República I 336b-350c: Exposição e crítica da tese sofística: a justiça é o interesse do mais forte

Azcárate

Durante nuestra conversación, Trasímaco había abierto muchas veces la boca, para interrumpirnos. Los que estaban sentados cerca de él se lo impidieron, porque querían oírnos hasta la conclusión; pero cuando nosotros cesamos de hablar, no pudo contenerse, y volviéndose de repente, se vino a nosotros como una bestia feroz para devorarnos. Polemarco y yo nos sentimos como aterrados. Y él, alzando la voz en medio de todos, dijo:

—Sócrates, ¿a qué viene toda esa palabrería? ¿A qué ese pueril cambio de mutuas concesiones? ¿Quieres saber sencillamente lo que es la justicia? No te limites a interrogar y a procurarte necia gloria de refutar las respuestas de los demás. No ignoras que es más fácil interrogar que responder. Respóndeme ahora tú. ¿Qué es la justicia? Y no me digas que es lo que conviene, lo que es útil, lo que es ventajoso, lo que es lucrativo, lo que es provechoso; responde neta y precisamente; porque yo no admitiré vaciedades como buenas respuestas.

Al oír estas palabras yo quedé como absorto. Le miraba temblando y creo que hubiera perdido el habla si él me hubiera mirado primero(21); pero yo había fijado en él mi vista en el momento en que estalló su cólera. De esta manera me consideré en estado de poderle responder, y le dije, no sin algún miedo:

—Trasímaco, no te irrites contra nosotros. Si Polemarco y yo hemos errado en nuestra conversación, vive persuadido de que ha sido contra nuestra intención. Si buscáramos oro, no nos cuidaríamos de engañarnos uno a otro, haciendo así imposible el descubrimiento; y ahora que nuestras indagaciones tienen un fin mucho más precioso que el oro, esto es, la justicia, ¿nos crees tan insensatos que gastemos el tiempo en engañarnos, en lugar de consagrarnos seriamente a descubrirla? Guárdate de pensar así, querido mío. No por eso dejo de conocer que esta indagación es superior a nuestras fuerzas. Y así, a vosotros todos, que sois hombres entendidos, debe inspiraros un sentimiento de compasión y no de indignación nuestra flaqueza.

—¡Por Heracles! —replicó Trasímaco con una risa sarcástica—; he aquí la ironía acostumbrada de Sócrates. Sabía bien que no responderías, y ya había prevenido a todos que apelarías a tus conocidas mañas y que harías cualquier cosa menos responder.

—Avisado eres, Trasímaco —le dije—; sabías muy bien que si preguntases a uno de qué se compone el número doce, añadiendo: «No me digas que es dos veces seis, tres veces cuatro, seis veces dos, o cuatro veces tres, porque no me contentaré con ninguna de estas vaciedades»; sabías, digo, que no podría responder a una pregunta hecha de esta manera. Pero si él te decía a su vez: «Trasímaco, ¿cómo explicas la prohibición que me impones de no dar ninguna de las respuestas que tú acabas de decir? ¿Y si la verdadera respuesta es una de ésas, quieres que diga otra cosa que la verdad? ¿Cómo entiendes tú esto?». ¿Qué podrías responderle?

—¿Tiene verdaderamente eso —dijo Trasímaco— algo que ver con lo que yo dije?

—Quizá. Pero aun cuando la cosa sea diferente, si aquel a quien se dirige la pregunta juzga que es semejante, ¿crees tú que no responderá según él piense, ya se lo prohibamos nosotros o ya dejemos de prohibírselo?

—¿Es esto lo que tú intentas hacer? ¿Vas a darme por respuesta una de las que te prohibí desde luego que me dieras? —preguntó.

Bien examinado todo, no tendré por qué sorprenderme si lo hago así —dije.

—Y bien; si te hago ver —dijo él— que hay una respuesta tocante a la justicia mejor que ninguna de las precedentes, ¿a qué te condenas?

—A la pena —repuse— que merecen los ignorantes, es decir, a aprender de los que son más entendidos que ellos. Me someto con gusto a esta pena.

—En verdad que eres complaciente —dijo—. Pero además de la pena de aprender, me darás dinero.

—Sí, cuando lo tenga —dije.

—Nosotros lo tenemos —dijo Glaucón—. Si es el dinero lo que te detiene, habla, Trasímaco; todos nosotros pagaremos por Sócrates.

—Conozco vuestra intención —dijo él—. Queréis que Sócrates, según su costumbre, en lugar de responder, me interrogue y me haga caer en contradicciones.

