Azcárate
Quedé agradablemente sorprendido al oír los discursos de Glaucón y de Adimanto. Nunca como en esta ocasión admiré tanto sus dotes naturales, y les dije:
—Hijos de un padre ilustre: con razón el amante de Glaucón comenzó la elegía que compuso para vosotros, cuando os distinguisteis en la jornada de Mégara, diciendo: Hijos de Aristón, linaje de una raza divina. Porque es preciso que haya en vosotros algo de divino, si después de lo que acabáis de decir en favor de la injusticia no estuvierais persuadidos de que vale infinitamente más que la justicia. Pero no; en mi opinión no estáis realmente persuadidos de tal cosa, porque vuestras costumbres y vuestra conducta me lo prueban bastante, aun cuando vuestros discursos me hicieran dudar; y cuanto más profunda es mi convicción en este sentido, tanto más embarazado me veo sobre el partido que debo tomar. Por una parte, no sé cómo defender los intereses de la justicia. Esto es superior a mis fuerzas. Y si lo creo así es porque pensaba que había probado suficientemente contra Trasímaco que aquélla es preferible a la injusticia; y, sin embargo, mis pruebas no os han satisfecho. Por otra parte, hacer traición a la causa de la justicia y sufrir que se la ataque delante de mí sin defenderla mientras que me quede un soplo de vida y bastante fuerza para hablar es lo que yo no puedo consentir sin incurrir en un crimen; y así, lo mejor será defenderla hasta donde pueda.
En el momento, Glaucón y los demás me conjuraron a que emplease todas mis fuerzas en su defensa, y para que, en vez de dejar la discusión, indagara con ellos la naturaleza de la justicia y de la injusticia, y lo que hay de real en las ventajas que se les atribuyen. Les dije que me parecía que la indagación en que querían empeñarse era muy espinosa y exigía un entendimiento muy claro.
—Así pues —añadí—, puesto que no me parece que estemos muy dotados, he aquí de qué manera pienso proceder en esta indagación. Si se diese a leer a personas de vista corta letras en pequeños caracteres, y ellas supiesen que estas mismas letras se encuentran escritas en otro punto en caracteres gruesos, indudablemente sería para ellas una ventaja ir a leer las letras grandes y confrontarlas en seguida con las pequeñas, para ver si eran las mismas.
—Es cierto —dijo Adimanto—. Pero ¿qué relación tiene esto con la investigación sobre lo justo?
—Voy a decírtelo —respondí—. ¿No existe la justicia propia de un solo hombre y también la de un Estado entero?
—Ciertamente —dijo.
—Pero el Estado es más grande que el hombre particular.
—Más grande —asintió.
—Por consiguiente, la justicia se mostrará en él con caracteres mayores y más fáciles de discernir. Y así indagaremos primero, si os parece, cuál es la naturaleza de la justicia en los Estados, en seguida, la estudiaremos en cada particular; y comparando estas dos especies de la justicia, veremos la semejanza de la pequeña con la grande.
—Muy bien dicho —aseguró él.
—Pero si examináramos con el pensamiento —proseguí— la manera de formarse un Estado, quizá descubriríamos cómo la justicia y la injusticia nacen en él.
—Podría ser —dijo.
—Entonces, ¿tendremos la esperanza de descubrir más fácilmente lo que buscamos?
—Mucho más.
—Pues bien, ¿queréis que comencemos? No es pequeña empresa la que emprendemos. Pensadlo.
—Estamos resueltos. Haz lo que acabas de decir —dijo Adimanto.
—Pues bien —comencé yo—, lo que da origen al Estado, ¿no es la impotencia en que cada hombre se encuentra de bastarse a sí mismo y la necesidad de muchas cosas que experimenta? ¿O hay otra causa?
—Ninguna otra —contestó.
—Así es que, habiendo la necesidad de una cosa obligado a un hombre a unirse a otro hombre, y otra necesidad a otro hombre, la aglomeración de estas necesidades reunió en una misma vivienda a muchos hombres con la mira de auxiliarse mutuamente, y a esta sociedad hemos dado el nombre de Estado; ¿no es así?
—Sí.
—Pero ¿acaso no se hace partícipe a otro de lo que uno tiene o se recibe de él lo que no se tiene porque se cree que de ello ha de resultar ventaja?
—Sin duda.
—Construyamos, pues —continué—, un Estado con el pensamiento. Nuestras necesidades serán evidentemente su base.
—¿Cómo no?
—Ahora bien, la primera y mayor de nuestras necesidades, ¿no es el alimento, del cual depende la conservación de nuestro ser y de nuestra vida?
—Naturalmente.
—La segunda necesidad es la de la habitación; la tercera, la del vestido y cosas similares.
—Es cierto.
—Bueno —dije yo—. ¿Y cómo podrá nuestro Estado proveer a tantas necesidades? Será necesario para esto que uno sea labrador, otro constructor y otro tejedor. ¿Añadiremos también un zapatero o cualquier otro artesano semejante?
—En buena hora.
—Todo Estado se compondrá, pues, esencialmente de cuatro o cinco personas.
—Así parece.
—Pero ¿será preciso que cada uno ejerza en provecho de los demás el oficio que le es propio? ¿Que el labrador, por ejemplo, prepare el alimento para cuatro, y destine para ello cuatro veces más de tiempo y de trabajo? ¿O sería mejor que, sin cuidarse de los demás, emplease la cuarta parte del tiempo en preparar su alimento, y las otras tres partes en construir su casa y hacerse vestidos y calzado?
Y Adimanto contestó:
—Me parece, Sócrates, que el primer procedimiento será más cómodo para él.
—No me extraña, por Zeus —dije yo—, porque en el mismo momento de hablar se ha fijado mi pensamiento en que no todos nacemos con el mismo talento, y que uno tiene más disposición para hacer una cosa y otro la tiene para otra. ¿No lo crees así?
—Lo creo.
—¿Cómo irán mejor las cosas, haciendo uno solo muchos oficios, o limitándose cada uno al suyo propio?
—Cada uno al suyo propio —dijo.
—Es también evidente, a mi parecer, que una cosa se frustra cuando no está hecha oportunamente.
—Eso es evidente.
—Porque la obra no debe depender de la disponibilidad del obrero, sino que es el obrero el que debe acomodarse a las exigencias de su obra.
—Necesariamente.
—De donde se sigue que se hacen más cosas, mejor y con más facilidad, cuando cada uno hace la que le es propia en el tiempo debido y sin cuidarse de todas las demás.
—Totalmente de acuerdo.
—Pero entonces necesitamos más de cuatro ciudadanos para las necesidades de que acabamos de hablar. Si queremos, en efecto, que todo marche bien, el labrador no debe hacer por sí mismo su arado, su azadón, ni los demás aperos de labranza. Lo mismo sucede con el constructor, el cual necesita muchos instrumentos; y lo mismo con el zapatero y con el tejedor; ¿no es así?
—Sí.
—He aquí, por tanto, que tenemos ya necesidad de carpinteros, herreros y otros obreros de esta clase, que tienen que entrar en nuestro pequeño Estado, que de este modo se agranda.
—Sin duda.
—Sin embargo, no aumentaremos mucho el Estado si le añadimos boyeros, ovejeros y pastores de todas las especies, a fin de que el labrador tenga bueyes para la labor; el constructor y el campesino, bestias de carga para el transporte de materiales; el zapatero y el tejedor, pieles y lanas.
—Un Estado en que se encuentren tantas gentes no es ya un Estado pequeño —dijo.
—No es esto todo —continué—. Es casi imposible que un Estado encuentre un punto de la tierra en el que no sean necesarias las importaciones.
—Es imposible, en efecto.
—También tendrá necesidad nuestro Estado, por consiguiente, de que vayan algunas personas a los Estados vecinos a buscar lo que le falta.
—Lo necesitará.
—Pero estas personas darán la vuelta sin haber recibido nada si no llevan para cambiar cosas que allí se necesiten. ¿No es así?
—Así parece.
—Por lo tanto, la producción del país no habrá de ser suficiente tan sólo para sus habitantes, sino también, en calidad y cantidad, para aquellos extranjeros de quienes se tiene necesidad.
—Es cierto.
—Por consiguiente, nuestro Estado tendrá necesidad de un número mayor de labradores y de otros obreros.
—Sin duda.
—Habrá necesidad también de gentes que se encarguen de la importación y exportación de los diversos objetos que se cambian. Los que tal hacen se llaman comerciantes; ¿no es así?
—Sí.
—Necesitamos, pues, comerciantes.
—Desde luego.
—Y si este comercio se hace por mar, se necesitará una infinidad de personas para la navegación.
—Es cierto.
—Pero en el Estado mismo, ¿cómo se comunicarán unos ciudadanos a otros el fruto de su trabajo? Porque ésta es la primera razón que tuvieron para vivir en sociedad y construir un Estado.
—Es evidente que será por medio de la compra y de la venta —contestó.
—Luego se necesitará un mercado y una moneda, signo del valor de los objetos cambiados.
—Sin duda.
—Pero si el labrador o cualquier otro artesano, al llevar al mercado lo que pretende vender, no acude precisamente en el momento en que los demás tienen necesidad de su mercancía, ¿su trabajo quedará interrumpido durante este tiempo, y permanecerá ocioso en el mercado esperando compradores?
—Nada de eso —respondió—. Hay gentes que se encargan de salvar este inconveniente, y en las ciudades bien administradas son de ordinario las personas débiles de cuerpo y que no pueden dedicarse a otros oficios. El suyo consiste en permanecer en el mercado y comprar a unos lo que llevan a vender, para volverlo a vender a otros que quieren comprar.
—Es decir, que nuestra ciudad no puede pasar sin mercaderes. ¿No es éste el nombre que se da a los que, permaneciendo en la plaza pública, no hacen más que comprar y vender, reservando el nombre de comerciantes para los que viajan y van de un Estado a otro?
—Exactamente.
—Hay, también, a mi parecer, algunos que no prestan un gran servicio a la sociedad por su inteligencia, pero que son robustos de cuerpo y capaces de los mayores trabajos. Trafican con la fuerza de su cuerpo y tienen opción a un salario en dinero por este tráfico, de donde les viene, yo creo, el nombre de asalariados. ¿No es así?
—Así es.
—Son, pues, los asalariados, en mi opinión, el complemento del Estado.
—Así lo creo.
—Pues bien, Adimanto, ¿tenemos ya un Estado bastante grande y puede mirársele como perfecto?
—Quizá.
—¿Cómo podremos, pues, encontrar en él la justicia y la injusticia? ¿Y dónde crees que tienen su origen en medio de todos estos diversos elementos?
—No lo veo claro, Sócrates —contestó—, a menos que no sea en las relaciones mutuas, que nacen de las diversas necesidades de los ciudadanos.
—Quizá —dije yo— has dado precisamente en ello; veámoslo y no nos desanimemos. Comencemos por echar una mirada sobre la vida que harán los habitantes de este Estado. Su primer cuidado será procurarse grano, vino, vestidos, calzado y habitación; trabajarán, durante el estío, desnudos y sin calzado; y, durante el invierno, bien vestidos y bien calzados. Su alimento será de harina de cebada y de trigo, con la que harán panes y tortas, que se les servirán sobre juncos o sobre hojas muy limpias; comerán acostados ellos y sus hijos en lechos de verdura, de nueza y de mirto; beberán vino, coronados con flores, cantando alabanzas de los dioses; juntos pasarán la vida agradablemente; y, en fin, procurarán tener el número de hijos proporcionado al estado de su fortuna, para evitar las incomodidades de la pobreza o de la guerra.
Entonces Glaucón interrumpió diciendo:
—Me parece que no les das nada para comer con el pan.
—Tienes razón —le dije yo—; se me olvidó decir que, además de pan, tendrán sal, aceitunas, queso, y hervirán cebollas y otras legumbres que produce la tierra. No quiero privarles ni aun de postres. Tendrán higos, guisantes, habas y después bayas de mirto y bellotas, que harán asar al fuego y que comerán bebiendo con moderación. De esta manera, llenos de gozo y de salud, llegarán a una avanzada vejez, y dejarán a sus hijos herederos de una vida semejante.
Pero él repuso:
—Si formases un Estado de cerdos, ¿los alimentarías de otra manera?
—Pues entonces, ¿qué es lo que debe hacerse, mi querido Glaucón? —pregunté.
—Lo que se hace de ordinario —respondió—. Si no quieres que vivan miserablemente, haz que coman en la mesa, acostados en lechos, y que se sirvan las viandas y postres que están hoy en uso.
—Muy bien, ya te entiendo —exclamé—. No es solamente el origen de un Estado el que buscamos, sino el de un Estado que rebose en placeres. Quizá no obraremos mal en esto, porque podremos de esta manera descubrir por dónde la justicia y la injusticia se han introducido en la sociedad. Sea de esto lo que quiera, el verdadero Estado, el Estado sano, es el que acabamos de describir. Si quieres ahora que echemos una mirada sobre el Estado enfermo y lleno de humores, nada hay que nos lo impida. Es probable que muchos no se den por contentos con el género de vida sencilla que hemos prescrito. Añadirán camas, mesas, muebles de todas especies, viandas bien condimentadas, perfumes, sahumerios, cortesanas y golosinas de todas clases y con profusión. No será preciso incluir sencillamente en el rango de las cosas necesarias esas de que hemos hablado antes —habitación, ropa y calzado—, sino que, yendo más adelante, se contará con la pintura y el bordado. Habrá necesidad del oro, del marfil y de otras materias preciosas de todas clases; ¿no es así?
—Sí —dijo.
—El Estado sano, de que hablé al principio, va a resultar demasiado pequeño. Será preciso agrandarlo y hacer entrar en él una multitud de gentes, que el lujo, no la necesidad, ha introducido en los Estados, como los cazadores de todos los géneros y aquellos cuyo arte consiste en la imitación mediante figuras, colores o sonidos; además, los poetas, con todo su cortejo, los rapsodos, los actores, los danzantes, los empresarios. También fabricantes de artículos de todos los géneros, sobre todo los que trabajan para las mujeres. También precisaremos de nuevos servidores: ¿no crees que harán falta ayos y ayas, nodrizas y camareras, peluqueros, pinches, cocineros y hasta porquerizos? En el primer Estado no había que pensar en todas estas cosas; pero en éste, ¿cómo es posible pasar sin ellas, lo mismo que sin toda esa clase de animales destinados a regalar el gusto de los gastrónomos?
—En efecto, ¿cómo no?
—Pero con este género de vida, los médicos, ¿no se hacen más necesarios que antes?
—Mucho más.
—Y el país que bastaba antes para el sostenimiento de sus habitantes, ¿no será desde este momento demasiado pequeño?
—Es cierto —dijo.
—Luego, si queremos tener bastantes pastos y tierra de labor, nos será preciso robarla a nuestros vecinos; y nuestros vecinos harán otro tanto respecto a nosotros, si traspasando los límites de lo necesario, se entregan también al deseo insaciable de tener.
—No puede suceder otra cosa, Sócrates —dijo.
—Como consecuencia de esto, ¿haremos la guerra, Glaucón? Porque, ¿qué otro partido puede tomarse?
—El que tú dices —respondió.
—No hablemos aún —proseguí— de los bienes y de los males que la guerra lleva consigo. Digamos solamente que hemos descubierto su origen en aquello que, cuando se produce, origina los mayores males para los Estados y para los particulares.
—Exactamente.
—Ahora es preciso, querido amigo, dar cabida en nuestro Estado a un numeroso ejército, que pueda ir al encuentro del enemigo y defender el Estado y todo lo que posee, de las invasiones del mismo.
—¡Pues qué! —arguyó él—, ¿no podrán los ciudadanos mismos atacar y defenderse?
—No —repliqué—, si el principio en que hemos convenido, cuando formamos el plan de un Estado, es verdadero. Convinimos, si te acuerdas, en que era imposible que un mismo hombre tuviese muchos oficios a la vez.
—Tienes razón —dijo.
—¿Y qué? —continué—. ¿No es, a juicio tuyo, un oficio el de la guerra?
—Sí, ciertamente —dijo.
—¿Crees que merece más atención el oficio de zapatero que el de militar?
—No, seguramente.
—Ahora bien, no hemos querido que el zapatero fuese al mismo tiempo labrador, tejedor o constructor, sino sólo zapatero, para que desempeñe mejor su oficio. Al mismo tiempo, hemos asignado a los demás artesanos una sola tarea, la más adecuada a sus aptitudes, sin permitirle a ninguno mezclarse en el oficio de otro, ni tener, durante su vida, otra ocupación que la perfección del suyo. ¿No crees que también el oficio de las armas es de la mayor importancia, o que es tan fácil de aprender, que un labrador, un zapatero o cualquier otro artesano pueda al mismo tiempo ser guerrero y que, en cambio, no es posible ser buen jugador de dados o de chaquete si uno no se ejercita desde joven, o cuando sólo se juega a intervalos? ¿Y basta con coger un broquel o cualquiera otra arma para estar en condiciones de pelear en seguida como hoplita o en cualquier otra arma, siendo así que en vano se cogerían en la mano instrumentos de cualquier otro arte, creyendo, con esto, hacerse artesano, o atleta, puesto que de nada servirán no teniendo un conocimiento exacto de cada arte y no habiéndose ejercitado en ellas por mucho tiempo?
—Si así fuese, todo el mérito de un artesano estaría en los instrumentos de su arte —dijo.
—Por consiguiente —dije yo—, cuanto más importante es el cargo de estos guardianes del Estado, tanto más han de estar exentos de otras actividades y dedicarse a la suya con competencia y celo.
—Lo creo así —dijo.
—¿Pero no se necesita disposición natural para desempeñar semejante cargo?
—¿Cómo no?
—A nosotros, pues, nos corresponde escoger, si podemos, entre los diferentes caracteres, los que son más propios para la guardia del Estado.
—Esta elección es de nuestra incumbencia, en efecto.
—¡Difícil cosa es, por Zeus! —dije—; sin embargo, no hay que desanimarse; caminemos hasta donde nuestras fuerzas lo permitan.
—Es preciso no desalentarse —dijo.
—¿Encuentras que hay diferencia entre las cualidades de guardián de un joven noble y las de un perro de raza?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que ambos deben tener un sentido fino para descubrir al enemigo, actividad para perseguirle y fuerza para pelear después de haberle alcanzado.
—Es cierto —asintió—, todo ello es necesario.
—Y bravura también para combatir bien.
—¿Cómo no?
—Pero un caballo, un perro o cualquier otro animal, ¿puede ser valiente si no es fogoso? ¿No has observado que fogosidad es algo indomable, que hace al alma intrépida, e incapaz de retroceder ante el peligro?
—Sí. Lo he observado.
—Tales son, pues, las cualidades corporales que debe tener un guardián.
—Sí.
—Así como también cierta tendencia a la fogosidad respecto al alma.
