República I 327a-331d: Sócrates e Céfalo

Azcárate

SÓCRATES. —Bajé ayer al Pireo con Glaucón, hijo de Aristón, para dirigir mis oraciones a la diosa y ver cómo se verificaba la fiesta que por primera vez iba a celebrarse. La Pompa de los habitantes del lugar me pareció preciosa; pero a mi juicio, la de los tracios no se quedó atrás. Terminada nuestra plegaria, y vista la ceremonia, tomamos el camino de la ciudad. Polemarco, hijo de Céfalo, al vernos desde lejos, mandó al esclavo que le seguía que nos alcanzara y nos suplicara que le aguardásemos. El esclavo nos alcanzó y, tirándome por la capa, dijo:

—Polemarco os suplica que le esperéis.

Me volví, y le pregunté dónde estaba su amo.

—Me sigue —respondió—; esperadle un momento.

—Le esperamos —dijo Glaucón.

Un poco después llegaron Polemarco y Adimanto, hermano de Glaucón; Nicérato, hijo de Nicias y algunos otros que volvían de la Pompa. Polemarco, al alcanzarnos, me dijo:

—Sócrates, me parece que os retiráis a la ciudad.

—No te equivocas —le respondí.

—¿Has reparado cuántos somos nosotros?

—¿Cómo no?

—Pues o sois más fuertes que nosotros o permaneceréis aquí.

—¿Y no hay otro medio, que es convenceros de que tenéis que dejarnos marchar?

—¿Cómo podríais convencernos si no queremos escucharos?

—En efecto —dijo Glaucón—, entonces no es posible.

—Pues bien, estad seguros de que no os escucharemos.

—¿No sabéis —dijo Adimanto— que, esta tarde, la carrera de las antorchas encendidas en honor de la diosa se hará a caballo?

—¿A caballo? Es una cosa nueva. ¡Cómo! ¿Correrán a caballo, teniendo en la mano las antorchas que en la carrera habrán de entregar los unos a los otros?

—Sí —dijo Polemarco—, y además habrá una velada que merece la pena de verse. Iremos allá después de cenar, y pasaremos el rato alegremente con muchos jóvenes que allí encontraremos. Quedaos, pues, y no os hagáis más de rogar.

—Ya veo que es preciso quedarse —dijo Glaucón.

—Puesto que lo quieres así —le respondí—, nos quedaremos.

Nos fuimos, pues, a la casa de Polemarco, donde encontramos a sus dos hermanos Lisias y Eutidemo con Trasímaco de Calcedonia, Carmántides, del pueblo de Peanea, y Clitofonte, hijo de Aristónimo; Céfalo, padre de Polemarco, también estaba allí. Hacía mucho tiempo que no lo había visto, y me pareció muy envejecido. Estaba sentado, apoyada su cabeza en un cojín, y llevaba en ella una corona, porque en aquel mismo día había hecho un sacrificio doméstico. Junto a él nos situamos en los asientos que estaban colocados en círculos. Apenas me vio Céfalo, me saludó y me dijo:

—Sócrates, muy pocas veces vienes al Pireo, a pesar de que nos darías mucho gusto en ello. Si yo tuviese fuerzas para ir a la ciudad, no te haría falta venir aquí, sino que iríamos a verte. Como no es así, has de venir con más frecuencia a verme, porque debes saber que, a medida que los placeres del cuerpo me abandonan, encuentro mayor encanto en la conversación. Ten, pues, conmigo este miramiento, y al mismo tiempo conversarás con estos jóvenes, sin olvidar por eso a un amigo que tanto te aprecia.

—Yo, Céfalo —le dije—, me complazco infinito en conversar con los ancianos. Como se hallan al término de una carrera que quizá habremos de recorrer nosotros un día, me parece natural que averigüemos de ellos si el camino es penoso o fácil, y puesto que tú estás ahora en esa edad, que los poetas llaman el umbral de la vejez, me complacería mucho que me dijeras si consideras semejante situación como la más penosa de la vida, o cómo la calificas.

—Por Zeus, Sócrates —me respondió—, te diré mi pensamiento sin ocultarte nada. Me sucede muchas veces, según el antiguo proverbio, que me encuentro con muchos hombres de mi edad, y toda la conversación por su parte se reduce a quejas y lamentaciones; recuerdan con sentimiento los placeres del amor, de la mesa, y todos los demás de esta naturaleza, que disfrutaban en su juventud. Se afligen de esta pérdida, como si fuera la pérdida de los más grandes bienes. La vida de entonces era dichosa, dicen ellos, mientras que la presente no merece ni el nombre de vida. Algunos se quejan, además, de los ultrajes a que les expone la vejez de parte de los demás. En fin, hablan sólo de ella para acusarla, considerándola causa de mil males. Tengo para mí, Sócrates, que no dan en la verdadera causa de esos males, porque si fuese sólo la vejez, debería producir indudablemente sobre mí y sobre los demás ancianos los mismos efectos. Porque he conocido a algunos de carácter bien diferente, y recuerdo que, encontrándome en cierta ocasión con el poeta Sófocles, como le preguntaran en mi presencia si la edad le permitía aún gozar de los placeres del amor y estar en compañía de mujer, «Dios me libre —respondió—, ha largo tiempo he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano». Entonces creía que decía la verdad, y la edad no me ha hecho mudar de opinión. La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Cuando la violencia de las pasiones se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre, como decía Sófocles, de una multitud de furiosos tiranos. En cuanto a las lamentaciones de los ancianos que se quejan de los allegados, hacen muy mal, Sócrates, en achacarlos a su ancianidad, cuando la causa es su carácter. Con cordura y buen humor, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, lo mismo la vejez que la juventud son desgraciadas.