—Pero de buena fe —dije yo—, ¿qué respuesta quieres que te dé quien, en primer lugar, no sabe ninguna ni la oculta? En segundo, un hombre nada despreciable ha prohibido todas las respuestas que podían darle. A ti te toca más bien decir lo que es la justicia, puesto que te alabas de saberlo. Y así, no te hagas rogar. Responde por amor a mí y no hagas desear a Glaucón y a todos los que están aquí la instrucción que de ti esperan.

En el momento de decir yo esto, Glaucón y todos los presentes le conjuraron para que se explicara. Sin embargo, Trasímaco se hacía el desdeñoso, aunque se conocía bien que ardía en deseos de hablar para conquistarse aplausos; porque estaba persuadido de que respondería cosas maravillosas. Al fin accedió.

—Tal es —dijo— el gran secreto de Sócrates; no quiere enseñar nada a los demás, mientras que va por todas partes mendigando la ciencia, sin tener que agradecerlo a nadie.

—Tienes razón, Trasímaco —repuse yo—, en decir que yo aprendo de los demás, pero no la tienes en añadir que no les esté agradecido. Les manifiesto mi reconocimiento en cuanto de mí depende, y les aplaudo, que es todo lo que puedo hacer, careciéndo como carezco de dinero. Verás cómo te aplaudo con gusto en el momento que respondas, si lo que dices me parece bien dicho, porque estoy convencido de que tu respuesta será excelente.

—Pues bien, escucha. Digo que la justicia no es otra cosa que lo que es provechoso al más fuerte. ¡Y bien!, ¿por qué no aplaudes? Ya sabía yo que no lo habías de hacer.

—Espera, por lo menos —repliqué—, a que haya comprendido tu pensamiento, porque aún no lo entiendo. La justicia dices que es lo que es útil al más fuerte. ¿Qué entiendes por esto, Trasímaco? ¿Quieres decir que, porque el atleta Polidamante es más fuerte que nosotros, y es ventajoso para el sostenimiento de sus fuerzas comer carne de buey, sea igualmente provechoso para nosotros, que somos inferiores, comer la misma carne?

—Eres un burlón, Sócrates —dijo—, y sólo te propones dar un giro torcido a lo que se dice.

—¿Yo? Nada de eso —repuse—; pero por favor, explícate más claramente.

—¿No sabes que los diferentes Estados son tiránicos, democráticos o aristocráticos?

—Lo sé.

—El gobierno de cada Estado, ¿no es el que tiene la fuerza?

—Sin duda.

—¿No hace leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el gobierno del pueblo leyes populares, la tiranía leyes tiránicas y así los demás? Una vez hechas estas leyes, ¿no declaran que la justicia para los gobernados consiste en lo conveniente para ellos? ¿No se castiga a los que las traspasan como culpables de una acción injusta? Aquí tienes mi pensamiento. En cada Estado la justicia no es más que la conveniencia del que tiene la autoridad en sus manos y, por consiguiente, del más fuerte. De donde se sigue, para todo hombre que sabe discurrir, que la justicia y lo que es conveniente al más fuerte en todas partes y siempre es una misma cosa.

—Comprendo ahora lo que quieres decir —dije yo—; pero ¿eso es cierto? Examinémoslo. Defines la justicia como lo que es conveniente, a pesar de que me habías a mí prohibido definirla de esa manera. Es cierto que añades: al más fuerte.

—¿Eso no es nada? —dijo.

—Yo no sé aún si es una gran cosa; lo que sé es que preciso ver si lo que dices es verdad. Convengo contigo en que la justicia es una cosa provechosa; pero añades que lo es sólo para el más fuerte. He aquí lo que yo ignoro, y lo que es preciso examinar.

—Examínalo, pues —dijo.

—Desde luego —repliqué—. Respóndeme: ¿no dices que la justicia consiste en obedecer a los que gobiernan?

—Sí.

—Pero los que gobiernan en los diferentes Estados, ¿pueden engañarse o no?

—Pueden engañarse —dijo.

—Luego cuando hacen las leyes unas estarán bien hechas y otras mal hechas.

—Así lo creo.

—Es decir, que hacerlas bien será hacerlas convenientes para ellos y hacerlas mal, inconvenientes. O ¿cómo lo concibes?

—Así.

—Sin embargo, los súbditos deben obedecerlas, y en esto consiste la justicia, ¿no es así?

—Sin duda.

—Luego es justo, en tu opinión, hacer, no sólo lo que es conveniente, sino también lo que es inconveniente para el más fuerte.

—¿Qué es lo que dices? —preguntó.

—Lo mismo que tú, creo. Pero pongamos la cosa más en claro. ¿No estás conforme en que los que gobiernan se engañan algunas veces sobre sus intereses al dar las leyes que imponen a sus súbditos y que es justo que éstos hagan sin distinción todo lo que se les ordena y manda? ¿No estábamos de acuerdo en eso?

—Así lo creo —dijo.