—También.
—Pero, mi querido Glaucón —dije yo—, si ellos son tales como acabas de decir, ¿no serán feroces los unos para con los otros, así como respecto a los demás ciudadanos?
—Es muy difícil que no lo sean, por Zeus —dijo él.
—Sin embargo, es preciso que sean suaves para con sus conciudadanos, y que guarden toda su ferocidad para los enemigos; de no obrar así, no habrá que esperar que otros los aniquilen, porque no tardarán en destruirse los unos a los otros.
—Es cierto —dijo.
—Entonces, ¿qué partido deberá tomarse? —pregunté—. ¿Dónde encontraremos un carácter que sea a la vez dulce y fogoso? Al parecer, una de estas cualidades destruye la otra.
—Así parece.
—Y como no se puede ser buen guardián del Estado si falta una de ellas, y como tenerlas ambas parece cosa imposible, se infiere de aquí que en ninguna parte se encuentra un buen guardián.
—Me temo que así es —dijo.
Después de haber dudado por algún tiempo y reflexionado sobre lo que acabábamos de decir, continué:
—Mi querido amigo, si nos vemos en este conflicto, nos está bien merecido por habernos separado del ejemplo que pusimos antes.
—¿Cómo?
—No hemos reflexionado que, efectivamente, se encuentran esos caracteres, que hemos tenido por quiméricos, y que reúnen estas dos cualidades opuestas.
—¿Dónde están?
—Se observan en diferentes animales y, sobre todo, en el que tomamos por ejemplo. Sabes que el carácter de los perros de buena raza consiste en que no hay animales más mansos con la familia y con los que conocen y todo lo contrario con los de fuera.
—Lo sé.
—La cosa es, por lo tanto, posible —dije yo—; cuando queremos un guardián de este carácter, no exigimos, pues, nada que sea contra naturaleza.
—No parece.
—¿No crees que le falta aún algo más a nuestro guardián, y que además de fogoso conviene que sea naturalmente filósofo?
—¿Cómo? No te entiendo —dijo.
—Es fácil observar también este instinto en el perro, y en este concepto es muy digno de nuestra admiración —dije.
—¿Qué instinto?
—Que ladra a los que no conoce, aunque no haya recibido de ellos ningún mal, y halaga a los que conoce, aunque no le hayan hecho ningún bien; ¿no has admirado este instinto en el perro?
—No he fijado hasta ahora mi atención en este punto —dijo—, pero lo que dices es exacto.
—Sin embargo, esto prueba en el perro un natural feliz y verdaderamente filosófico.
—¿En qué?
—En que no distingue al amigo del enemigo —dije—, sino porque conoce al uno y no conoce al otro; y no teniendo otra regla para discernir el amigo del enemigo, ¿cómo no ha de estar ansioso de aprender?
—No puede ser de otra manera —respondió.
—Pero estar ansioso de aprender y ser filósofo —continué—, ¿no es una misma cosa?
—Lo mismo, en efecto —convino.
—¿Podemos decir, pues, con confianza del hombre que, para ser suave con sus familiares y con los que conoce, es preciso que tenga un carácter filosófico ansioso de conocimiento?
—Sea así —dijo.
—Y, por consiguiente, que un buen guardián del Estado debe tener, además de valor, rapidez y fuerza, filosofía.
—Convengo en ello —dijo.
—Tal será el carácter de nuestros guardianes. Pero ¿de qué manera formaremos su espíritu y su cuerpo? Examinemos antes si esta indagación puede conducirnos al fin de nuestra búsqueda, que es el conocer cómo la justicia y la injusticia nacen en la sociedad, para no despreciar este dato, si puede servir, o para omitirle, si es inútil.
Intervino entonces el hermano de Glaucón:
—Creo que esta indagación contribuirá mucho al descubrimiento de lo que buscamos.
—No dejemos, pues, por Zeus, este examen, mi querido Adimanto, aunque sea operación larga —dije yo.
—No.
—Formemos, pues, a nuestros hombres como si tuviéramos tiempo para narrar cuentos.
—Así ha de ser.
—¿Qué educación, pues, conviene darles? ¿No será difícil darles otra mejor que la practicada entre nosotros tradicionalmente, y que consiste en formar el cuerpo mediante la gimnasia y el alma mediante la música?
—En efecto.
—¿Comenzaremos su educación por la música más bien que por la gimnasia?
—Sin duda.
—Los discursos, a tu parecer —pregunté—, ¿son una parte de la música?
—Sí, por cierto.
—Y los hay de dos clases, unos verdaderos, otros falsos.
—Sí.
—¿Entrarán unos y otros igualmente en nuestro plan de educación, comenzando por los discursos falsos?
—No comprendo tu pensamiento —dijo.
—¿No sabes —dije yo— que lo primero que se hace con los niños es contarles fábulas, y que aun cuando se encuentre en ellas a veces algo de verdadero, no son ordinariamente más que un tejido de falsedades? Así intervienen las fábulas en la educación de los niños antes que los gimnasios.
—Es cierto.
—Ésta es la razón que tuve para decir que era preciso comenzar su educación por la música antes que por la gimnasia.
—Tienes razón —asintió.
—Tampoco ignoras que todo depende del comienzo, sobre todo tratándose de los niños, porque en esta edad su alma, aún tierna, recibe fácilmente todas las impresiones que se quieran.
—Nada más cierto.
—¿Llevaremos, por tanto, con paciencia que esté en manos de cualquiera contar indiferentemente toda clase de fábulas a los niños, y que su alma reciba impresiones contrarias en su mayor parte a las ideas que queremos que tengan en una edad más avanzada?
—Eso no debe consentirse.
—Comencemos, pues, ante todo por vigilar a los forjadores de mitos. Escojamos los mitos convenientes y desechemos los demás. En seguida comprometeremos a las nodrizas y a las madres a que entretengan a sus niños con los mitos autorizados, y formen así sus almas con más cuidado aun que el que ponen para formar sus cuerpos. En cuanto a las fábulas que les cuentan hoy, deben desecharse en su mayor parte.
—¿Cuáles? —preguntó.
—Juzgaremos de los pequeños por los grandes, porque todos están hechos por el mismo modelo y caminan al mismo fin. ¿No es cierto?
—Sí, pero no veo cuáles son esos grandes mitos de que hablas —dijo.
—Los que Hesíodo, Homero y demás poetas han divulgado —dije—; porque los poetas, lo mismo los de ahora que los de los tiempos pasados, no hacen otra cosa que divertir al género humano con falsas narraciones.
—Pero ¿qué clase de narraciones? —preguntó—. ¿Y qué tienes que reprender en ellas?
—Lo que merece serlo y mucho —dije—, especialmente si son invenciones indecorosas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que nos representan con palabras a los dioses y a los héroes distintos de como son, como cuando un pintor hace retratos sin parecido.
—Convengo que eso es reprensible —dijo—, pero ¿a qué caso concreto te refieres?
—Ante todo —respondí—, ¿no es una falsedad de las más enormes y de las más graves la de Hesíodo(13) relativa a los actos que refiere de Urano, a la venganza que provocaron en Crono, a las hazañas de éste y los malos tratamientos que recibió éste de su hijo? Aun cuando todo esto fuera cierto, no son cosas que deban contarse delante de niños desprovistos de razón; es preciso condenarlas al silencio; o si se ha de hablar de ellas, sólo debe hacerse en secreto delante de un corto número de oyentes, con prohibición expresa de revelar nada, y después de haberles hecho inmolar, no un puerco(14), sino una víctima preciosa y rara a fin de limitar el número de los iniciados.
—Sin duda —dijo—, porque semejantes historias son peligrosas.
—Por lo mismo no deben oírse nunca en nuestro Estado —dije—. No quiero que se diga en presencia de un joven que, cometiendo los más grandes crímenes y hasta vengándose cruelmente de su mismo padre por las injurias que de él hubiera recibido, no hará nada de extraordinario, ni nada de que los primeros y más grandes dioses no hayan dado el ejemplo.
—¡No, por Zeus! No me parece tampoco —dijo— que tales cosas puedan decirse.
—Y si queremos que los defensores de nuestra república tengan horror a las disensiones y discordias —seguí—, tampoco les hablaremos de los combates de los dioses, ni de los lazos que se tendían unos a otros; además de que no es cierto todo esto. Menos aún les daremos a conocer ni por medio de narraciones, ni de pinturas o de tapicerías, las guerras de los gigantes y todas las querellas que han tenido los dioses y los héroes con sus parientes y sus amigos. Si nuestro propósito es persuadirles de que nunca la discordia ha reinado entre los ciudadanos, ni puede reinar sin cometer un crimen, obliguemos a los poetas a no componer, y a los ancianos de uno y otro sexo a no referir a tales jóvenes, nada que no tienda a este fin. Que jamás se oiga decir entre nosotros que Hera fue aherrojada por su hijo y Hefesto precipitado del cielo por su padre, por haber querido socorrer a su madre cuando éste la maltrataba(15), ni contar todos esos combates de los dioses inventados por Homero, haya o no alegorías ocultas en el fondo de estos relatos, porque un niño no es capaz de discernir lo que es alegórico de lo que no lo es, y todo lo que se imprime en el espíritu en esta edad deja rastros que el tiempo no puede borrar. Por esto es importantísimo que los primeros discursos que oiga sean a propósito para conducirle a la virtud.
—Lo que dices es muy sensato —asintió—; pero si se nos preguntase cuáles son esas fábulas admisibles, ¿qué responderíamos?
Yo contesté:
—Adimanto, ni tú ni yo somos poetas. Nosotros fundamos una república, y en este concepto nos toca conocer según qué modelo deben los poetas componer sus fábulas, y además prohibir que se separen nunca de él; pero no nos corresponde a nosotros componerlas.
—Tienes razón —dijo—; pero ¿qué deberán enseñarnos esas fábulas en orden a la divinidad?
—Por lo pronto, es preciso que los poetas nos representen por todas partes a Dios tal cual es, sea en la epopeya, sea en la oda, sea en la tragedia.
—Sin duda.
—Pero la divinidad, ¿no es esencialmente buena? ¿Debe hablarse de ella nunca en otro sentido?
—¿Quién lo duda?
—Lo que es bueno no es nocivo, ¿verdad?
—No.
—Lo que no es nocivo, ¿perjudica?
—En modo alguno.
—Lo que no perjudica, ¿hace algún daño?
—Tampoco.
—Y lo que no hace daño alguno, ¿podrá ser causa de algún mal?
—¿Cómo podría?
—Y lo que es bueno, ¿no es benéfico?
—Sí.
—¿Es causa, pues, del bien que se hace?
—Sí.
—Lo que es bueno no es, por tanto, causa de todas las cosas; es causa del bien, pero no es causa del mal.
—No cabe duda —dijo.
—Por consiguiente —proseguí— Dios, siendo esencialmente bueno, no es causa de todas las cosas, como se dice comúnmente. Y si los bienes y los males están de tal manera repartidos entre los hombres que el mal domina, Dios no es causa más que de una pequeña parte de lo que sucede a los hombres y no lo es de todo lo demás. A él sólo deben atribuirse los bienes; en cuanto a los males es preciso buscar otra causa que no sea la divinidad.
—Nada más cierto que lo que dices —contestó.
—No hay, pues, que dar fe a Homero ni a ningún otro poeta, bastante insensato para disparatar acerca de los dioses y para decir, por ejemplo, que:
Sobre el umbral del palacio de Zeus hay dos toneles, uno lleno de destinos dichosos y otro de destinos desgraciados(16),
si Zeus toma de uno y otro para un mortal,
su vida será una mezcla de buenos y malos días(17);
pero si toma sólo de uno u otro sin mezclarlos,
una terrible miseria le perseguirá sobre la divina tierra(18).
No hay que creer tampoco que Zeus es
El distribuidor de los bienes y de los males(19).
Si alguno dice también que por instigación de Zeus y de Atenea violó(20) Pándaro sus juramentos y rompió la tregua, nosotros nos guardaremos bien de aprobarlo. Lo mismo digo de la querella de los dioses provocada por Temis y por Zeus(21), y de estos versos de Esquilo, que no consentiríamos que se dijeran delante de nuestra juventud:
La divinidad hace crecer la culpa entre los hombres
cuando quiere arruinar una familia totalmente(22).
Y si alguno canta en yambos como éstos las desgracias de Níobe, de los Pelópidas o de Troya, no le dejaremos decir que estas desgracias son obra divina, sino, como antes dijimos, que si Dios es el autor, no ha hecho nada que no sea justo y bueno, y que este castigo se ha convertido en provecho de los mismos que lo han recibido. Lo que no debe permitirse decir a ningún poeta es que aquellos a quienes Dios castiga son desgraciados; digan en buena hora que los malos son dignos de compasión por la necesidad que han tenido del castigo, y que las penas que Dios les envía son un bien para ellos. Y cuando alguno diga delante de nosotros que Dios, que es bueno, ha causado mal a alguno, nos opondremos con todas nuestras fuerzas, si queremos que nuestra república esté bien gobernada; y no permitiremos ni a los viejos ni a los jóvenes decir ni escuchar semejantes discursos, estén en verso o en prosa, porque son injuriosos a Dios, inconvenientes al Estado e inconsistentes.
—Me agrada esta ley y suscribo con gusto su establecimiento —dijo.
—Por lo tanto —dije—, nuestra primera ley y nuestra primera regla tocante a los dioses será obligar a nuestros ciudadanos a reconocer, lo mismo cuando hablen que cuando escriban, que Dios no es el autor de todas las cosas, sino sólo de las buenas.
—Con eso basta —dijo.
—¿Qué dices ahora de la segunda ley? ¿Debe mirarse a Dios como un encantador, que se complace en tomar mil formas diferentes, y que tan pronto aparece bajo una figura extraña, como nos engaña afectando nuestros sentidos cual si realmente estuviera presente? ¿No es más bien un ser simple y, entre todos los seres, el menos capaz de mudar de forma?
—En este momento no sé aún qué responderte —dijo.
—Pues ¿qué? Cuando alguno abandona su forma natural, ¿no es necesario que ese cambio venga de él mismo o de otro?
—Sí.
—Pero las cosas mejor constituidas, ¿no son las que están menos expuestas a cambios procedentes de causas extrañas? Por ejemplo, los cuerpos sufren la acción del alimento, la bebida y el trabajo. Lo primero sucede con las plantas con relación a los vientos, al ardor del sol y a otros trastornos similares. Pues bien, ¿no son los más sanos y robustos los menos expuestos a la alteración?
—¿Cómo no?
—¿Y el alma no es tanto menos alterada y turbada por los accidentes exteriores, cuanto más enérgica e inteligente?
—Sí.
—Por la misma razón los artefactos, que son producto de la mano del hombre, los utensilios, los edificios, los vestidos, resisten al tiempo y a todo lo que puede destruirlos en la proporción en que están bien trabajados y formados de buenos materiales.
—Sin duda, así es.
—En general, todo lo que es perfecto, ya nazca su perfección de la naturaleza, ya del arte, o de ambos, está muy poco expuesto a cambios por efectos de una causa extraña.
—Así debe de ser.
—Pero Dios, así como todo lo que pertenece a su naturaleza, es perfecto.
—¿Cómo no ha de serlo?
—Luego considerado Dios desde este punto de vista, de ninguna manera es susceptible de adoptar muchas formas.
—No, desde luego.
—¿Recibirá el cambio y la alteración de sí mismo?
—Es evidente que si tuviera lugar algún cambio en Dios —dijo—, no podría venir de otra parte.
—Pero ¿este cambio se verificaría para mejorar y embellecerse o para empeorar y desfigurarse?
—Necesariamente para empeorar, si es que se altera —dijo—, porque no supondremos que a Dios falte ningún grado de belleza ni de virtud.
—Dices bien —asentí—. Y sentado esto, ¿crees, Adimanto, que nadie, sea hombre o dios, tome de suyo una forma peor en algún sentido que la suya?
—Eso es imposible —repuso.
—Luego es imposible que Dios quiera cambiar —concluí—. Y cada uno de los dioses, muy bueno y muy bello por naturaleza, conserva siempre la forma que le es propia.
—Me parece que las cosas no pueden suceder de otra manera —dijo.
—Por consiguiente, amigo —dije—, que ningún poeta venga diciéndonos que
Los dioses, disfrazados bajo formas extrañas,
andan por todas partes, de ciudad en ciudad(23),
ni divulgando falsedades con motivo de la metamorfosis de Proteo(24) y de Tetis(25). Que no se nos represente en la tragedia o en cualquier otro poema a Hera bajo la figura de sacerdotisa, mendigando
Para los hijos benéficos del río Ínaco de Argos(26),
y que no se nos cuenten mentiras de esta naturaleza. Que las madres, ilusionadas con estas ficciones poéticas, no amedrenten a sus hijos, haciéndoles creer falsamente que los dioses van a todas partes, porque eso es a la vez blasfemar contra los dioses y hacer a sus hijos cobardes y tímidos.
—Es preciso que se abstengan de hacer cosas semejantes —dijo.
—Pero ¿quizá los dioses —dije yo—, no pudiendo mudar de figura, pueden por lo menos influir sobre nuestros sentidos, y hacernos creer en estos cambios por medio de prestigios y encantamientos?
—Eso podría suceder —admitió.
—¿Y acaso un dios puede querer mentir de hecho o de palabra, presentándonos un fantasma en lugar de su personalidad?
—No lo sé —contestó.
—¡Qué! ¿No sabes que la verdadera mentira —pregunté—, si puede decirse así, es igualmente detestada por los hombres que por los dioses?
—¿Qué entiendes por eso? —dijo.
—Entiendo —aclaré— que nadie quiere acoger la mentira en la parte más noble de sí mismo, sobre todo con relación a las cosas de la mayor importancia; por el contrario, no hay cosa que más se tema.
—Aún no te comprendo —dijo.
—Crees que digo algo demasiado sublime —apunté—. Lo que digo es que nadie quiere ser ni haber sido engañado en su alma tocante a la naturaleza de las cosas, y que no hay nada que más temamos y más detestemos, que abrigar la ignorancia y la mentira en nosotros mismos.
—Tienes mucha razón —dijo.
—La mentira, hablando con propiedad, es la ignorancia, que afecta el alma del que es engañado; porque la mentira en las palabras no es más que una expresión del sentimiento que el alma experimenta; no es una mentira pura, sino un fantasma hijo del error. ¿No es cierto?
—Sí.
—¿La verdadera mentira es, por lo tanto, igualmente detestada por los hombres que por los dioses?
—Así lo creo.