Me encantó esta respuesta, y para animarle más y más a la conversación, añadí:

—Estoy persuadido, Céfalo, de que al hablar tú de esta manera los más no estimarán tus razones, porque se imaginan que contra las incomodidades de la vejez encuentras recursos, más que en tu carácter, en tus cuantiosos bienes, porque los ricos, dicen ellos, pueden procurarse grande alivio.

—Dices verdad: ellos no me escuchan, y ciertamente tienen alguna razón en lo que dicen, pero no tanto como se imaginan. Ya sabes la respuesta que Temístocles dio a un habitante de Serifo(14) que le echaba en cara que su reputación la debía a la ciudad donde había nacido, más bien que a su mérito: le respondió que ni él mismo sería famoso de haber nacido en Serifo, ni lo sería su interlocutor de haber nacido en Atenas. La misma observación puede hacerse a los ancianos poco ricos y de mal carácter, diciéndoles que la pobreza haría quizá la vejez insoportable al sabio mismo, pero que sin la sabiduría nunca las riquezas la harían más dulce.

—Pero —repliqué yo— esos grandes bienes que tú posees, Céfalo, ¿te han venido de tus antepasados o los has adquirido tú en su mayor parte?

—¿Qué he adquirido yo, Sócrates? En este punto ocupo un término medio entre mi abuelo y mi padre, porque aquél, cuyo nombre llevo, habiendo heredado un patrimonio poco más o menos igual al que yo poseo ahora, hizo adquisiciones que excedieron en mucho a los bienes que había recibido; y mi padre Lisanias la redujo a menos de lo que ahora es. Yo me daré por contento si mis hijos encuentran, después de mi muerte, una herencia que no sea inferior, sino algo superior a la que yo encontré a la muerte de mi padre.

—Lo que me ha obligado a hacerte esta pregunta —le dije— es que me parece que no tienes mucho apego a las riquezas, cosa muy ordinaria en los que no han creado su propia fortuna, mientras que los que la deben a su industria están doblemente apegados a ella; porque le tienen cariño, en primer lugar, por ser obra suya, como aman los poetas sus versos y los padres a sus hijos, y le tienen también cariño como los demás hombres, por la utilidad que les reporta. También es más difícil comunicar con ellos, y sólo tienen en estima el dinero.

—Tienes razón —dijo Céfalo.

—Muy bien —añadí yo—. Pero dime ahora, ¿cuál es, a tu parecer, la mayor ventaja que las riquezas procuran?

—No espero convencer a muchos de la verdad de lo que voy a decir. Ya sabrás, Sócrates, que cuando se aproxima el hombre al término de la vida tiene temores e inquietudes sobre cosas que antes no le daban ningún cuidado; entonces se presenta al espíritu lo que se cuenta de los infiernos y de la pena que allí ha de sufrir quien aquí ha delinquido. Se comienza por temer que estos discursos, hasta entonces tenidos por fábulas, sean otras tantas verdades, ya proceda esta aprensión de la debilidad de la edad, o ya que se ven con más claridad tales objetos a causa de su proximidad. Lo cierto es que está uno lleno de inquietudes y de terror. Se recuerdan todas las acciones de la vida, para ver si se ha causado daño a alguien. El que, al examinar su conducta, la encuentra llena de injusticia, tiembla y se deja llevar de la desesperación, y algunas veces, durante la noche, el terror le despierta despavorido como a los niños. Pero el que no tiene ningún remordimiento ve sin cesar en pos de sí una dulce esperanza, que sirve de nodriza a su ancianidad, como dice Píndaro, que se vale de esta graciosa imagen, Sócrates, al hablar del hombre que ha vivido justa y santamente:

La esperanza le acompaña, meciendo dulcemente

su corazón y amamantando su ancianidad;

la esperanza, que gobierna a su gusto

el espíritu fluctuante de los mortales(15).

Está esto admirablemente dicho. Y porque las riquezas preparan tal porvenir y son, a este fin, un gran auxilio, es por lo que a mis ojos son tan preciosas, no para todo el mundo, sino para el discreto. Porque a ellas debe en gran parte el no haberse visto expuesto a hacer daño a tercero, ni aun sin voluntad, a usar de mentiras, con la ventaja, además, de abandonar este mundo libre del temor de no haber hecho todos los sacrificios convenientes a los dioses, o de no haber pagado sus deudas a los hombres. Las riquezas tienen, además, otras ventajas, sin duda; pero bien pesado todo, creo que daría a éstas la preferencia sobre todas las demás, oh Sócrates, por el bien que proporcionan al hombre sensato.

