República VII 521b-531c — Cultura científica dos filósofos-magistrados

Azcárate

—¿Quieres ahora que examinemos juntos de qué manera formaremos los hombres de este carácter, y cómo los haremos pasar de las tinieblas a la luz, como se dice de algunos que pasaron del Hades a la estancia de los dioses?

—¿Cómo no había de querer? —dijo.

—No se trata aquí de un lance de tejo como en el juego(3), sino de imprimir al alma un movimiento que la eleve de la luz tenebrosa que la rodea hasta la verdadera luz del ser por el camino que por esto mismo llamaremos verdadera filosofía.

—Muy bien.

—Conviene ahora ver cuál es, entre las ciencias, la propia para producir este efecto.

—¿Cómo no?

—Y bien, mi querido Glaucón, ¿cuál es la ciencia que eleva el alma desde lo que nace hasta lo que es? Al mismo tiempo, fijo mi reflexión en otra cosa. ¿No hemos dicho que era preciso que nuestros filósofos se ejercitasen durante su juventud en el ejercicio de las armas?

—Sí que lo dijimos.

—Por lo tanto, es preciso que la ciencia que busquemos, además de esta primera ventaja, tenga otra.

—¿Cuál?

—La de no ser inútil a los guerreros.

—Sin duda así debe ser, si es posible —dijo.

—Ahora bien, ¿no hemos comprendido ya en nuestro plan de educación la música y la gimnasia(4)?

—Eso es —dijo.

—Pero la gimnasia tiene por objeto, si recuerdas, lo que está expuesto a la generación y a la corrupción, toda vez que su destino es examinar lo que puede aumentar o disminuir las fuerzas del cuerpo.

—Eso parece.

—Luego no es ésta la ciencia que buscamos.

—No, no lo es.

—¿Será la música tal como queda explicada más arriba?

—Pero recordarás —dijo— que la música corresponde a la gimnasia, aunque en un género opuesto. Su fin, decíamos, es el de arreglar las costumbres de los guerreros, comunicando a su alma, no una ciencia, sino un cierto acuerdo mediante el sentimiento de la armonía, y una cierta regularidad de movimientos mediante la influencia del ritmo y de la medida. La música emplea con un propósito semejante los discursos, sean verdaderos o fabulosos —siguió—, pero no he visto que comprenda ninguna de las ciencias que buscas, o sea las propias para elevar el alma hasta lo que tú investigas ahora.

—Me recuerdas exactamente lo que ya hemos dicho —dije yo—; en efecto, no hemos creído que la música comprenda nada semejante a lo que buscamos. Pero mi querido Glaucón, ¿dónde encontraremos esa enseñanza? No es ninguna de las artes mecánicas, porque nos han parecido demasiado innobles para el caso.

—¿Cómo no? Sin embargo, si descartamos la música, la gimnasia y las artes, ¿qué más enseñanzas nos quedan?

—Si no encontramos nada más fuera de ésas, acudamos a una que se aplique a todas ellas.

—¿Cuál?

—La que es tan común, por ejemplo, que todas las artes y razonamientos se sirven de ella, y que es imprescindible aprender entre las primeras.

—¿Qué es ello? —preguntó.

—Conocer lo que es uno, dos, tres; esa ciencia tan vulgar. Yo lo llamo, en general, números y cálculo: ¿no es cierto que toda ciencia y arte deben participar de ella?

—Muy cierto —dijo.

—¿No lo hace también el arte militar? —pregunté. —Le es absolutamente necesaria —dijo.

—En verdad —dije— Palamedes(5), en las tragedias, nos representa siempre a Agamenón como un raro general. ¿No has observado que se alaba, por haber inventado los números, de haber formado el plan de campaña delante de Ilión, y de haber hecho la enumeración de las naves y de todo lo demás, como si antes de él hubiera sido imposible practicar todo esto, y como si, al mismo tiempo, Agamenón no supiese cuántos pies tenía, puesto que, si hemos de creerle, no sabía ni aun contar? ¿Qué idea crees que debería formarse de un general semejante?

—Si es cierto eso, resultaría ciertamente extravagante —dijo.

—¿Pondremos, pues, como otra enseñanza necesaria a un guerrero la de los números y del cálculo?

—Le es indispensable, más que ninguna otra —dije—, a aquel que quiera entender algo sobre el modo de ordenar un ejército; o, más bien, al que quiera ser hombre.

—¿Tienes la misma idea que yo con relación a esta enseñanza? —dije.

—¿Qué idea?

—Parece tener por naturaleza la ventaja que buscamos: la de llevar a la comprensión; pero nadie sabe servirse de ella como es debido, pese a que es la más apta para atraer hacia la esencia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Trataré de explicarte lo que pienso —dije—. A medida que vaya yo distinguiendo las cosas que creo propias para conducir a donde decimos de las que no lo son, considera tú sucesivamente el mismo objeto que yo; después concede o niega según lo tengas por conveniente, y por este medio veremos mejor si la cosa es tal como yo me imagino.

—Ve mostrándolo —dijo.

—Mira, pues —dije—, si quieres, lo que te muestro: que, entre las cosas sensibles, unas no invitan en manera alguna al entendimiento a fijar en ellas su atención, porque los sentidos son los jueces competentes en este caso; y otras obligan al entendimiento a reflexionar, porque los sentidos no podrían pronunciar un juicio sano sobre ellas.

—Hablas, sin duda, de los objetos lejanos y de las pinturas sombreadas —dijo.

—No has comprendido bien lo que quiero decir —contesté.

—Pues ¿qué quieres decir? —preguntó.

—Entiendo por objetos que no invitan al alma a la reflexión —dije— aquellos que no excitan al mismo tiempo dos sensaciones contrarias; y por objetos que invitan al alma a reflexionar entiendo aquellos que dan origen a dos sensaciones contrarias, puesto que los sentidos no se dan cuenta de que sea tal cosa o tal otra opuesta, ya hiera el objeto los sentidos de cerca o de lejos. Para hacerte comprender mejor mi pensamiento, he aquí lo que llamaríamos tres dedos: el pequeño, el siguiente y el del medio.

—Muy bien —dijo.

—Ten entendido que los supongo vistos de cerca; y ahora haz conmigo esta observación.

—¿Cuál?

—Cada uno de ellos nos parece igualmente un dedo; poco importa en este concepto que se le vea en medio o al extremo, blanco o negro, gordo o delgado, y así de lo demás. Nada de esto obliga al alma de la mayoría a preguntar al entendimiento qué es un dedo; porque jamás la vista ha atestiguado que un dedo fuese, al mismo tiempo, lo contrario de un dedo.

—No, sin duda —dijo.

—Es natural, pues —dije—, que en este caso nada excite ni despierte al entendimiento.

—Es natural.

—Pero ¿la vista juzga como es debido de la magnitud o de la pequeñez de estos dedos? Para juzgar bien, ¿es indiferente que el uno de ellos esté en medio o a los extremos? Lo mismo digo de lo grueso y de lo delgado, de la blandura y de la dureza por lo que respecta al tacto. En general, la relación de los sentidos sobre todos estos puntos, ¿no es muy defectuosa? ¿Lo que pasa con cada uno de ellos no es lo siguiente: que el sentido destinado a juzgar lo que es duro no puede hacerlo sino después de haber juzgado lo que es blando, y dice al alma que el cuerpo que la afecta es al mismo tiempo duro y blando?

—Así es —dijo.

—¿No es inevitable entonces —dije— que el alma se encuentre embarazada al preguntarse qué entiende esta sensación por duro, ya que también lo llama blando? La sensación de pesantez y de ligereza, ¿no produce en el alma igual incertidumbre acerca de la naturaleza de la pesantez y de la ligereza, cuando la misma sensación le dice que el mismo cuerpo es pesado y ligero?

—Semejantes testimonios deben parecer bien extraños al alma, en efecto —dijo—, y exigen de su parte un serio examen.

—Es, pues, natural que el alma —dije—, llamando entonces en su auxilio al entendimiento y al cálculo, trate de examinar si cada uno de estos testimonios recae sobre una sola cosa o sobre dos.

—¿Cómo no?

—Mas si resulta que son dos cosas, ¿no le parecerá cada una de ellas distinta de la otra?

—Sí.

—Ahora bien, si cada una de ellas es una, y ambas juntas son dos, las concebirá ambas como separadas; porque, si las concibiese como no separadas, no sería ya la concepción de dos cosas, sino la de una sola.

—Muy bien.

—La vista, decíamos, percibe, pues, la magnitud y la pequeñez, no como dos cosas separadas, sino como cosas confundidas, ¿no es cierto?

—Sí.

—Y para distinguir esta sensación confusa, el entendimiento, haciendo lo contrario de lo que hace la vista, se ve precisado a considerar la magnitud y la pequeñez, no confundidas, sino como distintas la una de la otra.

—Es cierto.

—Y así ves aquí la causa de que nos preguntemos a nosotros mismos qué es magnitud y qué es pequeñez.

—Totalmente de acuerdo.

—Por esto también hemos podido distinguir una cosa como visible y otra como inteligible.

—Muy bien —dijo.

—Pues aquí tienes lo que yo quería hacerte comprender cuando decía que, entre los objetos sensibles, hay unos que incitan a la reflexión, que son los que producen, a la vez, dos sensaciones contrarias; y otros que no incitan a reflexionar porque sólo producen una sensación.

—Comprendo ahora, y pienso como tú —dijo.

—Y ¿en cuál de estas dos clases colocas el número y la unidad?

—No tengo idea —dijo.

—Juzga —dije— por lo que acabamos de decir. Si obtenemos un conocimiento suficiente de la unidad en sí por la vista o por cualquier otro sentido, este conocimiento no podrá dirigirnos hacia la contemplación de la esencia, como dijimos antes del dedo. Pero si la vista nos ofrece siempre en la unidad alguna contradicción, de suerte que no parezca más una unidad que lo opuesto a la unidad, en este caso hay necesidad de un juez que decida; el alma embarazada despierta al entendimiento y se ve precisada a hacer indagaciones y a preguntarse a sí misma lo que es la unidad en sí. El conocimiento de la unidad, en este caso, es una de las cosas que elevan al alma y la vuelven hacia la contemplación del ser.

—Pero la vista de la unidad —dijo— produce en nosotros el efecto de que hablas; porque vemos la misma cosa a la par una y múltiple hasta el infinito.

—Pero lo que sucede con la unidad —dije yo—, ¿no sucede igualmente con todo número, cualquiera que él sea?

—¿Cómo no?

—Pero la aritmética y la ciencia del cálculo tienen por objeto el número.

—En efecto.

—Por consiguiente, una y otra son aptas para conducir al conocimiento de la verdad.

—Perfectamente aptas.

—He aquí ya, pues, dos de las enseñanzas que buscamos. En efecto, ellas son necesarias al guerrero para disponer bien un ejército, y al filósofo para salir de lo que nace y muere, y elevarse hasta la esencia misma de las cosas, porque sin esto no será nunca un verdadero calculador.

—Así es —dijo.

—Pero ocurre que nuestro guardián es, a la vez, guerrero y filósofo.

—¿Cómo no?

—Demos, por lo tanto, Glaucón, una ley a los que hemos destinado en nuestro plan a desempeñar los primeros puestos, para que se consagren a la ciencia del cálculo, para que la estudien, no superficialmente, sino hasta que, por medio de la pura inteligencia, hayan llegado a conocer la esencia de los números, no para servirse de esta ciencia en las compras y ventas, como hacen los mercaderes y negociantes, sino para aplicarla a las necesidades de la guerra y facilitar al alma el camino que debe conducirla desde la generación a la contemplación de la verdad y de la esencia.

—Muy bien dicho —contestó.

—Ahora advierto —dije— cuán sutil es esta ciencia del cálculo y cuán útil al objeto que nos proponemos, cuando se la estudia en sí misma y no para hacer un negocio.

—¿Por qué? —preguntó.

—Por la virtud que tiene de elevar el alma, como acabamos de decir, obligándola a razonar sobre los números, tales como son en sí mismos, sin consentir jamás que sus cálculos recaigan sobre números visibles y palpables. Sabes, sin duda, lo que hacen los que están versados en esta ciencia. Si intentas dividir en su presencia la unidad propiamente dicha, se burlan de ti y no te escuchan; y si la divides, ellos la multiplican otras tantas veces, temiendo que la unidad no parezca como ella es, es decir, una, sino un conjunto de partes.