—Cree también, por consiguiente, que sosteniendo tú que es justo que los súbditos hagan todo lo que se les manda, tienes que convenir en que la justicia consiste en hacer lo que es inconveniente para los que gobiernan, es decir, para los más fuertes, en el caso en que, aunque sin quererlo, manden cosas contrarias a sus intereses. De aquí, ¿no debe concluirse, sapientísimo Trasímaco, que es justo hacer todo lo contrario de lo que decías al principio? Puesto que en este caso lo que se ordena y manda al más débil es inconveniente para el más fuerte.

—Sí, por Zeus; eso es evidente, Sócrates —dijo Polemarco.

—Sin duda —repuso Clitofonte—, puesto que tú lo atestiguas.

—¡Ah!, ¿qué necesidad tiene de testigos? El propio Trasímaco conviene en que los que gobiernan mandan algunas veces cosas contrarias a sus intereses, y que es justo, hasta en este caso, que los súbditos obedezcan.

—Trasímaco ha dicho sólo que era justo que los súbditos hiciesen lo que se les ordenaba, Polemarco.

—Pero también, Clitofonte, que la justicia es lo que es conveniente para el más fuerte. Habiendo sentado estos dos principios, convino en seguida en que los más fuertes hacen algunas veces leyes contrarias a sus intereses para que las ejecuten los inferiores por ellos gobernados. Y hechas estas concesiones, se sigue que la justicia es lo mismo lo que es conveniente que lo que es inconveniente para el más fuerte.

—Pero por conveniencia del más fuerte —dijo Clitofonte—, ha entendido lo que el más fuerte cree serle conveniente, y esto es, en su opinión, lo que el inferior debe practicar, y en lo que consiste la justicia.

—Trasímaco no se ha explicado de ese modo —dijo Polemarco.

—No importa, Polemarco —repliqué yo—; si Trasímaco hace suya esta explicación, nosotros la admitiremos.

Dime, pues, Trasímaco: ¿entiendes así la definición que has dado de la justicia? ¿Quieres decir que la justicia es lo que el más fuerte estima su conveniencia tanto si le conviene como si no? ¿Diremos que ésas fueron tus palabras?

—¿Yo? Nada de eso —dijo—. ¿Crees que llame yo más fuerte(22) al que se engaña en tanto que se engaña?

—Yo —dije— creía que esto era lo que decías cuando confesabas que los que gobiernan no son infalibles, y que se engañan algunas veces.

—Eres un sicofanta(23), Sócrates, en la argumentación —contestó—. ¿Llamas médico al que se equivoca respecto a los enfermos en tanto que se equivoca, o calculador al que se equivoca en un cálculo en tanto que se equivoca? Es cierto que se dice: el médico, el calculador, el gramático se han engañado, pero ninguno de ellos se engaña nunca en tanto que él es lo que decimos que es. Y hablando rigurosamente, puesto que es preciso hacerlo contigo: ningún profesional se engaña, porque no se engaña sino en tanto que su saber lo abandona, y entonces ya no es profesional. Así sucede con el sabio y con el hombre que gobierna, aunque en el lenguaje ordinario se diga: el médico se ha engañado, el gobernante se ha engañado. Aquí tienes mi respuesta precisa. El que gobierna, considerado como tal, no puede engañarse; lo que ordena es siempre lo más ventajoso para él, y eso mismo es lo que debe ejecutar el que a él está sometido. Por lo tanto, es una verdad, como dije al principio, que la justicia consiste en lo que es conveniente para el más fuerte.

—¿Soy un sicofanta en tu opinión? —dije yo.

—Sí, lo eres —dijo.

—¿Crees que he intentado tenderte lazos en la argumentación valiéndome de preguntas capciosas?

—Lo he visto claramente —dijo—, pero no por eso adelantarás nada, porque no se me oculta tu mala fe, y por lo mismo no podrás abusar de mí en la disputa.

—Ni quiero intentarlo, bendito —repliqué yo—; mas para que en lo sucesivo no ocurra cosa semejante, dime si deben entenderse según el uso ordinario o con la más refinada precisión, según decías, estas expresiones: el que gobierna, el más fuerte, aquel cuya conveniencia es, como decías, la regla de lo justo respecto del inferior.

—Al que gobierna es preciso tomarlo en sentido riguroso —dijo—. Ahora pon en obra todos tus artificios para refutarme; no quiero que me des cuartel; pero no lo lograrás.

—¿Me crees tan insensato —dije—, que intente(24) engañar a Trasímaco?

—Has intentado hacerlo, pero te ha salido mal la cuenta —contestó.

—Dejemos esto y respóndeme —dije yo—. El médico, tomado en sentido riguroso, tal como decías hace un momento, ¿es el hombre que intenta enriquecerse o se propone curar a los enfermos?