—Pero ¿qué decir de la mentira en las palabras? ¿No hay circunstancias en que la mentira de palabra pierde lo que tiene de odioso, porque se hace útil? ¿No tiene su utilidad cuando, por ejemplo, se sirve uno de ella para engañar a su enemigo, y lo mismo a su amigo, a quien el furor y la demencia arrastran a cometer una acción mala en sí? ¿No es en este caso la mentira un remedio que se emplea para separarle de su designio? Y aun en lo tocante a la mitología de la que estábamos hablando, la ignorancia en que estamos en punto a los hechos antiguos, ¿no nos autoriza para acudir a la mentira que hacemos útil, dándole el colorido que la aproxime más a la verdad?
—Cierto —asintió—. Así es.
—Pero ¿por cuál de estas razones puede ser la mentira útil a Dios? ¿La ignorancia de lo que ha pasado en tiempos lejanos le obligaría a disfrazar la mentira o a mentir bajo las apariencias de lo verosímil?
—¡Eso sería ridículo decirlo! —exclamó.
—¿Luego Dios no es un poeta embustero?
—No lo creo.
—¿Mentiría por temor a sus enemigos?
—Nada de eso.
—¿O a causa de sus amigos furiosos o insensatos?
—Pero los furiosos y los insensatos no son amados por los dioses —apuntó.
—Luego ninguna razón obliga a Dios a mentir.
—No.
—Luego todo lo que es espiritual y divino, ¿es enemigo de la mentira?
—Totalmente —dijo.
—Dios, por tanto, es esencialmente recto y veraz en sus palabras y en sus acciones, no muda de forma, ni puede engañar a los demás, ni mediante fantasmas, ni mediante discursos, ni valiéndose de signos, sea durante el día y la vigilia, sea durante la noche y en sus sueños.
—Me parece que tienes razón al decir eso —asintió.
—¿Apruebas, por consiguiente, nuestra segunda ley, que prohíbe hablar y escribir, respecto a los dioses, como si fueran encantadores que toman diferentes formas y que intentan engañarnos con sus discursos y sus acciones?
—La apruebo.
—Por tanto, aunque haya en Homero muchas cosas dignas de alabanza, nunca aprobaremos el pasaje en que refiere que Zeus envió un sueño a Agamenón(27), ni el pasaje de Esquilo, donde hace decir a Tetis que Apolo, cantando en sus bodas, celebró su feliz descendencia:
que mis hijos, libres de enfermedades, tendrían larga vida.
Me había anunciado una suerte protegida por los dioses,
con el canto de un peón que me colmó de alegría.
Que la mentira pudiera salir de la boca divina de Febo,
que pronuncia tantos oráculos, yo no lo temía.
Pero este dios, que cantó y asistió a mis bodas,
que me había prometido tanto, es,
él mismo, el asesino de mi hijo(28).
Siempre que alguno hable de los dioses de esta manera lo rechazaremos con indignación. No consentiremos tampoco tales discursos en bocas de los maestros encargados de la educación de los jóvenes si queremos que los guardianes guarden el respeto a los dioses, hasta hacerlos semejantes a ellos en cuanto lo consiente la debilidad humana.
—Apruebo todas estas reglas —dijo él—, y soy de opinión que todas ellas deben convertirse en leyes.
Chambry
Et moi, en les écoutant — il est vrai que depuis toujours j’admirais aussi bien le naturel de Glaucon que celui d’Adimante — mais à ce moment-là j’eus un extrême plaisir et je dis:
— Il nétait pas inapproprie, o enfants de cet homme fameux , le début des élégies que composa pour vous l’amant de Glaucon, après votre comportement glorieux à la bataille de Mégare : ”
Enfants d’Ariston, race divine issue d’un homme illustre….
Oui, mes amis, cela me semble approprié, En effet votre inspiration doit être tout à fait divine, pour que vous n’ayez pas été convaincus que l’injustice est chose meilleure que la justice, vous qui êtes capables de parler si bien en faveur de cette thèse mêrne. C’est vrai, vous me semblez bien ne pas avoir été convaincus — b et j’en veux pour preuve l’ensemble de votre attitude, car si je m’en tenais à vos discours je n’aurais pas confiance en vous, Mais plus j’ai confiance en vous, plus je suis embarrassé pour savoir comment en user avec vous. Car je ne sais comment venir au secours de la thèse : j’ai le sentiment d’en être incapable — et le signe pour moi en est que quand j’ai parlé contre Thrasymaque, pensant démontrer que la justice était chose meilleure que l’injustice, vous n’avez pas accepté ma démonstration. Et je ne sais non plus comment refuser de venir à son secours : j’ai peur qu’il ne soit pas conforme à la piété, si je suis à côté de la justice c au moment où l’on dit du mal d’elle, de renoncer à parler pour lui venir en aide, alors que j’ai encore du souffle et que je suis capable de parler. Le mieux, c’est donc de la secourir comme je le peux. Alors Glaucon aussi bien que les autres me prièrent de venir au secours de la thèse, de quelque façon que ce fût, et de ne pas abandonner l’argument, mais de poursuivre l’enquête jusqu’au bout pour savoir ce qu’était chacune des deux choses, et ce qu’était la vérité sur l’avantage de chacune. Je donnai alors mon avis, à savoir ceci : — L’objet de recherche auquel nous nous attaquons n’est pas médiocre ; il demande un homme à la vue perçante, à ce qu’il me paraît. d Donc, dis-je, puisque nous-mêmes n’avons pas ce don, il me semble bon de conduire la recherche sur ce point comme le feraient des gens qui n’ont pas une vue très perçante, et à qui on ordonnerait de lire de loin de petites lettres ; si alors l’un d’eux s’avisait “qu’il y avait quelque part ailleurs les mêmes lettres, mais plus grandes, et sur un plus grand support, je crois que cela leur apparaîtrait comme un don d’Hermès’ de lire d’abord les secondes, puis d’examiner les plus petites, pour voir si ce sont bien les mêmes.
— Certainement, dit Adimante. Mais que distingues-tu d’analogue, Socrate, e dans la recherche qui concerne le juste ?
— Je vais te le dire, répondis-je. La justice, affirmons-nous, est le fait de l’homme individuel, mais elle est aussi, n’est-ce pas, le fait d’une cité tout entière ?
— Oui, certainement, dit-il.
— Or une cité est chose plus grande qu’un homme individuel ?
— Oui, plus grande, dit-il.
— Peut-être alors que la justice, sur un support plus grand, pourrait se trouver plus grande, et plus facile à reconnaître. Donc, si vous le voulez, c’est d’abord dans 369 les cités que nous allons rechercher ce qu’elle est. Ensuite nous mènerons l’examen de la même façon dans l’individu aussi, en recherchant dans la forme visible du plus petit la ressemblance avec le plus grand.
— Eh bien, dit-il, à mon avis tu parles comme il faut.
— Alors, dis-je, si nous considérions, en paroles, une cité en train de naître, nous y verrions aussi sa justice en train de naître, et son injustice ?
— Sans doute, dit-il.
— Donc, une fois cela né, il y aurait espoir de voir de façon plus accessible ce que nous recherchons ?
— Oui, bien plus accessible.
— La décision est-elle donc qu’il faut essayer d’aller jusqu’au bout ? C’est que, je crois, ce n’est pas là un petit ouvrage. Examinez la chose. “- C’est tout examiné, dit Adimante. Non, n’agis pas autrement.
— Eh bien, dis-je, une cité, je crois, vient à être pour autant que chacun de nous se trouve non pas auto-suffisant, mais porteur de beaucoup de besoins. Quelle autre origine crois-tu qu’il y ait à la fondation d’une cité ?
— Aucune autre, dit-il.
— Ainsi donc un homme en prend c un second pour le besoin d’une chose, et un troisième pour le besoin d’une autre chose ; et comme ils ont beaucoup de besoins, ils rassemblent beaucoup d’hommes en un seul lieu d’habitation, associés pour les aider ; et c’est à cette cohabitation que nous avons donné le nom de cité. N’est-ce pas !
— Oui, exactement.
— Or dans un échange, qu’on donne à quelqu’un d’autre, quand on le fait, ou qu’on reçoive, c’est parce qu’on croit que ce sera meilleur pour soi-même ?
— Bien sûr.
— Eh bien, dis-je, allons-y, produisons en paroles cette cité à partir de son commencement. Et ce qui la produira, apparemment, c’est notre besoin.
— Forcément.
— Or le premier, en tout cas, et le plus important d des besoins, c’est de se procurer de la nourriture en vue d’exister et de vivre.
— Oui, absolument.
— Le deuxième, évidemment, est celui du logement, et le troisième celui de l’habillement et des choses de ce genre.
— C’est cela.
— Et alors, dis-je, comment la cité suffira-t-elle à procurer tant de choses ? Est-ce autrement qu’en faisant de l’un un cultivateur, de l’autre un maçon, et d’un autre un tisserand ? N’y adjoindrons-nous pas aussi un cordonnier, ou quelque autre artisan chargé des besoins du corps ?
— Si, bien sûr.
— La cité réduite au strict nécessaire, alors, consisterait en quatre ou cinq hommes.
— C’est ce qui apparaît.
— Mais alors ? Faut-il que chacun d’eux destine le produit de son travail à être commun à tous : ainsi faut-il que l’unique cultivateur procure de la nourriture pour quatre, et dépense quatre fois plus de temps et de peine pour procurer de la nourriture et la mettre en commun avec les autres, ou bien qu’il ne se soucie pas de cela et qu’il produise pour lui-même seulement le quart de cette 370 nourriture en un quart de temps, et que les trois autres quarts, il les passe, l’un à se procurer une maison, l’autre un manteau, l’autre des chaussures, et qu’au lieu d’avoir souci de mettre les choses en commun avec les autres, lui-même se soucie pour lui-même de ses propres affaires ? Alors Adimante dit : — Eh bien, Socrate, peut-être est-ce plus facile de la première façon que de la seconde.
— Par Zeus, dis-je, ce ne serait en rien étrange. En effet, moi aussi, maintenant que tu as parlé, je m’avise que chacun de nous est naturellement, au départ, non pas tout à fait b semblable à chacun, mais d’une nature différente, l’un doué pour l’accomplissement d’une fonction, l’autre pour une autre. N’est-ce pas ton avis ?
— Si, si.
— Mais voyons : est-ce que quelqu’un qui, à lui seul, pratiquerait tous les arts, réussirait mieux, ou un seul homme qui pratiquerait un seul art ?
— Un seul homme qui pratiquerait un seul art, dit-il.
— Mais, dis-moi, je crois que ceci aussi est évident : que si on laisse passer le bon moment pour un travail, il est manqué.
— Oui, c’est évident.
— C’est que je ne crois pas que la chose à faire veuille bien attendre la disponibilité de qui la fait ; non, il y a nécessité que celui qui fait se mette à la disposition c de la “chose à faire, et n’agisse pas comme pour une fonction accessoire.
— Oui, c’est nécessaire,
— La conséquence, c’est que chaque genre de choses est produit en plus grand nombre, en meilleure qualité, et plus facilement, lorsque c’est un seul homme qui fait une seule chose, conformément à sa nature, et au bon moment, en se mettant en congé des autres choses.
— Oui, certainement.
— C’est donc, Adimante, qu’on a besoin de plus que de quatre citoyens pour se procurer ce que nous disions. Car le cultivateur, apparemment, ne fabriquera pas lui-même la charrue pour lui-même, si celle-ci doit être de bonne qualité d , ni la houe, ni tous les autres outils pour cultiver. Ni non plus, de son côté, le maçon. Or lui aussi, il lui en faut beaucoup. Et pareillement le tisserand et le cordonnier. N’est-ce pas ?
— C’est vrai.
— Et donc des menuisiers, des forgerons et beaucoup d’autres artisans du même genre, devenant associés de notre cité miniature, la peuplent.
— Oui, certainement.
— Mais on n’aurait pas encore quelque chose de très grand, si nous leur adjoignions des bouviers, des bergers, et les autres types de pasteurs, e de façon que les cultivateurs aient des bœufs pour le labourage, que les maçons, comme les cultivateurs, utilisent des attelages pour les transports, les tisserands et les cordonniers des peaux et des laines.
— Ce ne serait pas non plus une petite cité, dit-il, qui aurait tout cela.
— Mais, dis-je, installer cette cité-là dans un lieu tel qu’on n’y aura pas besoin d’importations, c’est presque impossible.
— Oui, impossible.
— On aura donc encore en outre besoin aussi d’autres “hommes, qui à partir d’une autre cité procureront à celle-ci ce dont elle a besoin.
— Oui, on en aura besoin.
— Mais si celui qui en est chargé s’en va les mains vides, n’apportant rien de ce dont manquent ceux chez qui on voudrait se procurer ce dont on a soi-même 371 besoin, il reviendra les mains vides. N’est-ce pas ?
— Oui, il me semble.
— Il faut donc fabriquer des choses, chez soi, non seulement suffisantes pour soi-même, mais aussi en genre et en nombre convenables pour les besoins de ses fournisseurs.
— Oui, il le faut.
— Nous avons donc besoin, pour la cité, de davantage de cultivateurs et d’autres hommes de l’art.
— Oui, davantage.
— Et en particulier d’autres chargés de mission, je crois, qui importeront et exporteront chaque genre de choses. Or ceux-ci sont des marchands. N’est-ce pas ?
— Oui.
— Nous aurons donc besoin aussi de marchands.
— Oui, certainement.
— Et si l’échange marchand se fait sur mer, on aura besoin b en outre aussi d’une foule d’autres hommes qui s’y connaissent en activité maritime.
— Une foule, oui.
— Mais voyons : dans la cité elle-même, comment se feront-ils profiter les uns les autres de ce que chacun produit ? C’était bien pour cela que nous avions fondé une cité, en créant leur association.
— Il est bien évident, dit-il, que c’est en vendant et en achetant.
— Alors il nous naîtra de cela une agora et une monnaie reconnue, comme symbole de l’échange.
— Oui, exactement.
— Alors le cultivateur, ou encore l’un des artisans, qui “a apporté c sur la place publique une partie de ce qu’il produit, s’il n’y vient pas au même moment que ceux qui ont besoin d’échanger contre ce qu’il fournit, restera-t-il assis sur l’agora, laissant en sommeil son activité d’homme au service du public’ ?
— Nullement, dit-il : il y a des hommes qui, voyant cela, se fixent à eux-mêmes cette charge ; dans les cités correctement administrées ce sont en général les hommes aux corps les plus faibles, impropres à toute autre fonction. Car il faut qu’ils restent sur place, autour de l’agora, pour d’une part d échanger contre de l’argent avec ceux qui ont besoin de vendre, d’autre part faire l’échange inverse, à nouveau contre de l’argent, avec tous ceux qui ont besoin d’acheter.
— Voilà donc, dis-je, le besoin qui fait naître des commerçants dans notre cité. N’appelons-nous pas “commerçants” ceux qui, se chargeant de la vente et de l’achat, s’installent sur la place publique, et ceux qui errent de ville en ville des “marchands” ?
— Si, exactement.
— Et il y a aussi, à ce que je crois, encore d’autres hommes pourvus d’une charge : ceux qui, sous le rapport de l’intelligence, e ne seraient pas tout à fait dignes de faire partie de la communauté, mais que leur force physique rend aptes aux efforts -pénibles. Ceux-là, qui vendent l’usage de leur force, comme ils appellent “salaire ” le prix qu’ils en reçoivent, sont nommés, à ce que je crois, des “salariés ” . N’est-ce pas ?
— Oui, exactement.
— Contribuent donc aussi à rendre la cité complète, selon toute apparence, les salariés.
— Oui, il me semble.
— Alors, Adimante, notre cité s’est-elle désormais accrue au point d’être accomplie ?
— Peut-être.
— Dans ces conditions, où pourrait-on voir en elle à la fois la justice et l’injustice ? et en laquelle des choses que nous avons examinées sont-elles nées ?
— Pour moi, dit-il, 372 je n’en ai pas idée, à moins que ce ne soit dans quelque relation que ces gens-là ont les uns avec les autres.
— Eh bien, dis-je, peut-être parles-tu comme il faut. Il faut certes l’examiner, et ne pas nous dérober. Examinons donc en premier lieu de quelle façon vivront les hommes qu’on aura ainsi équipés. Est-ce autrement qu’en faisant du pain, du vin, des manteaux, et des chaussures ? Ils se construiront des maisons, l’été ils travailleront la plupart du temps nus et sans chaussures, et l’hiver habillés et b chaussés de façon suffisante. Ils se nourriront en préparant de la farine à partir de l’orge, et de la farine fine à partir du blé, cuisant l’une, pétrissant l’autre, disposant de braves galettes et du pain sur du roseau ou sur des feuilles propres ; s’allongeant sur des couches jonchées de smilax et de myrte, ils feront de bons repas, eux-mêmes et leurs enfants, buvant ensuite du vin, la tête couronnée et chantant des hymnes aux dieux ; ils s’uniront agréablement les uns avec les autres, ne faisant pas d’enfants c au-delà de ce que permettent leurs ressources, pour se préserver de la pénurie et de la guerre.
Alors Glaucon se saisissant de la parole :
— C’est apparemment sans aucun plat cuisiné, dit-il, que tu fais festoyer ces hommes.
— Tu dis vrai, répondis-je. J’avais oublié qu’ils auraient aussi des plats cuisinés ; il est évident qu’ils auront du sel, des olives et du fromage, et qu’ils se feront cuire des oignons et des verdures, le genre de potées qu’on fait à la campagne. Nous trouverons même le moyen de leur servir des friandises faites avec des figues, des pois chiches et des fèves, et ils se feront griller au feu d des fruits du myrte et du chêne tout en buvant modéré- “ment. Passant ainsi leur vie en paix et en bonne santé, et décédant sans doute à un grand âge, ils transmettront à leurs descendants une vie semblable à la leur. Et lui : — O Socrate, si c’était une cité de porcs que tu constituais, dit-il, les engraisserais-tu d’autre chose ?
— Mais comment faut-il faire, Glaucon ? dis-je.
— Il faut précisément faire ce qui est admis, dit-il. Je crois que des hommes qu’on ne veut pas mettre dans la misère s’assoient sur des lits, dînent e à des tables, et ont exactement les mêmes plats cuisinés et friandises qu’ont les hommes d’aujourd’hui.
— Bien, dis-je. Je comprends. Ce n’est pas seulement une cité, apparemment, que nous examinons, pour voir comment elle naît, mais encore une cité dans le luxe. Eh bien, peut-être cela n’est-il pas mauvais : car en examinant une telle cité nous pourrons peut-être distinguer, en ce qui concerne tant la justice que l’injustice, d’où elles naissent un jour dans les cités. Certes, la cité véritable me semble être celle que nous avons décrite, en tant qu’elle est une cité en bonne santé ; mais si vous le voulez, nous considérerons aussi une cité atteinte de fièvre. Rien ne l’empêche. Car bien sûr à certains, à ce qu’il semble, 373 cela ne suffira pas, ni ne suffira non plus ce régime, mais ils auront en plus des lits, des tables, et les autres meubles, et des plats cuisinés, c’est sûr, des baumes, des parfums à brûler, des hétaïres et des gâteaux, et chacune de ces choses sous toutes sortes de formes. Et en particulier il ne faudra plus déterminer le nécessaire pour ce dont nous parlions en premier lieu, les maisons, les manteaux, et les chaussures, mais il faudra mobiliser la peinture et la broderie, et il faudra acquérir or, ivoire, et toutes les matières semblables. N’est-ce pas ?