—Gran verdad es la que dices —asintió.

—Si se les pregunta: «Varones admirables, ¿de qué número habláis?, ¿dónde están esas unidades tales como suponéis, perfectamente iguales entre sí sin que haya la menor diferencia, y que no se componen de partes, mi querido Glaucón?», ¿qué crees que responderán?

—Creo que responderían que ellos hablan de cosas que no se pueden comprender de otra manera que por el pensamiento.

—Ya ves, mi querido amigo —dije yo—, que no podemos absolutamente pasar sin esta ciencia, puesto que es evidente que obliga al alma a servirse del entendimiento para conocer la verdad en sí.

—Así lo hace, efectivamente —dijo.

—¿No has observado también que los que han nacido para calculistas tienen mucha facilidad para aprender casi todas las ciencias, y que hasta los espíritus tardos, cuando se han ejercitado con constancia en el cálculo, alcanzan, por lo menos, la ventaja de adquirir mayor facilidad y penetración para aprender?

—Así es —dijo.

—Por lo demás, no te sería fácil encontrar muchas ciencias más penosas de aprender y de practicar que ésta.

—No, en efecto.

—Por todas estas razones no debemos despreciarla y sí dedicar a ella a los que nazcan con un excelente natural.

—Consiento en ello —dijo.

—Por consiguiente, la adoptamos —dije—. Veamos si esta otra ciencia, que se relaciona con aquélla, nos conviene o no.

—¿Cuál es? ¿Será la geometría? —preguntó.

—La misma —dije yo.

—Es evidente que nos conviene, por lo menos en cuanto tiene relación con las operaciones de guerra; porque, en condiciones iguales, un geómetra podrá mejor que ningún otro acampar, tomar plazas fuertes, concentrar o desplegar un ejército, y hacer que ejecute todas las evoluciones que están en uso en una acción o en una marcha.

—A decir verdad —observé—, no se necesita mucha geometría ni mucho cálculo para todo esto. Pero es preciso ver si la parte más elevada de esta ciencia tiende a hacer más fácil para el espíritu la contemplación de la idea del bien, porque éste es, según dijimos, el resultado de las ciencias que obligan al alma a volverse hacia el lugar donde se encuentra este ser, que es el más dichoso de los seres, y que el alma debe esforzarse en contemplar en todos conceptos.

—Tienes razón —asintió.

—Luego si la geometría mueve al alma a contemplar la esencia de las cosas, nos conviene; si se detiene en la generación, no nos conviene.

—Así hemos quedado.

—Pues bien, ninguno de los que tienen la más pequeña experiencia de geometría nos negará que el objeto de esta ciencia es directamente contrario al lenguaje que usan los que la tratan —dije yo.

—¿Cómo? —dijo.

—En efecto, su lenguaje es ridículo y forzado. Hablan pomposamente de cuadrar, aplicar(6), añadir, y así de lo demás, como si ellos obrasen realmente, y como si todas sus demostraciones tendiesen a la práctica, siendo así que esta ciencia, toda ella, no tiene otro objeto que el conocimiento.

—Desde luego —dijo.

—Has de convenir también en otra cosa.

—¿En qué?

—En que tiene por objeto el conocimiento de lo que existe siempre, y no de lo que nace y perece en algún momento.

—No tengo dificultad en convenir en ello —dijo—, porque la geometría tiene por objeto el conocimiento de lo que existe siempre.

—Por consiguiente, noble amigo, la geometría atrae al alma hacia la verdad, forma en ella el espíritu filosófico, obligándola a dirigir a lo alto sus miradas, en lugar de abatirlas, como suele hacerse, sobre las cosas de este mundo.

—Sí, y en gran manera —dijo.

—Por tanto, ordenaremos también en gran manera a los ciudadanos de tu Calípolis(7) que no desprecién el estudio de la geometría, tanto más cuanto que, además de esta ventaja principal, tiene otras que no son despreciables.

—¿Cuáles son? —preguntó.

—No sólo, por lo pronto, las relativas a la guerra, de que hablaste antes —dije yo—. Además, da al espíritu facilidad para aprender las otras ciencias, y así vemos que hay desde este punto de vista una completa diferencia entre el que está versado en la geometría y el que no lo está.

—La diferencia es absoluta, por Zeus —dijo.

—Por lo tanto, ¿la estableceremos como segunda enseñanza para nuestros jóvenes alumnos?

—Establezcámosla.

—Y la astronomía será la tercera. ¿O no te parece bien?

—Soy de tu opinión —dijo—, tanto más cuanto que no es menos necesario al guerrero que al labrador y al piloto tener un exacto conocimiento de las estaciones, de los meses y de los años.

—Verdaderamente, me haces gracia —dije—. Parece como que temes que el vulgo te eche en cara que incluyas ciencias inútiles en tu plan de educación. Las ciencias de que hablamos tienen una ventaja inmensa, pero que pocos sabrán apreciar; y consiste en que purifican y reaniman un órgano del alma extinguido y embotado por las demás ocupaciones de la vida; órgano cuya conservación nos importa mil veces más que los ojos del cuerpo, puesto que sólo por él se percibe la verdad. Cuando digas esto, los que piensan como nosotros en esta materia te aplaudirán; pero no te atengas al voto de los que jamás se han empleado en reflexiones de esta clase, y que no ven en estas ciencias otra utilidad que aquella de que tú hablaste. Mira ahora para quién hablas, a no ser que tú no razones, ni en consideración a los unos, ni en consideración a los otros, sino para ti mismo, sin que por eso lleves a mal la utilidad que los demás puedan sacar de tus palabras.

—Es cierto que prefiero esto último: interrogar y responder sobre todo para mi propio provecho.

—Si es así, volvamos atrás —dije yo—, porque nos hemos equivocado al tomar la ciencia que sigue inmediatamente a la geometría.

—Pues ¿cómo lo hemos hecho?

—De las superficies hemos pasado a los sólidos en movimiento —dije yo—, antes de ocuparnos de los sólidos en sí mismos. El orden exigía que, después del segundo desarrollo, hubiéramos tomado el tercero, es decir, el cubo y todo lo que tiene profundidad(8).

—Eso es cierto —dijo—. Pero me parece, Sócrates, que en este campo aún no se ha hecho ningún descubrimiento.

—Eso procede de dos causas —dije yo—. La primera es que ningún Estado hace aprecio de estos descubrimientos y que se trabaja en ellos débilmente, porque son penosos. La segunda, es porque los que se dedican a ella tendrían necesidad de un guía, sin el cual sus indagaciones serán inútiles. Encontrar uno bueno es difícil, y aun cuando se encontrase, en el estado actual de cosas, los que se ocupan de estas indagaciones tienen demasiada presunción para querer obedecerle. Pero si un Estado presidiese a estos trabajos y les diera estimación, los individuos se prestarían a sus miras, y mediante trabajos concertados y sostenidos no se tardaría en descubrir la verdad; puesto que hoy mismo, a pesar del desprecio que se hace de estas cuestiones por no comprender su utilidad, ni siquiera los pocos que a ellas se consagran, sólo por la fuerza del encanto que producen, triunfan de todos los obstáculos y hacen cada día nuevos progresos. No sería, pues, extraño que salieran algún día a la luz.

—Convengo —dijo— en que es un estudio sumamente atractivo. Pero explícame, te lo suplico, lo que decías antes. Pusiste en primer término la geometría o estudio de las superficies.

—Sí —dije yo.

—Inmediatamente después —dijo—, la astronomía; y luego te volviste atrás.

—Es porque, queriendo apresurarme demasiado, voy más despacio —dije—. Después de la geometría debí hablar del desarrollo en profundidad; pero viendo que en esta materia no se han hecho sino descubrimientos ridículos, la he dejado aparte, para pasar a la astronomía, es decir, al movimiento en profundidad.

—Muy bien —asintió.

—Pongamos la astronomía en cuarto lugar, entonces —dije—, suponiendo que la disciplina aquí omitida será accesible desde el momento en que un Estado se ocupe de ella.

—Es, en efecto, muy probable —dijo él—. Pero como me has echado en cara, Sócrates, el haber hecho un elogio indebido de la astronomía, voy a alabarla de una manera conforme con tus ideas. Es evidente, a mi parecer, para todo el mundo, que la astronomía obliga al alma a mirar a lo alto, y a pasar de las cosas de aquí a la contemplación de las de allá.

—Eso quizá es evidente para cualquier otro que no sea yo, porque no pienso lo mismo —dije.

—Pues ¿cuál es tu opinión? —preguntó.

—Creo que, de la manera que la estudian los que la erigen en filosofía, hace mirar, no hacia arriba, sino hacia abajo.

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió.

—Me parece que te formas una idea no precisamente mezquina de lo que yo llamo conocimiento de las cosas de lo alto. ¿Crees que si uno distinguiese algo al considerar de abajo arriba los adornos de un techo, miraría con la inteligencia y no con los ojos? Quizá tengas razón y yo me engaño groseramente. Pero yo no puedo reconocer otra ciencia que haga al alma mirar a lo alto que la que tiene por objeto lo que es y lo que no se ve. Mientras que, ya sea a lo alto con la boca abierta, ya bajando la cabeza y teniendo medio cerrados los ojos, si alguno intenta conocer algo sensible, niego que llegue a conocer nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia, y sostengo que su alma no mira a lo alto, sino hacia abajo, aunque esté nadando boca arriba sobre la tierra o sobre el mar.

—Tienes razón en reprenderme, porque bien lo merezco —dijo—. Pero dime: ¿qué es lo que encuentras de reprensible en la manera con que se enseña hoy la astronomía, y qué variación convendría hacer que fuera útil a nuestro designio?

—La siguiente —dije yo—. Que se admire la belleza y el orden de los astros que adornan el cielo, nada más justo; pero como, después de todo, no dejan de ser objetos sensibles, quiero que se ponga su belleza muy por bajo de la belleza verdadera, de la que producen la velocidad y la lentitud reales en sí en sus relaciones mutuas y en los movimientos que comunican a los astros, según el verdadero número y todas las verdaderas figuras. Estas cosas escapan a la vista, y no pueden comprenderse sino por la razón y por el pensamiento: ¿crees tú lo contrario?

—De ninguna manera —dijo.

—Quiero, pues, que el cielo recamado —dije— no sea más que una imagen que nos sirva para nuestra instrucción como servirían a un geómetra las figuras ejecutadas por Dédalo o por cualquier otro escultor o pintor. Considerándolas, en efecto, como obras maestras de arte, un geómetra tendría por ridículo, sin embargo, estudiarlas seriamente, para descubrir en ellas la verdad absoluta de las relaciones de igualdad, de lo doble o cualquier otra.

—Seguramente sería ridículo —dijo.

—Pues bien —dije yo—, el verdadero astrónomo, ¿no pensará lo mismo respecto a las revoluciones celestes? Creerá, sin duda, que el que ha hecho el cielo ha reunido en él y en lo que contiene la mayor belleza que es dado reunir en cosas semejantes; pero en cuanto a las relaciones del día a la noche, de los días a los meses, de los meses a los años, y en fin, de unos astros con otros, o de ellos con aquéllos(9), ¿no crees que mirará como una extravagancia que se imagine que estas relaciones sean siempre las mismas y que jamás muden, aun cuando sólo se trata de fenómenos materiales y visibles y de buscar por todos los medios en todo esto el descubrimiento de la verdad misma?

—Ahora ya te entiendo, y creo que tienes razón —dijo.

—Y así nos serviremos de los astros en el estudio de la astronomía —dije yo— como nos servimos de los problemas en la geometría, sin detenernos en lo que pasa en el cielo, si queremos hacernos verdaderos astrónomos y sacar algún provecho de la parte inteligente de nuestra alma, que sin esto no nos sería de utilidad alguna.

—De esta manera haces el estudio de la astronomía mucho más difícil que lo es en la actualidad —dijo.

—Y aun me parece que debemos prescribir el mismo método —dije yo— respecto a las demás ciencias, pues de no ser así, ¿qué utilidad tendríamos como legisladores? XII. ¿Puedes recordarme aún alguna otra ciencia que pueda servir a nuestros planes?

—Ninguna viene ahora a mi memoria —dijo.