—Curar a los enfermos —dijo.

—Y el piloto, hablo del verdadero piloto, ¿es marinero o jefe de los marineros?

—Es su jefe.

—Poco importa, creo, que esté con ellos en la misma nave; no por esto se le ha de llamar marinero, porque no lo llamamos piloto por ir embarcado, sino a causa de su arte y de la autoridad que tiene sobre los marineros.

—Es cierto —dijo.

—¿No tiene cada uno su propia conveniencia?

—Sin duda.

—Y el objeto del arte —dije yo—, ¿no es el buscar y procurarse esta conveniencia?

—Ése es su objeto —dijo.

—Pero un arte cualquiera, ¿tiene otro interés que su propia perfección?

—¿Qué quieres decir?

—Si me preguntases si bastaba al cuerpo ser cuerpo —dije—, o si le falta aún alguna cosa, te respondería que sí, y que por faltarle se ha inventado el arte de la medicina, porque el cuerpo es imperfecto y no le basta ser lo que es. Y la medicina ha sido inventada para procurar al cuerpo lo que le conviene. ¿Tengo o no razón? —pregunté.

—La tienes.

—Te pregunto, en igual forma, si la medicina o cualquier otra arte está sometido a alguna imperfección y si tiene necesidad de alguna otra facultad, como los ojos necesitan de la vista y las orejas del oído, y tienen necesidad de un arte que examine y provea a lo que les es útil. ¿Está cada arte igualmente sujeta a algún defecto, y tiene necesidad de otra arte que vigile por su interés, y la que vigila, de otra semejante y así hasta el infinito? ¿O bien, cada arte provee por sí misma a su propia conveniencia? O más bien, ¿no necesita ni de sí misma ni del auxilio de ninguna otra para examinar lo conveniente a su propia imperfección, estando por su naturaleza exenta de todo defecto y de toda imperfección, de suerte que no tiene otra mira que la conveniencia del objeto a que está consagrada, mientras que ella subsiste siempre entera, sana y perfecta durante todo el tiempo que conserva su esencia? Examina con todo el rigor convenido cuál de estas dos opiniones es la más verdadera.

—La última parece serlo —dijo.

—La medicina no piensa, pues, en su conveniencia, sino en la del cuerpo —dije.

—Así es —dijo.

—Sucede lo mismo con la equitación, que no se interesa por sí misma, sino por los caballos; y lo mismo otras artes, que no teniendo necesidad de nada para ellas mismas, se ocupan únicamente de la ventaja del objeto sobre que se ejercitan.

—Así parece —dijo.

—Pero, Trasímaco, las artes gobiernan y dominan aquello sobre lo que se ejercen.

Dificultad tuvo para concederme este punto.

—No hay, pues, disciplina que examine ni ordene lo que es conveniente para el más fuerte, sino el interés del inferior objeto sobre que se ejercita.

Al pronto quiso negarlo, pero al fin se vio obligado a admitir este punto como el anterior; y una vez admitido, dije yo:

—Por lo tanto, el médico como médico no se propone ni ordena lo que es una ventaja para él, sino lo que es ventajoso para el enfermo, porque estamos conformes en que el médico como médico gobierna el cuerpo, y no es mercenario; ¿no es cierto?

Convino en ello.

—Y que el verdadero piloto no es marinero, sino jefe de los marineros.

Lo concedió también.

—Semejante piloto, pues, no ordenará ni se propondrá como fin su propia ventaja, sino la del marinero subordinado.

Lo confesó, aunque con dificultad.

—Por consiguiente, Trasímaco —dije yo—, todo hombre que gobierna, considerado como tal, y cualquiera que sea la naturaleza de su autoridad, jamás examina ni ordena lo conveniente para él sino para el gobernado y sujeto a su arte. A este punto es al que se dirige, y para procurarle lo que le es conveniente y ventajoso dice todo lo que dice y hace todo lo que hace.

Llegados aquí, y viendo todos los presentes claramente que la definición de la justicia era diametralmente opuesta a la de Trasímaco, éste, en lugar de responder, exclamó:

—Dime, Sócrates, ¿tienes nodriza?

—¿A qué viene eso? —dije yo—. ¿No sería mejor que respondieras en vez de hacer semejantes preguntas?

—Lo digo —replicó— porque te deja mocoso y sin haberte sonado. Tienes verdaderamente necesidad de ello, cuando no sabes siquiera lo que son ovejas y lo que es un pastor.

—¿Por qué razón? —dije yo.

