República VII 535a-541b — Seleção para educação

Azcárate

—Por consiguiente —dije yo—, te falta ahora designar las personas a quienes debemos hacer partícipes de estas enseñanzas, y de qué manera.

—Es evidente —dijo.

—¿Recuerdas cuál es el carácter de los que hemos escogido para gobernar(12)?

—¿Cómo no?

—Entonces considera que también en otras cosas debemos escoger hombres de aquel temple, y que era preciso preferir los más firmes, los más valientes y, si es posible, los más hermosos; pero estas ventajas corporales y la nobleza de sentimientos no eran bastante, y se exigió que tuviesen las disposiciones convenientes para la educación que queríamos darles.

—¿Cuáles son estas disposiciones?

—Buen amigo —dije—, la sagacidad necesaria para el estudio de las ciencias y la facilidad para aprender; porque al alma repugnan más presto las dificultades que presentan las ciencias abstractas, que las que ofrece la gimnasia, porque el trabajo es sólo para el alma, que no lo comparte con el cuerpo.

—Cierto —dijo.

—Además es preciso que tengan memoria y tesón, que amen toda especie de trabajo sin distinción; pues de no ser así, ¿cómo crees que habrían de consentir la amalgama de tantos trabajos corporales y tantas reflexiones y ejercicios?

—Jamás lo consentirían de no haber nacido dotados de las condiciones más felices —contestó.

—En efecto, el error en que se incurre en nuestros días —dije yo— y que tanto daño ha causado a la filosofía procede, como ya hemos dicho(13), de la poca consideración en que se la tiene porque no está hecha para espíritus bastardos, sino para verdaderos y legítimos talentos.

—¿Cómo? —preguntó.

—Por lo pronto, los que quieran dedicarse a ella deben ser de tal suerte que nada haya en ellos de cojera en amor al trabajo. No basta que en parte sean laboriosos y en parte indolentes, que es lo que sucede cuando un joven, lleno de ardimiento por la gimnasia, por la caza y por todos los ejercicios del cuerpo, rechaza todo estudio y las conversaciones e indagaciones científicas, esquivando esta clase de trabajos. Igualmente cojean de amor al trabajo los que tienen un carácter enteramente opuesto.

—Nada más cierto —asintió.

—¿Y no deberemos colocar —pregunté— en el rango de las almas lisiadas con relación al estudio de la verdad las que, detestando la mentira voluntaria y no pudiendo sufrirla sin sentir repugnancia dentro de sí e indignación para los demás, no tienen el mismo horror por la mentira involuntaria, ni se consideran rebajados a sus propios ojos cuando se los convence de su ignorancia, y antes bien se revuelcan en ella con la misma complacencia que un puerco en el fango?

—Sí, sin duda —dijo.

—No menos atención es preciso prestar —dije yo— para discernir los caracteres nobles de los caracteres bastardos en razón de la templanza, de la fortaleza, de la grandeza de alma y de las demás virtudes. Por no saber distinguirlos, los particulares y los Estados someten sus intereses, éstos a magistrados débiles e incapaces, y aquéllos a amigos de iguales condiciones, por servirse de ellos inconscientemente.

—Eso sucede, en efecto —dijo.

—Tomemos, pues —dije—, todas las precauciones para hacer una buena elección, porque si sólo dedicamos a los estudios y ejercicios de esta importancia a personas a quienes nada falte ni con relación al cuerpo ni con relación al alma, la misma justicia nada tendrá que echarnos en cara, y nuestro Estado y nuestras leyes se mantendrán firmes; pero si dedicamos a estos trabajos personas indignas, sucederá todo lo contrario, y pondremos aún en más completo ridículo a la filosofía.

—Eso sería para nosotros una vergüenza —dijo.

—Sin duda, pero no me hago cargo de que yo mismo estoy dando lugar a que se rían a mi costa —dije.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque olvido que todo esto no es más que un juego —dije— y hablo con demasiado calor. Lo que me ha irritado es que al echar una mirada a la filosofía y verla tratada con el mayor desprecio, no he podido contener mi indignación contra los que la ultrajan y he hablado con demasiada seriedad.

—Tu auditorio no advierte que te hayas excedido, por Zeus —dijo.