—Sin embargo —dije—, el movimiento, a mi parecer, no presenta una sola forma, porque tiene muchas. Un sabio podría enumerarlas todas, pero nosotros sólo nombraremos las dos que conocemos.

—¿Cuáles son?

—La ya citada es la primera; la otra es la que corresponde a ésta —dije yo.

—¿Cuál es esa otra?

—Parece que los oídos han sido hechos para los movimientos armónicos —dije—, como los ojos para los movimientos astronómicos; y los pitagóricos dicen que estas dos ciencias, la astronomía y la música, son hermanas, y nosotros somos de su opinión; ¿no es así, Glaucón?

—Así es —dijo.

—Pues bien —dije yo—, como la labor es grande, les preguntaremos a aquéllos su opinión sobre estas cosas y algunas otras si es preciso, pero observando cuidadosamente nuestra máxima.

—¿Qué máxima?

—Vigilar para que no se den a nuestros discípulos enseñanzas en esta materia que sean imperfectas y no conduzcan al punto a donde deben ir a parar todos nuestros conocimientos, como dijimos antes, con motivo de la astronomía. ¿No sabes que la armonía es hoy tratada igual que aquélla? Se limita esta ciencia a la medida de los tonos y de los acordes sensibles, trabajo tan inútil como el de los astrónomos.

—Por los dioses que es también harto ridículo —dijo—. Nuestros músicos hablan sin cesar de intervalos condensados(10), extienden su oído como para sorprender los sonidos al paso; y unos dicen que oyen un sonido medio entre dos tonos, y que este sonido es el más pequeño intervalo que los separa y hay que medir con él; otros sostienen, por el contrario, que las cuerdas han dado dos tonos perfectamente semejantes; y todos prefieren el juicio del oído al de la mente.

—Hablas de esos famosos músicos —dije yo— que no dan descanso a las cuerdas, que las ponen en tortura y las atormentan por medio de las clavijas. Podría llevar más adelante esta descripción y hablar de los golpes que con el plectro dan a las cuerdas y de las acusaciones que dirigen a éstas y que éstas niegan, desafiando a sus verdugos; pero dejando este punto declaro que no es de éstos de los que quiero hablar, sino de aquellos a quienes nos hemos propuesto interrogar sobre la armonía. Éstos, por lo menos, hacen lo mismo que los astrónomos; indagan los números de que resultan los acordes que hieren el oído; pero no llegan a ver solamente en estos acordes un medio de descubrir cuáles números son armónicos y cuáles no lo son, ni de dónde procede esta diferencia.

—Esa indagación sería verdaderamente digna de un genio —dijo.

—Ella conduce, indudablemente —dije yo—, al descubrimiento de lo bello y de lo bueno; pero si se lleva a cabo con otro fin, no servirá de nada.

—Es natural —dijo.

Chambry

c — Veux-tu alors que maintenant nous examinions de quelle façon de tels hommes y seront produits, et comment on les amènera à la lumière, comme on dit bien que certains sont montés depuis l’Hadès jusques aux dieux ?

Bien sûr que je le veux, dit-il.

— Faire cela, apparemment, ne consisterait pas à retourner une coquille , mais à convertir une âme d’un “jour qui est nocturne au jour véritable ; c’est l’ascension vers ce qui est, ascension que nous affirmerons être la vraie philosophie.

— C’est tout à fait cela.

— Par conséquent, il faut examiner lequel des enseignements a une telle d capacité ?

— Forcément.

— Quel serait alors, Glaucon, l’enseignement capable de tirer l’âme depuis ce qui devient vers ce qui est ? Mais, tout en disant cela, je pense à la chose suivante ; n’avons-nous pas affirmé qu’il était nécessaire qu’ils soient, quand ils sont jeunes, des athlètes de la guerre ?

— Si, nous l’avons affirmé.

— Il faut donc que l’enseignement que nous cherchons ait, en plus de cet avantage, aussi un autre.

— Lequel ?

— Qu’il ne soit pas inutile à des hommes de guerre.

— Il le faut sans doute, dit-il, si toutefois cela est possible.

— Or c’est par la gymnastique, e n’est-ce pas, et par la musique, qu’auparavant nous les avons éduqués.

— Oui, par elles, dit-il.

— Or la gymnastique, n’est-ce pas, c’est de ce qui est soumis au devenir et à la destruction qu’elle s’occupe : c’est en effet à l’accroissement et au dépérissement du corps qu’elle préside.

— Apparemment,

— Alors ce ne serait pas là l’enseignement que nous cherchons. 522 — Non, en effet.

— Mais serait-ce la musique, telle que nous l*avons précédemment décrite ?

— Mais celle-là en tout cas était, dit-il, un simple pen “dant de la gymnastique, si tu t’en souviens : elle éduquait les gardiens en leur donnant des habitudes, procurant à force d’harmonie un certain état bien harmonisé, et non un savoir, et à force de rythme une allure bien rythmée ; et elle communiquait dans ses paroles certaines habitudes parentes des précédentes, aussi bien dans celles des paroles qui étaient de l’ordre du mythe que dans celles qui, au contraire, étaient plus véridiques ; mais d’enseignement capable de conduire vers quelque chose comme ce que toi tu recherches à présent, il n’y en avait aucun b en elle.

— C’est de la façon la plus exacte, dis-je, que tu me remets cela en mémoire. En réalité, en effet, elle ne comportait rien de tel. Mais, génial Glaucon, qu’est-ce qui pourrait avoir cette qualité ? Car les autres arts, n’est-ce pas, nous ont tous semblé être quelque peu des pratiques de tâcherons.

Bien sûr. Mais alors quel autre enseignement reste-t-il, si l’on met de côté la musique, la gymnastique, et les arts ?

— Allons, dis-je, si nous ne pouvons en choisir aucun en dehors de ceux-là, prenons un de ceux qui les concernent tous.

— Lequel ? c — Par exemple cet enseignement commun, dont font usage tous les arts, tous les raisonnements, et tous les savoirs — celui aussi que tout un chacun doit nécessairement apprendre en premier lieu.

— Lequel ? dit-il.

— Cet enseignement trivial, dis-je, consistant à reconnaître le 1, le 2 et le 3 ; je veux désigner par là, en bref, la numération et le calcul. Ne se trouve-t-il pas, pour parler de ces opérations, que tout art comme tout savoir y ont nécessairement part ?

— Si, tout à fait, dit-il.

— Par conséquent, dis-je, l’art de la guerre aussi ? ”

— Très nécessairement, dit-il.

— Certes, dis-je, c’est un stratège d bien ridicule que Palamède , dans les tragédies, fait voir à chaque fois en Agamemnon. N’as-tu pas remarqué que Palamède affirme qu’ayant inventé le nombre, ce fut lui qui, à Troie, fixa à l’armée son ordre de bataille, et dénombra les vaisseaux et tout le reste, comme si avant lui cela n’avait pas été dénombré, et comme si apparemment Agamemnon n’avait même pas su combien de pieds il avait, si en effet il ne savait pas compter ? Dès lors, quel genre de stratège crois-tu qu’il ait pu être ?

— Pour moi, un bien étrange, dit-il, si cela était vrai.

— Poserons-nous alors, e dis-je, que c’est un enseignement nécessaire à l’homme de guerre que de pouvoir calculer et compter ?

— Le plus nécessaire de tous, dit-il, s’il veut s’entendre un tant soit peu aux ordres de bataille, ou plutôt seulement être un être humain.

— Tu penses donc, concernant cet enseignement, dis-je, la même chose que moi ?

— Laquelle ?

— Il y a des chances qu’il soit un de ces enseignements que nous cherchons, 523 conduisant naturellement à l’intelligence, mais que personne n’en use correctement, alors qu’il est tout à fait apte à tirer vers ce qui est réellement.

— En quel sens dis-tu cela ? dit-il.

— Je vais, dis-je, essayer de te faire voir du moins ce qu’est mon sentiment. Les choses que je distingue à part moi comme propres ou non à mener au but que nous disons, considère-les toi aussi, et approuve ou refuse, “pour que là aussi nous voyions plus clairement si la chose est telle que je la devine,

— Fais-moi voir comment tu les distingues, dit-il.

— Eh bien je te l’indique, dis-je, en te faisant observer que, lors de la perception, certaines choses n’invitent pas b l’intelligence à les examiner, du fait qu’elles sont jugées de façon suffisante par la perception, tandis que les autres l’incitent tout à fait à cet examen, parce que la perception n’y aboutit à rien de sain.

— C’est des choses qui apparaissent de loin, dit-il, que tu veux visiblement parler, et des objets représentés sur des tableaux en trompe l’œil.

— Non, dis-je, tu n’as pas du tout trouvé ce dont je veux parler.

— Alors de quelles choses parles-tu ? dit-il.

— Les choses qui ne sollicitent pas l’intelligence, dis-je, sont celles qui n’aboutissent pas simultanément c à une perception contradictoire ; tandis que celles qui aboutissent à ce résultat, je considère qu’elles la sollicitent, puisque leur perception ne fait nullement voir telle donnée plutôt que la donnée opposée, qu’elle nous parvienne de près ou de loin. Mais tu comprendras plus clairement ce que je veux dire si je m’y prends ainsi : disons que nous avons là trois doigts, le plus petit, le second, et le moyen .

— Très bien, dit-il.

— Conçois bien que j’en parle comme de doigts vus de près. Mais examine avec moi ceci à leur sujet.

— Quoi ?

— Un doigt, c’est ce que chacun d’eux apparaît également être, d et à cet égard cela ne change rien qu’on le voie au milieu ou au bord, qu’il soit blanc ou noir, qu’il soit gros ou mince, et tout ce qui est de cet ordre. En effet, dans tous ces cas, l’âme de la plupart des hommes n’est “pas contrainte à demander à l’intelligence ce que peut bien être un doigt. Jamais en effet la vue ne lui a signifié simultanément qu’un doigt fût le contraire d’un doigt.

— Non, en effet, dit-il.

— Par conséquent, dis-je, une telle circonstance ne serait vraisemblablement pas propre à solliciter ni e à éveiller l’intelligence.

— Non, vraisemblablement.

— Mais dis-moi : leur grandeur et leur petitesse, la vue les voit-elle de façon satisfaisante ? et est-ce que cela ne change rien pour elle que tel d’entre eux soit situé au milieu ou au bord ? et n’en va-t-il pas de même pour le toucher, s’agissant de grosseur ou de minceur, ou de mollesse et de dureté ! Et les autres sensations, ne manifestent-elles pas ce genre de données d’une façon insuffisante ? Chacune d’elles ne procède-t-elle pas de la façon suivante : en premier lieu 524 le sens assigné à la perception de ce qui est dur est nécessairement assigné aussi à celle de ce qui est mou, et il rapporte à l’âme qu’il perçoit le même objet comme dur et comme mou ?

— Oui, c’est cela, dit-il.

— Par conséquent, dis-je, il est nécessaire qu’en de tels cas, l’âme de son côté soit perdue et se demande ce que peut bien être ce dur que la sensation lui signifie, si la sensation décrit aussi le même objet comme mou, et se demande aussi, pour celle de léger, et celle de lourd, ce qu’est le léger, et le lourd, si la sensation signifie le lourd comme léger, et le léger comme lourd ? b — En effet, dit-il, ces informations sont bien étranges pour l’âme, et elles demandent examen.

— Il est donc normal, dis-je, que dans de tels cas l’âme essaie d’abord, en appelant à la rescousse raisonnement et intelligence, d’examiner si chacune des qualités indiquées est une seule, ou deux.

— Forcément.

— Par conséquent, s’il apparaît que ce sont deux choses, chacune paraît être à la fois différente, et une ? ”

— Oui.

— Si donc chacune des deux est une, et que prises ensemble elles sont deux, l’âme concevra en tout cas ces deux-là comme séparées ; car si elle ne les séparait pas, elle ne les concevrait pas comme deux, c mais comme une seule.

— C’est exact.

— Or la vue voit bien le grand et le petit, affirmons-nous, comme quelque chose qui est non pas divisé en deux, mais qui est confondu. N’est-ce pas ?

— Oui.

— Et pour éclaircir cela, l’intelligence a été contrainte de voir grand et petit non pas comme confondus, mais comme séparés, au contraire de ce que faisait la vue.

— C’est vrai.

— N’est-ce donc pas de là que nous vient d’abord l’idée de nous demander ce que peuvent bien être à leur tour le grand et le petit ?

— Si, exactement.