—Nada más precioso —repuse yo— que lo que dices, Céfalo. Pero ¿está bien definida la justicia haciéndola consistir simplemente en decir la verdad, y en dar a cada uno lo que de él se ha recibido? ¿O, más bien, son estas cosas justas o injustas según las circunstancias? Por ejemplo, si uno, después de haber confiado en estado de cordura sus armas a su amigo, se las reclama estando demente, todo el mundo conviene en que no debiera devolvérselas, y que cometería un acto injusto dándoselas. También están todos acordes en que obraría mal si no disfrazaba algo la verdad, atendida la situación en que su amigo estaba.

—Todo eso es cierto.

—Por consiguiente, la justicia no consiste en decir la verdad, ni en dar a cada uno lo que le pertenece.

—Sin embargo, en eso consiste —dijo interrumpiéndome Polemarco—, si hemos de creer a Simónides.

—Pues bien, continuad la conversación —dijo Céfalo—. Yo os cedo mi puesto; tanto más cuanto que voy a concluir mi sacrificio.

—Y ¿soy yo el que te sustituirá? —dijo Polemarco.

—Sí —repuso Céfalo, sonriéndose; y al mismo tiempo salió para ir a terminar su sacrificio.

Chambry

(327) J’étais descendu hier au Pirée avec Glaucon, fils a d’Ariston, pour prier la déesse (01) et voir, en même temps, de quelle manière on célébrerait la fête qui avait lieu pour la première fois. La pompe des habitants du lieu me parut belle, encore que non moins distinguée fût celle que les Thraces conduisaient. Après avoir fait nos prières et vu la cérémonie, nous revenions vers la ville (327 b) lorsque, nous ayant aperçus de loin sur le chemin du retour, Polémarque, fils de Céphale, ordonna à son petit esclave de courir après nous et de nous prier de l’attendre. L’enfant, tirant mon manteau par derrière : « Polémarque, dit-il, vous prie de l’attendre. » Je me retournai et lui demandai où était son maître : « Il vient derrière moi, dit-il, attendez-le. – Mais nous l’attendrons, dit Glaucon. »

(337 c) Et peu après Polémarque arriva accompagné d’Adimante, frère de Glaucon, de Nicératos, fils de Nicias et de quelques autres qui revenaient de la pompe.

Alors Polémarque dit : Vous m’avez l’air, Socrate, de vous en aller et de vous diriger vers la ville.

Tu ne conjectures pas mal, en effet, répondis-je.

Eh bien ! reprit-il, vois-tu combien nous sommes ?

Comment ne le verrais-je pas ?

(337 d) Ou bien donc, poursuivit-il, vous serez les plus forts, ou vous resterez ici.

N’y a-t-il pas, dis-je, une autre possibilité : vous persuader qu’il faut nous laisser partir ?

Est-ce que vous pourriez, répondit-il, persuader des gens qui n’écoutent pas ?

Nullement, dit Glaucon.

Donc, rendez-vous compte que nous ne vous écouterons pas.

(328) Alors Adimante : Ne savez-vous pas, dit-il, qu’une course aux flambeaux aura lieu ce soir, à cheval, en l’honneur de la déesse?

A cheval ! m’écriai-je, c’est nouveau. Les coureurs, portant des flambeaux, se les passeront et disputeront le prix à cheval ? Est-ce là ce que tu dis ?

Oui, reprit Polémarque, et en outre on célébrera une fête de nuit qui vaut la peine d’être vue ; nous sortirons après dîner pour assister à cette fête. Nous y rencontrerons plusieurs jeunes gens et nous causerons. (328 b) Mais restez et n’agissez pas autrement.

Et Glaucon : Il semble, dit-il, que nous devons rester.

Mais s’il le semble, répondis-je, c’est ainsi qu’il faut faire.

Nous allâmes donc chez Polémarque et là nous trouvâmes Lysias (02) et Euthydème, ses frères, Thrasymaque (03) de Chalcédoine. Charmantide de Paeanée, et Clitophon, fils d’Aristonyme (04). (328 c) Il y avait aussi, à l’intérieur, le père de Polémarque, Céphale. Et il me sembla très vieux, car depuis longtemps je ne l’avais vu. Il était assis sur un siège à coussin, et portait une couronne sur la tête, car il venait de procéder à un sacrifice dans la cour. Nous nous assîmes donc près de lui, sur des sièges qui se trouvaient là, disposés en cercle.

Dès qu’il me vit, Céphale me salua et me dit : Tu ne descends guère au Pirée, Socrate, pour nous rendre visite. Tu le devrais cependant ; car si j’avais encore la force d’aller aisément à la ville, tu n’aurais pas besoin de venir ici : (328 d) nous-mêmes irions chez toi. Mais maintenant, c’est à toi de venir ici plus souvent. Sache bien que pour moi, d’autant les plaisirs du corps se flétrissent, d’autant augmentent le désir et le plaisir de la conversation. N’agis donc pas autrement : réunis-toi à ces jeunes gens et viens ici comme chez des amis très intimes.

Moi aussi, répondis-je, ô Céphale, je me plais à converser avec les vieillards ; (328 e) car je crois qu’il faut s’informer auprès d’eux, comme auprès de gens qui nous ont devancés sur une route que nous devrons peut-être aussi parcourir, de ce qu’elle est âpre et difficile, ou bien commode et aisée. Et certes j’aurais plaisir à savoir ce que t’en semble, puisque tu es déjà parvenu à ce point de l’âge que les poètes appellent « le seuil de la vieillesse (05) ». Est-ce un moment difficile de la vie, ou quel message nous en donnes-tu ?

