónicos, entre otros).

Pero hay que tener también en cuenta los rasgos que van a caracterizar la nueva ciencia. Ésta se distingue, frente a la concepción aristotélica, por su orientación interesada, práctica. Mientras Aristóteles ponía en el vértice de su árbol científico las ciencias especulativas, la nueva ciencia estará más atenta al interés práctico que puedan tener los conocimientos, que servirán, a veces, para descubrir los entresijos del destino (la mántica o la astrología) o para actuar sobre los demás (el ocultismo y la magia-teúrgia). Es más: esta ciencia proporciona al hombre los medios para alcanzar su máxima aspiración por aquel entonces: la unión con la divinidad.

En suma, si la ciencia aristotélica clásica era racional, ahora va a perder tal carácter. De lo que se trata ahora es de posibilitar la salvación del hombre. Porque ahora la salvación, la satería, será la finalidad por todos buscada. Conseguir que el alma vuelva a su lugar de origen. O, como dirá Plotino: «Hay que remontarse de nuevo al Bien al que tiende el Alma» (anahatéon oün pálin epi tó agathón hoü orégetai pasa psykhé) (I, 6, 7).


Ahora bien, ¿se produce asimismo en el campo de la especulación filosófica un movimiento parecido, marcado por análogas preocupaciones? A esta pregunta hay que contestar afirmativamente. En el terreno de la filosofía asistiremos, en el siglo i a. de C, a una auténtica renovación, una vez superados los duros ataques del escepticismo. Dos rasgos van a manifestarse ahora claramente en este campo: por un lado, las escuelas filosóficas — con la excepción del epicureismo, que no se siente amenazada — cierran filas frente al enemigo común, el escepticismo, y buscan más lo que las une que lo que las separa. La búsqueda apasionada de la salvación, que, según hemos visto, caracteriza al hombre medio, deja una profunda huella en la especulación filosófica. La filosofía aparece ahora como un recurso soteriológico y se carga, por ende, de un profundo contenido religioso. Pero, por otro lado y al mismo tiempo, la tendencia a buscar los elementos comunes a las distintas escuelas fomenta la tendencia también a una síntesis, a un sincretismo entre los diversos contenidos ideológicos de las escuelas. Sobre todo, se pretende minimizar las diferencias entre platonismo, aristotelismo y estoicismo. Si por parte de lo que podemos llamar filosofía popular se combina lo más sobresaliente del estoicismo y el platonismo, con algunas adiciones aristotélicas — en un eclecticismo que tendremos muy bien ejemplificado en espíritus como Filón o en corrientes como el hermetismo y la gnosis — , en el campo de la filosofía profesional ocurre el mismo fenómeno. Se toma de Aristóteles en especial su filosofía del noüs, en tanto que se tiende a rechazar su doctrina de las categorías, su psicología y buena parte de su ética. El vocabulario filosófico, por otra parte, se llena de términos peripatéticos. Del estoicismo se acepta, especialmente, su concepción del cosmos como un ser vivo, que se organiza a base de los lógoi spermatikoí o razones seminales, y la doctrina del alma del mundo. Pero como ahora se tiende esencialmente hacia la trascendencia, se supera la tesis estoica de esta alma del mundo como divinidad suprema y la divinidad se busca más allá de dicha alma.

Pero el ingrediente más importante va a ser el contenido platónico. La especulación del Timeo será, ahora, decisiva: la concepción platónica de un dios creador (poiétés toüde toü pantos, de acuerdo con las palabras del Timeo), demiurgo, la doctrina de las Ideas y el papel de la materia (hyle) serán las nociones básicas. Paulatinamente se tiende a una hierarquización del ser, que culminará en Plotino y su teoría de las tres hipóstasis.

Así, entre el siglo i a. de C. y el m d. de C, se escalonan una serie de pensadores a los que se aplica el calificativo de preneoplatónicos. Estos nombres, que significan grados diversos en la larga evolución que nos llevará al neoplatonismo son, entre los más significativos, los de Posidonio, Antíoco de Ascalona, Filón, Albino, Plutarco, Numenio y las corrientes conocidas como neopitagorismo, hermetismo y gnosis.