— Oui, dit-il.
— C’est donc qu’il faut agrandir encore la cité. Car celle de tout à l’heure, la cité saine, n’est plus suffisante. Désormais il faut la remplir d’une multitude, du nombre “de ces êtres qui ne sont plus dans les cités pour pourvoir au nécessaire : ainsi tous les chasseurs, les imitateurs, tous ceux d’entre eux qui s’occupent de figures et de couleurs, et la masse de ceux qui s’occupent de musique, des poètes et leurs serviteurs, rhapsodes, acteurs, chouettes, entrepreneurs de travaux, artisans qui fabriquent toutes sortes d’objets, particulièrement c ceux qui touchent à la cosmé- tique des femmes. En particulier nous aurons besoin d’un plus grand nombre de gens pourvus d’une charge : ne semble-t-il pas qu’on aura besoin de pédagogues, de nourrices, de bonnes d’enfants, d’esthéticiennes, de coiffeurs, et encore de fournisseurs de plats cuisinés et de bouchers ? Et nous aurons aussi besoin, en plus, de porchers. Tout cela nous ne l’avions pas dans la cité pré- cédente — car il n’en était nul besoin — mais dans celle-ci on aura besoin de cela en plus. Et on aura aussi besoin de toutes sortes d’autres bestiaux, pour ceux qui en mangent. N’est-ce pas ?
— Oui, bien sûr.
— Donc nous aurons aussi beaucoup plus besion de médecins, en suivant ce régime, qu’avec le régime précédent ?
— Oui, beaucoup plus.
— Et le pays, lui, qui suffisait alors à nourrir les hommes d’alors, sera sans doute trop petit, au lieu d’être suffisant. N’est-ce pas ce que nous dirons ?
— Si, c’est cela, dit-il.
— Il nous faudra donc nous tailler une part du pays des voisins, si nous voulons avoir un territoire suffisant pour y faire paître et pour le labourer ; et eux, il leur faudra à leur tour tailler dans le nôtre, si eux aussi se laissent aller à une acquisition illimitée de richesses, en transgressant la borne e de ce qui est nécessaire ? “- Tout à fait nécessairernent, Socrate.
— Nous ferons la guerre alors, c’est ce qui en découle, Glaucon ? ou bien en sera-t-il autrement ?
— Il en sera bien ainsi, dit-il.
— Ne disons encore rien, repris-je, de la question de savoir si c’est du mal ou du bien que cause la guerre, mais seulement ceci : nous avons découvert l’origine de la guerre dans ce qui, lorsqu’il y naît, est la source principale des maux des cités , maux privés aussi bien que publics.
— Oui, certainement.
— Alors il faut encore, mon ami, que la cité s’agrandisse, et non pas d’une petite quantité, mais d’une armée entière 374 qui, partant en campagne pour la défense de l’ensemble de l’héritage et de ce dont nous parlions à l’instant, se batte contre les agresseurs.
— Mais quoi ? dit-il. Eux-mêmes n’y suffisent-ils pas ?
— Non, dis-je, si toutefois toi et nous avons tous eu raison de tomber d’accord lorsque nous avons façonné la cité ; or nous étions tombés d’accord, si tu t’en souviens, qu’il était impossible qu’un seul homme travaille comme il faut dans plusieurs arts.
— Tu dis vrai, répondit-il.
— Eh bien voyons, dis-je. La lutte pour gagner b à la guerre ne te semble pas dépendre d’un art ?
— Si, étroitement, dit-il.
— Faudrait-il alors en quelque sorte se soucier plus de l’art du cordonnier que de celui du guerrier ?
— Non, nullement.
— Mais, dis-moi, le cordonnier, lui, nous l’avions empêché d’entreprendre d’être en même temps cultivateur, ou tisserand, ou maçon ; nous avons voulu qu’il soit cordonnier, pour que la fonction de l’art du cordonnier “soit remplie comme il fallait dans notre cité ; et à chacun des autres, de la même façon, nous avons attribué une seule fonction, celle pour laquelle chacun était naturellement disposé : il devait, en donnant congé aux autres tâches, c et en travaillant à celle-ci tout au long de sa vie sans laisser passer les moments propices, l’accomplir comme il fallait. Or ce qui touche à la guerre, n’est-il pas de la plus haute importance que cela soit bien exécuté ? Ou bien est-ce là tâche si aisée, qu’un cultivateur, ou un cordonnier, et quiconque travaille dans n’importe quel autre art, puisse être en même temps homme de guerre, alors que personne ne peut devenir joueur de jetons, ou joueur de dés, de façon satisfaisante, s’il ne s’y applique exactement dès l’enfance, au lieu de le pratiquer comme une fonction accessoire ? Est-ce parce qu’on aura pris un bouclier d’hoplite, d ou une arme ou un outil guerrier quelconque, qu’on sera le jour même suffisamment capable de mener le combat des hoplites ou un autre des combats guerriers, alors qu’aucun autre outil ne fera de qui l’aura pris en main un artisan ou un athlète, et qu’il sera même inutile à qui n’aura pas reçu la connaissance de chaque art et n’y aura pas consacré les soins suffisants ?
— Non, dit-il, car sinon les outils auraient une bien grande valeur.
— Donc, dis-je, plus la fonction des gardiens est importante, plus elle aurait besoin d’être dégagée le plus possible du souci des autres fonctions, et plus elle aurait besoin aussi qu’on y applique un art et un soin extrêmes.
— Oui, je le crois pour ma part, dit-il.
— N’aurait-elle pas besoin aussi d’un naturel adapté à cette fonction ?
— Si, bien sûr.
— Alors notre fonction à nous consisterait, apparemment, si toutefois nous en sommes capables, à choisir quels naturels, et de quel genre, sont adaptés à la garde de la cité. “- Oui, c’est notre fonction.
— Par Zeus, dis-je, ce n’est certes pas d’une mince affaire que nous nous sommes chargés. Cependant il ne faut pas abandonner lâchement, dans la mesure du moins où nous en avons la force. 375 — Non, il ne le faut pas, dit-il.
— Eh bien crois-tu, dis-je, que la nature d’un jeune chien né pour la garde diffère en rien de celle d’un jeune homme bien né ?
— Que veux-tu dire ?
— Que par exemple chacun d’eux doit avoir les sens aiguisés pour apercevoir sa proie, et être assez rapide pour la rattraper à la course quand il l’a aperçue, et vigoureux aussi, s’il lui faut vaincre sa proie quand il l’a attrapée.
— Oui, dit-il, il faut tout cela.
— Et à coup sûr qu’il soit “viril” , s’il doit bien combattre.
— Oui, bien sûr.
— Mais s’agissant d’être “viril” , est-ce que s’il n’est pas plein de cœur, un cheval, un chien ou quelque autre animal sera disposé à l’être ? b Ne t’es-tu pas rendu compte à quel point le cœur est chose impossible à combattre et à vaincre, et que quand il l’assiste l’âme est, en son entier, face à toutes choses, dépourvue de peur et indomptable ? Si, je m’en suis rendu compte.
— Donc, du côté du corps, on voit comment doit être le gardien,
— Oui.
— Et pour ce qui touche à l’âme aussi, n’est-ce pas, à savoir qu’il doit être plein de cœur.
— Oui, on le voit aussi.
— Alors, dis-je, Glaucon, de quelle façon éviter que les gardiens se comportent avec sauvagerie les uns envers les autres et envers le reste des citoyens, si teilles sont leurs natures ?
— Par Zeus, dit-il, ce n’est pas facile.
— Et cependant il faut bien qu’envers ceux c de chez eux ils soient doux, et durs envers les ennemis. Sinon, ils n’attendront pas que d’autres les détruisent, mais ils prendront les devants pour le faire eux-mêmes.
— C’est vrai, dit-il.
— Que ferons-nous alors ? dis-je. Où trouverons-nous une façon d’être à la fois douce, et pleine de cœur ? Car une nature douce est en quelque sorte le contraire d’une nature pleine de cœur.
— C’est ce qui apparaît.
— Et cependant, si quelqu’un est privé de l’une de ces deux natures, il n’y a aucune chance qu’il devienne un bon gardien. Or ceci ressemble à une situation impossible, et s’il en est ainsi d il en découle donc qu’il est impossible que se forme un bon gardien.
— C’est bien probable, dit-il. Me sentant dans l’impasse moi aussi, et examinant ce qui avait été dit avant :
— C’est justice, mon ami, dis-je, que nous soyons dans l’impasse : car nous avons dérivé loin de l’image que nous avions posée d’abord.
— Que veux-tu dire ?
— Nous ne nous sommes pas aperçus qu’existent en fait des natures telles que celles que nous avons crues impossibles, possédant ces aptitudes contraires.
— Où donc ?
— On pourrait certes les voir chez d’autres animaux aussi, mais surtout chez celui que nous comparions au gardien ; e tu sais bien que les chiens de bonne race, c’est là leur façon d’être naturelle : envers ceux qui vivent avec “eux et leur sont connus, ils sont les plus doux possible, et envers ceux qu’ils ne connaissent pas, le contraire.
— Je le sais bien.
— Cela est donc possible, dis-je, et il n’est pas contre nature que nous cherchions un gardien qui soit tel.
— Apparemment pas.
— Ton avis est-il alors que celui qui va être voué à la garde doit avoir aussi, en plus du cœur, une nature philosophe ?
— Comment donc ? dit-il. Je ne conçois pas 376 cela.
— Cela aussi, dis-je, tu l’observeras chez les chiens, et cela mérite qu’on s’en étonne chez un animal.
— De quoi s’agit-il ?
— Du fait qu’à tout inconnu qu’il voit, il gronde, sans avoir reçu auparavant de lui aucun mal ; mais que devant tout homme connu, il se fait affectueux, même s’il n’en a encore jamais reçu aucun bien. Ne t’en es-tu encore jamais étonné ?
— Non, dit-il, jusqu’à présentje n’y avais pas vraiment prêté attention. Mais on voit bien que c’est ce qu’il fait.
— Eh bien la sensibilité de sa nature paraît bien délicate, b et philosophique au vrai sens du mot.
— En quel sens ?
— En ce que, dis-je, il ne distingue un visage ami d’un ennemi par rien d’autre que par ceci : l’un il le connaît, l’autre il l’ignore. Certes, comment ne serait-il pas ami de la connaissance, l’être qui par la connaissance et par l’ignorance délimite ce qui est de chez lui et ce qui lui est étranger ?
— Impossible, dit-il, qu’il ne le soit pas.
— Mais, dis-je, ce qui est ami de la connaissance et ce qui est ami de la sagesse, philosophe, c’est la même chose ?
— Oui, la même chose, dit-il.
— Poserons-nous donc sans hésiter que dans le cas de l’homme aussi, si l’on veut qu’il soit doux envers ceux de chez lui c et ceux qu’il connaît, il faut qu’il soit par nature philosophe et ami de la connaissance ? “- Oui, nous le poserons, dit-il.
— Donc, philosophe, plein de cœur, rapide, et vigoureux, tel sera par sa nature celui qui doit être un honnête’ gardien de notre cité.
— Oui, certainement, dit-il.
— Voilà donc comment serait disposé cet homme. Mais ces hommes-là, de quelle façon les élèverons et les éduquerons-nous ? Et examiner cela, est-ce pour nous une sorte de préalable d nécessaire pour mettre au clair ce que nous visons dans toute notre recherche, à savoir de quelle façon justice et injustice naissent dans une cité ? Car nous ne voulons pas laisser passer un argument pertinent, ni nous perdre dans une foule de détails.
Alors le frère de Glaucon :
— Oui, pour moi, je présume bien, dit-il, que cet examen-ci en est le préalable.
— Par Zeus, dis-je, mon ami Adimante, il ne faut donc pas l’abandonner, même s’il se trouve être un peu long,
— Non, certes pas,
— Eh bien allons, comme le feraient des gens qui racontent une histoire à loisir, éduquons ces hommes, e en paroles.
— C’est ce qu’il faut faire.
— Quelle sera donc leur éducation ? N’est-il pas difficile d’en trouver une meilleure que celle qui a été inventée dans l’étendue du temps passé ? C’est à savoir, n’est-ce pas, l’exercice gymnastique pour ce qui est des corps, l’entretien des Muses pour ce qui est de l’âme.
— Oui, c’est cela.
— Est-ce que nous ne commencerons pas plutôt à les éduquer par l’entretien des Muses que par la gymnastique ?
— Si, bien sûr.
— C’est dans le domaine des Muses, dis-je, que tu places les discours, n’est-ce pas ?
— Pour moi, oui.
— Or des discours l’espèce se divise en deux : l’une des vrais, et l’autre des faux ?
— Oui.
— Et il faut éduquer avec les deux espèces, mais d’abord avec les discours faux ?
— Je ne comprends pas, dit-il, en quel sens tu dis cela.
— Tu ne comprends pas, dis-je, que nous commençons par raconter des histoires aux enfants ? Or cela, dans l’ensemble, n’est-ce pas, est de l’ordre du faux (même s’il s’y trouve aussi du vrai). Et nous avons donc recours aux histoires, devant les enfants, avant d’avoir recours à l’exercice nu.
— Oui, c’est cela.
— C’est bien ce que je disais, qu’il faut s’attacher à la musique avant de s’attacher à la gymnastique.
— C’est correct, dit-il.
— Or tu sais que le commencement de toute œuvre, c’est le plus important, en particulier pour tout ce qui est jeune et b tendre? Car c’est surtout à ce moment-là que chaque être se modèle, et que s’enfonce le mieux le caractère qu’on veut imprimer en lui.
— Oui, parfaitement.
— Est-ce qu’alors nous laisserons aussi facilement les enfants écouter les premières histoires venues modelées par les premiers venus, et recevoir dans leurs âmes des opinions pour l’essentiel opposées à celles que nous croyons qu’ils devront avoir, lorsqu’ils seront des hommes faits ?
— Nous ne les laisserons certainement pas.
— Il nous faut donc d’abord, semble-t-il, superviser les créateurs d’histoires : approuver l’histoire qu’ils créeront, si elle est convenable, et sinon, la désapprouver. Et celles qui auront été approuvées, nous persuaderons les nourrices et les mères de les raconter aux enfants, et de modeler leurs âmes par ces histoires bien plus encore “qu’elles ne modèlent leurs corps avec leurs mains . Quant à celles qu’elles racontent à présent, pour la plupart il faut les rejeter.
— Mais lesquelles ? dit-il.
— C’est à travers les grandes histoires, dis-je, que nous pourrons examiner aussi les plus petites. Car il faut bien qu’il y ait le même modèle, et le même pouvoir, dans les plus grandes et dans d les plus petites. Ne le crois-tu pas?
— Si, je le crois, dit-il. Mais je ne conçois même pas lesquelles tu nommes les plus grandes.
— Celles, dis-je, qu’Hésiode et Homère nous racontent l’un et l’autre, ainsi que les autres poètes. Car ce sont eux, n’est-ce pas, qui ont composé pour les hommes des histoires fausses, et qui les ont racontées et continuent à les raconter à présent.
— Mais desquelles veux-tu parler, dit-il, et que blâmes-tu en elles ?
— Ce que précisément il faut y blâmer, dis-je, d’abord et par-dessus tout, en particulier lorsqu’on y dit le faux d’une façon qui ne convient pas. e — Qu’est-ce là ?
— Lorsqu’on représente mal, par la parole, ce que sont les dieux et les héros, comme un dessinateur dont le dessin ne ressemblerait en rien à ce dont il voudrait dessiner la ressemblance.
— Oui, en effet, dit-il, de tels défauts on a raison de les blâmer. Mais qu’entendons-nous par là, et que visons-nous ?
— Pour commencer, dis-je, la plus grande fausseté, celle qui porte sur les êtres les plus importants : celle qu’a dite, et d’une façon qui n’est pas convenable, celui qui a prétendu qu’Ouranos aurait accompli l’acte qu’Hésiode lui attribue, et que Kronos à son tour l’en aurait puni . Or “ces actes 378 de Kronos, et ce qu’il aurait subi de son fils, même s’ils étaient avérés je ne croirais pas qu’il faudrait les raconter aussi facilement à des êtres jeunes, dépourvus de bon sens ; le mieux serait de les taire; et s’il y avait quelque nécessité à les dire, qu’on les fasse entendre, sous le sceau du secret, au moins de gens possible, après un sacrifice, non pas celui d’un porc, mais celui de quelque importante et introuvable victime, de façon que le moins de gens possible aient l’occasion de les entendre.
— Oui, en effet, dit-il, ces récits-là sont choquants.
— Et il ne faut pas, Adimante, dis-je, qu’on les raconte b dans notre cité. Il ne faut pas non plus faire entendre à un jeune qu’en allant au bout de l’injustice il ne ferait rien dont on doive s’étonner, ni non plus qu’en maltraitant à son tour de n’importe quelle manière un père qui le traite injustement, il ferait exactement la même chose que les premiers et les plus grands des dieux.
— Non, par Zeus, dit-il, à moi non plus cela ne semble pas être des choses à dire.
— Ni non plus généralement, dis-je, que des dieux fassent la guerre, complotent, et combattent contre d’autres dieux — d’ailleurs ce n’est même pas vrai c -, si du moins on veut que ceux qui vont garder notre cité considèrent comme la chose la plus déshonorante de se traiter aisément les uns les autres en ennemis. Il faut bien éviter de leur raconter des histoires et de représenter des tableaux colorés de combats de géants, et des nombreuses autres querelles de toutes sortes qui auraient opposé dieux et héros à leurs propres parents et à ceux de leur maison. Mais si nous voulons avoir une chance de les convaincre que jamais aucun citoyen n’eut d’hostilité envers un autre, et que ce serait d’ailleurs chose impie, c’est précisément cela qu’il faut plutôt leur faire dire dès “l’enfance par les vieillards et les vieilles femmes, et il faut aussi, à l’intention des plus âgés, contraindre les poètes à composer des discours qui aillent dans ce sens. Mais l’histoire d’Héra ligotée par son fils , et d’Héphaïstos jeté à terre par son père au moment où il voulait défendre sa mère brutalisée , et toutes les histoires de combats de dieux qu’Homère a composées , il ne faut pas les accueillir dans la cité, qu’elles soient composées avec àes intentions cachées ou sans intentions cachées. Car le jeune homme n’est pas capable de discriminer entre ce qui est intention cachée et ce qui ne l’est pas : en revanche les impressions qu’à son âge il reçoit dans ses opinions tendent e à devenir difficiles à effacer et immuables. C’est sans doute précisément pourquoi il faut accorder une grande importance à ce que les premières choses qu’ils entendent soient des histoires racontées de la façon la plus convenable possible pour amener à l’excellence.