— Et c’est ainsi que dès lors nous avons nommé d’un côté l’intelligible, de l’autre le visible. d — C’est tout à fait exact, dit-il.

— Eh bien c’était cela que tout à l’heure j’essayais de dire : que certaines choses sont propres à solliciter l’intelligence, et les autres non ; celles qui viennent frapper les sens simultanément avec leurs contraires, je les définis comme propres à solliciter l’intelligence, celles qui ne le font pas, comme impropres à l’éveiller.

— Désormais, oui, je comprends, dit-il, et je suis du même avis que toi.

— Mais voyons : le nombre, et l’unité, à quelle catégorie te semblent-ils appartenir ?

— Je n’en ai aucune idée, dit-il.

— Eh bien, dis-je, déduis-le de ce qui a été dit pré- cédemment. Car si l’unité peut être vue de façon suffisante, telle qu’elle est en elle-même, ou être saisie suffi “samment par quelque autre e perception des sens, elle ne saurait être propre à nous tirer vers l’essence, vers ce qui est, comme nous l’avons dit à propos du doigt ; tandis que si on voit constamment en elle quelque opposition, de sorte qu’elle ne paraisse pas plus être une que le contraire, on aurait à coup sûr besoin dès lors de quelque chose pour en décider, et l’âme dans ce cas-là serait nécessairement égarée, et obligée de conduire une recherche, en mettant en mouvement en elle-même la pensée, et de se demander ce que peut bien être l’unité en elle-même : ainsi 525 l’étude concernant l’unité serait de celles qui mènent à la contemplation de ce qui est réellement, et y convertissent.

— Oui, à coup sûr, dit-il, la perception visuelle de l’unité ne manque pas de comporter cette propriété ; en effet nous voyons simultanérnent la même chose comme une, et comme un nombre infini de choses.

— Par conséquent s’il en est ainsi de l’unité, dis-je, cette même chose se produit aussi pour tout nombre ?

— Forcément.

— Or tout l’art du calcul, comme toute l’arithmétique, concerne le nombre.

— Exactement.

— Ces matières paraissent alors propres à mener b vers la vérité.

— Oui, extraordinairement propres à cela.

— Elles feraient donc partie, apparemment, des enseignements que nous recherchons. Car un homme de guerre, pour mettre l’armée en ordre de bataille, doit nécessairement les apprendre, et un philosophe aussi, car il lui faut s’attacher à ce qui est réellement en se dégageant du devenir, ou renoncer à jamais devenir apte à calculer.

— C’est cela, dit-il.

— Or notre gardien se trouve être à la fois homme de guerre et philosophe. ”

— Certes.

— Il serait alors approprié, Glaucon, de prescrire cet enseignement par une loi, et de convaincre ceux qui doivent avoir part à ce qu’il y a de plus important dans la cité, de se porter vers c l’art du calcul et de s’y appliquer, non pas en profanes, mais jusqu’à parvenir à la contemplation de la nature des nombres grâce à l’intelligence en elle-même, en pratiquant cet art non pas pour la vente et l’achat, comme des marchands ou des commerçants, mais en visant à la fois à faire la guerre, et à convertir plus aisément l’âme elle-même, du devenir à la vérité et à l’essence, à ce qui est.

— Tu dis très bien les choses, répondit-il.

— Et certes, dis-je, je conçois bien, maintenant qu’on a parlé de l’enseignement d du calcul, combien il est subtil, et utile pour nous à plus d’un titre, en vue de ce que nous désirons, à condition qu’on s’y applique en vue de connaître, et non en vue de commercer.

— En quoi ? demanda-t-il.

— Pour le résultat dont nous venons précisément de parler : c’est qu’il mène fermement l’âme vers le haut, et la contraint à dialoguer au sujet des nombres eux-mêmes, sans du tout accepter que dans le dialogue avec elle on lui propose des nombres qui aient des corps visibles ou tangibles. Tu sais en effet, n’est-ce pas, que ceux qui s’y entendent, e si on entreprend, par un argument, de couper l’unité elle-même, en rient et ne l’acceptent pas ; si toi tu en fais de la petite monnaie, eux la multiplient d’autant, pour éviter que l’unité puisse apparaître non plus comme un, mais comme un grand nombre de parties.

— Tu dis tout à fait vrai, dit-il.

— Alors, Glaucon, 526 si quelqu’un allait leur demander : “Hommes étonnants, quels sont ces nombres dont vous vous entretenez, dans lesquels l’unité est telle que selon vos axiomes, à savoir à chaque fois chacune égale à “toute autre, sans la moindre différence, et ne comportant pas de partie en elle-même ? ” , que crois-tu qu’ils répondraient ?

— Ceci, d’après moi : c’est qu’ils s’entretiennent de nombres qu’il y a seulement lieu de concevoir, mais dont il n’est nullement possible de se saisir d’une autre façon.

— Vois-tu alors, mon ami, dis-je, que cet enseignement risque bien de nous être réellement nécessaire, puisqu’il b apparaît qu’il contraint l’âme à faire usage de l’intelligence en elle-même pour atteindre la vérité en elle-même?

— Oui, en effet, dit-il, c’est exactement ce qu’il fait.

— Mais dis-moi : as-tu déjà observé que ceux qui sont naturellement aptes au calcul se montrent intelligents pour ainsi dire dans tous les autres enseignements, et que les élèves lents, pourvu qu’on les éduque et les exerce dans cet enseignement, et quand même ils n’y gagneraient aucun autre avantage, progressent cependant au moins en devenant tous plus intelligents qu’ils n’étaient ?

— Oui, c’est ce qui se passe, dit-il.

— Et sans nul doute, c à ce que je crois, des enseignements qui procurent plus de peine à celui qui l’apprend et qui s’y exerce que celui-là, on n’en trouverait ni facilement ni en grand nombre.

— Non, en effet.

— C’est donc pour toutes ces raisons qu’il ne faut pas négliger cet enseignement, mais que ceux dont les naturels sont les meilleurs doivent y être formés.

— Je suis du même avis que toi, dit-il.

— Que ce premier enseignement soit donc adopté par nous, dis-je ; mais examinons le deuxième, qui découle du premier, pour voir s’il nous convient en quoi que ce soit.

— Lequel ? demanda-t-il. Est-ce de la géométrie que tu veux parler ?

— C’est cela même, dis-je.

— Tout ce qui en elle, dit-il, d concerne la conduite de “la guerre, il est visible que cela convient ; en effet, pour installer les campements, s’emparer des places fortes, pour rassembler et déployer l’armée, et pour toutes les autres manœuvres des expéditions, à la fois lors des batailles elles-mêmes et lors des déplacements, il y aurait une différence entre un homme versé en géométrie, et un qui ne l’est pas.

— Mais à coup sûr, dis-je, pour de telles applications une petite dose de géométrie et de calcul suffirait. Ce qu’il faut examiner, c’est l’essentiel de la géométrie, ce qui en elle va plus loin, e pour voir si de quelque façon cela tend à ce but élevé : faire distinguer plus aisément l’idée du Bien. Or nous affirmons que tend à cela tout ce qui contraint l’âme à se tourner vers le lieu où est la partie la plus heureuse de ce qui est, ce qu’à tout prix elle doit regarder.

— Tu as raison, dit-il.

— Par conséquent si elle contraint à contempler l’essence, ce qui est, elle convient ; si c’est ce qui devient, elle ne convient pas.

— C’est bien en tout cas ce que nous affirmons.

— Or le point suivant en tout cas, 527 dis-je, ceux qui ont ne serait-ce qu’une petite expérience de la géométrie ne nous le disputeront pas : c’est que cette connaissance est tout à l’opposé de ce qu’en disent les discours tenus par ceux qui la pratiquent.

— Comment cela ! dit-il.

— C’est qu’ils en parlent de façon bien risible, et bien utilitaire : en effet, c’est comme des gens de pratique, et en vue d’une pratique, qu’ils produisent tous leurs énoncés, parlant de “porter au carré ” , d’ “appliquer ” et d’ “additionner ” , et énonqant tout sur ce mode ; alors que tout cet enseignement, b on ne s’y exerce en fait que pour parvenir à la connaissance.

— Exactement, dit-il.

— Il nous faut donc tomber d’accord encore sur le point suivant ? ”

— Lequel ?

— Qu’on s’y exerce pour parvenir à la connaissance de ce qui est toujours, et non de ce qui à un certain moment naît et se défait.

— C’est aisé à accorder, dit-il. L’art géométrique, en effet, est connaissance de ce qui est toujours.

— Alors, noble ami, c’est qu’il est propre à tirer l’âme vers la vérité, et à façonner la réflexion philosophe pour lui faire orienter vers le haut ce qu’à présent nous orientons indûment vers le bas.

— Oui, autant que c’est possible, dit-il.

— Par conséquent, autant que c’est possible, dis-je, c il faut particulièrement prescrire à ceux qui sont dans ta Cité de Beauté’ de ne s’écarter d’aucune façon de la géométrie ; d’ailleurs les avantages secondaires de cet enseignement ne sont pas négligeables.

— Lesquels ? dit-il.

— Ceux-là mêmes dont toi tu as parlé, dis-je, ceux qui concernent la guerre ; et en plus, pour toutes les disciplines, quand il s’agit de mieux les assimiler, nous savons bien qu’il y aura une différence générale et complète entre qui s’est attaché à la géométrie, et qui ne s’y est pas attaché.

— Générale, certes, par Zeus, dit-il.

— Allons-nous donc l’instituer comme deuxième enseignement pour les jeunes gens ?

— Oui, instituons-la, dit-il.

— Mais alors ? d en troisième lieu, allons-nous instituer l’astronomie ? N’est-ce pas là ton avis ?

— Si, c’est mon avis, dit-il. Car être en situation de bien percevoir à quel moment on en est du mois, et des années, cela convient non seulement à l’agriculture ou à la navigation, mais pas moins à la conduite d’une armée. ”

— Tu es délicieux, dis-je ; tu ressembles à qui aurait peur, devant la masse, de sembler prescrire des études sans utilité. Or ce qui n’est pas du tout peu de chose, mais qui est difficile à faire admettre, c’est que dans ces études un certain organe, dans l’âme de chacun, est purifié et ranimé à la fois, e organe qui est détruit et aveuglé par les autres occupations, alors qu’il serait plus important à sauvegarder que dix mille yeux : c’est par lui seul, en effet, que la vérité est vue. À ceux par conséquent qui partagent cet avis, tu donneras l’impression de parler merveilleusement bien ; mais ceux qui ne s’en sont d’aucune façon avisés penseront vraisemblablement que tu ne dis rien qui vaille, car ils ne voient aucun autre avantage qu’on puisse en retirer qui mérite d’être mentionné, à part l’utilité. Examine dès lors ici même avec lesquels tu dialogues ; ou bien 528 si ce n’est ni avec les uns, ni avec les autres, mais si c’est principalement pour toi-même que tu tiens ces discours, tout en ne les refusant pas jalousement à autrui, au cas où il pourrait en tirer quelque profit.

— C’est bien cela que je choisis, dit-il : que ce soit pour moi-ême principalement que je parle, pose des questions, et donne des réponses.

— Alors reviens en arrière, dis-je. Car à l’instant nous n’avons pas pris correctement ce qui venait à la suite de la géométrie.

— Comment avons-nous fait ? dit-il,

— Après la surface, dis-je, nous avons pris le solide qui est déjà en mouvement, avant de le prendre tel qu’il est en lui-même ; b or ce qui est correct, c’est, après le passage à la deuxième dimension, de prendre à la suite le passage à la troisième. C’est à savoir, n’est-ce pas, ce qui concerne le passage à la dimension des cubes, et les objets qui participent de la profondeur.

— Oui, en effet, dit-il. Mais ces choses-là, Socrate, ne semblent pas avoir encore été découvertes. ”

— En effet, dis-je, et la cause en est double. D’une part, aucune cité ne les tenant en honneur, on les étudie sans énergie, du fait qu’elles sont difficiles ; d’autre part ceux qui les étudient ont besoin de quelqu’un qui les supervise, sans qui ils ne pourraient les découvrir ; or, en premier lieu, il est difficile qu’il se trouve un tel homme; et ensuite, même s’il s’en trouvait un, dans l’état actuel des choses ceux qui sont doués pour cette recherche auraient une trop haute opinion d’eux-mêmes pour lui obéir. c Si en revanche une cité tout entière contribuait à cette supervision, en tenant ces choses en honneur, ils obéiraient, et ces questions, soumises à une recherche continue et soutenue, feraient apparaître ce qu’il en est : puisque même à présent, où elles sont méprisées et entravées par la masse, et même par ceux qui les étudient, qui ne comprennent pas en quoi consiste leur utilité, cependant, malgré tout cela, elles progressent en s’imposant grâce au charme qu’elles exercent, et il n’y a rien d d’étonnant à ce qu’elles soient venues au jour.