—No lo cree así el orador —dije—. Pero sea de esto lo que quiera, no olvidemos que nuestra primera elección recaía sobre ancianos, y que aquí no estaría muy en su lugar, porque no hay que creer a Solón cuando dice que un anciano puede aprender muchas cosas(14); más fácil sería para él correr. No; todos los grandes trabajos están reservados a la juventud.

—Por fuerza —dijo.

—Desde la edad más tierna es preciso destinar nuestros discípulos al estudio de los números, de la geometría y demás ciencias que sirven de preparación a la dialéctica; pero es necesario desterrar de la enseñanza todo lo que sean trabas y coacciones.

—¿Por qué razón?

—Porque un espíritu libre —dije yo— no debe aprender nada como esclavo. Que los ejercicios del cuerpo sean forzosos o voluntarios, no por eso el cuerpo deja de sacar provecho; pero las lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma no tienen en ella ninguna fijeza.

—Es cierto —dijo.

—No emplees la violencia, pues, con los niños cuando les des las lecciones —dije—; haz de manera que se instruyan jugando, y así te pondrás mejor en situación de conocer las disposiciones de cada uno.

—Lo que dices me parece muy sensato —asintió.

—Y ¿recuerdas —pregunté— que, según dijimos antes, es preciso llevar a los niños a la guerra a caballo, hacer que presencien el combate, y hasta aproximarlos a la pelea cuando no haya en ella gran peligro, y procurar en cierta manera que gusten la sangre, como se hace con los perros jóvenes de caza?

—Me acuerdo de eso —dijo.

—Pondrás, pues, a un lado los que hayan mostrado más agilidad en estos trabajos, estudios y peligros —dije.

—¿A qué edad? —preguntó.

—Cuando hayan concluido su curso de ejercicios gimnásticos —dije—, porque durante este tiempo, que será de dos a tres años, les es imposible dedicarse a otra cosa, porque no hay nada más enemigo de las ciencias que la fatiga y el sueño. Por otra parte, los ejercicios gimnásticos son una prueba a la que importa mucho someterlos.

—¿Cómo no? —dijo.

—Pasado este tiempo, y cuando hayan llegado a los veinte años —seguí—, concederás, a los que hayas escogido, distinciones honrosas, y les presentarás en conjunto los conocimientos que hayan adquirido por separado durante la infancia, a fin de que se acostumbren a ver de una ojeada y desde un punto de vista general las relaciones que las disciplinas guardan entre sí, y a conocer la naturaleza del ser.

—Este método es el único que puede afirmar en ellos los conocimientos que habrán adquirido —dijo.

—También es el medio más seguro de distinguir la naturaleza dialéctica de cualquier otra —dije—; porque el que sabe reunir los objetos desde un punto de vista general ha nacido para la dialéctica; los que no están en este caso, no.

—Soy del mismo parecer —dijo.

—Después de haber observado —continué— cuáles son los mejores de este género, a los que hayan mostrado más constancia y firmeza, ya en el estudio, ya en los trabajos de la guerra, ya en las demás pruebas prescritas, cuando hayan llegado a los treinta años, les concederás mayores honores; y dedicándolos a la dialéctica, distinguirás los que, sin auxiliarse de los ojos y de los demás sentidos, puedan por la sola fuerza de la verdad elevarse hasta el conocimiento del ser; y aquí es, mi querido amigo, donde es preciso tomar las mayores precauciones.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿No has fijado tu atención —pregunté— en el gran mal que reina en nuestros días en la dialéctica?

—¿Qué mal? —dijo.

—Creo —dije— que está inficionada de iniquidad.

—Es cierto —dijo.

—¿Crees que haya nada de sorprendente en este desorden? ¿No excusas a los que se entregan a él? —pregunté.

—¿En qué concepto son excusables? —dijo.

—Les sucede lo mismo —dije— que a un hijo supuesto que, educado en el seno de una familia noble y opulenta, en medio del fausto y rodeado de adulaciones, se apercibiese, cuando fuese ya grande, de que los que se dicen sus padres no lo son, sin poder descubrir los verdaderos. ¿Podrías decirme qué pensaría de sus aduladores y de sus pretendidos padres antes de conocer su posición y después de haberla conocido? ¿O prefieres saber lo que yo pienso?

—Prefiero esto último —dijo.