— Oui, cela a du sens, dit-il, Mais si quelqu’un alors nous demandait quelles sont ces choses et quelles sont ces histoires, lesquelles désignerions-nous ? Alors moi je lui dis :
— O Adimante, nous ne sommes pas poètes ni toi ni moi, pour l’instant, mais des fondateurs de cité. Or aux fondateurs il revient de connaître les modèles auxquels doivent se référer les poètes pour raconter les histoires, et si ceux-ci composent leurs poèmes en s’en écartant, il ne faut pas les laisser faire ; mais ce n’est certes pas aux fondateurs de composer les histoires.
— Tu as raison, dit-il. Mais pour rester sur ce point “même, à savoir les modèles régissant les discours sur les dieux, quels seraient-ils ?
— Ils seraient à peu près ceux-ci, dis-je : il faut à chaque fois sans aucun doute restituer le dieu tel qu’il se trouve être, qu’on le représente par une composition en vers épiques, en vers lyriques, ou dans une tragédie.
— Oui, il le faut.
— Or le dieu est réellement bon, et c’est ce qu’il faut dire qu’il est ?
— Bien sûr.
— Mais aucune des choses bonnes n’est nuisible. N’est-ce pas ?
— Non, à mon avis.
— Et est-ce que ce qui n’est pas nuisible nuit ?
— Nullement.
— Et ce qui ne nuit pas, cela produit-il quelque mal ?
— Non plus.
— Et ce qui ne produit aucun mal ne pourrait non plus être la cause d’aucun mal ?
— Comment serait-ce possible ?
— Mais voyons : ce qui est bon est bienfaisant ?
— Oui.
— Oui.
— Donc le bien n’est pas cause de toutes choses ; il est la cause de celles qui sont bonnes, mais il n’est pas la cause des maux,
— Oui, absolument, dit-il.
— Donc le dieu, dis-je, puisqu’il est bon, ne peut pas non plus être la cause de toutes choses, comme le dit la masse des gens ; il est la cause d’une petite partie de ce qui arrive aux humains, et n’est pas la cause de la plus grande partie. Car les choses bonnes pour nous sont bien moins nombreuses que celles qui sont mauvaises ; pour celles qui sont bonnes, il ne faut pas chercher d’autre cause que lui, tandis que pour les mauvaises il faut chercher d’autres causes que le dieu.
— Tu me sembles dire tout à fait vrai, dit-il.
— Il ne faut donc, dis-je, accepter ni d’Homère ni d’un autre poète qu’il commette, par manque de réflexion, ni qu’il diffuse, à propos des dieux, l’erreur consistant à croire que deux jarres sont plantées dans le seuil de Zeus peines de destins, heureux dans l’une, mauvais dans l’autre et que celui à qui Zeus donne un mélange de l’une et de l’autre, rencontre tantôt le malheur, et tantôt le bonheur, tandis que celui à qui au lieu de cela, il sert de la seconde, sans la mélanger, lui, une faim mauvaise le chasse à travers la terre divine et à nouveau Zeus a été institué notre dispensateur des biens et des maux.
Quant à l’atteinte aux serments et aux traités que Pandaros a commise, si quelqu’un affirme que c’est à cause d’Athéna et de Zeus qu’elle s’est produite , nous ne le louerons pas, ni non plus s’il dit que la querelle des déesses et leur 380 jugement ont eu pour cause Thémis et Zeus ; et il ne faut pas laisser non plus les jeunes entendre le propos qu’Eschyle formule ainsi : un dieu sème chez les mortels l’action coupable quand il veut totalement ruiner une maison
“Eh bien, si quelque poète compose le poème où se trouvent ces iambes : “Les souffrances de Niobé” , ou “des Pélopides ” , ou “de Troie ” , ou quelque autre morceau comparable, soit il ne faut pas laisser dire que ce sont là les actions d’un dieu, soit, si l’on admet que ce sont les actions d’un dieu, il faut leur trouver le genre de raison que nous recherchons à présent : dire d’une part que le dieu a accompli là des actes justes b et bons, dire d’autre part que ceux qui ont été châtiés en ont bénéficié. Mais il ne faut pas laisser le poète prétendre que soient à plaindre ceux qui ont subi un juste châtiment, et que ce soit un dieu qui ait causé ce malheur. Si les poètes disaient en revanche que les méchants, dans leur malheur, avaient besoin de châtiment, et qu’en subissant un juste châtiment ils ont reçu du dieu un bienfait, il faudrait les laisser dire, Mais l’affirmation que le dieu, qui est bon, serait la cause des maux de quelqu’un, il faut la combattre de toutes les manières possibles, et empêcher que quiconque la soutienne dans sa propre cité, si on veut que ce)le-ci ait de bonnes lois, ou que quiconque l’entende, qu’il soit jeune c ou vieux, que l’histoire en soit rapportée en mètres ou sans mètre, parce qu’il serait impie de la rapporter, que cela ne serait pas notre intérêt, et que ces histoires ne seraient pas cohérentes les unes avec les autres,
— Je vote avec toi pour cette loi, dit-il, et elle me plaît.
— Alors ce serait là, dis-je, la première des lois et le premier des modèles concernant les dieux, auxquels il faudra que se conforment les conteurs dans leurs récits et les poètes dans leurs poèmes : que le dieu n’est pas la cause de toutes choses, mais seulement des biens.
— Cela est tout à fait satisfaisant, dit-il.
— Et que sera d la seconde loi, des lors ? Crois-tu que le dieu soit un magicien, capable à dessein de faire percevoir “son apparence tantôt sous une forme et tantôt sous une autre, tantôt soumis lui-même au devenir, modifiant son être spécifique pour passer en de nombreuses figures différentes, tantôt nous égarant en nous faisant seulement croire que cela lui arrive, ou bien crois-tu qu’il soit simple, et que moins que tout autre il sorte de sa propre forme ?
— Je ne peux le dire, pour l’instant en tout cas, dit-il.
— Mais que penses-tu de ceci : n’y a-t-il pas nécessité, en admettant qu’une chose s’écarte de sa propre forme, à ce qu’ou bien elle se transforme par elle-même, ou bien elle soit transformée e par une autre ?
— Si, cela est nécessaire.
— Or, les choses qui sont les meilleures ne sont-elles pas celles qui sont le moins modifiées et mises en mouvement par autre chose qu’elles-mêmes ? Ainsi le corps l’est par les nourritures, les boissons, et les travaux pénibles, et toute plante l’est par l’ensoleillement, les vents, et les atteintes de ce genre : le plus sain et le plus vigoureux d’entre ces êtres n’est-il pas celui qui en est le moins 381 modifié ?
— Si, bien sûr.
— Et dans le cas d’une âme, n’est-ce pas la plus virile et la plus sage qu’une affection externe troublerait et affecterait le moins ?
— Si.
— Et il en irait sans doute ainsi de tous les objets fabriqués, des constructions, et des vêtements, selon le même principe : ceux qui ont été bien fabriqués et qui sont en bon état, sont le moins altérés par le temps et par les autres affections,
— Oui, c’est bien cela.
— Donc tout ce qui est comme il faut, soit par nature, “soit b par art, soit par les deux, est ce qui reçoit le moins de modification de quelque chose d’autre.
— Apparemment.
— Mais le dieu, lui, et ce qui touche au dieu, est le mieux possible à tous égards.
— Forcément,
— Alors en ce sens celui qui pourrait le moins prendre des formes nombreuses, c’est le dieu.
— Certes, c’est lui.
— Mais pourrait-il se modifier et s’altérer lui-même ?
— Il est visible que oui, dit-il, en admettant qu’il s’altère.
— Serait-ce alors pour devenir meilleur et plus beau qu’il se modifiera, ou pour devenir pire et plus laid qu’il n’est lui-même ?
— Il est nécessaire, dit-il, que ce soit pour devenir pire, en admettant qu’il s’altère, c Car nous refuserons de dire que le dieu puisse manquer de beauté ou d’excellence.
— Tu as tout à fait raison, dis-je. Et, si les choses sont ainsi, est-il vraisemblable, selon toi, Adimante, que l’un des dieux ou des hommes se rende volontairement pire à quelque égard ?
— C’est impossible, dit-il.
— Il est donc impossible, dis-je, à un dieu aussi, de consentir à se modifier lui-même, mais, apparemment, étant le plus beau et le meilleur qu’il soit possible, chacun des dieux se maintient toujours simplement dans la forme qui lui est propre.
— Moi en tout cas, dit-il, cela me semble tout à fait nécessaire.
— Que personne donc, d homme excellent, dis-je, qu’aucun des poètes ne nous dise que des dieux, prenant l’apparence d’étrangars venus d’autres lieux, prenant toutes les formes, font le tour des cités… “et qu’aucun non plus n’aille accuser faussement Protée ou Thétis , ni introduire, dans des tragédies ou dans les autres poèmes, une Héra transformée en prêtresse faisant une collecte pour les enfants donneurs de vie du fleuve Inachos d’Argos et que les nombreuses e autres faussetés du même genre, on n’aille pas nous les raconter. Et que les mères, persuadées à leur tour par ces poètes, n’aillent pas effrayer les enfants, en racontant les histoires de travers, pour pré- tendre qu’en effet certains dieux circulent, la nuit, en prenant l’apparence de toutes sortes d’étrangers divers ; on évitera à la fois qu’elles ne blasphèment envers les dieux, et ne rendent les enfants plus lâches.
— En effet, il ne le faut pas, dit-il.
— Mais est-ce qu’en eux-mêmes, dis-je, les dieux sont tels qu’ils ne se modifient pas, tout en nous faisant croire à la diversité de leurs apparences, en nous trompant et en usant de magie ?
— Peut-être, dit-il.
— Allons ! dis-je. Un dieu consentirait-il 382 à avancer le faux, soit en paroles, soit en acte, en produisant une apparition pour le remplacer ?
— Je ne sais pas, dit-il.
— Tu ne sais pas, dis-je, que le véritable faux, s’il est possible de parler ainsi, tous le détestent, hommes et dieux ?
— En quel sens dis-tu cela ? reprit-il. “- En ce sens-ci, dis-je : que dans la partie en quelque sorte souveraine de soi-même, et à propos de ce qui est souverain, personne ne consent volontairement à recevoir le faux, mais qu’on craint plus que tout de l’avoir dans ce lieu-là.
— Je ne comprends toujours pas, dit-il.
— C’est que tu crois, dis-je, b que je dis quelque chose de solennel. Mais je dis simplement que pour l’âme, à propos de ce qui est réel, recevoir le faux, en être la victime, être dépourvu de connaissance, avoir le faux en ce lieu et l’y conserver, c’est ce qu’on accepterait le moins, et que c’est ce qu’on déteste le plus avoir dans un tel lieu.
— Certainement, dit-il.
— Eh bien ce dont je parlais à l’instant, c’est ce qui mériterait le plus exactement le nom de “véritable faux ” : l’ignorance, dans son âme, de celui à qui on a dit le faux. Car le faux qui est dans les paroles est une sorte d’imitation de celui qui est éprouvé dans l’âme, une image c produite dans un second temps ; ce n’est pas un faux tout à fait exempt de mélange. N’en est-il pas ainsi ?
— Si, tout à fait.
— Or donc ce qui est réellement faux est détesté non seulement par les dieux, mais aussi par les humains.
— Oui, c’est mon avis.
— Mais que dire alors du faux qui est dans les paroles ? Quand et à qui est-il utile, cessant ainsi de mériter la haine ? N’est-ce pas à l’encontre des ennemis, et de ceux qui, parmi nos prétendus amis, chercheraient, sous l’emprise du délire ou de quelque folie, à faire quelque mal ? C’est alors que le faux devient utile comme une drogue, pour les en détourner. De plus, dans d l’invention d’histoires dont nous parlions à l’instant, quand on ne sait pas où est le vrai concernant les choses du passé, en rendant le faux le plus possible semblable au vrai, ne le rendons-nous pas utile ?
— Si, dit-il, c’est tout à fait le cas. “- Mais alors, selon lequel de ces principes le faux pourrait-il être utile au dieu ? Est-ce par ignorance des choses anciennes qu’il dirait le faux en le rendant vraisemblable ?
— Ce serait bien risible, dit-il.
— Il n’y a donc pas, dans un dieu, un poète créateur du faux.
— Non, il ne me semble pas.
— Alors serait-ce par crainte de ses ennemis e qu’il dirait le faux ?
— Non, loin de là.
— Alors, à cause de la folie ou du délire de ses proches ?
— Mais non, dit-il, aucun de ceux qui sont fous ou qui délirent n’est cher aux dieux.
— Il n’y a donc aucune raison pour laquelle un dieu pourrait dire le faux.
— Non, il n’y en a pas.
— Donc est totalement exempt de fausseté ce qui est démonique , et ce qui est divin. Oui, absolument, dit-il.
— Donc le dieu est un être parfaitement simple et vrai à la fois en actes et en paroles, et lui-même ne se modifie pas ni ne cherche à égarer les autres, ni par des apparences, ni par des paroles, ni par l’envoi de signes, ni dans la veille ni dans les rêves. 383 — Oui, moi aussi c’est ce qui m’apparaît, à présent que je t’entends le dire.
— Tu es donc d’accord, dis-je, que c’est là le deuxième modèle auquel se conformer pour parler et composer à propos des dieux : qu’ils ne sont pas des magiciens, se modifiant eux-mêmes, et qu’ils ne nous égarent pas par des faussetés, en paroles ou en actes ? “- Oui, je suis d’accord.
— Donc, tout en faisant l’éloge de bien des choses chez Homère, nous ne ferons pourtant pas l’éloge de ceci : l’envoi du songe par Zeus à Agamemnon ; ni du passage d’Eschyle où Thétis dit qu’Apollon, chantant b lors de son mariage à elle, avait célébré les heureuses naissances qu’elle aurait,
Après avoir annoncé des vies longues, et sans maladies,
Et m’avoir prédit un destin favorisé des dieux,
Il entonna les belles paroles du péan, en me réconfortant.
Et moi, j’espérais que la bouche divine de Phoibos
Était sans fausseté, débordant d’art divinatoire.
Mais lui, qui entonnait lui-même l’hymne, qui était présent au banquet,
Lui qui avait prédit cela, c’est lui qui a tué
Cet enfant que j’avais…
Chaque fois que quelqu’un dira de telles choses à propos des dieux, nous serons sévères et nous ne lui accorderons pas de chœur, et nous ne permettrons pas aux maîtres d’école d’en faire usage dans l’éducation des jeunes, si nous voulons que nos gardiens deviennent à la fois respectueux des dieux, et aussi divins qu’il est possible à un homme.
— Oui, dit-il, pour ma part je suis tout à fait d’accord avec ces modèles, et j’aimerais en faire des lois.
Jowett
I had always admired the genius of Glaucon and Adeimantus, but on hearing these words I was quite delighted, and said : Sons of an illustrious father, that was not a bad beginning of the elegiac verses which the admirer of Glaucon made in honor of you after you had distinguished yourselves at the battle of Megara :
“Sons of Ariston,” he sang, “divine offspring of an illustrious hero.”
The epithet is very appropriate, for there is something truly divine in being able to argue as you have done for the superiority of injustice, and remaining unconvinced by your own arguments. And I do believe that you are not convinced — this I infer from your general character, for had I judged only from your speeches I should have mistrusted you. But now, the greater my confidence in you, the greater is my difficulty in knowing what to say. For I am in a strait between two ; on the one hand I feel that I am unequal to the task ; and my inability is brought home to me by the fact that you were not satisfied with the answer which I made to Thrasymachus, proving, as I thought, the superiority which justice has over injustice. And yet I cannot refuse to help, while breath and speech remain to me ; I am afraid that there would be an impiety in being present when justice is evil spoken of and not lifting up a hand in her defence. And therefore I had best give such help as I can.
Glaucon and the rest entreated me by all means not to let the question drop, but to proceed in the investigation. They wanted to arrive at the truth, first, about the nature of justice and injustice, and secondly, about their relative advantages. I told them, what I really thought, that the inquiry would be of a serious nature, and would require very good eyes. Seeing then, I said, that we are no great wits, I think that we had better adopt a method which I may illustrate thus ; suppose that a short-sighted person had been asked by someone to read small letters from a distance ; and it occurred to someone else that they might be found in another place which was larger and in which the letters were larger — if they were the same and he could read the larger letters first, and then proceed to the lesser — this would have been thought a rare piece of good-fortune.
Very true, said Adeimantus ; but how does the illustration apply to our inquiry ?
I will tell you, I replied ; justice, which is the subject of our inquiry, is, as you know, sometimes spoken of as the virtue of an individual, and sometimes as the virtue of a State.
True, he replied.
And is not a State larger than an individual ?
It is.
Then in the larger the quantity of justice is likely to be larger and more easily discernible. I propose therefore that we inquire into the nature of justice and injustice, first as they appear in the State, and secondly in the individual, proceeding from the greater to the lesser and comparing them.
That, he said, is an excellent proposal.
And if we imagine the State in process of creation, we shall see the justice and injustice of the State in process of creation also.
I dare say.
When the State is completed there may be a hope that the object of our search will be more easily discovered.
Yes, far more easily.
But ought we to attempt to construct one ? I said ; for to do so, as I am inclined to think, will be a very serious task. Reflect therefore.
I have reflected, said Adeimantus, and am anxious that you should proceed.
A State, I said, arises, as I conceive, out of the needs of mankind ; no one is self-sufficing, but all of us have many wants. Can any other origin of a State be imagined ?
There can be no other.
Then, as we have many wants, and many persons are needed to supply them, one takes a helper for one purpose and another for another ; and when these partners and helpers are gathered together in one habitation the body of inhabitants is termed a State.
True, he said.
And they exchange with one another, and one gives, and another receives, under the idea that the exchange will be for their good.
Very true.
Then, I said, let us begin and create in idea a State ; and yet the true creator is necessity, who is the mother of our invention.
Of course, he replied.
Now the first and greatest of necessities is food, which is the condition of life and existence.
Certainly.
The second is a dwelling, and the third clothing and the like.
True.
And now let us see how our city will be able to supply this great demand : We may suppose that one man is a husbandman, another a builder, someone else a weaver — shall we add to them a shoemaker, or perhaps some other purveyor to our bodily wants ?
Quite right.
The barest notion of a State must include four or five men.
Clearly.
And how will they proceed ? Will each bring the result of his labors into a common stock ? — the individual husbandman, for example, producing for four, and laboring four times as long and as much as he need in the provision of food with which he supplies others as well as himself ; or will he have nothing to do with others and not be at the trouble of producing for them, but provide for himself alone a fourth of the food in a fourth of the time, and in the remaining three-fourths of his time be employed in making a house or a coat or a pair of shoes, having no partnership with others, but supplying himself all his own wants ?