—Porque crees que los pastores o vaqueros piensan en el bien de sus ovejas y vacas, y que las engordan y las cuidan teniendo en cuenta otra cosa que su interés o el de sus amos. También te imaginas que los que gobiernan —entiendo siempre los que gobiernan verdaderamente— tienen respecto de sus súbditos otra idea que la que tiene cualquiera respecto a las ovejas que cuida, y que día y noche se ocupan de otra cosa que de su provecho personal. Estás tan adelantado acerca de lo justo y de lo injusto, que ignoras que la justicia es en realidad un bien ajeno, conveniencia del poderoso que manda, y daño para el súbdito, que obedece; que la injusticia es lo contrario, y ejerce su imperio sobre las personas justas, que por sencillez ceden en todo ante el interés del más fuerte, y sólo se ocupan en cuidar los intereses de éste abandonando a los suyos. He aquí, hombre inocente, cómo es preciso tomar las cosas. El hombre justo siempre lleva la peor parte cuando se encuentra con el hombre injusto. Por lo pronto, en las transacciones y negocios particulares hallarás siempre que el injusto gana en el trato y que el hombre justo pierde. En los negocios públicos, si las necesidades del Estado exigen algunas contribuciones, el justo con fortuna igual suministrará más que el injusto. Si, por el contrario, hay algo en que se gane, el provecho todo es para el hombre injusto. En la administración del Estado, el primero, porque es justo, en lugar de enriquecerse a expensas del Estado, dejará que se pierdan sus negocios domésticos a causa del abandono en que los tendrá. Y aun se dará por contento si no le sucede algo peor. Además, se hará odioso a sus amigos y parientes, porque no querrá hacer por ellos nada que no sea justo. El injusto alcanzará una suerte enteramente contraria, porque teniendo, como se ha dicho, un gran poder, se vale de él para dominar constantemente a los demás. Es preciso fijarse en un hombre de estas condiciones para comprender cuánto más ventajosa es la injusticia que la justicia. Conocerás mejor esto si consideras la injusticia en su más alto grado, cuando tiene por resultado hacer muy dichoso al que la comete y muy desgraciados a los que son sus víctimas, que no quieren volver injusticia por injusticia. Hablo de la tiranía, que se vale del fraude y de la violencia con ánimo de apoderarse, no poco a poco y como en detalle de los bienes de otro, sino echándose de un solo golpe, y sin respetar lo sagrado ni lo profano, sobre las fortunas particulares y la del Estado. Los delincuentes comunes, cuando son cogidos in fraganti, son castigados con el último suplicio y se les denuesta con las calificaciones más odiosas. Según la naturaleza de la injusticia que han cometido, se les llama sacrílegos, secuestradores, butroneros, estafadores o ladrones; pero si se trata de uno que se ha hecho dueño de los bienes y de las personas de sus conciudadanos, en lugar de darle estos epítetos detestables, se le mira como el hombre más feliz, lo mismo por lo que él ha reducido a la esclavitud, que por los que tienen conocimiento de su crimen; porque si se habla mal de la injusticia, no es porque se tema cometerla, sino porque se teme ser víctima de ella. Tan cierto es, Sócrates, que la injusticia, cuando se la lleva hasta cierto punto, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia, y que, como dije al principio, la justicia es la conveniencia del más fuerte, y la injusticia es por sí misma útil y provechosa.

Trasímaco, después de habernos, a manera de un bañero, inundado los oídos con este largo y terrible discurso, se levantó con ademán de marcharse; pero los demás le contuvieron y le comprometieron a que diera razón de lo que acababa de decir. Yo también se lo suplicaba con instancia y le decía:

—Pues, ¿qué, divino Trasímaco, puedes imaginarte salir de aquí después de lanzarnos un discurso semejante? ¿No es indispensable que antes aprendamos nosotros de ti, o que tú mismo veas si las cosas pasan como tú dices? ¿Crees que es de tan poca importancia el punto que nos ocupa? ¿No se trata de decidir la regla de conducta que cada uno debe seguir para gozar durante la vida la mayor felicidad posible?

—¿Quién os ha dicho que yo piense de otra manera? —dijo Trasímaco.

—Parece —dije yo— que te merecemos poca consideración, y que te importa poco que vivamos dichosos o no; todo por ignorar lo que tú pretendes saber. Instrúyenos, por favor, y no perderás el beneficio que nos hagas, siendo tantos como somos. En cuanto a mí, declaro que no pienso como tú y que no podré persuadirme jamás de que sea más ventajosa la injusticia que la justicia, aunque tenga todo el poder del mundo para obrar impunemente. Dejemos, amigo, que el injusto tenga el poder de hacer el mal, sea por fuerza o sea por astucia: nunca creeré que su condición sea más ventajosa que la del hombre justo. No soy seguramente el único de los presentes que piensa así. Pruébanos, por lo tanto, de una manera decisiva que estamos en un error al preferir la justicia a la injusticia.