(329) Par Zeus, reprit-il, je te dirai, Socrate, ce que m’en semble. Souvent, en effet, nous nous rencontrons entre gens du même âge, justifiant le vieux proverbe (06) ; or, la plupart de nous, dans ces rencontres, se lamentent, regrettent les plaisirs de la jeunesse et, se rappelant ceux de l’amour, du vin, de la bonne chère et les autres semblables, ils s’affligent comme gens privés de biens considérables, qui alors vivaient bien et maintenant ne vivent même plus. Quelques-uns se plaignent des outrages (329 b) auxquels l’âge les expose de la part de leurs proches, et, à ce propos, ils accusent avec véhémence la vieillesse d’être pour eux la cause de tant de maux. Mais à mon avis, Socrate, ils n’allèguent pas la véritable cause, car, si c’était la vieillesse, moi aussi j’en ressentirais les effets, et tous ceux qui sont parvenus à ce point de l’âge (07). Or, j’ai rencontré des vieillards qui ne l’éprouvent point ainsi ; un jour même je me trouvai près du poète Sophocle que quelqu’un interrogeait : « (329 c) Comment, Sophocle, lui disait-on, te comportes-tu à l’égard de l’amour ? Es-tu encore capable de posséder une femme ? » Et lui : « Silence ! ami », répondit-il, « c’est avec la plus grande satisfaction que je l’ai fui, comme délivré d’un maître rageur et sauvage ». Il me parut bien dire alors, et non moins aujourd’hui. De toutes façons, en effet, à l’égard des sens, la vieillesse apporte beaucoup de paix et de liberté. Car, lorsque les désirs se calment et se détendent, le mot de (329 d) Sophocle se réalise pleinement : on est délivré de maîtres innombrables et furieux. Quant aux regrets, aux ennuis domestiques, ils n’ont qu’une cause, Socrate, non pas la vieillesse, mais le caractère des hommes. S’ils sont rangés et d’humeur facile, la vieillesse leur est modérément pénible. Sinon, et vieillesse et jeunesse, ô Socrate, leur sont ensemble difficiles.

(329 e) Et moi, charmé de ses paroles et désireux de l’entendre encore, je le provoquai et lui dis : J’imagine, Céphale, que la plupart des auditeurs, quand tu parles de la sorte, ne t’approuvent pas et pensent que tu supportes aisément la vieillesse, non pas grâce à ton caractère, mais grâce à tes abondantes richesses ; aux riches, en effet, on dit qu’il est de nombreuses consolations.

Tu dis vrai, répondit-il, ils ne m’approuvent pas. Et ils ont un peu raison, mais non cependant autant qu’ils le pensent. (330) La réponse de Thémistocle est bonne, qui, au Sériphien qui l’injuriait et l’accusait de ne point devoir sa réputation à lui-même mais à sa patrie, répliqua : « Si j’étais Sériphien, je ne serais pas devenu célèbre, mais toi non plus si tu étais Athénien (08). » La même remarque s’applique à ceux qui ne sont point riches et supportent péniblement le grand âge, car ni le sage n’endure avec une parfaite aisance la vieillesse qu’accompagne la pauvreté, ni l’insensé, s’étant enrichi, ne se met d’accord avec lui-même.

Mais, Céphale, repris-je, de ce que tu possèdes, as-tu reçu en héritage ou acquis toi-même la plus grande part ? (330 b) Ce que j’ai acquis, Socrate ? En fait de richesses j’ai tenu le milieu entre mon aïeul et mon père. Mon aïeul, dont je porte le nom, ayant hérité d’une fortune à peu près égale à celle que je possède maintenant, la multiplia, mais Lysanias, mon père, la ramena un peu au-dessous de son niveau actuel. Pour moi, je me contente de laisser à ces jeunes gens non pas moins, mais un peu plus que je n’ai reçu.

Je t’ai posé cette question, dis-je, parce que tu m’as semblé ne pas aimer excessivement les richesses ; (330 c) c’est ainsi que font, pour la plupart, ceux qui ne les ont point acquises eux-mêmes. Mais ceux qui les ont acquises se chérissent deux fois plus que les autres. Car, de même que les poètes chérissent leurs poèmes et les pères leurs enfants, ainsi les hommes d’affaires s’attachent à leur fortune, parce qu’elle est leur ouvrage, et en raison de son utilité, comme les autres hommes. Aussi sont-ils d’un commerce difficile, ne consentant à louer rien d’autre que l’argent.

C’est vrai, avoua-t-il.

Parfaitement, repris-je. Mais dis-moi encore ceci : (330 d) de quel bien suprême penses-tu que la possession d’une grosse fortune t’ait procuré la jouissance ?

C’est ce que, peut-être, répondit-il, je ne persuaderai pas à beaucoup de gens si je le dis.