La figura de Posidonio plantea múltiples problemas. La polémica iniciada en los primeros decenios de nuestro siglo sobre su verdadera significación en la historia de la filosofía antigua no ha terminado aún, y, en el fondo, cabe decir que su figura es un verdadero enigma. En 1914, W. Jaeger abrió el camino hacia una reinterpretación del filósofo de Apamea como un gran pensador que situaba al hombre como un lazo (desmós) entre Dios y el mundo, entre el macrocosmos y el microcosmos, con lo que el hombre pasaba a ser el verdadero gozne en la gran escala del ser. En este sentido Jaeger pudo hablar de Posidonio como el primer neoplatónico, aunque sus intentos se vieron pronto cuestionados por las nuevas investigaciones. Tras los trabajos de Rein-hardt (Poseidonios, 1921; Kosmos und Sympathie, 1926) surgía una nueva interpretación de su figura. Su pensamiento estaría basado en un vitalismo que, con la fusión de elementos platónicos y estoicos, abría el camino hacia un nuevo espiritualismo. Por su parte, Dobson y Edelstein pusieron al descubierto la debilidad de algunas de las reconstrucciones de Reinhardt. En 1928 Dodds hablará de «una fuente estoica platonizante que los alemanes han convenido en llamar Posidonio». Pero posiblemente el punto de vista más aceptado hoy sea el de Merlán cuando afirma que «Posidonio no sólo admiró a Platón, y comentó algunos de sus diálogos, como el Timeo y posiblemente también el Fedro; también acentuó la concordancia con Pitágoras».

El problema básico, en el intento por reconstruir el pensamiento posidoniano, radica en la falta de un criterio objetivo que nos permita reconocer la autoría de los fragmentos que se le atribuyen. La primera edición de sus fragmentos (Bake) no satisface las mínimas garantías filológicas. El subjetivismo del método de Reinhardt, que partía de lo que él llamaba la forma interior de los fragmentos (el sello inconfundible de su modo de pensar), trajo, como hemos indicado, fuertes reacciones, que caían en el extremo opuesto al de Reinhardt. Así, Edel-stein sólo aceptaba como seguros aquellos fragmentos en cuya fuente se citara explícitamente el nombre del filósofo. El análisis de algunos de esos fragmentos confirma, por otra parte, el calificativo de primer neoplatónico atribuido a Posidonio. Uno de ellos, de excepcional importancia (Dox. gr., 3.a, 4 a Diels), establece una jerarquía del ser que se parece mucho al pensamiento neoplatónico: «Primero Zeus, después Naturaleza [physis] y después el destino \heimarméné\», interpretado por C. de Vogel de la siguiente manera: primero es el noüs, en un grado inferior la physis y en tercer lugar el reino de la necesidad.

Junto a Posidonio como fuente o preparación del neoplatonismo hay que colocar a Antíoco de Ascalo-na. Discípulo de Filón de Larisa (que negaba cualquier diferencia entre la antigua y la nueva Academia), su doctrina básica, por decirlo con Cicerón, era que la Academia y el Peripato sostenían la misma doctrina, aunque expresada en otros términos. Es muy posible que, animado por esa actitud espiritual, restaurara la aceptación de las Ideas platónicas y su trascendencia. De ser así (hay quien lo duda porque Antíoco, siendo estoico, no podía sostener una concepción trascendente del conocimiento) su importancia en la historia del espiritualismo antiguo sería considerable. W. Theiler lo ha llamado, por ello, «el iniciador de la tradición escolar académica que culminará en el neoplatonismo».

Se ha intentado, asimismo, ver en Antíoco el precursor de la tesis que ve en las Ideas platónicas el pensamiento de Dios. Esta concepción la hallaremos también, algo más tarde — no mucho — en Filón de Alejandría y en Albino. Existe, pues, una larga tradición que culmina, antes de Plotino, en el llamado platonismo medio. Pero, ¿quién es el iniciador de esta tesis? En el resumen que Alcimo da de las doctrinas platónicas (Diogenes Laercio, III, 12-13), las Ideas se llaman noémaía (pensamientos) eternos e impasibles. Pero está claro que no se trata de pensamientos o nociones del espíritu humano sino del Espíritu divino. Si no, no se las llamaría eternas e impasibles. Séneca (Epist., 65, 7) nos proporciona otro importante texto donde dice que «esos ejemplares de todas las cosas las tiene Dios dentro de sí». Es posible que Séneca utilice aquí a Ario Dídimo como fuente. Por otra parte en san Agustín {De Civ. Dei, VII, 28) se ha conservado una frase que habla de Minerva (que, como se sabe, nació de la cabeza de Zeus, que simbolizaría aquí a Dios) que puede abonar la tesis de que las Ideas están en la mente divina. W. Theiler pretendió en su día atribuir la doctrina según la cual las Ideas están localizadas en la mente divina (un pensamiento que prepara, en parte, a Plotino) a Antíoco de Ascalona. Witt, por su parte, cree que la paternidad pertenece a Posidonio.

Con Filón de Alejandría pisamos un terreno más firme, aunque se plantean algunos problemas. ¿Era un judío que creía en la revelación y que, por vez primera, subordinó la filosofía a la teología, como quiere Wolffson; o más bien, era un judío heleniza-do que pretendía exponer la doctrina de Moisés en términos modernistas, es decir, en la terminología propia de la filosofía de síntesis de su época, como opinan otros intérpretes? En todo caso, lo cierto es que poseemos su amplia obra, que, a excepción de algún trabajo de circunstancias (como su famosa Legación a Gayo), es un comentario al Génesis. Este comentario, de acuerdo con las tendencias estoicas del momento, adoptará el método alegórico. Para Filón, Platón fue un imitador de Moisés, un legislador mosaico que escribió en griego. Y así como Moisés acudió al mito para sus obras, también Platón. Filón se propone, además, descubrir la verdad oculta detrás del mito mosaico. De ahí el sentido de su obra Alegoría de las Leyes en la que analiza la creación del mundo narrada en el Génesis en términos propios de la filosofía de síntesis de su tiempo.