—¿Y cómo quieres que yo lo pruebe? —dijo—. Si lo que he dicho no te ha convencido, ¿qué más puedo decir en tu obsequio? ¿Es preciso que yo haga que mis razones entren por fuerza en tu espíritu?

—¡No, por Zeus! Pero por lo pronto, sostente en lo que has dicho, o si mudas algo, hazlo con franqueza y no trates de sorprendernos, porque volviendo a lo que se dijo antes, ya ves, Trasímaco, que después de haber definido el médico con la mayor precisión, tú no te has creído en el deber de definir con la misma exactitud el verdadero pastor. Nos has dicho que el pastor, como pastor, no tiene cuidado de su ganado por el ganado mismo, sino como un glotón dispuesto al banquete, para su propio regalo o para venderlo como mercader, no como pastor. Pero esto es contrario a su profesión de pastor, cuyo único fin es procurar el bien del ganado que le ha sido confiado; porque en tanto que esta profesión conserve su esencia, es perfecta en su género, y para esto tiene todo lo que necesita. Por la misma razón creía yo que no podíamos menos de convenir en que toda administración, sea pública o privada, debe ocuparse únicamente del bien de la cosa que ha tomado a su cargo. ¿Crees, en efecto, que los que gobiernan los Estados —entiendo los que merecen ese título— estén muy contentos mandando?

—Por Zeus que no lo creo, sino que estoy seguro de ello.

—¿Cómo? —contesté yo—. ¿No has observado, Trasímaco, respecto a los otros cargos públicos, que nadie quiere ejercerlos por lo que ellos son, sino que se exige un salario por entender que por su naturaleza sólo son útiles a aquellos sobre los que se ejercen? Y dime, te lo suplico, ¿no se distinguen unas de otras las artes por sus diferentes efectos? Y no contestes, bendito mío, contra tu opinión, a fin de que adelantemos algo.

—Eso es distinto —dijo.

—Cada una de ellas procura a los hombres una utilidad que le es propia, no común a otras; la medicina, la salud; el pilotaje, la seguridad en la navegación, y así todas las demás. ¿No es así?

—Sin duda.

—Y la ventaja que procura el arte del mercenario, ¿no es el salario? Éste es el efecto propio de este arte. ¿Confundes la medicina con el pilotaje? O si quieres continuar hablando en términos precisos, como hiciste al principio, ¿dirás que el pilotaje y la medicina son la misma cosa porque un piloto recobre la salud, ejerciendo su arte, a causa de lo saludable que es el navegar?

—No, por cierto —dijo.

—Tampoco dirás que el arte del mercenario y el del médico son la misma cosa porque ocurra que el mercenario goce de salud ejerciendo su arte.

—Tampoco.

—¿Y la profesión del médico será la misma que la del mercenario porque el médico exija alguna recompensa por la cura de los enfermos?

Lo negó.

—¿No hemos reconocido que cada arte tiene su utilidad particular?

—Sí —dijo.

—Si existe una utilidad común a todos los practicantes de un arte, es evidente que sólo puede proceder de algo idéntico que todos ellos añaden al arte que ejercen.

—Seguramente es así —repuso.

—Digamos, pues, que el salario que reciben los artistas lo adquieren en calidad de mercenarios.

Convino en ello a duras penas.

—Por consiguiente, no es su arte el que da origen a este salario, sino que, hablando con exactitud, es preciso decir que el objeto de la medicina es dar la salud, y el del mercenariado, rendir un salario, y el de la arquitectura, construir casas; y si el arquitecto recibe un salario, es porque además es mercenario. Lo mismo sucede en las demás artes. Cada una de ellas produce su efecto propio, siempre en ventaja del objeto a que se aplica. En efecto, ¿qué provecho sacaría un artista de su arte si lo ejerciese gratuitamente?

—Ninguno, parece —dijo.

—¿Su arte dejaría de aprovecharle si trabajara gratis?

—Creo que sí le aprovecharía.

—Así, pues, Trasímaco es evidente que ningún arte, ninguna autoridad consulta su propio interés sino, como ya hemos dicho, el interés de su objeto; es decir, del más débil y no del más fuerte. Ésta es la razón que he tenido, Trasímaco, para decir que nadie quiere gobernar ni curar los males de otro gratuitamente, sino que exige una recompensa; porque si alguno quiere ejercer su arte como es debido, no trabaja para sí mismo, sino en provecho del gobernado. Por esto, para comprometer a los hombres a que ejerzan el mando, ha sido preciso proponerles alguna recompensa, como dinero, honores o un castigo si rehúsan aceptarlo.

—¿Cómo entiendes eso, Sócrates? —dijo Glaucón—. Yo conozco bien las dos especies primeras de recompensas, pero no ese castigo, cuya exención propones como una tercera clase de recompensa.