Adeimantus thought that he should aim at producing food only and not at producing everything.
Probably, I replied, that would be the better way ; and when I hear you say this, I am myself reminded that we are not all alike ; there are diversities of natures among us which are adapted to different occupations.
Very true.
And will you have a work better done when the workman has many occupations, or when he has only one ?
When he has only one.
Further, there can be no doubt that a work is spoilt when not done at the right time ?
No doubt.
For business is not disposed to wait until the doer of the business is at leisure ; but the doer must follow up what he is doing, and make the business his first object.
He must.
And if so, we must infer that all things are produced more plentifully and easily and of a better quality when one man does one thing which is natural to him and does it at the right time, and leaves other things. Undoubtedly.
Then more than four citizens will be required ; for the husbandman will not make his own plough or mattock, or other implements of agriculture, if they are to be good for anything. Neither will the builder make his tools — and he, too, needs many ; and in like manner the weaver and shoemaker.
True.
Then carpenters and smiths and many other artisans will be sharers in our little State, which is already beginning to grow ?
True.
Yet even if we add neatherds, shepherds, and other herdsmen, in order that our husbandmen may have oxen to plough with, and builders as well as husbandmen may have draught cattle, and curriers and weavers fleeces and hides — still our State will not be very large.
That is true ; yet neither will it be a very small State which contains all these.
Then, again, there is the situation of the city — to find a place where nothing need be imported is well-nigh impossible.
Impossible.
Then there must be another class of citizens who will bring the required supply from another city ?
There must.
But if the trader goes empty-handed, having nothing which they require who would supply his need, he will come back empty-handed.
That is certain.
And therefore what they produce at home must be not only enough for themselves, but such both in quantity and quality as to accommodate those from whom their wants are supplied.
Very true.
Then more husbandmen and more artisans will be required ?
They will.
Not to mention the importers and exporters, who are called merchants ?
Yes.
Then we shall want merchants ?
We shall.
And if merchandise is to be carried over the sea, skilful sailors will also be needed, and in considerable numbers ?
Yes, in considerable numbers.
Then, again, within the city, how will they exchange their productions ? To secure such an exchange was, as you will remember, one of our principal objects when we formed them into a society and constituted a State.
Clearly they will buy and sell.
Then they will need a market-place, and a money-token for purposes of exchange.
Certainly.
Suppose now that a husbandman or an artisan brings some production to market, and he comes at a time when there is no one to exchange with him — is he to leave his calling and sit idle in the market-place ?
Not at all ; he will find people there who, seeing the want, undertake the office of salesmen. In well-ordered States they are commonly those who are the weakest in bodily strength, and therefore of little use for any other purpose ; their duty is to be in the market, and to give money in exchange for goods to those who desire to sell, and to take money from those who desire to buy.
This want, then, creates a class of retail-traders in our State. Is not “retailer” the term which is applied to those who sit in the market-place engaged in buying and selling, while those who wander from one city to another are called merchants ?
Yes, he said.
And there is another class of servants, who are intellectually hardly on the level of companionship ; still they have plenty of bodily strength for labor, which accordingly they sell, and are called, if I do not mistake, hirelings, “hire” being the name which is given to the price of their labor.
True.
Then hirelings will help to make up our population ?
Yes.
And now, Adeimantus, is our State matured and perfected ?
I think so.
Where, then, is justice, and where is injustice, and in what part of the State did they spring up ?
Probably in the dealings of these citizens with one another. I cannot imagine that they are more likely to be found anywhere else.
I dare say that you are right in your suggestion, I said ; we had better think the matter out, and not shrink from the inquiry.
Let us then consider, first of all, what will be their way of life, now that we have thus established them. Will they not produce corn and wine and clothes and shoes, and build houses for themselves ? And when they are housed, they will work, in summer, commonly, stripped and barefoot, but in winter substantially clothed and shod. They will feed on barley-meal and flour of wheat, baking and kneading them, making noble cakes and loaves ; these they will serve up on a mat of reeds or on clean leaves, themselves reclining the while upon beds strewn with yew or myrtle. And they and their children will feast, drinking of the wine which they have made, wearing garlands on their heads, and hymning the praises of the gods, in happy converse with one another. And they will take care that their families do not exceed their means ; having an eye to poverty or war.
But, said Glaucon, interposing, you have not given them a relish to their meal.
True, I replied, I had forgotten ; of course they must have a relish — salt and olives and cheese — and they will boil roots and herbs such as country people prepare ; for a dessert we shall give them figs and peas and beans ; and they will roast myrtle-berries and acorns at the fire, drinking in moderation. And with such a diet they may be expected to live in peace and health to a good old age, and bequeath a similar life to their children after them.
Yes, Socrates, he said, and if you were providing for a city of pigs, how else would you feed the beasts ?
But what would you have, Glaucon ? I replied.
Why, he said, you should give them the ordinary conveniences of life. People who are to be comfortable are accustomed to lie on sofas, and dine off tables, and they should have sauces and sweets in the modern style.
Yes, I said, now I understand : the question which you would have me consider is, not only how a State, but how a luxurious State is created ; and possibly there is no harm in this, for in such a State we shall be more likely to see how justice and injustice originate. In my opinion the true and healthy constitution of the State is the one which I have described. But if you wish also to see a State at fever-heat, I have no objection. For I suspect that many will not be satisfied with the simpler way of life. They will be for adding sofas and tables and other furniture ; also dainties and perfumes and incense and courtesans and cakes, all these not of one sort only, but in every variety. We must go beyond the necessaries of which I was at first speaking, such as houses and clothes and shoes ; the arts of the painter and the embroiderer will have to be set in motion, and gold and ivory and all sorts of materials must be procured.
True, he said.
Then we must enlarge our borders ; for the original healthy State is no longer sufficient. Now will the city have to fill and swell with a multitude of callings which are not required by any natural want ; such as the whole tribe of hunters and actors, of whom one large class have to do with forms and colors ; another will be the votaries of music — poets and their attendant train of rhapsodists, players, dancers, contractors ; also makers of divers kinds of articles, including women’s dresses. And we shall want more servants. Will not tutors be also in request, and nurses wet and dry, tirewomen and barbers, as well as confectioners and cooks ; and swineherds, too, who were not needed and therefore had no place in the former edition of our State, but are needed now ? They must not be forgotten : and there will be animals of many other kinds, if people eat them.
Certainly.
And living in this way we shall have much greater need of physicians than before ?
Much greater.
And the country which was enough to support the original inhabitants will be too small now, and not enough ?
Quite true.
Then a slice of our neighbors’ land will be wanted by us for pasture and tillage, and they will want a slice of ours, if, like ourselves, they exceed the limit of necessity, and give themselves up to the unlimited accumulation of wealth ?
That, Socrates, will be inevitable.
And so we shall go to war, Glaucon. Shall we not ?
Most certainly, he replied. Then, without determining as yet whether war does good or harm, thus much we may affirm, that now we have discovered war to be derived from causes which are also the causes of almost all the evils in States, private as well as public.
Undoubtedly.
And our State must once more enlarge ; and this time the enlargement will be nothing short of a whole army, which will have to go out and fight with the invaders for all that we have, as well as for the things and persons whom we were describing above.
Why ? he said ; are they not capable of defending themselves ?
No, I said ; not if we were right in the principle which was acknowledged by all of us when we were framing the State. The principle, as you will remember, was that one man cannot practise many arts with success.
Very true, he said.
Certainly.
And an art requiring as much attention as shoemaking ?
Quite true.
And the shoemaker was not allowed by us to be a husbandman, or a weaver, or a builder — in order that we might have our shoes well made ; but to him and to every other worker was assigned one work for which he was by nature fitted, and at that he was to continue working all his life long and at no other ; he was not to let opportunities slip, and then he would become a good workman. Now nothing can be more important than that the work of a soldier should be well done. But is war an art so easily acquired that a man may be a warrior who is also a husbandman, or shoemaker, or other artisan ; although no one in the world would be a good dice or draught player who merely took up the game as a recreation, and had not from his earliest years devoted himself to this and nothing else ?
No tools will make a man a skilled workman or master of defence, nor be of any use to him who has not learned how to handle them, and has never bestowed any attention upon them. How, then, will he who takes up a shield or other implement of war become a good fighter all in a day, whether with heavyarmed or any other kind of troops ?
Yes, he said, the tools which would teach men their own use would be beyond price.
And the higher the duties of the guardian, I said, the more time and skill and art and application will be needed by him ?
No doubt, he replied.
Will he not also require natural aptitude for his calling ?
Certainly.
Then it will be our duty to select, if we can, natures which are fitted for the task of guarding the city ?
It will.
And the selection will be no easy matter, I said ; but we must be brave and do our best.
We must.
Is not the noble youth very like a well-bred dog in respect of guarding and watching ?
What do you mean ?
I mean that both of them ought to be quick to see, and swift to overtake the enemy when they see him ; and strong too if, when they have caught him, they have to fight with him.
All these qualities, he replied, will certainly be required by them.
Well, and your guardian must be brave if he is to fight well ?
Certainly.
And is he likely to be brave who has no spirit, whether horse or dog or any other animal ? Have you never observed how invincible and unconquerable is spirit and how the presence of it makes the soul of any creature to be absolutely fearless and indomitable ?
I have.
Then now we have a clear notion of the bodily qualities which are required in the guardian.
True.
And also of the mental ones ; his soul is to be full of spirit ?
Yes.
But are not these spirited natures apt to be savage with one another, and with everybody else ?
A difficulty by no means easy to overcome, he replied.
Whereas, I said, they ought to be dangerous to their enemies, and gentle to their friends ; if not, they will destroy themselves without waiting for their enemies to destroy them.
True, he said.
What is to be done, then ? I said ; how shall we find a gentle nature which has also a great spirit, for the one is the contradiction of the other ?
True.
He will not be a good guardian who is wanting in either of these two qualities ; and yet the combination of them appears to be impossible ; and hence we must infer that to be a good guardian is impossible.
I am afraid that what you say is true, he replied.
Here feeling perplexed I began to think over what had preceded. My friend, I said, no wonder that we are in a perplexity ; for we have lost sight of the image which we had before us.
What do you mean ? he said.
I mean to say that there do exist natures gifted with those opposite qualities.
And where do you find them ?
Many animals, I replied, furnish examples of them ; our friend the dog is a very good one : you know that well-bred dogs are perfectly gentle to their familiars and acquaintances, and the reverse to strangers.
Yes, I know.
Then there is nothing impossible or out of the order of nature in our finding a guardian who has a similar combination of qualities ?
Certainly not.
Would not he who is fitted to be a guardian, besides the spirited nature, need to have the qualities of a philosopher ?
I do not apprehend your meaning.
The trait of which I am speaking, I replied, may be also seen in the dog, and is remarkable in the animal.
What trait ?
Why, a dog, whenever he sees a stranger, is angry ; when an acquaintance, he welcomes him, although the one has never done him any harm, nor the other any good. Did this never strike you as curious ?
The matter never struck me before ; but I quite recognize the truth of your remark.
And surely this instinct of the dog is very charming ; your dog is a true philosopher.
Why ?
Why, because he distinguishes the face of a friend and of an enemy only by the criterion of knowing and not knowing. And must not an animal be a lover of learning who determines what he likes and dislikes by the test of knowledge and ignorance ?
Most assuredly.
And is not the love of learning the love of wisdom, which is philosophy ?
They are the same, he replied.
And may we not say confidently of man also, that he who is likely to be gentle to his friends and acquaintances, must by nature be a lover of wisdom and knowledge ?
That we may safely affirm.
Then he who is to be a really good and noble guardian of the State will require to unite in himself philosophy and spirit and swiftness and strength ?
Undoubtedly.
Then we have found the desired natures ; and now that we have found them, how are they to be reared and educated ? Is not this an inquiry which may be expected to throw light on the greater inquiry which is our final end — How do justice and injustice grow up in States ? for we do not want either to omit what is to the point or to draw out the argument to an inconvenient length.
Adeimantus thought that the inquiry would be of great service to us.
Then, I said, my dear friend, the task must not be given up, even if somewhat long.
Certainly not.
Come then, and let us pass a leisure hour in story-telling, and our story shall be the education of our heroes.
By all means.
And what shall be their education ? Can we find a better than the traditional sort ? — and this has two divisions, gymnastics for the body, and music for the soul.
True.
Shall we begin education with music, and go on to gymnastics afterward ?
By all means.
And when you speak of music, do you include literature or not ?
I do.
And literature may be either true or false ?
Yes.
And the young should be trained in both kinds, and we begin with the false ?
I do not understand your meaning, he said.
You know, I said, that we begin by telling children stories which, though not wholly destitute of truth, are in the main fictitious ; and these stories are told them when they are not of an age to learn gymnastics.
Very true.
That was my meaning when I said that we must teach music before gymnastics.
Quite right, he said.
You know also that the beginning is the most important part of any work, especially in the case of a young and tender thing ; for that is the time at which the character is being formed and the desired impression is more readily taken.
Quite true.
And shall we just carelessly allow children to hear any casual tales which may be devised by casual persons, and to receive into their minds ideas for the most part the very opposite of those which we should wish them to have when they are grown up ?
We cannot.
Then the first thing will be to establish a censorship of the writers of fiction, and let the censors receive any tale of fiction which is good, and reject the bad ; and we will desire mothers and nurses to tell their children the authorized ones only. Let them fashion the mind with such tales, even more fondly than they mould the body with their hands ; but most of those which are now in use must be discarded.
Of what tales are you speaking ? he said.
You may find a model of the lesser in the greater, I said ; for they are necessarily of the same type, and there is the same spirit in both of them.
Very likely, he replied ; but I do not as yet know what you would term the greater.
Those, I said, which are narrated by Homer and Hesiod, and the rest of the poets, who have ever been the great storytellers of mankind.
But which stories do you mean, he said ; and what fault do you find with them ?
A fault which is most serious, I said ; the fault of telling a lie, and, what is more, a bad lie.
But when is this fault committed ?
Whenever an erroneous representation is made of the nature of gods and heroes — as when a painter paints a portrait not having the shadow of a likeness to the original.
Yes, he said, that sort of thing is certainly very blamable ; but what are the stories which you mean ?
First of all, I said, there was that greatest of all lies in high places, which the poet told about Uranus, and which was a bad lie too — I mean what Hesiod says that Uranus did, and how Cronus retaliated on him. The doings of Cronus, and the sufferings which in turn his son inflicted upon him, even if they were true, ought certainly not to be lightly told to young and thoughtless persons ; if possible, they had better be buried in silence. But if there is an absolute necessity for their mention, a chosen few might hear them in a mystery, and they should sacrifice not a common (Eleusinian) pig, but some huge and unprocurable victim ; and then the number of the hearers will be very few indeed.
Why, yes, said he, those stories are extremely objectionable.
Yes, Adeimantus, they are stories not to be repeated in our State ; the young man should not be told that in committing the worst of crimes he is far from doing anything outrageous ; and that even if he chastises his father when he does wrong, in whatever manner, he will only be following the example of the first and greatest among the gods.
I entirely agree with you, he said ; in my opinion those stories are quite unfit to be repeated.
Neither, if we mean our future guardians to regard the habit of quarrelling among themselves as of all things the basest, should any word be said to them of the wars in heaven, and of the plots and fightings of the gods against one another, for they are not true. No, we shall never mention the battles of the giants, or let them be embroidered on garments ; and we shall be silent about the innumerable other quarrels of gods and heroes with their friends and relatives. If they would only believe us we would tell them that quarrelling is unholy, and that never up to this time has there been any quarrel between citizens ; this is what old men and old women should begin by telling children ; and when they grow up, the poets also should be told to compose them in a similar spirit. But the narrative of Hephaestus binding Here his mother, or how on another occasion Zeus sent him flying for taking her part when she was being beaten, and all the battles of the gods in Homer — these tales must not be admitted into our State, whether they are supposed to have an allegorical meaning or not. For a young person cannot judge what is allegorical and what is literal ; anything that he receives into his mind at that age is likely to become indelible and unalterable ; and therefore it is most important that the tales which the young first hear should be models of virtuous thoughts.
There you are right, he replied ; but if anyone asks where are such models to be found and of what tales are you speaking — how shall we answer him ?
I said to him, You and I, Adeimantus, at this moment are not poets, but founders of a State : now the founders of a State ought to know the general forms in which poets should cast their tales, and the limits which must be observed by them, but to make the tales is not their business.
Very true, he said ; but what are these forms of theology which you mean ?
Something of this kind, I replied : God is always to be represented as he truly is, whatever be the sort of poetry, epic, lyric, or tragic, in which the representation is given.
Right.
And is he not truly good ? and must he not be represented as such ?
Certainly.
And no good thing is hurtful ?
No, indeed.
And that which is not hurtful hurts not ?
Certainly not.
And that which hurts not does no evil ?
No.
And can that which does no evil be a cause of evil ?
Impossible.
And the good is advantageous ?
Yes.
And therefore the cause of well-being ?
Yes.
It follows, therefore, that the good is not the cause of all things, but of the good only ?
Assuredly.
Then God, if he be good, is not the author of all things, as the many assert, but he is the cause of a few things only, and not of most things that occur to men. For few are the goods of human life, and many are the evils, and the good is to be attributed to God alone ; of the evils the causes are to be sought elsewhere, and not in him.
That appears to me to be most true, he said.
Then we must not listen to Homer or to any other poet who is guilty of the folly of saying that two casks
“Lie at the threshold of Zeus, full of lots, one of good, the other of evil lots,”
and that he to whom Zeus gives a mixture of the two
“Sometimes meets with evil fortune, at other times with good ;”
but that he to whom is given the cup of unmingled ill,
“Him wild hunger drives o’er the beauteous earth.”
And again —
“Zeus, who is the dispenser of good and evil to us.”
And if anyone asserts that the violation of oaths and treaties, which was really the work of Pandarus, was brought about by Athene and Zeus, or that the strife and contention of the gods were instigated by Themis and Zeus, he shall not have our approval ; neither will we allow our young men to hear the words of Aeschylus, that
“God plants guilt among men when he desires utterly to destroy a house.”
And if a poet writes of the sufferings of Niobe — the subject of the tragedy in which these iambic verses occur — or of the house of Pelops, or of the Trojan War or on any similar theme, either we must not permit him to say that these are the works of God, or if they are of God, he must devise some explanation of them such as we are seeking : he must say that God did what was just and right, and they were the better for being punished ; but that those who are punished are miserable, and that God is the author of their misery — the poet is not to be permitted to say ; though he may say that the wicked are miserable because they require to be punished, and are benefited by receiving punishment from God ; but that God being good is the author of evil to anyone is to be strenuously denied, and not to be said or sung or heard in verse or prose by anyone whether old or young in any well-ordered commonwealth. Such a fiction is suicidal, ruinous, impious.