— Certes oui, dit-il, en tout cas elles ont du charme, et un charme exceptionnel. Mais explique-moi plus clairement ce dont tu parlais à l’instant. Tu as donc posé la géométrie comme ce qui s’occupe de la surface.

— Oui, dis-je.

— Ensuite, dit-il, tu as placé après elle en premier lieu l’astronomie ; et plus tard tu es revenu en arrière.

— En effet, dis-je, en me hâtant de tout parcourir trop rapidement, j’ai plutôt perdu du temps. À la suite vient en effet l’investigation concernant le passage à la profondeur ; parce que, sous l’angle de la recherche, elle est dans un état ridicule, je l’ai passée et après la géométrie, j’ai cité l’astronomie, qui concerne e le mouvement de ce qui a de la profondeur.

— Tu rapportes cela exactement, dit-il.

— Posons donc, dis-je, l’astronomie comme quatrième enseignement, avec l’espoir que celui qu’à présent nous “laissons de côté existera, pourvu qu’un jour une cité s’en occupe.

— Vraisemblablement, dit-il. Et puisqu’à l’instant, Socrate, tu m’as reproché, à propos de l’astronomie, d’en faire l’éloge de façon vulgaire, je vais en faire à présent l’éloge sur le mode sur lequel toi tu t’en occupes. 529 Il me semble qu’il est visible pour chacun qu’elle contraint l’âme à regarder vers le haut, et qu’elle la mène des choses de ce monde vers celles de là-bas,

— Peut-être, dis-je, est-ce visible pour tout un chacun, mais pas pour moi. Car moi, ce n’est pas mon avis.

— Alors quel est-il ? demanda-t-il.

— De la façon dont la prennent ceux qui la poussent vers la philosophie, il me semble qu’elle fait regarder tout à fait vers le bas.

— En quel sens dis-tu cela P demanda-t-il.

— Ce n’est pas sans audace, dis-je, que tu me sembles concevoir en toi-même ce qu’est l’étude des choses d’en haut ! C’est comme si tu pensais b que quelqu’un qui renverserait la tête pour contempler des décorations variées sur un plafond, et y apprendrait quelque chose, contemplerait par l’intelligence, non par les yeux ! Peut-être d’ailleurs penses-tu bien, et moi de façon naïve. Car moi, de mon côté, je ne peux considérer comme propre à tourner le regard de l’âme vers le haut d’autre étude que celle qui concerne ce qui est réellement, l’invisible ; et si quelqu’un, regardant bouche bée vers le haut ou bouche close vers le bas, entreprenait d’étudier l’un des objets sensibles, j’affirme qu’il ne pourrait jamais rien apprendre — car aucune des choses de cet ordre ne comporte de savoir — et que son âme ne regarderait pas vers le haut, mais c vers le bas, même s’il cherchait à apprendre allongé sur le dos, que ce soit sur terre ou sur mer.

— J’ai là mon juste châtiment, dit-il. En effet, tu as eu raison de me faire ce reproche. Mais de quelle façon disais-tu qu’il fallait étudier l’astronomie, à l’encontre de la façon dont on l’étudie à présent, si on voulait l’étudier d’une façon qui profite à ce dont nous parlons ?

— De la façon suivante, dis-je : je disais que ces décorations variées qui sont dans le ciel, du fait que c’est sur le visible qu’elles ont été ouvragées, il faut penser que tout en étant les plus belles et d les plus exactes des choses de cet ordre, elles sont très inférieures aux véritables : à savoir les mouvements qu’emportent la vitesse réelle et la lenteur réelle l’une par rapport à l’autre, selon le nombre véritable, et selon toutes les configurations véritables, et qui emportent ce qui est en elles : choses qui peuvent être saisies par la parole et par la pensée, mais pas par la vue. Es-tu d’un autre avis ?

— Non, nullement, dit-il.

— Par conséquent, dis-je, il faut avoir recours à la variété des ornements du ciel comme à des modèles pour la connaissance qui vise ces réalités-là ; de la même façon que si on trouvait des dessins exceptionnels tracés e avec grand soin par Dédale ou par quelque autre artisan ou dessinateur : celui qui a quelque peu l’expérience de la géométrie, en voyant de tels objets, penserait qu’ils sont sans doute d’une très belle exécution, mais qu’il serait certainement ridicule de les examiner sérieusement pour y saisir la vérité de ce qui est égal, double, 530 ou dans quelque autre proportion. ”

Bien sûr, ce serait ridicule, dit-il.

— Celui dès lors qui est réellement spécialiste en astronomie, dis-je, ne crois-tu pas que c’est dans le même état d’esprit qu’il portera ses regards sur le mouvement des astres ? il considérera que sans doute la plus belle façon possible de faire tenir ensemble de tels ouvrages, c’est bien celle qu’a mise en œuvre l’artisan du ciel, à la fois pour le ciel lui-même et pour les objets qui s’y trouvent ; mais s’agissant de la proportion de la nuit par rapport au jour, de l’une et de l’autre par rapport au mois, du mois par rapport à l’année, et des autres astres par rapport aux nôtres b et les uns par rapport aux autres, ne jugera-t-il pas absurde, selon toi, le comportement de celui qui estime que ces processus se produisent toujours de façon identique, sans jamais dévier en rien, alors qu’ils mettent en jeu un corps, et qu’ils sont visibles, et qui croit bon de chercher par tous les moyens à saisir leur vérité ?

— Si, c’est mon avis, dit-il, à présent que je t’entends exposer les choses.

— C’est donc en procédant par problèmes, dis-je, que nous étudierons l’astronomie, comme la géométrie ; et ce qui se produit dans le ciel, nous le négligerons, si nous voulons c réellement, par notre fréquentation de l’astronomie, rendre utile, d’inutile qu’il était, l’élément qui dans l’âme est par nature apte à la pensée.

— Tu prescris là, dit-il, une tâche plusieurs fois plus importante que celle qui à présent est remplie par l’astronomie.

— Et je crois pour ma part, dis-je, que nous organiserons aussi les autres enseignements sur le même mode, si toutefois il y a quelque intérêt à nous avoir comme législateurs. Mais as-tu à mentionner quelque autre connaissance qui s’impose ?

— Non, je n’en ai pas, dit-il, en tout cas pas comme cela, pour l’instant.

— Cependant ce n’est pas une seule espèce, dis-je, mais “plusieurs, que présente le mouvement, à ce que je crois. Pourra peut-être d toutes les mentionner celui qui s’y connaît ; mais même à nous, il y en a deux qui s’imposent clairement.

— Lesquelles ?

— En plus de la précédente, dis-je, une autre qui lui fait pendant.

— Laquelle ? Il y a des chances, dis-je, que comme les yeux sont attachés à l’astronomie, de même les oreilles soient attachées au mouvement harmonique, et que ces connaissances soient sœurs l’une de l’autre, comme l’affirment à la fois les Pythagoriciens, et nous, Glaucon, qui les approuvons. N’est-ce pas notre attitude ?

— Si, c’est cela, dit-il.

— Par conséquent, dis-je, puisque cette tâche e est multiple, nous nous renseignerons auprès d’eux pour savoir comment ils parlent de ce sujet, et de tout autre sujet dont ils se trouvent parler en outre. Mais pour nous, dans tout cela, nous ferons en sorte de garder ce qui nous est propre.

— Qu’est-ce ?

— D’éviter que ceux que nous élevons entreprennent jamais d’apprendre là-dessus quoi que ce soit d’imparfait, et qui n’aboutisse pas à chaque fois au lieu où il faut que tout aboutisse, comme nous le disions à l’instant au sujet de l’astronomie. Ne sais-tu pas qu’en harmonie aussi on agit 531 d’une façon certes différente, mais analogue ? En effet, quand on mesure les accords et les sons entendus les uns par rapport aux autres, on s’y lance, comme les astronomes, dans des efforts sans terme.

— Par les dieux, dit-il, c’est aussi de façon certes ridicule qu’ils nomment certaines “densités ” , et tendent “l’oreille comme s’ils voulaient traquer les sons dans un environnement, les uns déclarant qu’ils perçoivent encore entre deux notes un certain son, et que c’est là l’intervalle le plus petit par rapport auquel il faut mesurer ; et les autres contestant cela et disant que ce son est semblable à ceux déjà émis ; et les uns et les autres plaçant b les oreilles avant l’intelligence.

— Toi, dis-je, tu veux parler de ces braves gens qui tracassent les cordes et les torturent en les étirant sur les chevalets. Mais pour que l’image ne devienne pas trop longue, avec les coups de plectre qu’on donne, et l’accusation portée contre les cordes d’être réticentes ou vantardes, j’arrête là l’image, et j’affirme que ce n’est pas d’eux que je parle, mais de ceux dont nous avons dit à l’instant que nous leur poserions des questions sur l’harmonie . Car ils font la même chose qu’on fait en astronomie : c ils font des recherches sur les nombres dans les accords qu’on entend, sans s’élever jusqu’aux problèmes consistant à examiner quels nombres sont en accord, et lesquels ne le sont pas, et pourquoi ils le sont ou non.

— Tu désignes là, dit-il, une tâche prodigieuse !

— Utile en tout cas, dis-je, à la recherche du beau et du bien, mais inutile quand on la poursuit dans un autre dessein.

— C’est au moins vraisemblable, dit-il.

Jowett

And now shall we consider in what way such guardians will be produced, and how they are to be brought from darkness to light — as some are said to have ascended from the world below to the gods ?

By all means, he replied.

The process, I said, is not the turning over of an oystershell, but the turning round of a soul passing from a day which is little better than night to the true day of being, that is, the ascent from below, which we affirm to be true philosophy ?

Quite so.

And should we not inquire what sort of knowledge has the power of effecting such a change ?

Certainly.

What sort of knowledge is there which would draw the soul from becoming to being ? And another consideration has just occurred to me : You will remember that our young men are to be warrior athletes ?

Yes, that was said.

Then this new kind of knowledge must have an additional quality ?

What quality ?

Usefulness in war.

Yes, if possible.

There were two parts in our former scheme of education, were there not ?

Just so.

There was gymnastics, which presided over the growth and decay of the body, and may therefore be regarded as having to do with generation and corruption ?

True.

Then that is not the knowledge which we are seeking to discover ? No.

But what do you say of music, what also entered to a certain extent into our former scheme ?

Music, he said, as you will remember, was the counterpart of gymnastics, and trained the guardians by the influences of habit, by harmony making them harmonious, by rhythm rhythmical, but not giving them science ; and the words, whether fabulous or possibly true, had kindred elements of rhythm and harmony in them. But in music there was nothing which tended to that good which you are now seeking.

You are most accurate, I said, in your recollection ; in music there certainly was nothing of the kind. But what branch of knowledge is there, my dear Glaucon, which is of the desired nature ; since all the useful arts were reckoned mean by us ?

Undoubtedly ; and yet if music and gymnastics are excluded, and the arts are also excluded, what remains ?

Well, I said, there may be nothing left of our special subjects ; and then we shall have to take something which is not special, but of the universal application.

What may that be ?

A something which all arts and sciences and intelligences use in common, and which everyone first has to learn among the elements of education.

What is that ?

The little matter of distinguishing one, two, and three — in a word, number and calculation : do not all arts and sciences necessarily partake of them ?

Yes.

Then the art of war partakes of them ?

To be sure.

Then Palamedes, whenever he appears in tragedy, proves Agamemnon ridiculously unfit to be a general. Did you never remark how he declares that he had invented number, and had numbered the ships and set in array the ranks of the army at Troy ; which implies that they had never been numbered before, and Agamemnon must be supposed literally to have been incapable of counting his own fleet — how could he if he was ignorant of number ? And if that is true, what sort of general must he have been ?

I should say a very strange one, if this was as you say.

Can we deny that a warrior should have a knowledge of arithmetic ?