—No conoces entonces la propia de los sabios, la que les decide a tomar parte en los negocios públicos. ¿No sabes que ser interesado o ambicioso es cosa vergonzosa y que por tal se tiene?

—Lo sé —dijo.

—Por eso —dije yo— los sabios no quieren tomar parte en los negocios con ánimo de enriquecerse ni de tener honores, porque temerían que se les mirara como mercenarios si exigían manifiestamente algún salario por el mando, o como ladrones si convertían los fondos públicos en su provecho. Tampoco tienen en cuenta los honores, porque no son ambiciosos. Es preciso, pues, que se les obligue a tomar parte en el gobierno so pena de algún castigo. Y por esta razón se mira como cosa poco delicada el encargarse voluntariamente de la administración pública sin verse comprometido a ello. Porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehúsa gobernar a los demás, es el verse gobernado por otro menos digno; y este temor es el que obliga a los sabios a encargarse del gobierno, no por su interés ni por su gusto, sino por verse precisados a ello a falta de otros, tanto o más dignos de gobernar; de suerte que, si se encontrase un Estado compuesto únicamente de hombres de bien, se solicitaría el alejamiento de los cargos públicos con el mismo calor con que hoy se solicitan éstos; se vería claramente en un Estado de este género que el verdadero magistrado no mira su propio interés, sino el de sus administrados; y cada ciudadano, convencido de esta verdad, preferiría ser feliz mediante los cuidados de otro, a trabajar por la felicidad de los demás. No concedo, pues, a Trasímaco que la justicia sea el interés del más fuerte, pero ya examinaremos este punto en otra ocasión. Lo que ha añadido, tocante a la condición del hombre malo, la cual, según él, es más dichosa que la del hombre justo, es punto de mayor importancia aún. Tú, Glaucón, ¿tienes esa misma opinión? Entre estas dos afirmaciones, ¿cuál te parece más verdadera?

—La condición del hombre justo es más ventajosa —dijo Glaucón.

—¿Has oído —pregunté yo— la enumeración que Trasímaco acaba de hacer de los bienes afectos a la condición del hombre injusto?

—Sí, pero yo no los creo —contestó.

—¿Quieres que busquemos, si podemos, algún medio de probarle que se engaña?

—¿Cómo no he de quererlo? —repuso.

—Si oponemos —dije yo— al largo discurso que acaba de pronunciar otro discurso también largo en favor de la justicia, y luego otro él y otro nosotros, será preciso contar y pesar las ventajas de una y otra parte, y además serían necesarios jueces para pronunciar el fallo; mientras que, tratando el punto amistosamente, hasta convenir en lo que nos parezca verdadero o falso, como antes hicimos, seremos a la vez jueces y abogados.

—Es cierto —dijo.

—¿Cuál de estos dos métodos te agrada más? —dije yo.

—El segundo —contestó.

—Pues bien, respóndeme de nuevo, Trasímaco —dije yo—. ¿Pretendes que la completa injusticia es más ventajosa que la justicia perfecta?

—Lo afirmo de plano —dijo Trasímaco—, y ya he dado mis razones.

—Muy bien; pero ¿qué piensas de estas dos cosas? ¿No das a la una el nombre de virtud y a la otra el de vicio?

—Sin duda.

—¿Das probablemente el nombre de virtud a la justicia y el de vicio a la injusticia?

—Eso parece, querido —exclamó—, puesto que yo pretendo que la injusticia es útil y que la justicia no lo es.

—¿Qué es lo que dices, pues?

—Todo lo contrario —replicó.

—¡Qué! ¿La justicia es un vicio?

—No; es una generosa candidez(25).

—¿Luego la injusticia es una maldad?

—No; es discreción —respondió.

—¿Luego los hombres injustos son buenos y sabios a tu parecer?

—Por lo menos —dijo— los que lo son en sumo grado, y que son bastante fuertes para someter a las ciudades y a los pueblos. Quizá crees que quiero hablar de los rateros. No es porque este oficio no tenga también sus ventajas, mientras cuente con la impunidad; pero estas ventajas no son nada cotejadas con las que acabo de mencionar

—Concibo muy bien tu pensamiento —dije—; pero lo que me sorprende es que das a la injusticia los nombres de virtud y de sabiduría, y a la justicia nombres contrarios.

—Pues eso es lo que pretendo.

—Eso es bien duro, amigo, y ya no sé qué camino tomar para refutarte —dije yo—. Si dijeses sencillamente, como otros, que la injusticia, aunque útil, es una cosa vergonzosa y mala en sí, podría responderte lo que de ordinario se responde. Pero toda vez que llegas hasta el punto de llamarla virtud y sabiduría, no dudarás en atribuirle la fuerza, la belleza y todos lo demás títulos que se atribuyen comúnmente a la justicia.