Sache bien, en effet, Socrate, que lorsqu’un homme est près de penser à sa mort, crainte et souci l’assaillent à propos de choses qui, auparavant, ne le troublaient pas. Ce que l’on raconte sur l’Hadès et les châtiments qu’y doit recevoir celui qui en ce monde a commis l’injustice, ces fables, dont il a ri jusque-là, tourmentent alors son âme : il redoute qu’elles ne soient vraies. (330 e) Et – soit à cause de la faiblesse de l’âge, soit parce qu’étant plus près des choses de l’au-delà il les voit mieux – son esprit s’emplit de défiance et de frayeur (09) ; il réfléchit, examine s’il s’est rendu coupable d’injustice à l’égard de quelqu’un. Et celui qui trouve en sa vie beaucoup d’iniquités, éveillé fréquemment au milieu de ses nuits, comme les enfants, a peur, et vit dans une triste attente. (331) Mais près de celui qui se sait innocent veille toujours une agréable espérance, bienfaisante nourrice de la vieillesse, pour parler comme Pindare. Car avec bonheur, Socrate, ce poète a dit de l’homme ayant mené une vie juste et pieuse que douce à son coeur et nourrice de ses vieux ans, l’accompagne l’espérance, qui gouverne l’âme changeante des mortels (10).

Et cela est dit merveilleusement bien. A cet égard je considère la possession des richesses comme très précieuse, non pas pour tout homme, mais pour le sage et l’ordonné.

(331 b) Car à éviter que, contraint, l’on trompe ou l’on mente, et que, devant des sacrifices à un dieu ou de l’argent à un homme, l’on passe ensuite dans l’autre monde avec crainte, à éviter cela la possession des richesses contribue pour une grande part. Elle a aussi beaucoup d’autres avantages. Mais si nous les opposons un à un, je soutiens, Socrate, que, pour l’homme sensé, c’est là que réside la plus grande utilité de l’argent.

Tes propos sont pleins de beauté, Céphale, repris-je. (331 c) Mais cette vertu même, la justice, affirmerons-nous simplement qu’elle consiste à dire la vérité et à rendre ce que l’on a reçu de quelqu’un, ou bien qu’agir de la sorte est parfois juste, parfois injuste ? Je l’explique ainsi : tout le monde convient que si l’on reçoit des armes d’un ami sain d’esprit qui, devenu fou, les redemande, on ne doit pas les lui rendre, et que celui qui les rendrait ne serait pas juste, non plus que celui qui voudrait dire toute la vérité à un homme dans cet état.

(331 d) C’est exact, dit-il.

Donc, cette définition n’est pas celle de la justice: dire la vérité et rendre ce que l’on a reçu.

Mais si, Socrate, intervint Polémarque, du moins s’il faut en croire Simonide.

Bien, bien ! dit Céphale ; je vous abandonne la discussion car il est déjà temps que je m’occupe du sacrifice (11). Ne suis-je pas ton héritier ? lui demanda Polémarque. Sans doute, répondit-il en riant ; et il s’en alla à son sacrifice.

Cousin

J’étais descendu hier au Pirée avec Glaucon, fils d’Ariston, pour faire notre prière à la déesse et voir aussi comment se passerait la fête, car c’était la première fois qu’on la célébrait. La pompe, formée par nos compatriotes, me parut belle, et celle des Thraces ne l’était pas moins. Après avoir fait notre prière et vu la cérémonie, nous regagnâmes le chemin de la ville. Comme nous nous dirigions de ce côté, Polémarque, fils de Céphale, nous aperçut de loin, et dit à son esclave de courir après nous et de nous prier de l’attendre. Celui-ci m’arrêtant par derrière par mon manteau :

— Polémarque, dit-il, vous prie de l’attendre.

Je me retourne et lui demande où est son maître :

— Le voilà qui me suit, attendez-le un moment.

— Eh bien, dit Glaucon, nous l’attendrons.

Bientôt arrivent Polémarque avec Adimante, frère de Glaucon, Nicérate, fils de Nicias, et quelques autres qui se trouvaient là s’en revenant de la pompe.

— Socrate, me dit Polémarque, il paraît que vous retournez à la ville?

— Tu ne te trompes pas, lui dis-je.

— Vois-tu combien nous sommes?

— Oui.

— Vous serez les plus forts ou vous resterez ici.

— Mais il y a un milieu ; c’est de vous persuader de nous laisser aller.

— Comment nous persuaderez-vous, si nous ne voulons pas vous entendre?

— En effet, dit Glaucon, cela n’est pas facile.

— Hé bien ! reprit Polémarque, soyez sûrs que nous ne vous écouterons pas.

— Ne savez-vous pas, dit Adimante, que ce soir la course des flambeaux, en l’honneur de la déesse, se fera à cheval?

— À cheval ! m’écriai-je ; cela est nouveau. Comment, c’est à cheval qu’on se passera les flambeaux et qu’on disputera le prix !

— Oui, dit Polémarque ; et de plus il y aura une veillée qui vaudra la peine d’être vue. Nous sortirons après souper pour l’aller voir. Nous trouverons là plusieurs jeunes gens, et nous causerons ensemble. Ainsi restez, je vous prie.

— Je vois bien qu’il faudra rester, dit Glaucon.

— Si c’est ton avis, lui dis-je, nous resterons.