Certainly he should, if he is to have the smallest understanding of military tactics, or indeed, I should rather say, if he is to be a man at all.

I should like to know whether you have the same notion which I have of this study ?

What is your notion ?

It appears to me to be a study of the kind which we are seeking, and which leads naturally to reflection, but never to have been rightly used ; for the true use of it is simply to draw the soul toward being.

Will you explain your meaning ? he said.

I will try, I said ; and I wish you would share the inquiry with me, and say “yes” or “no” when I attempt to distinguish in my own mind what branches of knowledge have this attracting power, in order that we may have clearer proof that arithmetic is, as I suspect, one of them.

Explain, he said.

I mean to say that objects of sense are of two kinds ; some of them do not invite thought because the sense is an adequate judge of them ; while in the case of other objects sense is so untrustworthy that further inquiry is imperatively demanded.

You are clearly referring, he said, to the manner in which the senses are imposed upon by distance, and by painting in light and shade.

No, I said, that is not at all my meaning.

Then what is your meaning ?

When speaking of uninviting objects, I mean those which do not pass from one sensation to the opposite ; inviting objects are those which do ; in this latter case the sense coming upon the object, whether at a distance or near, gives no more vivid idea of anything in particular than of its opposite. An illustration will make my meaning clearer : here are three fingers — a little finger, a second finger, and a middle finger.

Very good.

You may suppose that they are seen quite close : And here comes the point.

What is it ?

Each of them equally appears a finger, whether seen in the middle or at the extremity, whether white or black, or thick or thin — it makes no difference ; a finger is a finger all the same. In these cases a man is not compelled to ask of thought the question, What is a finger ? for the sight never intimates to the mind that a finger is other than a finger.

True.

And therefore, I said, as we might expect, there is nothing here which invites or excites intelligence.

There is not, he said.

But is this equally true of the greatness and smallness of the fingers ? Can sight adequately perceive them ? and is no difference made by the circumstance that one of the fingers is in the middle and the other at the extremity ? And in like manner does the touch adequately perceive the qualities of thickness or thinness, of softness or hardness ? And so of the other senses ; do they give perfect intimations of such matters ? Is not their mode of operation on this wise — the sense which is concerned with the quality of hardness is necessarily concerned also with the quality of softness, and only intimates to the soul that the same thing is felt to be both hard and soft ?

You are quite right, he said.

And must not the soul be perplexed at this intimation which the sense gives of a hard which is also soft ? What, again, is the meaning of light and heavy, if that which is light is also heavy, and that which is heavy, light ?

Yes, he said, these intimations which the soul receives are very curious and require to be explained.

Yes, I said, and in these perplexities the soul naturally summons to her aid calculation and intelligence, that she may see whether the several objects announced to her are one or two.

True.

And if they turn out to be two, is not each of them one and different ?

Certainly.

And if each is one, and both are two, she will conceive the two as in a state of division, for if they were undivided they could only be conceived of as one ?

True.

The eye certainly did see both small and great, but only in a confused manner ; they were not distinguished.

Yes.

Whereas the thinking mind, intending to light up the chaos, was compelled to reverse the process, and look at small and great as separate and not confused.

Very true.

Was not this the beginning of the inquiry, “What is great ?” and “What is small ?”

Exactly so.

And thus arose the distinction of the visible and the intelligible.

Most true.

This was what I meant when I spoke of impressions which invited the intellect, or the reverse — those which are simultaneous with opposite impressions, invite thought ; those which are not simultaneous do not.

I understand, he said, and agree with you.

And to which class do unity and number belong ?

I do not know, he replied.

Think a little and you will see that what has preceded will supply the answer ; for if simple unity could be adequately perceived by the sight or by any other sense, then, as we were saying in the case of the finger, there would be nothing to attract toward being ; but when there is some contradiction always present, and one is the reverse of one and involves the conception of plurality, then thought begins to be aroused within us, and the soul perplexed and wanting to arrive at a decision asks, “What is absolute unity ?” This is the way in which the study of the one has a power of drawing and converting the mind to the contemplation of true being.

And surely, he said, this occurs notably in the case of one ; for we see the same thing to be both one and infinite in multitude ?

Yes, I said ; and this being true of one must be equally true of all number ?

Certainly.

And all arithmetic and calculation have to do with number ?

Yes.

And they appear to lead the mind toward truth ?

Yes, in a very remarkable manner.

Then this is knowledge of the kind for which we are seeking, having a double use, military and philosophical ; for the man of war must learn the art of number or he will not know how to array his troops, and the philosopher also, because he has to rise out of the sea of change and lay hold of true being, and therefore he must be an arithmetician.

That is true.

And our guardian is both warrior and philosopher ?

Certainly.

Then this is a kind of knowledge which legislation may fitly prescribe ; and we must endeavor to persuade those who are to be the principal men of our State to go and learn arithmetic, not as amateurs, but they must carry on the study until they see the nature of numbers with the mind only ; nor again, like merchants or retail-traders, with a view to buying or selling, but for the sake of their military use, and of the soul herself ; and because this will be the easiest way for her to pass from becoming to truth and being.

That is excellent, he said.

Yes, I said, and now having spoken of it, I must add how charming the science is ! and in how many ways it conduces to our desired end, if pursued in the spirit of a philosopher, and not of a shopkeeper !

How do you mean ?

I mean, as I was saying, that arithmetic has a very great and elevating effect, compelling the soul to reason about abstract number, and rebelling against the introduction of visible or tangible objects into the argument. You know how steadily the masters of the art repel and ridicule anyone who attempts to divide absolute unity when he is calculating, and if you divide, they multiply, taking care that one shall continue one and not become lost in fractions.

That is very true.

Now, suppose a person were to say to them : O my friends, what are these wonderful numbers about which you are reasoning, in which, as you say, there is a unity such as you demand, and each unit is equal, invariable, indivisible — what would they answer ?

They would answer, as I should conceive, that they were speaking of those numbers which can only be realized in thought.

Then you see that this knowledge may be truly called necessary, necessitating as it clearly does the use of the pure intelligence in the attainment of pure truth ?

Yes ; that is a marked characteristic of it.

And have you further observed that those who have a natural talent for calculation are generally quick at every other kind of knowledge ; and even the dull, if they have had an arithmetical training, although they may derive no other advantage from it, always become much quicker than they would otherwise have been ?

Very true, he said.

And indeed, you will not easily find a more difficult study, and not many as difficult.

You will not.

And, for all these reasons, arithmetic is a kind of knowledge in which the best natures should be trained, and which must not be given up.

I agree.

Let this then be made one of our subjects of education. And next, shall we inquire whether the kindred science also concerns us ?

You mean geometry ?

Exactly so.

Clearly, he said, we are concerned with that part of geometry which relates to war ; for in pitching a camp or taking up a position or closing or extending the lines of an army, or any other military manoeuvre, whether in actual battle or on a march, it will make all the difference whether a general is or is not a geometrician.

Yes, I said, but for that purpose a very little of either geometry or calculation will be enough ; the question relates rather to the greater and more advanced part of geometry — whether that tends in any degree to make more easy the vision of the idea of good ; and thither, as I was saying, all things tend which compel the soul to turn her gaze toward that place, where is the full perfection of being, which she ought, by all means, to behold.

True, he said.

Then if geometry compels us to view being, it concerns us ; if becoming only, it does not concern us ?

Yes, that is what we assert.

Yet anybody who has the least acquaintance with geometry will not deny that such a conception of the science is in flat contradiction to the ordinary language of geometricians.

How so ?

They have in view practice only, and are always speaking, in a narrow and ridiculous manner, of squaring and extending and applying and the like — they confuse the necessities of geometry with those of daily life ; whereas knowledge is the real object of the whole science.

Certainly, he said.

Then must not a further admission be made ?

What admission ?

That the knowledge at which geometry aims is knowledge of the eternal, and not of aught perishing and transient.

That, he replied, may be readily allowed, and is true.

Then, my noble friend, geometry will draw the soul toward truth, and create the spirit of philosophy, and raise up that which is now unhappily allowed to fall down.

Nothing will be more likely to have such an effect.

Then nothing should be more sternly laid down than that the inhabitants of your fair city should by all means learn geometry. Moreover, the science has indirect effects, which are not small.

Of what kind ? he said.

There are the military advantages of which you spoke, I said ; and in all departments of knowledge, as experience proves, anyone who has studied geometry is infinitely quicker of apprehension than one who has not. Yes, indeed, he said, there is an infinite difference between them.

Then shall we propose this as a second branch of knowledge which our youth will study ?

Let us do so, he replied.

And suppose we make astronomy the third — what do you say ?

I am strongly inclined to it, he said ; the observation of the seasons and of months and years is as essential to the general as it is to the farmer or sailor.

I am amused, I said, at your fear of the world, which makes you guard against the appearance of insisting upon useless studies ; and I quite admit the difficulty of believing that in every man there is an eye of the soul which, when by other pursuits lost and dimmed, is by these purified and reillumined ; and is more precious far than ten thousand bodily eyes, for by it alone is truth seen. Now there are two classes of persons : one class of those who will agree with you and will take your words as a revelation ; another class to whom they will be utterly unmeaning, and who will naturally deem them to be idle tales, for they see no sort of profit which is to be obtained from them. And therefore you had better decide at once with which of the two you are proposing to argue. You will very likely say with neither, and that your chief aim in carrying on the argument is your own improvement ; at the same time you do not grudge to others any benefit which they may receive.

I think that I should prefer to carry on the argument mainly on my own behalf.

Then take a step backward, for we have gone wrong in the order of the sciences.

What was the mistake ? he said.

After plane geometry, I said, we proceeded at once to solids in revolution, instead of taking solids in themselves ; whereas after the second dimension, the third, which is concerned with cubes and dimensions of depth, ought to have followed.

That is true, Socrates ; but so little seems to be known as yet about these subjects.

Why, yes, I said, and for two reasons : in the first place, no government patronizes them ; this leads to a want of energy in the pursuit of them, and they are difficult ; in the second place, students cannot learn them unless they have a director. But then a director can hardly be found, and, even if he could, as matters now stand, the students, who are very conceited, would not attend to him. That, however, would be otherwise if the whole State became the director of these studies and gave honor to them ; then disciples would want to come, and there would be continuous and earnest search, and discoveries would be made ; since even now, disregarded as they are by the world, and maimed of their fair proportions, and although none of their votaries can tell the use of them, still these studies force their way by their natural charm, and very likely, if they had the help of the State, they would some day emerge into light.

Yes, he said, there is a remarkable charm in them. But I do not clearly understand the change in the order. First you began with a geometry of plane surfaces ?

Yes, I said.

And you placed astronomy next, and then you made a step backward ?

Yes, and I have delayed you by my hurry ; the ludicrous state of solid geometry, which, in natural order, should have followed, made me pass over this branch and go on to astronomy, or motion of solids.

True, he said.

Then assuming that the science now omitted would come into existence if encouraged by the State, let us go on to astronomy, which will be fourth.

The right order, he replied. And now, Socrates, as you rebuked the vulgar manner in which I praised astronomy before, my praise shall be given in your own spirit. For everyone, as I think, must see that astronomy compels the soul to look upward and leads us from this world to another. Everyone but myself, I said ; to everyone else this may be clear, but not to me.

And what, then, would you say ?

I should rather say that those who elevate astronomy into philosophy appear to me to make us look downward, and not upward.

What do you mean ? he asked.

You, I replied, have in your mind a truly sublime conception of our knowledge of the things above. And I dare say that if a person were to throw his head back and study the fretted ceiling, you would still think that his mind was the percipient, and not his eyes. And you are very likely right, and I may be a simpleton : but, in my opinion, that knowledge only which is of being and of the unseen can make the soul look upward, and whether a man gapes at the heavens or blinks on the ground, seeking to learn some particular of sense, I would deny that he can learn, for nothing of that sort is matter of science ; his soul is looking downward, not upward, whether his way to knowledge is by water or by land, whether he floats or only lies on his back.

I acknowledge, he said, the justice of your rebuke. Still, I should like to ascertain how astronomy can be learned in any manner more conducive to that knowledge of which we are speaking ?

I will tell you, I said : The starry heaven which we behold is wrought upon a visible ground, and therefore, although the fairest and most perfect of visible things, must necessarily be deemed inferior far to the true motions of absolute swiftness and absolute slowness, which are relative to each other, and carry with them that which is contained in them, in the true number and in every true figure. Now, these are to be apprehended by reason and intelligence, but not by sight.