I agree with you, he replied, and am ready to give my assent to the law.
Let this then be one of our rules and principles concerning the gods, to which our poets and reciters will be expected to conform — that God is not the author of all things, but of good only.
That will do, he said.
And what do you think of a second principle ? Shall I ask you whether God is a magician, and of a nature to appear insidiously now in one shape, and now in another — sometimes himself changing and passing into many forms, sometimes deceiving us with the semblance of such transformations ; or is he one and the same immutably fixed in his own proper image ?
I cannot answer you, he said, without more thought.
Well, I said ; but if we suppose a change in anything, that change must be effected either by the thing itself or by some other thing ?
Most certainly.
And things which are at their best are also least liable to be altered or discomposed ; for example, when healthiest and strongest, the human frame is least liable to be affected by meats and drinks, and the plant which is in the fullest vigor also suffers least from winds or the heat of the sun or any similar causes.
Of course.
And will not the bravest and wisest soul be least confused or deranged by any external influence ?
True.
And the same principle, as I should suppose, applies to all composite things — furniture, houses, garments : when good and well made, they are least altered by time and circumstances.
Very true.
Then everything which is good, whether made by art or nature, or both, is least liable to suffer change from without ?
True.
But surely God and the things of God are in every way perfect ?
Of course they are.
Then he can hardly be compelled by external influence to take many shapes ?
He cannot.
But may he not change and transform himself ?
Clearly, he said, that must be the case if he is changed at all.
And will he then change himself for the better and fairer, or for the worse and more unsightly ?
If he change at all he can only change for the worse, for we cannot suppose him to be deficient either in virtue or beauty.
Very true, Adeimantus ; but then, would anyone, whether God or man, desire to make himself worse ?
Impossible.
Then it is impossible that God should ever be willing to change ; being, as is supposed, the fairest and best that is conceivable, every God remains absolutely and forever in his own form.
That necessarily follows, he said, in my judgment.
Then, I said, my dear friend, let none of the poets tell us that
“The gods, taking the disguise of strangers from other lands, walk up and down cities in all sorts of forms ;”
and let no one slander Proteus and Thetis, neither let anyone, either in tragedy or in any other kind of poetry, introduce Here disguised in the likeness of a priestess asking an alms
“For the life-giving daughters of Inachus the river of Argos ;”
— let us have no more lies of that sort. Neither must we have mothers under the influence of the poets scaring their children with a bad version of these myths — telling how certain gods, as they say, “Go about by night in the likeness of so many strangers and in divers forms ;” but let them take heed lest they make cowards of their children, and at the same time speak blasphemy against the gods.
Heaven forbid, he said.
But although the gods are themselves unchangeable, still by witchcraft and deception they may make us think that they appear in various forms ?
Perhaps, he replied.
Well, but can you imagine that God will be willing to lie, whether in word or deed, or to put forth a phantom of himself ?
I cannot say, he replied.
Do you not know, I said, that the true lie, if such an expression may be allowed, is hated of gods and men ?
What do you mean ? he said.
I mean that no one is willingly deceived in that which is the truest and highest part of himself, or about the truest and highest matters ; there, above all, he is most afraid of a lie having possession of him.
Still, he said, I do not comprehend you.
The reason is, I replied, that you attribute some profound meaning to my words ; but I am only saying that deception, or being deceived or uninformed about the highest realities in the highest part of themselves, which is the soul, and in that part of them to have and to hold the lie, is what mankind least like ; — that, I say, is what they utterly detest.
There is nothing more hateful to them.
And, as I was just now remarking, this ignorance in the soul of him who is deceived may be called the true lie ; for the lie in words is only a kind of imitation and shadowy image of a previous affection of the soul, not pure unadulterated falsehood. Am I not right ?
Perfectly right.
The true lie is hated not only by the gods, but also by men ?
Yes.
Whereas the lie in words is in certain cases useful and not hateful ; in dealing with enemies — that would be an instance ; or again, when those whom we call our friends in a fit of madness or illusion are going to do some harm, then it is useful and is a sort of medicine or preventive ; also in the tales of mythology, of which we were just now speaking — because we do not know the truth about ancient times, we make falsehood as much like truth as we can, and so turn it to account.
Very true, he said.
But can any of these reasons apply to God ? Can we suppose that he is ignorant of antiquity, and therefore has recourse to invention ?
That would be ridiculous, he said.
Then the lying poet has no place in our idea of God ?
I should say not.
Or perhaps he may tell a lie because he is afraid of enemies ?
That is inconceivable.
But he may have friends who are senseless or mad ?
But no mad or senseless person can be a friend of God.
Then no motive can be imagined why God should lie ?
None whatever.
Then the superhuman, and divine, is absolutely incapable of falsehood ?
Yes.
Then is God perfectly simple and true both in word and deed ; he changes not ; he deceives not, either by sign or word, by dream or waking vision.
Your thoughts, he said, are the reflection of my own.
You agree with me then, I said, that this is the second type or form in which we should write and speak about divine things. The gods are not magicians who transform themselves, neither do they deceive mankind in any way.
I grant that.
Then, although we are admirers of Homer, we do not admire the lying dream which Zeus sends to Agamemnon ; neither will we praise the verses of Aeschylus in which Thetis says that Apollo at her nuptials
“was celebrating in song her fair progeny whose days were to be long, and to know no sickness. And when he had spoken of my lot as in all things blessed of heaven, he raised a note of triumph and cheered my soul. And I thought that the word of Phoebus, being divine and full of prophecy, would not fail. And now he himself who uttered the strain, he who was present at the banquet, and who said this — he it is who has slain my son.”
These are the kind of sentiments about the gods which will arouse our anger ; and he who utters them shall be refused a chorus ; neither shall we allow teachers to make use of them in the instruction of the young, meaning, as we do, that our guardians, as far as men can be, should be true worshippers of the gods and like them.
I entirely agree, he said, in these principles, and promise to make them my laws.
Thomas Taylor
On hearing these things, as I always indeed was pleased with the disposition of Glauco and Adimantus, so at that time I was perfectly (368a) delighted, and replied: “It was not ill said concerning you, sons of that worthy man, by the lover of Glauco, who wrote the beginning of the Elegies, when, celebrating your behaviour at the battle of Megara, he sang,
Aristo’s sons! of an illustrious man,
The race divine.
“This, friend, seems to be well said; for you are truly affected in a divine manner, if you are not persuaded that injustice is better than justice, and yet are able to speak thus in its defence: (368b) and to me you seem, truly, not to be persuaded; and reason from the whole of your other behaviour, since, according to your present speeches at least, I should distrust you. But the more I can trust you, the more I am in doubt what argument I shall use. For I can neither think of any assistance I have to give (for I seem to be unable, and my mark is, that you do not accept of what I said to Thrasymachus when I imagined I showed that justice was better than injustice), nor yet can I think of giving no assistance; for I am afraid lest (368c) it be an unholy thing to desert justice when I am present, and see it accused, and not assist it whilst I breathe and am able to speak. It is best then to succour it in such a manner as I can.”
Hereupon Glauco and the rest entreated me, by all means, to assist, and not relinquish the discourse; but to search thoroughly what each of them is, and which way the truth lies, as to their respective advantage. I then said what appeared to me: That the inquiry we were attempting was not contemptible, but (368d) was that of one who was sharp-sighted, as I imagined. “Since then,” said I, “we are not very expert, it seems proper to make the inquiry concerning this matter, in such a manner as if it were ordered those who are not very sharp-sighted, to read small letters at a distance; and one should afterwards understand, that the same letters are greater somewhere else, and in a larger field: it would appear eligible, I imagine, first to read these, and thus come to consider the lesser, if they happen to be the same.” “Perfectly right,” said Adimantus. (368e) “But what of this kind, Socrates, do you perceive in the inquiry concerning justice?” “I shall tell you,” said I. “Do not we say there is justice in one man, and there is likewise justice in a whole state?” “It is certainly so,” replied he. “Is not a state a greater object than one man?” “Greater,” said he. “It is likely, then, that justice should be greater in what is greater, and be more easy to be understood: we shall first, then, if you incline, (369a) inquire what it is in states; and then, after the same manner, we shall consider it in each individual, contemplating the similitude of the greater in the idea of the lesser.” “You seem to me,” said he, “to say right.” “If then,” said I, “we contemplate, in our discourse, a state existing, shall we not perceive its justice and injustice existing?” “Perhaps,” said he. “And is there not ground to hope, if this exists, that we shall more easily find what we seek for?” (369b) “Most certainly.” “It seems, then, we ought to attempt to succeed, for I imagine this to be a work of no small importance. Consider then.” “We are considering,” said Adimantus, “and do you no otherwise.”
“A city, then,” said I, “as I imagine, takes its rise from this, that none of us happens to be self-sufficient, but are indigent of many things; or, do you imagine there is any other origin of building a city?” “None other,” said he. “Thus, then, (369c) one taking in one person for one indigence, and another for another; as they stand in need of many things, they assemble into one habitation many companions and assistants; and to this joint-habitation we give the name city, do we not?” “Certainly.” “And they mutually exchange with one another, each judging that, if he either gives or takes in exchange, it will be for his advantage.” “Certainly.” “Come, then,” said I, “let us, in our discourse, make a city from the beginning. And, it seems, our indigence has made it.” “Why not?” (369d) “But the first and the greatest of wants is the preparation of food, in order to subsist and live.” “By all means.” “The second is of lodging. The third of clothing; and such like.” “It is so.” “But, come,” said I, “how shall the city be able to make so great a provision? Shall not one be a husbandman, another a mason, some other a weaver? or, shall we add to them a shoemaker, or some other of those who minister to the necessaries of the body?” “Certainly.” “So that the most indigent city might consist of four or (369e) five men?” “It seems so.” “But, what now? Must each of those do his work for them all in common? As, the husbandman, being one, shall he prepare food for four; and consume quadruple time, and labour, in preparing food, and sharing it with others? or, neglecting them, shall he for himself alone make the fourth part (370a) of this food, in the fourth part of the time? and, of the other three parts of time, shall he employ one in the preparation of a house, the other in that of clothing, the other of shoes, and not give himself trouble in sharing with others, but do his own affairs by himself?”
Adimantus said:—“And probably, Socrates, this way (the former) is more easy than the other.” “No, certainly,” said I; “it would be absurd. For, whilst you are speaking, I consider that we are born not (370b) perfectly resembling one another, but differing in disposition; one being fitted for doing one thing, and another for doing another: does it not seem so to you?” “It does.” “But, what now? Whether will a man do better, if, being one, he works in many arts, or in one?” “When in one,” said he. “But this, I imagine, is also plain; that if one miss the season of any work, it is ruined.” “That is plain.” “For, I imagine, the work will not wait upon the leisure of the workman; but of necessity the workman must (370c) attend close upon the work, and not in the way of a by-job.” “Of necessity.” “And hence it appears, that more will be done, and better, and with greater ease, when every one does but one thing, according to their genius, and in proper season, and freed from other things.” “Most certainly,” said he. “But we need certainly, Adimantus, more citizens than four, for those provisions we mentioned: for the husbandman, it would seem, will not make a plough for himself, if it is to be handsome; (370d) nor yet a spade, nor other instruments of agriculture: as little will the mason; for he, likewise, needs many things: and in the same way, the weaver and the shoemaker also. Is it not so?” “True.” “Joiners, then, and smiths, and other such workmen, being admitted into our little city, make it throng.” “Certainly.” “But it would be no very great matter, neither, if we did not give them neatherds likewise, and shepherds, and those other herdsmen; (370e) in order that both the husbandmen may have oxen for ploughing, and that the masons, with the help of the husband men, may use the cattle for their carriages; and that the weavers likewise, and the shoemakers, may have hides and wool.” “Nor yet,” said he, “would it be a very small city, having all these.” “But,” said I, it is almost impossible to set down such a city in any such place as that it shall need no importations.” “It is impossible.” “It will then certainly want others still, who may import from another state what it needs.” “It will want them.” “And surely this service would be empty, if it carry out nothing which these want, (371a) from whom they import what they need themselves. It goes out empty in such a case, does it not?” “To me it seems so.” “But the city ought not only to make what is sufficient for itself; but such things, and so much also, as may answer for those things which they need.” “It ought.” “Our city, then, certainly wants a great many more husbandmen and other workmen?” “A great many more.” “And other servants betides, to import and export the several things; and these are merchants, are they not?” “Yes.” “We shall then want merchants likewise?” “Yes, indeed.” “And if the merchandise is by sea, (371b) it will want many others; such as are skilful in sea affairs.” “Many others, truly.” “But what as to the city within itself? How will they exchange with one another the things which they have each of them worked; and for the sake of which, making a community, they have built a city?” “It is plain,” said he, “in selling and buying.” “Hence we must have a forum, and money, as a symbol, for the sake of exchange.” (371c) “Certainly.”
“If now the husbandman, or any other workman, bring any of his work to the forum, but come not at the same time with those who want to make exchange with him, must he not, desisting from his work, sit idly in the forum?” “By no means,” said he. “But there are some who, observing this, set themselves to this service; and, in well-regulated cities, they are mostly such as are weakest in their body, and unfit to do any other work. There they are to attend about the forum, (371d) to give money in exchange for such things as any may want to sell; and things in exchange for money to such as want to buy.” “This indigence,” said I, “procures our city a race of shopkeepers; for, do not we call shopkeepers, those who, fixed in the forum, serve both in selling and buying? but such as travel to other cities we call merchants.” “Certainly.”
“There are still, as I imagine, certain other ministers, who, though unfit to serve the public in things which require understanding, (371e) have yet strength of body sufficient for labour, who selling the use of their strength, and calling the reward of it hire, are called, as I imagine, hirelings: are they not?” “Yes, indeed.” “Hirelings then are, it seems, the complement of the city?” “It seems so.” “Has our city now, Adimantus, already so increased upon us as to be complete?” “Perhaps.” “Where now, at all, should justice and injustice be in it; and, in which of the things that we have considered does it appear to exist?” (372a) “I do not know,” said he, “Socrates, if it be not in a certain use, somehow, of these things with one another.” “Perhaps,” said I, “you say right. But we must consider it, and not be weary. First, then, let us consider after what manner those who are thus procured shall be supported. Is it any other way than by making bread and wine, and clothes, and shoes, and building houses? In summer, indeed, they will work for the most part without clothes and shoes; and, in winter, they will be sufficiently furnished with clothes and shoes; (372b) they will be nourished, partly with barley, making meal of it, and partly with wheat, making loaves, boiling part and toasting part, putting fine loaves and cakes over a fire of stubble, or over dried leaves; and resting themselves on couches, strawed with smilax and myrtle leaves, they and their children will feast; drinking wine, and crowned, and singing to the Gods, they will pleasantly live together, begetting children, not beyond their substance, (372c) guarding against poverty or war.”
Glauco replying says, “You make the men to feast, as it appears, without meats.” “You say true,” said I; “for I forget that they shall have meats likewise. They shall have salt, and olives, and cheese; and they shall boil bulbous roots, and herbs of the field; and we set before them desserts of figs, and vetches, and beans; (372d) and they will toast at the fire myrtle berries, and the berries of the beech-tree; drinking in moderation, and thus passing their life in peace and health; and dying, as is likely, in old age, they will leave to their children another such life.” “If you had been making, Socrates,” said he, “a city of hogs, what else would you have fed them with but with these things?” “But how should we do, Glauco?” said I. “What is usually done,” said he. “They must, as I imagine, have their beds, and tables, and meats, and deserts, (372e) as we now have, if they are not to be miserable.” “Be it so,” said I; “I understand you.” “We consider, it seems, not only how a city may exist, but how a luxurious city: and perhaps it is not amiss; for, in considering such an one, we may probably see how justice and injustice have their origin in cities. But the true city seems to me to be such an one as we have described; like one who is healthy; but if you incline that we likewise consider a city that is corpulent, nothing hinders it. (373a) For these things will not, it seems, please some; nor this sort of life satisfy them; but there shall be beds, and tables, and all other furniture; seasonings, ointments, and perfumes; mistresses, and confections, and various kinds of all these. And we must no longer consider as alone necessary what we mentioned at the first; houses, and clothes, and shoes; but painting too, and all the curious arts must be set a-going, and carving, and gold, and ivory; and all these things must be procured, must they not?” (373b) “Yes,” said he. “Must not the city, then, be larger? For that healthy one is no longer sufficient, but is already full of luxury; and of a crowd of such as are no way necessary to cities; such as all kinds of sportsmen, and the imitative artists, many of them imitating in figures and colours, and others in music: poets too, and their ministers, rhapsodists, actors, dancers, undertakers, (373c) workmen of all forts of instruments; and what has reference to female ornaments, as well as other things. We shall need likewise many more servants. Do not you think they will require pedagogues, and nurses, and tutors, hair-dressers, barbers, victuallers too, and cooks? And further still, we shall want swine-herds likewise: of these there were none in the other city, (for there needed not) but in this we shall want these, and many other sorts of herds likewise, if any eat the several animals, (373d) shall we not?” “Why not?” “Shall we not then, in this manner of life, be much more in need of physicians than formerly?” “Much more.” “And the country, which was then sufficient to support the inhabitants, will, instead of being sufficient, become too little; or how shall we say?” “In this way,” said he. “Must we not then encroach upon the neighbouring country, if we want to have sufficient for plough and pasture, and they, in like manner, on us, if they likewise suffer themselves to accumulate wealth to infinity; (373e) going beyond the boundary of necessaries?” “There is great necessity for it, Socrates.” “Shall we afterwards fight, Glauco or how shall we do?” “We shall certainly,” said he. “But we say nothing,” said I, “whether war does any evil, or any good; but thus much only, that we have found the origin of war: from whence, most especially, arise the greatest mischiefs to states, both private and public.” “Yes, indeed.” “We shall need then, friend, still a larger city; (374a) not for a small, but for a large army, who, in going out, may fight with those who assault them, for their whole substance, and every thing we have now mentioned.” “What,” said he, “are not these sufficient to fight?” “No; if you, at least,” said I, “and all of us, have rightly agreed, when we formed our city: and we agreed, if you remember, that it was impossible for one to perform many arts handsomely.” “You say true,” said he. “What, then,” said I, (374b) “as to that contest of war; does it not appear to require art?” “Very much,” said he. “Ought we then to take more care of the art of shoe-making than of the art of making war?” “By no means.” “But we charged the shoe-maker neither to undertake at the same time to be a husbandman, nor a weaver, nor a mason, but a shoe-maker; that the work of that art may be done for us handsomely: and, in like manner, we allotted to every one of the rest one thing, to which the genius of each led him, and what each took care of, freed from other things, to do it well, applying to it the (374c) whole of his life, and not neglecting the seasons of working. And now, as to the affairs of war, whether is it of the greatest importance, that they be well performed? Or, is this so easy a thing, that one may be a husbandman, and likewise a soldier, and shoe-maker; or be employed in any other art? But not even at chess, or dice, can one ever play skilfully, unless he study this very thing from his childhood, and not make (374d) it a by-work. Or, shall one, taking a spear, or any other of the warlike arms and instruments, become instantly an expert combatant, in an encounter in arms, or in any other relating to war? And, shall the taking up of no other instrument make a workman, or a wrestler, nor be useful to him who has neither the knowledge of that particular thing, nor has bestowed the study sufficient for its attainment?” “Such instruments,” said he, “would truly be very valuable.”