Nous nous rendîmes donc tous ensemble chez Polémarque, où nous trouvâmes ses deux frères Lysias et Euthydème, avec Thrasymaque de Chalcédoine, Charmantide du bourg de Péanée, et Clitophon, fils d’Aristonyme. Céphale, père de Polémarque, y était aussi. Je ne l’avais pas vu depuis longtemps, et il me parut bien vieilli. Il était assis, la tête appuyée sur un coussin, et portait une couronne : car il avait fait ce jour-là un sacrifice domestique. Nous nous assîmes auprès de lui sur des sièges qui se trouvaient disposés en cercle. Dès que Céphale m’aperçut, il me salua et me dit :

— Ô Socrate, tu ne viens guère souvent au Pirée ; tu as tort. Si je pouvais encore aller sans fatigue à la ville, je t’épargnerais la peine de venir ; nous irions te voir ; mais maintenant, c’est à toi de venir ici plus souvent. Car tu sauras que plus je perds le goût des autres plaisirs, plus ceux de la conversation ont pour moi de charme. Fais-moi donc la grâce, sans renoncer à la compagnie de ces jeunes gens, de ne pas oublier non plus un ami qui t’est bien dévoué.

— Et moi, Céphale, lui répondis-je, j’aime à converser avec les vieillards. Comme ils nous ont devancés dans une route que peut-être il nous faudra parcourir, je regarde comme un devoir de nous informer auprès d’eux si elle est rude et pénible ou d’un trajet agréable et facile. J’apprendrais avec plaisir ce que tu en penses, car tu arrives à l’âge que les poètes appellent le seuil de la vieillesse. Hé bien, est-ce une partie si pénible de la vie ? comment la trouves-tu?

— Socrate, me dit-il, je te dirai ce que j’en pense. Nous nous réunissons souvent un certain nombre de gens du même âge, selon l’ancien proverbe. La plupart, dans ces réunions, s’épuisent en plaintes et en regrets amers au souvenir des plaisirs de la jeunesse, de l’amour, des festins, et de tous les autres agréments de ce genre : à les entendre, ils ont perdu les plus grands biens ; ils jouissaient alors de la vie, maintenant ils ne vivent plus. Quelques uns se plaignent aussi que la vieillesse les expose à des outrages de la part de leurs proches ; enfin, ils l’accusent d’être pour eux la cause de mille maux. Pour moi, Socrate, je crois qu’ils ne connaissent pas la vraie cause de ces maux ; car si c’était la vieillesse, elle produirait les mêmes effets sur moi et sur tous ceux qui arrivent à mon âge ; or j’ai trouvé des vieillards dans une disposition d’esprit bien différente. Je me souviens qu’étant un jour avec le poète Sophocle, quelqu’un lui dit en ma présence :

— Sophocle, l’âge te permet-il encore de te livrer aux plaisirs de l’amour?

— Tais-toi, mon cher, répondit-il ; j’ai quitté l’amour avec joie comme on quitte un maître furieux et intraitable.

Je jugeai dès lors qu’il avait raison de parler de la sorte, et le temps ne m’a pas fait changer de sentiment. En effet, la vieillesse est, à l’égard des sens, dans un état parfait de calme et de liberté. Dès que l’ardeur des passions s’est amortie, on se trouve, comme Sophocle, délivré d’une foule de tyrans insensés. Pour cela, comme pour les chagrins domestiques, ce n’est pas la vieillesse qu’il faut accuser, Socrate, mais seulement le caractère des vieillards : la modération et la douceur rendent la vieillesse supportable ; les défauts contraires font le tourment du vieillard comme ils feraient celui du jeune homme.

Jowett

That was why I asked you the question, I replied, because I see that you are indifferent about money, which is a characteristic rather of those who have inherited their fortunes than of those who have acquired them; the makers of fortunes have a second love of money as a creation of their own, resembling the affection of authors for their own poems, or of parents for their children, besides that natural love of it for the sake of use and profit which is common to them and all men. And hence they are very bad company, for they can talk about nothing but the praises of wealth.

That is true, he said.

The advantages of wealth.
Yes, that is very true, but may I ask another question?—What do you consider to be the greatest blessing which you have reaped from your wealth?

The fear of death and the consciousness of sin become more vivid in old age; and to be rich frees a man from many temptations.The admirable strain of Pindar.
One, he said, of which I could not expect easily to convince others. For let me tell you, Socrates, that when a man thinks himself to be near death, fears and cares enter into his mind which he never had before; the tales of a world below and the punishment which is exacted there of deeds done here were once a laughing matter to him, but now he is tormented with the thought that they may be true: either from the weakness of age, or because he is now drawing nearer to that other place, he has a clearer view of these things; suspicions and alarms crowd thickly upon him, and he begins to reflect and consider what wrongs he has done to others. And when he finds that the sum of his transgressions is great he will many a time like a child start up in his sleep for fear, and he is filled with dark forebodings. But Jowett1892: 331to him who is conscious of no sin, sweet hope, as Pindar charmingly says, is the kind nurse of his age:

‘Hope,’ he says, ‘cherishes the soul of him who lives in justice and holiness, and is the nurse of his age and the companion of his journey;—hope which is mightiest to sway the restless soul of man.’