—Me imagino que en el primer caso tendría respeto a su padre —dije—, a su madre y a los demás que miraba como parientes, que no a sus aduladores; que estaría más dispuesto a socorrerlos si los veía en la indigencia; que lo estaría menos a maltratarlos de palabra o de hecho; y, en una palabra, que en las cosas esenciales les obedecería antes que a sus aduladores durante todo el tiempo que ignorase la verdad.

—Es natural —dijo.

—Pero apenas supiera la verdad, en el momento, sus respetos y sus atenciones disminuirían para con aquéllos y aumentarían para con los aduladores; se entregaría a éstos con menos reservas que antes, siguiendo en todo sus consejos, y viviendo con ellos públicamente en la mayor familiaridad, mientras que nada le importaría ni su padre ni sus supuestos parientes, a no estar dotado de un natural muy bueno.

—Las cosas no dejarían de pasar como dices. Pero ¿cómo se relaciona esta imagen con los que se consagran a la dialéctica?

—De la manera siguiente: ¿no se nos educa desde la infancia en los principios de justicia y de honestidad, principios que honramos y obedecemos como a nuestros padres?

—Así es.

—¿No hay también —seguí— máximas opuestas a estos principios, máximas que sólo prometen placer y que asedian nuestra alma como otros tantos aduladores, pero que no arrastran a los que tengan un mínimo de mesura, que conservan siempre el mismo respeto y la misma sumisión a aquellos otros principios paternos?

—Así es.

—¿Y qué? —dije yo—. Si llega a preguntarse al que está en esta disposición de espíritu qué es lo que se llama honroso, y si después de haber respondido conforme a lo que aprendió de boca del legislador, se le rebate su respuesta, se le confunde en repetidas ocasiones y se le pone en la necesidad de dudar si aquello es más honroso que deshonroso; si se repite esta escena con respecto a lo justo, a lo bueno y a las demás cosas que él reverenciaba, ¿qué partido te parece que tomará en razón del respeto y de la sumisión que prestaba antes a los principios?

—Necesariamente los honraría y obedecería menos que antes —dijo.

—Pues bien —dije yo—, cuando llegue el caso de no sentir el mismo respeto por tales principios y de no reconocer las relaciones íntimas que con él tienen, y si, por otra parte, le es imposible descubrir por sí mismo la verdad, ¿cómo puede menos de abrazar otra vida sino aquella que le lisonjea?

—No puede menos —dijo.

—Se hará, por consiguiente, rebelde a las leyes a que era antes sumiso.

—Por fuerza.

—Por consiguiente, los que se dedican a la dialéctica de esta manera, ¿no deben caer en este inconveniente y, después de todo, merecer que se les perdone?

—Y además que se les tenga compasión —dijo.

—Pues para no exponer a nuestros discípulos a la misma compasión, cuando hayan llegado a los treinta años y antes de destinarlos a la dialéctica, procurarás tomar todas las precauciones necesarias.

—Desde luego —dijo.

—¿No es una excelente precaución que no gusten de la dialéctica cuando son demasiado jóvenes? No ignoras, sin duda, que los jóvenes, cuando han gustado de los primeros argumentos, se sirven de ellos como de un pasatiempo, y tienen fruición en provocar controversias sin cesar. A ejemplo de los que los han confundido en la disputa, ellos, a su vez, confunden a los demás y, semejantes a los perros jóvenes, se complacen en dar tirones y mordiscos verbales a cuantos se les aproximan.

—Sí, gozan soberanamente —dijo.

—Después de muchas disputas en que han salido unas veces vencidos y otras vencedores, concluyen, de ordinario, por no creer nada de lo que creían antes. De esta manera dan ocasión a que los demás los desacrediten a ellos y a la filosofía.

—Nada más cierto —dijo.

—En una edad más madura, en cambio —dije yo—, no se incurrirá en esta manía; se imitará, más bien, a los que trabajan para descubrir la verdad, que a los que contradicen sólo por entretenimiento y diversión. De esta manera se comportará él de forma más moderada y se pondrá la profesión filosófica en un grado de estimación que no tenía antes.

—Muy bien —dijo.