—No es posible adivinar mejor.

—Pero mientras tenga motivos para creer que hablas seriamente, no me es dado renunciar a este examen, porque se me figura, Trasímaco, que esto no es una burla tuya, sino que piensas realmente lo que dices.

—¿Qué te importa —replicó— que sea así o no? ¿No refutas mi argumento?

—Poco me importa, en efecto —dije yo—; pero permíteme hacerte aún otra pregunta. ¿El hombre justo querría tener en algo ventaja sobre el hombre injusto?

—No, verdaderamente; de otra manera —dijo— no sería ni tan encantador ni tan cándido como es.

—Pero ¿qué? ¿Ni siquiera con respecto a una acción justa?

—Ni con respecto a ella —replicó.

—¿No querría, por lo menos, sobrepujar al hombre injusto, y no creería poderlo hacer justamente?

—Lo creería y lo querría, pero sus esfuerzos serían inútiles —repuso.

—No es eso lo que quiero saber —dije—. Yo te pregunto solamente esto: si el justo tendrá la pretensión y la voluntad de tener ventaja, no sobre otro justo, sino solamente sobre el hombre injusto.

—Sí, tiene esta última pretensión —dijo.

—¿Y el injusto querría aventajar al justo y a la acción justa?

—¿Cómo no —dijo—, puesto que quiere prevalecer sobre todo el mundo?

—¿Querrá, por consiguiente, el injusto tener ventaja sobre el hombre y la acción injustos y se esforzará para tenerla sobre todos?

—Eso es.

—Por consiguiente, digamos —proseguí— que el justo no quiere tener ventaja sobre su semejante, sino sobre su contrario, mientras que el hombre injusto quiere tenerla sobre uno y sobre otro.

—Eso está muy bien dicho —asintió.

—¿Y no es el injusto inteligente y bueno —pregunté—, y el justo ni lo uno ni lo otro?

—También es exacto —contestó.

—¿El hombre injusto se parece, por consiguiente —dije—, al hombre inteligente y bueno, y el justo no se parece a éste?

—¿Cómo no ha de parecerse el que es de tal o de cual manera a los que son lo que él es, y el que no es tal, no parecerse?

—Muy bien, ¿cada uno de ellos es, por lo tanto, tal como aquellos a quienes se parece?

—¿Cómo podría ser de otra manera? —dijo.

—Trasímaco, ¿no dices de un hombre que es músico y de otro que es no-músico?

—Sí.

—¿A cuál de los dos llamas inteligente y a cuál no?

—Al músico lo llamo inteligente; al otro no.

—¿Y al uno, como inteligente, bueno; al otro malo por la razón contraria?

—Sí.

—¿No sucede lo mismo respecto del médico?

—Sí.

—¿Crees tú, hombre excelente, que un músico que arregla su lira, querrá, al aflojar o estirar las cuerdas de su instrumento, sobrepujar a otro músico?

—No me parece.

—¿Y al no-músico?

—A ése, por fuerza.

—Y el médico, en la prescripción de la comida y de la bebida, ¿querría llevar ventaja a otro médico o al arte mismo que profesa?

—No, sin duda.

—¿Y al que no es médico?

—Sí.

—Mira, pues, con respecto a cualquier saber e ignorancia, si te parece que el entendido querrá aventajar en lo que dice y en lo que hace a otro versado en el mismo saber, o si sólo aspira a hacer lo mismo en las mismas ocasiones.

—Podrá suceder que así sea —dijo.

—¿El ignorante no quiere, por el contrario, tener ventajas sobre el entendido y sobre el ignorante?

—Probablemente.

—Pero ¿el entendido es sabio?

—Sí.

—¿Y el sabio es bueno?

—Sí.

—Por lo tanto, el que es bueno y sabio no quiere tener ventaja sobre su semejante, sino sobre su contrario.

—Así parece —dijo.

—Mientras que el que es malo e ignorante quiere tener ventajas sobre el uno y sobre el otro.

—Es cierto.

—¿No nos ha parecido, Trasímaco —dije yo—, que el injusto quiere tener ventaja sobre su semejante y sobre su desemejante? ¿No era eso lo que decías?

—Lo he dicho —reconoció.

—¿Y que el justo no quiere tener ventaja sobre su semejante, y sí sólo sobre su desemejante?

—Sí.

—Se parecen, pues, el justo al hombre sabio y bueno —dije—, y el injusto al que es malo e ignorante.

—Puede suceder.

—Pero hemos convenido en que ambos son como aquellos a quienes se parecen.

—Sí, hemos convenido en eso.

—Luego es evidente que el justo es bueno y sabio, y el injusto ignorante y malo.

Chambry

Jowett

Thomas Taylor

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