How admirable are his words! And the great blessing of riches, I do not say to every man, but to a good man, is, that he has had no occasion to deceive or to defraud others, either intentionally or unintentionally; and when he departs to the world below he is not in any apprehension about offerings due to the gods or debts which he owes to men. Now to this peace of mind the possession of wealth greatly contributes; and therefore I say, that, setting one thing against another, of the many advantages which wealth has to give, to a man of sense this is in my opinion the greatest.

Cephalus, Socrates, Polemarchus.Justice to speak truth and pay your debts.
Well said, Cephalus, I replied; but as concerning justice, what is it?—to speak the truth and to pay your debts—no more than this? And even to this are there not exceptions? Suppose that a friend when in his right mind has deposited arms with me and he asks for them when he is not in his right mind, ought I to give them back to him? No one would say that I ought or that I should be right in doing so, any more than they would say that I ought always to speak the truth to one who is in his condition.

You are quite right, he replied.

But then, I said, speaking the truth and paying your debts is not a correct definition of justice.

This is the definition of Simonides. But you ought not on all occasions to do either. What then was his meaning?
Quite correct, Socrates, if Simonides is to be believed, said Polemarchus interposing.

I fear, said Cephalus, that I must go now, for I have to look after the sacrifices, and I hand over the argument to Polemarchus and the company.

Is not Polemarchus your heir? I said.

To be sure, he answered, and went away laughing to the sacrifices.

Thomas Taylor

(327a) SOCRATES: I went down yesterday to the Piræum,2 with Glauco, the son of Aristo, to pay my devotion to the Goddess; and desirous, at the same time, to observe in what manner they would celebrate the festival,3 as they were now to do it for the first time:. The procession of our own countrymen seemed to me to be indeed beautiful; yet that of the Thracians appeared no less proper. (327b) After we had paid our devotion, and seen the solemnity, we were returning to the city; when Polemarchus, the son of Cephalus, observing us at a distance hurrying home, ordered his boy to run and desire us to wait for him: and the boy, taking hold of my robe behind, “Polemarchus,” says he, “desires you to wait.” I turned about, and asked where he was. “He is coming up,” said he, “after you; but do you wait for him.” “We will wait,” said Glauco; (327c) and soon afterwards came Polemarchus, and Adimantus the brother of Glauco, and Niceratus the son of Nicias, and same others as from the procession. Then said Polemarchus, “Socrates! you seem to me to be hurrying to the city.” “You conjecture,” said I, “not amiss.” “Do you not see, then,” said he, “how many there are of us?” “Undoubtedly I do.” “Therefore, now, you must either be stronger than these, or you must stay here.” “Is there not,” said I, “one way still remaining? May we not persuade you that you must let us go?” “Can you be able to persuade such as will not hear?” “By no means,” said Glauco. “Then, as if we are not to hear, determine accordingly.” “But do you not know,” said Adimantus, (328a) “that there is to be an illumination in the evening, on horseback, to the goddess?” “On horseback?” said I. “That is new. Are they to have torches, and give them to one another, contending together with their horses? or how do you mean?” “Just so,” replied Polemarchus. “And besides, they will perform a nocturnal solemnity4 worth seeing. For we shall rise after supper, and see the nocturnal solemnity, and shall be there with many of the youth, and converse together: But do you stay, (328b) and do not do otherwise.” “It seems proper, then,” said Glauco, “that we should stay.” “Nay, if it seem so,” said I, “we ought to do it.”