—Por vía de precaución dijimos antes que a los ejercicios de la dialéctica sólo debían admitirse espíritus sólidos y graves, en vez de admitir, como se hace en nuestros días, al primero que llega, aun cuando muchas veces no tenga disposición para ello.

—Totalmente cierto —dijo.

—¿Será bastante dar a la dialéctica un tiempo doble del que se ha dado a la gimnasia, y consagrarse a ella sin tregua y tan exclusivamente como se hizo con los ejercicios del cuerpo?

—¿Cuántos años? ¿Cuatro o seis? —preguntó.

—No importa: pon cinco. Después de esto los harás descender de nuevo a la caverna, en efecto, obligándoles a pasar por los empleos militares y por las demás funciones propias de su edad, a fin de que no cedan a nadie en experiencia. Observarás si en todas estas pruebas se mantienen firmes, aunque estén distraídos y sean solicitados por todas partes, o si vacilan.

—¿Y cuánto tiempo han de durar estas pruebas? —dijo.

—Quince años —contesté—. Entonces es llegada la ocasión de conducir al término a aquellos que a los cincuenta años hayan salido indemnes de estas pruebas, y se hayan distinguido en el estudio y en toda su conducta, precisándoles a dirigir el ojo del alma hacia aquello que alumbra todas las cosas, a contemplar el bien y a servirse de él toda su vida como de un modelo para gobernar, cada cual en su día, sus costumbres, las del Estado y las de los particulares, ocupándose casi siempre del estudio de la filosofía, pero cargando, cuando toque el turno, con el peso de la autoridad y de la administración de los negocios sin otro fin que el bien público, y en la persuasión de que se trata menos de ocupar un puesto de honor que de cumplir un deber indispensable. Entonces es cuando, después de haber trabajado sin descanso en formar y dejar al Estado sucesores dignos de reemplazarles, podrán pasar de esta vida a las Islas de los Bienaventurados. El Estado les erigirá magníficos mausoleos y, si la Pitia lo autoriza, se les harán sacrificios como a genios tutelares o, por lo menos, como a almas bienaventuradas y divinas.

—Acabas, Sócrates —exclamó—, de fabricar, como un hábil escultor, perfectos hombres de Estado.

—Di también mujeres, mi querido Glaucón —dije yo—, porque no creas que haya hablado yo más bien de hombres que de mujeres, siempre que estén dotadas de una aptitud conveniente(15).

—Así debe ser, puesto que en nuestro sistema es preciso que todo sea común entre los dos sexos —dijo.

—Y bien, amigos míos —dije—, ¿me concederéis ahora que nuestro proyecto de Estado y de gobierno no es una vana quimera? La ejecución es difícil, sin duda, pero es posible; y sólo lo es, como se ha dicho, cuando estén a la cabeza de los gobiernos uno o muchos verdaderos filósofos que, mirando con desprecio los honores que hoy con tanto ardor se solicitan, en la convicción de que no tienen ningún valor, no estimando sino lo recto y los honores que de ello dimanan, poniendo la justicia por encima de todo por su importancia y su necesidad, sometidos en todo a sus leyes y esforzándose en hacerlas prevalecer, acometan la organización de su propio Estado.

—¿De qué manera? —preguntó.

—Enviarán al campo a todos los ciudadanos que pasen de diez años; y después de haber, de esta suerte, sustraído al influjo de las actuales costumbres a los hijos de estos ciudadanos, los educarán conforme a sus propias costumbres y a sus propias leyes, que son las que nosotros hemos expuesto antes. Por este medio establecerán en el Estado, en poco tiempo y sin dificultad, el gobierno de que hemos hablado, brindando así grandes beneficios al pueblo.

—Desde luego —dijo—. Creo, Sócrates, que has encontrado la manera como debe llevarse a cabo nuestro proyecto, en el supuesto de que algún día se verifique.

—¿Daremos, pues, aquí por terminado nuestro discurso sobre el Estado y sobre el hombre que se le parece? Pues es fácil también ver ahora cuál debe ser este hombre según nuestros principios.

—Está claro —dijo—; y, en lo tocante a tu pregunta, la materia está agotada.

Chambry

— Alors, dis-je, c’est la répartition qu’il te reste à faire : à savoir à qui nous donnerons ces enseignements, et de quelle manière.

— Oui, visiblement, dit-il.