Filón no es un pensador original, ni siquiera, posiblemente, un gran pensador, aunque hallamos en él por vez primera expresada la tesis de que las Ideas son pensamientos de Dios (De opif. mundi., 4, 17), lo que, por otra parte, no significa que él sea el padre de esa tesis. Su mérito consiste, básicamente, en haber contribuido al desarrollo de las tendencias de la época hacia una filosofía de síntesis. En él hallamos, por ejemplo, la idea de un hiato entre Dios y el hombre, lo que, de rechazo, aumenta la visión trascendente de la divinidad. También hallamos en este pensador la noción de caída, como en el Fedro platónico. A Dios se llega, según Filón, fundamentalmente por la vía negativa, y, desde luego, no por medios racionales, sino a través de una cierta intuición concedida por la gracia divina. La filosofía es una especie de propedéutica para la teología, con lo que, de acuerdo con Wolfson, Filón inaugura una corriente de pensamiento que dominará en el cristianismo y el islamismo. La auténtica finalidad de la sabiduría es — y en ello coincide con las grandes aspiraciones de la época — ver a Dios (De migr. Abr., 39).

En el siglo I a. de C, esto es, en un momento prácticamente contemporáneo de Filón, se produce asimismo un renacer del pitagorismo, representado especialmente por figuras como Moderato de Gades, Apolonio de Tiana y Numenio (éstos ya un poco más tarde). En tales pensadores neopitagóricos hallamos doctrinas que en muchos aspectos anticipan facetas del neoplatonismo. Moderato, por ejemplo, perfila una doctrina de la jerarquización del ser a base de tres realidades (Uno, Mundo inteligible, Alma). En Numenio incluso son perceptibles ideas preplotinianas: por un lado, acepta la existencia de tres principios divinos, pero, por otro, difiere de Plotino por considerar que la hipóstasis Dios no está más allá de la Inteligencia. De creer una noticia de Jámblico — buen conocedor de esta corriente — Numenio habría afirmado un principio que está en la base de todo el neoplatonismo, esto es, que «en la realidad todo está en todo, aunque a distinto nivel». En todo caso, Numenio es una interesante figura cuya orientación final es objeto de polémica: ¿Es un gnóstico? ¿Un oriental? ¿Específicamente griego? Todas las tesis se han sostenido entre los críticos.

Gnosticismo y platonismo medio son otras importantes corrientes a las que conviene el término preneoplatonismo. El siglo II d. de C. representa un momento interesante por muchas razones, pero especialmente porque surge una corriente exegética y comentarista que profundiza en Platón y que concede especial relieve a su doctrina de las Ideas, es decir, a los aspectos religiosos-metafísicos de su pensamiento. De entre la serie de pensadores que constituyen el platonismo medio destaca Plutarco de Queronea, que vivió entre los siglos I y II. Su tendencia a la interpretación alegórica (un poco al estilo de Filón) de los mitos de la religión egipcia se manifiesta en obras como Sobre Isis y Osiris; su interpretación de aspectos concretos del Timeo platónico y su insistencia en marcar la trascendencia de Dios son rasgos que comparte con las corrientes de su tiempo. Sitúa el noüs en una jerarquía superior a la del alma. En conjunto, su jerarquización del ser se estructura del modo siguiente: noüs-alma-cuerpo (soma). Dios es lo primero (tó protón), la bondad (tó agathón), lo verdaderamente inteligible (tó noétón). Pero pese a su tendencia al trascendentalismo divino, no ha llevado la trascendencia de Dios al nivel de los neoplatónicos.

Junto a Plutarco destacan, en el siglo II, una serie de pensadores que se mueven en direcciones parecidas. El más importante es, posiblemente, Albino, cuya metafísica, contenida en su Didaskalikós, ha sido últimamente reivindicada por Loenen. Por su parte Armstrong ha escrito de él: «Albino se halla en el camino de elevar a Dios por encima de la Inteligencia». Eso lo convierte en otro gran precursor del neoplatonismo. De acuerdo con las tendencias de su época, defiende una visión sincrética del platonismo, así como el principio de que la filosofía es un asemejarse a Dios (homoíósis tó theó). La realidad, de acuerdo con sus ideas, se jerarquiza a base de un Primer Principio inefable, un mundo inteligible, y la materia (hylé). El primer principio, inalcanzable por la mente (áléptos), se identifica con el demiurgo platónico.

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