We went home therefore to Polemarchus’s house; and there we found both Lysias and Euthydemus, brothers of Polemarchus; likewise Thrasymachus the Chalcedonian, and Charmantides the Pæoncian, and Clitipho the son of Aristonimus; Cephalus the father of Polemarchus was likewise in the house; he seemed to me to be far advanced in years, (328c) for I had not seen him for a long time. He was sitting crowned, on a certain couch and seat; for he had been offering sacrifice in the hall. So we sat down by him; for some seats were placed there in a circle. Immediately, then, when Cephalus saw me, he saluted me, and said, “Socrates, you do not often come down to us to the Piræum, nevertheless you ought to do it; for, were I still able easily to go up to the city, you should not need to come hither, (328d) but we would be with you. But now you should come hither more frequently: for I assure you that, with relation to myself, as the pleasures respecting the body languish, the desire and pleasure of conversation increase. Do not fail, then to make a party often with these youths, and come hither to us, as to your friends and intimate acquaintance.” “And, truly,” said I, “Cephalus, I take pleasure in conversing with those who are very far advanced in years; (328e) for it appears to me proper, that we learn from them, as from persons who have gone before us, what the road is which it is likely we have to travel; whether rough and difficult, or plain and easy. And I would gladly learn from you, as you are now arrived at that time of life which the poets call the threshold of old-age, what your opinion of it is; whether you consider it to be a grievous part of life, or what you announce it to be?” “And I will tell you, Socrates,” said he, “what is really my opinion; (329a) for we frequently meet together in one place, several of us who are of the same age, observing the old proverb. Most of us, therefore, when assembled, lament their state, when they feel a want of the pleasures of youth, and call to their remembrance the delights of love, of drinking, and feasting, and some others akin to these: and they express indignation, as if they were bereaved of some mighty things. In those days, they say, they lived well, but now they do not live at all: some of them, too, (329b) bemoan the contempt which old-age meets with from their acquaintance: and on this account also they lament old-age, which is to them the cause of so many ills. But these men, Socrates, seem not to me to blame the real cause; for, if this were the cause, I likewise should have suffered the same things on account of old-age; and all others, even as many as have arrived at these years: whereas I have met with several who are not thus affected; and particularly was once with Sophocles the poet, when he was asked by some one, (329c) ‘How,’ said he, ‘Sophocles, are you affected towards the pleasures of love? are you still able to enjoy them?’ ‘Softly, friend,’ replied he, ‘most gladly, indeed, have I escaped from these pleasures, as from some furious and savage master.’ He seemed to me to speak well at that time, and no less so now: for, certainly, there is in old-age abundance of peace and freedom from such things; for, when the appetites cease to be vehement, and are become easy, what Sophocles said certainly happens; (329d) we are delivered from very many, and those too insane masters. But with relation to these things, and those likewise respecting our acquaintance, there is one and the same cause; which is not old age, Socrates, but manners: for, if indeed they are discreet and moderate, even old-age is but moderately burdensome: if not, both old age, Socrates, and youth are grievous to such.” Being delighted to hear him say these things, and wishing him to discourse further, I urged him, and said, “I think, (329e) Cephalus, the multitude will not agree with you in those things; but will imagine that you bear old-age easily, not from manners, but from possessing much wealth; for the rich say they, have many consolations.” “You say true,” replied he, “they do not agree with me; and there is something in what they say; but, however, not so much as they imagine. But the saying of Themistocles was just; who, when the Seriphian reviled him, and said that he was honoured, not on his own account, (330a) but on that of his country, replied That neither would himself have been renowned had he been a Seriphian, nor would he, had he been an Athenian. The same saying is justly applicable to those who are not rich, and who bear old-age with uneasiness, That neither would the worthy man, were he poor, bear old-age quite easily; nor would he who is unworthy, though enriched, ever be agreeable to himself.” “But, whether, Cephalus,” said I, “was the greater part of what you possess, left you;5 or have you acquired it?” “Somewhat, Socrates,” replied he, “I have acquired: (330b) as to money-getting, I am in a medium between my grand father and my father: for my grandfather, of the same name with me, who was left almost as much substance as I possess at present, made it many times as much again; but my father Lysanias made it yet less than it is now: I am satisfied if I leave my sons here, no less, but some little more than I received.” “I asked you,” said I, “for this reason, because you seem to me to love (330c) riches moderately; and those generally do so who have not acquired them: but those who have acquired them are doubly fond of them: for, as poets love their own poems, and as parents love their children, in the same manner, those who have enriched themselves value their riches as a work of their own, as well as for the utilities they afford, for which riches are valued by others.” (330d) “You say true,” replied he. “It is entirely so,” said I. “But further, tell me this: What do you think is the greatest good derived from the possession of much substance?” “That, probably,” said he, “of which I shall not persuade the multitude. For be assured, Socrates,” continued he, “that after a man begins to think he is soon to die, he feels a fear and concern about things which before gave him no uneasiness: for those stories concerning a future state, which represent that the man who has done injustice here must there (330e) be punished, though formerly ridiculed, do then trouble his soul with apprehensions that they may be true; and the man, either through the infirmity of old-age, or as being now more near those things, views them more attentively: he becomes therefore full of suspicion and dread; and considers, and reviews, whether he has, in any thing, injured any one. He then who finds in his life much of iniquity, and is wakened from sleep, as children by repeated calls, is afraid, and lives in miserable hope. But the man who is not conscious of any iniquity, (331a)

Still pleasing hope, sweet nourisher of age!
Attends—

as Pindar says. This, Socrates, he has beautifully expressed; that, whoever lives a life of justice and holiness,

Sweet hope, the nourisher of age, his heart
Delighting, with him lives; which most of all
Governs the many veering thoughts of man.

So that he says well, and very admirably; wherefore, for this purpose, I deem the possession of riches to be chiefly valuable; (331b) not to every man, but to the man of worth: for the possession of riches contributes considerably to free us from being tempted to cheat or deceive; and from being obliged to depart thither in a terror, when either indebted in sacrifices to God, or in money to man. It has many other advantages besides; but, for my part, Socrates, I deem riches to be most advantageous to a man of understanding, chiefly in this respect.” “You speak most handsomely, Cephalus,” (331a) replied I. “But with respect to this very thing, justice: Whether shall we call it truth, simply, and the restoring of what one man has received from another? or shall we say that the very same things may sometimes be done justly, and sometimes unjustly? My meaning is this: Every one would somehow own, that if a man should receive arms from his friend who was of a sound mind, it would not be proper to restore such things if he should demand them when mad; nor would the restorer be just: nor again would he be just, who, to a man in such a condition, should willingly tell all the truth.” (331d) “You say right,” replied he. “This, then, to speak the truth, and restore what one hath received, is not the definition of justice?” “It is not, Socrates,” replied Polemarchus, “if at least we may give any credit to Simonides.” “However that be, I give up,” said Cephalus, “this conversation to you; for I must now go to take care of the sacred rites.” “Is not Polemarchus,” said I, “your heir?” “Certainly,” replied he smiling, and at the same time departed to the sacred rites. (331e)

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