“By how much then,” said I, “this work of guards is one of the greatest importance, (374e) by so much it should require the greatest leisure from other things, and likewise the greatest art and study.” “I imagine so,” replied he. “And shall it not likewise require a competent genius for this profession?” “Why not?” “It should surely be our business, as it seems, if we be able, to choose who and what kind of geniuses are competent for the guardianship of the city.” “Ours, indeed.” “We have truly,” said I, “undertaken no mean business; but, however, we are not to despair, (375a) so long at least as we have any ability.” “No indeed,” said he. “Do you think then,” said I, “that the genius of a generous whelp differs any thing for guardianship, from that of a generous youth?” “What is it you say?” “It is this. Must not each of them be acute in the perception, swift to pursue what they perceive, and strong likewise if there is need to conquer what they shall catch?” “There is need,” said he, “of all these.” “And surely he must be brave likewise, if he fight well.” “Why not?” “But will he be brave who is not spirited, whether it is a horse, a dog, or (375b) any other animal? Or, have you not observed, that the spirit is somewhat insurmountable and invincible; by the presence of which every soul is, in respect of all things whatever, unterrified and unconquerable?” “I have observed it.” “It is plain then what sort of a guard we ought to have, with reference to his body.” “Yes.” “And with reference to his soul, that he should be spirited.” “This likewise is plain.” “How then,” said I, “Glauco, will they not be savage towards one another and the other citizens, being of such a temper?” “No truly,” said he, “not easily.” “But yet (375c) it is necessary that towards their friends they be meek, and fierce towards their enemies; for otherwise they will not wait till others destroy them; but they will prevent them, doing it themselves.” “True,” said he. “What then,” said I, “shall we do? Where shall we find, at once, the mild and the magnanimous temper? For the mild disposition is somehow opposite to the spirited.” “It appears so.” “But, however, if he be deprived of either of these, he cannot be a good guardian; for it seems to he impossible; and thus (375d) it appears, that a good guardian is an impossible thing.” “It seems so,” said he.
After hesitating and considering what had passed: “Justly,” said I, “friend, are we in doubt; for we have departed from that image which we first established.” “How say you?” “Have we not observed, that there are truly such tempers as we were not imagining, who have these opposite things?” “Where then?” “One may see it in other animals, and not a little in that one with which we (375e) compared our guardian. For this, you know, is the natural temper of generous dogs, to be most mild towards their domestics and their acquaintance, but the reverse to those they know not.” “It is so.” “This then,” said I, “is possible; and it is not against nature that we require our guardian to be such an one.” “It seems not.” “Are you, further, of this opinion, that he who is to be our guardian should, besides being spirited, be a philosopher likewise?” “How?” said he; “for I do not understand you.” (376a) “This, likewise,” said I, “you will observe in the dogs; and it is worthy of admiration in the brute.” “As what?” “He is angry at whatever unknown person he sees, though he hath never suffered any ill from him before; but he is fond of whatever acquaintance he sees, though he has never at any time received any good from him. Have you not wondered at this?” “I never,” said he, “much attended to it before; but, that he does this, is plain.” “But, indeed, this (376b) affection of his nature seems to be an excellent disposition and truly philosophical.” “As how?” “As,” said I, “it distinguishes between a friendly and unfriendly aspect, by nothing else but this, that it knows the one, but is ignorant of the other. How, now, should not this be deemed the love of learning, which distinguishes what is friendly and what is foreign, by knowledge and ignorance?” “It can no way be shown why it should not.” “But, however,” said I, “to be a lover of learning, and a philosopher; are the same.” “The same,” said he. “May we not then boldly settle it, That in man too, if any one is to be (376c) of a mild disposition towards his domestics and acquaintance, he must be a philosopher and a lover of learning?” “Let us settle it,” said he. “He then who is to be a good and worthy guardian for us, of the city, shall be a philosopher, and spirited, and swift, and strong in his disposition.” “By all means,” said he. “Let then our guardian,” said I, “be such an one. But in what manner shall these be educated for us, and instructed? And will the consideration of this be of any assistance (376d) in perceiving that for the sake of which we consider every thing else? In what manner justice and injustice arise in the city, that we may not omit a necessary part of the discourse; nor consider what is superfluous?” The brother of Glauco said: “I, for my part, greatly expect that this inquiry will be of assistance to that.” “Truly,” said I, “friend Adimantus, it is not to be omitted, though it should happen to be somewhat tedious.” “No, truly.” “Come then, let us, as if we were talking in the way of fable, and (376e) at our leisure, educate these men in our reasoning.” “It must be done.”
“What then is the education? Or, is it difficult to find a better than that which was found long ago, which is, gymnastic for the body, and music for the mind?” “It is indeed.” “Shall we not then, first, begin with instructing them in music, rather than in gymnastic?” “Why not?” “When you say music, you mean discourses, do you not?” “I do: but of discourses there are two kinds; the one true, and the other false.” “There are.” “And they must be educated (377a) in them both, and first in the false.” “I do not understand,” said he, “what you mean.” “Do not you understand,” said I, “that we first of all tell children fables? And this part of music, somehow, to speak in the general, is false; yet there is truth in them; and we accustom children to fables before their gymnastic exercises.” “We do so.” “This then is what I meant, when I said that children were to begin music before gymnastic.” “Right,” said he. “And do you not know that the beginning of every work is of the greatest importance, especially to any one young and tender? (377b) for then truly, in the easiest manner, is formed and taken on the impression which one inclines to imprint on every individual.” “It is entirely so.” “Shall we then suffer the children to hear any kind of fables composed by any kind of persons; and to receive, for the most part, into their minds, opinions contrary to those we judge they ought to have when they are grown up?” “We shall by no means suffer it.” “First of all, then, we must preside (377c) over the fable-makers. And whatever beautiful fable they make must be chosen; and what are otherwise must be rejected; and we shall persuade the nurses and mothers to tell the children such fables as shall be chosen; and to fashion their minds by fables, much more than their bodies by their hands. But the most of what they tell them at present must be thrown out.” “As what?” said he. “In the greater ones,” said I, “we shall see the lesser likewise. For the fashion of them must be the same; and both the greater and the lesser (377d) must have the same kind of power. Do not you think so?” “I do,” said he: “but I do not at all understand which you call the greater one.” “Those,” said I, “which Hesiod and Homer tell us, and the other poets. For they composed false fables to mankind, and told them as they do still.” “Which,” said he, “do you mean, and what is it you blame in them?” “That,” said I, “which first of all and most especially ought to be blamed, when one does not falsify handsomely.” (377e) “What is that?” “When one, in his composition, gives ill representations of the nature of Gods and heroes: as a painter drawing a picture in no respect resembling what he wished to paint.” “It is right,” said he, “to blame such things as these. But how have they failed, say we, and as to what?” “First of all, with reference to that greatest lie, and matters of the greatest importance, he did not lie handsomely, who told how Heaven did what Hesiod says he did; and then again how Saturn punished him, (378a) and what Saturn did, and what he suffered from his son: For though these things were true, yet I should not imagine they ought to be so plainly told to the unwise and the young, but ought much rather to be concealed. But if there were a necessity to tell them, they should be heard in secrecy, by as few as possible; after they had sacrificed not a hog, but some great and wonderful sacrifice, that thus the fewest possible might chance to hear them.”
“These fables,” said he, “are indeed truly hurtful.” “And not to be mentioned, (378b) Adimantus,” said I, “in our city. Nor is it to be said in the hearing of a youth, that he who does the most extreme wickedness does nothing strange; nor he who in every shape punishes his unjust father, but that he does the same as the first and the greatest of the Gods.” “No truly,” said he, “these things do not seem to me proper to be said.” “Nor, universally,” said I, “must it be told how Gods war with Gods, and plot and fight against one another, (for such assertions are not true,)—(378c) if, at least, those who are to guard the city for us ought to account it the most shameful thing to hate one another on slight grounds. As little ought we to tell in fables, and embellish to them, the battles of the giants; and many other all various feuds, both of the Gods and heroes, with their own kindred and relations. But if we are at all to persuade them that at no time should one citizen hate another, and that it is unholy; (378d) such things as these are rather to be said to them immediately when they are children, by the old men and women, and by those well advanced in life; and the poets are to be obliged to compose agreeably to these things. But Juno fettered by her son, and Vulcan hurled from heaven by his father for going to assist his mother when beaten, and all those battles of the Gods which Homer has composed, must not be admitted into the city; whether they be composed in the way of allegory, or without allegory; for the young person is not able to judge what is allegory and what is not: but whatever opinions he receives at such an age are with difficulty (378e) washed away, and are generally immoveable. On these accounts, one would imagine, that, of all things, we should endeavour that what they are first to hear be composed in the most handsome manner for exciting them to virtue.” “There is reason for it,” said he. “But, if any one now should ask us concerning these, what they are, and what kind of fables they are, which should we name?” And I said: “Adimantus, you and I are not poets at present, (379a) but founders of a city; and it belongs to the founders to know the models according to which the poets are to compose their fables; contrary to which if they compose, they are not to be tolerated; but it belongs not to us to make fables for them.” “Right,” said he. “But, as to this very thing, the models concerning theology, which are they?” “Some such as these,” said I. “God is always to represented such as he is, whether one represent him in epic, in song, or in tragedy.” “This ought to be done.” “Is not God essentially good, (379b) and is he not to be described as such?” “Without doubt.” “But nothing which is good is hurtful is it?” “I does not appear to me that it is.” “Does, then, that which is not hurtful ever do hurt?” “By no means.” “Does that which does no hurt do any evil?” “Nor this neither.” “And what does no evil cannot be the cause of any evil.” “How can it?” “But what? Good is beneficial.” “Yes.” “It is, then, the cause of welfare?” “Yes.” “Good, therefore, is not the cause of all things, but the cause of those things which are in a right state; but is not the cause of those things which are in a wrong.” “Entirely so,” (379c) said he. “Neither, then, can God,” said I, “since he is good, be the cause of all things, as the many say, but he is the cause of a few things to men; but of many things he is not the cause; for our good things are much fewer than our evil: and no other than God is the cause of our good things; but of our evils we must not make God the cause, but seek for some other.” “You seem to me,” said he, “to speak most true.” “We must not, then,” said I, “either admit (379d) Homer or any other poet trespassing so foolishly with reference to the Gods, and saying, how
Two vessels on Jove’s threshold ever stand,
The source of evil one, and one of good.
The man whose lot Jove mingles out of both,
By good and ill alternately is rul’d.
But he whose portion is unmingled ill,
O’er sacred earth by famine dire is driv’n.9 (379e)
Nor that Jupiter is the dispenser of our good and evil. Nor, if any one say that the violation of oaths and treaties by Pandarus was effected by Minerva and Jupiter, shall we commend it. Nor that dissension among the Gods, (380a) and judgment by Themis and Jupiter. Nor yet must we suffer the youth to hear what Æschylus says; how,
Whenever God inclines to raze
A house, himself contrives a cause.
But, if any one make poetical compositions, in which are these iambics, the sufferings of Niobe, of the Pelopides, or the Trojans, or others of a like nature we must either not suffer them to say they are the works of God; or, if of God, we must find that reason for them which we now require, and we must say that God did (380b) what was just and good; and that they were benefited by being chastised: but we must not suffer a poet to say, that they are miserable who are punished; and that it is God who does these things. But if they say that the wicked, as being miserable, needed correction; and that, in being punished, they were profited by God, we may suffer the assertion. But, to say that God, who is good, is the cause of ill to any one, this we must by all means oppose, nor suffer any one to say so in his city; if he wishes to have it well regulated. Nor must we permit any one, (380c) either young or old, to hear such things told in fable, either in verse or prose; as they are neither agreeable to sanctity to be told, nor profitable to us, nor consistent with themselves.”
“I vote along with you,” said he, “in this law, and it pleases me.” “This, then,” said I, “may be one of the laws and models with reference to the Gods: by which it shall be necessary that those who speak, and who compose, shall compose and say that God is not the cause of all things, but of good.” “Yes, indeed,” said he, “it is necessary.” (380d) “But what as to this second law? Think you that God is a buffoon, and insidiously appears, at different times, in different shapes; sometimes like himself; and, at other times, changing his appearance into many shapes; sometimes deceiving us, and making us conceive false opinions of him? Or, do you conceive him to be simple, and departing the least of all things from his proper form?” “I cannot, at present, at least,” replied he, “say so.” “But what as to this? If any thing be changed from its proper form, is there not a necessity that it be changed by itself, (380e) or by another?” “Undoubtedly.” “Are not those things which are in the best state, least of all changed and moved by any other thing? as the body, by meats and drinks, and labours: and every vegetable by tempests and winds, and such like accidents. Is not the most sound and vigorous least of all changed?” (381a) “Why not?” “And as to the soul itself, will not any perturbation from without, least of all disorder and change the most brave and wise?” “Yes.” “And surely, somehow, all vessels which are made, and buildings, and vestments, according to the same reasoning, such as are properly worked, and in a right state, are least changed by time, or other accidents?” “They are so, indeed.” “Every thing then which is in a good state, either by nature, (381b) or art, or both, receives the smallest change from any thing else.” “It seems so.” “But God, and every thing belonging to divinity, are in the best state.” “Why not?” “In this way, then, God should least of all have many shapes.” “Least of all, truly.” “But should he change and alter himself?” “It is plain,” said he, “if he be changed at all.” “Whether then will he change himself to the better, and to the more handsome, or to the worse, and the more deformed?” (381c) “Of necessity,” replied he, “to the worse, if he be changed at all; for we shall never at any time say, that God is any way deficient with respect to beauty or excellence.” “You say most right,” said I. “And this being so; do you imagine, Adimantus, that any one, either of Gods or men, would willingly make himself any way worse?” “It is impossible,” said he. “It is impossible, then,” said I, “for a God to desire to change himself; but each of them, being most beautiful and excellent, continues always, to the utmost of his power, invariably in his own form.” “This appears to me, at least,” said he, “wholly necessary.” “Let not, then,” (381d) said I, “most excellent Adimantus, any of the poets tell us, how the Gods,
. . . . . at times resembling foreign guests,
Wander o’er cities in all-various forms.10
Nor let any one belie Proteus and Thetis. Nor bring in Juno, in tragedies or other poems, as having transformed herself like a priestess, and collecting for the life-sustaining sons of Inachus the Argive River. (381e) Nor let them tell us many other such lies. Nor let the mothers, persuaded by them, affright their children, telling the stories wrong; as, that certain Gods wander by night,
resembling various guests, in various forms,
that they may not, at one and the same time, blaspheme against the Gods, and render their children more dastardly.” “By no means,” said he. “But are the Gods,” said I, “such as, though in themselves they never change, yet make us imagine they appear in various forms, deceiving us, and playing the mountebanks?” “Perhaps,” said he. “But what,” (382a) said I, “can a God cheat; holding forth a phantasm, either in word or deed?” “I do not know,” said he. “Do not you know,” said I, “that what is truly a cheat, if we may be allowed to say so, both all the Gods and men abhor?” “How do you say?” replied he. “Thus,” said I: “That to offer a cheat to the most principal part of themselves, and that about their most principal interests, is what none willingly incline to do; but, of all things, every one is most afraid of possessing a cheat there.” “Neither as yet,” said he, “do I understand you.” “Because,” said I, “you think I am saying something venerable: (382b) but I am saying, that to cheat the soul concerning realities, and to be so cheated, and to be ignorant, and there to have obtained and to keep a cheat, is what every one would least of all choose; and a cheat in the soul is what they most especially hate.” “Most especially,” said he. “But this, as I was now saying, might most justly be called a true cheat,—ignorance in the soul of the cheated person: since a cheat in words is but a kind of imitation of what the soul feels; (382c) and an image afterwards arising, and not altogether a pure cheat. Is it not so?” “Entirely.” “But this real lie is not only hated of the Gods, but of men likewise.” “So it appears.” “But what now? With respect to the cheat in words, when has it something of utility, so as not to deserve hatred? Is it not when employed towards our enemies; and some even of those called our friends; when in madness, or other distemper, they attempt to do some mischief? In that case, for a dissuasive, as a drug, it is useful. (382d) And in those fables we were now mentioning, as we know not how the truth stands concerning ancient things, making a lie resembling the truth, we render it useful as much as possible.” “It is,” said he, perfectly so.” “In which then of these cases is a lie useful to God? Whether does he make a lie resembling the truth, as being ignorant of ancient things?” “That would be ridiculous,” said he. “God is not then a lying poet.” “I do not think it.” (382e) “But should he make a lie through fear of his enemies?” “Far from it.” “But on account of the folly or madness of his kindred?” “But,” said he, “none of the foolish and mad are the friends of God.” “There is then no occasion at all for God to make a lie.” “There is none.” “The divine and godlike nature is then, in all respects, without a lie?” “Altogether,” said he. “God then is simple and true, both in word and deed; neither is he changed himself, nor does he deceive others; neither by visions, nor by discourse, nor by the pomp of signs; (383a) neither when we are awake, nor when we sleep.” “So it appears,” said he, “to me, at least whilst you are speaking.” “You agree then,” said I, “that this shall be the second model, by which we are to speak and to compose concerning the Gods: that they are neither mountebanks, to change themselves; nor to mislead us by lies, either in word or deed?” “I agree.” “Whilst then we commend many other things in Homer, this we shall not commend, the dream sent by Jupiter to Agamemnon; neither shall we commend Æschylus, when he makes Thetis say that (383b) Apollo had sung at her marriage, that
A comely offspring she should raise,
From sickness free, of lengthen’d days:
Apollo, singing all my fate,
And praising high my Godlike state,
Rejoic’d my heart and ’twas my hope,
That all was true Apollo spoke:
But he, who, at my marriage feast,
Extoll’d me thus, and was my guest;
He who did thus my fate explain,
Is he who now my son hath slain. (383c)
When any one says such things as these of the Gods, we shall show displeasure, and not afford the chorus: nor shall we suffer teachers to make use of such things in the education of the youth; if our guardians are to be pious, and divine men, as far as it is possible for man to be.” “I agree with you,” said he, “perfectly, as to these models; and we may use them as laws.”