True, he replied.

The spangled heavens should be used as a pattern and with a view to that higher knowledge ; their beauty is like the beauty of figures or pictures excellently wrought by the hand of Daedalus, or some other great artist, which we may chance to behold ; any geometrician who saw them would appreciate the exquisiteness of their workmanship, but he would never dream of thinking that in them he could find the true equal or the true double, or the truth of any other proportion.

No, he replied, such an idea would be ridiculous.

And will not a true astronomer have the same feeling when he looks at the movements of the stars ? Will he not think that heaven and the things in heaven are framed by the Creator of them in the most perfect manner ? But he will never imagine that the proportions of night and day, or of both to the month, or of the month to the year, or of the stars to these and to one another, and any other things that are material and visible can also be eternal and subject to no deviation — that would be absurd ; and it is equally absurd to take so much pains in investigating their exact truth.

I quite agree, though I never thought of this before.

Then, I said, in astronomy, as in geometry, we should employ problems, and let the heavens alone if we would approach the subject in the right way and so make the natural gift of reason to be of any real use.

That, he said, is a work infinitely beyond our present astronomers.

Yes, I said ; and there are many other things which must also have a similar extension given to them, if our legislation is to be of any value. But can you tell me of any other suitable study ?

No, he said, not without thinking.

Motion, I said, has many forms, and not one only ; two of them are obvious enough even to wits no better than ours ; and there are others, as I imagine, which may be left to wiser persons.

But where are the two ?

There is a second, I said, which is the counterpart of the one already named.

And what may that be ?

The second, I said, would seem relatively to the ears to be what the first is to the eyes ; for I conceive that as the eyes are designed to look up at the stars, so are the ears to hear harmonious motions ; and these are sister sciences — as the Pythagoreans say, and we, Glaucon, agree with them ?

Yes, he replied.

But this, I said, is a laborious study, and therefore we had better go and learn of them ; and they will tell us whether there are any other applications of these sciences. At the same time, we must not lose sight of our own higher object.

What is that ?

There is a perfection which all knowledge ought to reach, and which our pupils ought also to attain, and not to fall short of, as I was saying that they did in astronomy. For in the science of harmony, as you probably know, the same thing happens. The teachers of harmony compare the sounds and consonances which are heard only, and their labor, like that of the astronomers, is in vain.

Yes, by heaven ! he said ; and ‘tis as good as a play to hear them talking about their condensed notes, as they call them ; they put their ears close alongside of the strings like persons catching a sound from their neighbor’s wall — one set of them declaring that they distinguish an intermediate note and have found the least interval which should be the unit of measurement ; the others insisting that the two sounds have passed into the same — either party setting their ears before their understanding.

You mean, I said, those gentlemen who tease and torture the strings and rack them on the pegs of the instrument : I might carry on the metaphor and speak after their manner of the blows which the plectrum gives, and make accusations against the strings, both of backwardness and forwardness to sound ; but this would be tedious, and therefore I will only say that these are not the men, and that I am referring to the Pythagoreans, of whom I was just now proposing to inquire about harmony. For they too are in error, like the astronomers ; they investigate the numbers of the harmonies which are heard, but they never attain to problems — that is to say, they never reach the natural harmonies of number, or reflect why some numbers are harmonious and others not.

That, he said, is a thing of more than mortal knowledge.

A thing, I replied, which I would rather call useful ; that is, if sought after with a view to the beautiful and good ; but if pursued in any other spirit, useless. Very true, he said.

Thomas Taylor

“Are you willing then, that we now consider this, by what means such men shall be produced, and how one shall bring them into the light, as some are said, from Hades, to have ascended to the Gods?” “Why should I not be willing?” replied he. “This now, as it seems, is not the turning of a shell;2 but the conversion of the soul coming from some benighted day, to the true re-ascent to real being, which we say is true philosophy.” “Entirely so.” “Ought we not then to consider which of the disciplines (521d) possesses such a power?” “Why not?” “What now, Glauco, may that discipline of the soul be, which draws her from that which is generated towards being itself? But this I consider whilst I am speaking. Did not we indeed say, that it was necessary for them, whilst young, to be wrestlers in war?” “We said so.” “It is proper then, that this discipline likewise be added to that which is now the object of our inquiry.” “Which?” “Not to be useless to military men.” “It must indeed,” said he, “be added if possible.” (521e) “They were somewhere in our former discourse instructed by us in gymnastic and music.” “They were,” replied he. “Gymnastic indeed somehow respects what is generated and destroyed, for it presides over the increase and corruption of body.” “It seems so.” “This then cannot be the discipline (522a) which we investigate.” “It cannot.” “Is it music then, such as we formerly described?” “But it was,” said he, “as a counterpart of gymnastic, if you remember, by habits instructing our guardians, imparting no science, but only with respect to harmony, a certain propriety, and with regard to rhythm, a certain propriety of rhythm, and in discourses, certain other habits the sisters of these, both in such discourses as are fabulous, and in such as are nearer to truth. But as to a discipline respecting such a good as (522b) you now investigate, there was nothing of this in that music.”

“You have, most accurately,” said I, “reminded me; for it treated, in reality, of no such thing. But, divine Glauco, what may this discipline be? For all the arts have somehow appeared to be mechanical and illiberal.” “How should they not? And what other discipline remains distinct from music, gymnastic, and the arts?” “Come,” said I, “if we have nothing yet further besides these to take, let us take (522c) something in these which extends over them all.” “What is that?” “Such as this general thing, which all arts, and dianoëtic powers, and sciences employ, and which every one ought, in the first place, necessarily to learn.” “What is that?” said he. “This trifling thing,” said I, “to know completely one, and two, and three: I call this summarily number, and computation. Or is it not thus with reference to these, that every art, and likewise every science, must of necessity participate of these?” “They must of necessity,” replied he. “And must not the art of war likewise participate of them?” “Of necessity,” said he. (522d)

“Palamedes then, in the tragedies, shows every where Agamemnon to have been at least a most ridiculous general; or have you not observed how he says, that having invented numeration, he adjusted the ranks in the camp at Troy, and numbered up both the ships, and all the other forces which were not numbered before; and Agamemnon, as it seems, did not even know how many foot he had, as he understood not how to number them: but what kind of general do you imagine him to be?” “Some absurd one, for my part,” replied he, “if this were true.” (522e)

“Is there any other discipline then,” said I, “which we shall establish as more necessary to a military man, than to be able to compute and to number?” “This most of all,” said he, “if he would any way understand how to range his troops, and still more if he is to be a man.” “Do you perceive then,” said I, “with regard to this discipline the same thing as I do?” “What is that?” “It seems (523a) to belong to those things which we are investigating, which naturally lead to intelligence, but that no one uses it aright, being entirely a conductor towards real being.” “How do you say?” replied he. “I shall endeavour,” said I, “to explain at least my own opinion. With reference to those things which I distinguish with myself into such as lead towards intelligence, and such as do not, do you consider them along with me, and either agree or dissent, in order that we may more distinctly see, whether this be such as I conjecture respecting it.”—“Show me,” said he.

“I show you then,” said I, “if you perceive some things with relation to the senses, (523b) which call not intelligence to the inquiry, as they are sufficiently determined by sense, but other things which by all means call upon it to inquire, as sense does nothing sane.” “You plainly mean,” said he, “such things as appear at a distance, and such as are painted.” “You have not altogether,” said I, “apprehended my meaning.” “Which then,” said he, “do you mean?” “Those things,” said I, “call not upon intelligence, which do not (523c) issue in a contrary sensation at one and the same time; but such as issue in this manner, I establish to be those which call upon intelligence: since here sense manifests the one sensation no more than its contrary, whether it meet with it near, or at a distance. But you will understand my meaning more plainly in this manner. These, we say, are three fingers, the little finger, the next to it, and the middle finger.” “Plainly so,” replied he.

“Consider me then as speaking of them when seen near, and take notice of this concerning them.” “What?” “Each of them alike appears to be a (523d) finger, and in this there is no difference, whether it be seen in the middle or in the end; whether it be white or black, thick or slender, or any thing else of this kind; for in all these, the soul of the multitude is under no necessity to question their intellect what is a finger; for never does sight itself at the same time intimate finger to be finger, and its contrary.” “It does not,” replied he. “Is it not likely then,” said I, “that such a case as this at least shall neither call upon nor (523e) excite intelligence?” “It is likely.” “But what? with reference to their being great and small, does the sight sufficiently perceive this, and makes it no difference to it, that one of them is situated in the middle, or at the end; and in like manner with reference to their thickness and slenderness, their softness and hardness, does the touch sufficiently perceive these things; and in like manner the other senses, do they no way defectively manifest such things? Or does each of them act in this manner? (524a) First of all, must not that sense which relates to hard, of necessity relate likewise to soft; and feeling these, it reports to the soul, as if both hard and soft were one and the same?” “It does.” “And must not then the soul again,” said I, “in such cases, of necessity be in doubt, what the sense points out to it as hard, since it calls the same thing soft likewise; and so with reference to the sense relating to light and heavy; the soul must be in doubt what is light and what is heavy; if the sense intimates that heavy is light, and that light is heavy?” (524b) “These at least,” said he, “are truly absurd reports to the soul, and stand in need of examination.”

“It is likely then,” said I, “that first of all, in such cases as these, the soul, calling in reason and intelligence, endeavours to discover, whether the things reported be one, or whether they be two.” “Why not?” “And if they appear to be two, each of them appears to be one, and distinct from the other.” “It does.” “And if each of them be one, and both of them two, he will by intelligence perceive two distinct; for, if they were not distinct, (524c) he could not perceive two, but only one.” “Right.” “The sight in like manner, we say, perceives great and small, but not as distinct from each other, but as something confused. Does it not?” “It does.” “In order to obtain perspicuity in this affair, intelligence is obliged again to consider great and small, not as confused, but distinct, after a manner contrary to the sense of sight.” “True.” “And is it not from hence, somehow, that it begins to question us, What then is great, and what is small?” “By all means.” “And so we have called the one intelligible, and the other visible.” (524d) “Very right,” said he. “This then is what I was just now endeavouring to express, when I said, that some things call on the dianoëtic part, and others do not: and such as fall on the sense at the same time with their contraries, I define to be such as require intelligence, but such as do not, do not excite intelligence.” “I understand now,” said he, “and it appears so to me.”

“What now? with reference to number and unity, to which of the two classes do you think they belong?” “I do not understand,” replied he. “But reason by analogy,” said I, “from what we have already said: for, if unity be of itself sufficiently seen, (524e) or be apprehended by any other sense, it will not lead towards real being, as we said concerning finger. But if there be always seen at the same time something contrary to it, so as that it shall no more appear unity than the contrary, it would then require some one to judge of it: and the soul would be under a necessity to doubt within itself, and to inquire, exciting the conception within itself, and to interrogate (525a) it what this unity is. And thus the discipline which relates to unity would be of the class of those which lead, and turn the soul to the contemplation of real being.”

“But indeed this at least,” said he, “is what the very sight of it effects in no small degree: for we behold the same thing, at one and the same time, as one and as an infinite multitude.” “And if this be the case with reference to unity,” said I, “will not every number be affected in the same manner?” “Why not?” “But surely both computation and arithmetic wholly relate to number.” (525b) “Very much so.” “These then seem to lead to truth.” “Transcendently so.” “They belong then, as it seems, to those disciplines which we are investigating. For the soldier must necessarily learn these things, for the disposing of his ranks; and the philosopher for the attaining to real being, emerging from generation, or he can never become a reasoner.” “It is so,” replied he. “But our guardian at least happens to be both a soldier and a philosopher.” “Undoubtedly.” “It would be proper then, Glauco, to establish by law this discipline, and to persuade those who are to manage the greatest affairs of the city (525c) to apply to computation, and study it, not in a common way, but till by intelligence itself they arrive at the contemplation of the nature of numbers, not for the sake of buying, nor of selling, as merchants and retailers, but both for war, and for facility in the energies of the soul itself, and its conversion from generation to truth and essence.” “Most beautifully said,” replied he.

“And surely now, I perceive likewise,” said I, “at present whilst this discipline respecting computations is mentioned, (525d) how elegant it is, and every way advantageous towards our purpose, if one applies to it for the sake of knowledge, and not with a view to traffic!” “Which way?” replied he. “This very thing which we now mentioned, how vehemently does it somehow lead up the soul, and compel it to reason about numbers themselves, by no means admitting, if a man in reasoning with it shall produce numbers which have visible and tangible bodies! For you know of (525e) some who are skilled in these things, and who, if a man in reasoning should attempt to divide unity itself, would both ridicule him, and not admit it; but if you divide it into parts, they multiply them, afraid lest anyhow unity should appear not to be unity, but many parts.” “You say,” replied he, “most true.” (526a)

“What think you now, Glauco, if one should ask them: O admirable men! about what kind of numbers are you reasoning? in which there is unity, such as you think fit to approve, each whole equal to each whole, and not differing in the smallest degree, having no part in itself, what do you think they would answer?” “This, as I suppose; that they mean such numbers as can be conceived by the dianoëtic part alone, but cannot be comprehended in any other way.” “You see then, my friend,” said I, “that in reality this discipline appears to be (526b) necessary for us, since it seems to compel the soul to employ intelligence itself in the perception of truth itself.” “And surely now,” said he, “it effects this in a very powerful degree.” “But what? have you hitherto considered this? that those who are naturally skilled in computation appear to be acute in all disciplines; and such as are naturally slow, if they be instructed and exercised in this, though they derive no other advantage, yet at the same time all of them proceed so far as to become more acute than they were before.” “It is so,” replied he. (526c) “And surely, as I think, you will not easily find any thing, and not at all many, which occasion greater labour to the learner and student than this.” “No, indeed.” “On all these accounts then, this discipline is not to be omitted, but the best geniuses are to be instructed in it.” “I agree,” said he.

“Let this one thing then,” said I, “be established among us; and, in the next place, let us consider if that which is consequent to this in any respect pertains to us.” “What is it?” said he: “or, do you mean geometry?” “That very thing,” said I. “As far,” said he, (526d) “as it relates to warlike affairs, it is plain that it belongs to us; for, as to encampments, and the occupying of ground, contrasting and extending an army, and all those figures into which they form armies, both in battles and in marches, the same man would differ from himself when he is a geometrician, and when he is not.” “But surely now,” said I, “for such purposes as these, some little geometry and some portion of computation might suffice: but we must inquire, (526e) whether much of it, and great advances in it, would contribute any thing to this great end, to make us more easily perceive the idea of the good. And we say that every thing contributes to this, that obliges the soul to turn itself towards that region in which is the most divine of being, which it must by all means perceive.” “You say right,” replied he. “If therefore it compel the soul to contemplate essence, it belongs to us; but if it oblige it to contemplate generation, it does not belong to us.” “We say so indeed.” (527a) “Those then who are but a little conversant in geometry,” said I, “will not dispute with us this point at least, that this science is perfectly contrary to the common modes of speech, employed in it by those who practise it.” “How?” said he. “They speak somehow very ridiculously, and through necessity: for all the discourse they employ in it appears to be with a view to operation, and to practice. Thus they speak of making a square, of prolonging, of adjoining, and the like. But yet (527b) the whole of this discipline is somehow studied for the sake of knowledge.” “By all means indeed,” said he.

“Must not this further be assented to?” “What?” “That it is the knowledge of that which always is, and not of that which is sometimes generated and destroyed.” “This,” said he, “must be granted; for geometrical knowledge is of that which always is.” “It would seem then, generous Glauco, to draw the soul towards truth, and to be productive of a dianoëtic energy adapted to a philosopher, so as to raise this power of the soul to things above, instead of causing it improperly, as at present, to contemplate things below.” “As much as possible,” replied he. (527c) “As much as possible then,” said I, “must we give orders, that those in this most beautiful city of yours by no means omit geometry; for even its by-works are not inconsiderable.” “What by-works?” said he. “Those,” said I, “which you mentioned relating to war; and indeed with reference to all disciplines, as to the understanding of them more handsomely, we know somehow, that the having learned geometry or not, makes every way an entire difference.” “Every way, by Jupiter!” said he. “Let us then establish this second discipline for the youth.” “Let us establish it,” replied he. (527d)

“But what? shall we, in the third place, establish astronomy? or are you of a different opinion?” “I am,” said he, “of the same: for to be well skilled in the seasons of months and years, belongs not only to agriculture and navigation, but equally to the military art.” “You are pleasant,” said I, “as you seem to be afraid of the multitude, lest you should appear to enjoin useless disciplines: but this is not altogether a contemptible thing, though it is difficult to persuade them, that by each of these disciplines a certain organ of the soul is both purified and exsuscitated, (527e) which is blinded and buried by studies of another kind; an organ better worth saving than ten thousand eyes, since truth is perceived by this alone. To such therefore as are of the same opinion, you will very readily appear to reason admirably well: but such as have never observed this will probably think you say nothing at all: for they perceive no other advantage in these things worthy of attention. Consider now from this point, with which of these two you will reason; (528a) or carry on the reasonings with neither of them, but principally for your own sake, yet envy not another, if any one shall be able to be benefited by them.” “In this manner,” replied he, “I choose, on my own account principally both to reason, and to question and answer.”

“Come then,” said I, “let us go back again: for we have not rightly taken that which is consequent to geometry.” “How have we taken?” replied he. “After a plain surface,” said I, “we have taken a solid, moving in a circle, before we considered it by itself: (528b) but if we had proceeded rightly we should have taken the third argument immediately after the second, and that is some how the argument of cubes, and what participates of depth.” “It is so,” replied he. “But these things, Socrates, seem not yet to be discovered.” “The reason of it,” said I, “is two-fold. Because there is no city which sufficiently honours them, they are slightly investigated, being difficult; and besides, those who do investigate them want a leader, without which they cannot discover them. And this leader is in the first place hard to be obtained; and when he is obtained, as things are at present, those who investigate these particulars, as they conceive magnificently of themselves, (528c) will not obey him. But if the whole city presided over these things, and held them in esteem, such as inquired into them would be obedient, and their inquiries, being carried on with assiduity and vigour, would discover themselves what they were: since even now, whilst they are on the one hand despised and mutilated by the multitude, and on the other by those who study them without being able to give any account of their utility, they yet forcibly, under all these disadvantages, increase through their native grace: (528d) nor is it wonderful that they do so.” “Because truly,” said he, “this grace is very remarkable. But tell me more plainly what you were just now saying; for somehow that study which respects a plain surface you called geometry.” “I did,” said I. “And then,” said he, “you mentioned astronomy in the first place after it. But afterwards you drew back.” “Because, whilst I am hastening,” said I, “to discuss all things rapidly, I advance more slowly. For that augment by depth which was next according to method we passed over, because the investigation of it is ridiculous; and after geometry we mentioned astronomy, (528e) which is the circular motion of a solid.” “You say right,” replied he.

“We establish then,” said I, “astronomy as the fourth discipline, supposing that to subsist which we have now omitted, if the city shall enter upon it.” “It is reasonable,” said he. “And now that you agree with me, Socrates, I proceed in my commendation of astronomy, which you formerly reproved as unseasonable. (529a) For it is evident, I conceive, to every one, that this discipline compels the soul to look to that which is above, and from the things here conducts it thither.” “It is probable,” said I, “that it is evident to every one but to me. For to me it does not appear so.” “How then do you think of it?” replied he. “In the way it is now pursued by those who introduce it into philosophy, it entirely makes the soul to look downwards.” “How do you say?” replied he. “You seem to me,” said I, “to have formed with yourself no ignoble opinion of the discipline respecting things above, what it is: for you seem to think, (529b) that if any one contemplates the various bodies in the firmament, and, by earnestly looking up, apprehends every thing, you think that he has intelligence of these things; and does not merely see them with his eyes; and perhaps you judge right, and I foolishly. For I, on the other hand, am not able to conceive, that any other discipline can make the soul look upwards, but that which respects being, and that which is invisible; and if a man undertakes to learn any thing of sensible objects, whether he gape upwards, or bellow downwards, never shall I say that he learns; for I aver he has no science of these things, nor shall I say that his soul looks upwards, but downwards, (529c) even though he should learn lying on his back, either at land or at sea.”

“I am punished,” said he; “for you have justly reproved me. But which was the proper way, said you, of learning astronomy different from the methods adopted at present, if they mean to learn it with advantage for the purposes we speak of?” “In this manner,” said I, “that these variegated bodies in the heavens, as they are varied in a visible subject, be deemed the most beautiful and (529d) the most accurate of the kind, but far inferior to real beings, according to those orbits in which real velocity, and real slowness, in true number, and in all true figures, are carried with respect to one another, and carry all things that are within them. Which things truly are to be comprehended by reason and the dianoëtic power, but not by sight; or do you think they can?” “By no means,” replied he. “Is not then,” said I, “that variety in the heavens to be made use of as a paradigm for learning those real things, in the same manner (529e) as if one should meet with geometrical figures, drawn remarkably well and elaborately by Dædalus, or some other artist or painter? For a man who was skilled in geometry, on seeing these, would truly think the workmanship most excellent, yet would esteem it ridiculous to consider these things seriously, as if from thence he were to learn the truth, (530a) as to what were in equal, in duplicate, or in any other proportion.” “Why would it not be ridiculous?” replied he. “And do not you then think, that he who is truly an astronomer is affected in the same manner, when he looks up to the orbits of the planets? And that he reckons that the heavens and all in them are indeed established by the demiurgus of the heavens, in the most beautiful manner possible for such works to be established; but would not he deem him absurd, who should imagine that this proportion of night with day, and of both these to a month, and of a month to a year, and (530b) of other stars to such like things, and towards one another, existed always in the same manner, and in no way suffered any change, though they have a body, and are visible; and search by every method to apprehend the truth of these things?” “So it appears to me,” replied he, “whilst I am hearing you.” “Let us then make use of problems,” said I, “in the study of astronomy, as in geometry. (530c) And let us dismiss the heavenly bodies, if we intend truly to apprehend astronomy, and render profitable instead of unprofitable that part of the soul which is naturally wise.” “You truly enjoin a much harder task on astronomers,” said he, “than is enjoined them at present.” “And I think,” replied I, “that we must likewise enjoin other things, in the same manner, if we are to be of any service as law-givers. But can you suggest any of the proper disciplines?” “I can suggest none,” replied he, “at present at least.”

“Lation,” said I, “as it appears to me, affords us not one indeed, but many species of discipline. (530d) All of which any wise man can probably tell; but those which occur to me are two.” “What are they?” “Together with this,” said I, “there is its counter-part.” “Which?” “As the eyes,” said I, “seem to be fitted to astronomy, so the ears seem to be fitted to harmonious lation. And these seem to be sister sciences to one another, both as the Pythagoreans say, and we, Glauco, agree with them, or how shall we do?” “Just so,” replied he. (530e) “Shall we not,” said I, “since this is their great work, inquire how they speak concerning them—and, if there be any other thing besides these, inquire into it likewise? But above all these things, we will still guard that which is our own.” “What is that?” “That those we educate never attempt at any time to learn any of those things in an imperfect manner, and not pointing always at that mark to which all ought to be directed: as we now mentioned with reference to astronomy. (531a) Or do not you know that they do the same thing with regard to harmony, as in astronomy? For, whilst they measure one with another the symphonies and sounds which are heard, they labour like the astronomers unprofitably.” “Nay, by the gods,” said he, “and ridiculously too, whilst they frequently repeat certain notes, and often with their ears to catch the sound as from a neighbouring place; and some of them say they hear some middle note, but that the interval which measures them is the smallest; and others again doubt this, and say that the notes are the same as were sounded before; (531b) and both parties subject the intellect to the ears.” “But you speak,” said I, “of the lucrative musicians, who perpetually harass and torment their strings, and turn them on the pegs. But that the comparison may not be too tedious, I shall say nothing of their complaints of the strings, their refusals and stubbornness, but bring the image to an end. But I say we ought not to choose these to speak of harmony, but those true musicians whom we mentioned. (531c) For these do the same things here as the others did in astronomy; for in these symphonies which are heard, they search for numbers, but they pass not thence to the problems, to inquire what numbers are symphonious, and what are not, and the reason why they are either the one or the other.” “You speak,” said he, “of a divine work.” “It is then indeed profitable,” said I, “in the search of the beautiful and good, but if pursued in another manner it is unprofitable.” “It is likely,” said he.