— Or tu te rappelles, dans la sélection antérieure des dirigeants, lesquels nous avions sélectionnés ?

— Comment ne pas s’en souvenir ? dit-il.

— Eh bien pour l’essentiel, dis-je, considère que ce sont bien ces natures-là qu’il faut sélectionner : en effet il faut préférer les plus fermes et les plus virils, et autant que possible ceux qui ont la plus belle apparence ; mais qu’outre cela il faut rechercher b des hommes au caractère non seulement noble et vaillant, mais qui devront “aussi posséder, dans leur nature, des éléments propices à cette éducation.

— Comment les détermines-tu ?

— Il faut, homme bienheureux, dis-je, qu’ils aient un vif goût de l’étude, et qu’ils n’aient pas de difficulté à apprendre, Car sans aucun doute les âmes sont bien plus intimidées par les études exigeantes que par les exercices gymniques exigeants : c’est que l’effort les concerne plus en propre, leur est particulier, et qu’elles ne le partagent pas avec le corps.

— C’est vrai, dit-il.

— Et il faut aussi chercher un individu qui ait de la mémoire, qui soit infatigable, et c qui ait du goût pour toutes les sortes d’efforts. Comment sinon crois-tu que quelqu’un consentira à la fois à endurer les efforts du corps, et à accomplir un tel apprentissage et un tel exercice ?

— Personne n’y consentira, dit-il, à moins qu’il ne soit naturellement bien doué à tous égards.

— Or l’erreur d’aujourd’hui, dis-je (et c’est à cause de cela que le discrédit est tombé sur la philosophie), comme nous l’avons dit auparavant, c’est qu’on s’y attache sans être digne d’elle ; car il faudrait que s’y attachent non des bâtards, mais des fils authentiques.

— En quel sens dis-tu cela ?

— En premier lieu, dis-je, il faut d que celui qui veut s’y attacher ne boite pas dans son goût de l’effort, l’aimant à moitié et le détestant à moitié. Or c’est ce qui a lieu lorsque quelqu’un a du goût pour l’exercice gymnique, pour la chasse, et pour tous les efforts qui mettent en jeu le corps, mais qu’il n’a pas de goût pour l’étude, n’aime pas écouter, ni n’est doué pour la recherche, mais hait l’effort dans tous ces domaines. Et j’appelle aussi boiteux celui dont l’amour de l’effort est orienté en sens contraire.

— Tu dis tout à fait vrai, dit-il.

— Par conséquent par rapport à la vérité aussi, dis-je, “nous considérerons de la même façon comme mutilée l’âme e qui certes hait la fausseté délibérée, et la supporte difficilement elle-même, et s’indigne vivement quand d’autres disent le faux, mais qui accepte de bonne humeur la fausseté involontaire, et qui, lorsqu’elle est convaincue d’ignorance sur quelque point, ne s’en indigne pas, mais se vautre sans façons dans son ignorance, comme un porc bestial ? 536 — Oui, exactement, dit-il.

— Et par rapport à la tempénnce aussi, dis-je, à la virilité, à la hauteur de vues, et à toutes les parties de l’excellence, il ne faut pas moins prendre garde à distinguer qui est bâtard, et qui est authentique. Car lorsqu’on ne sait pas examiner ce genre de questions, qu’on soit un individu ou une cité, on a recours, sans s’en apercevoir, à des boiteux et à des bâtards pour ce dont on se trouve avoir besoin, en les prenant comme amis, ou comme dirigeants.

— C’est exactement ainsi qu’il en va, dit-il.

— Il nous faut donc, dis-je, prendre bien soin de toutes ces choses. b Car si ce sont des hommes aux membres et à l’esprit droits que nous éduquons, après les avoir amenés à un enseignement et à un exercice si difficiles, la justice elle-même ne pourra nous blâmer, et nous préserverons à la fois la cité et le régime politique ; tandis que si ce sont des gens d’autre sorte que nous y menons, nous aboutirons au résultat tout à fait opposé, tout en faisant déverser encore plus de ridicule sur la philosophie.

— Oui, ce serait assurément déshonorant, dit-il.

— Exactement, dis-je ; mais j’ai l’impression que c’est moi-même aussi, pour l’instant, qui suis ridicule.

— En quoi ? dit-il.

— J’avais oublié, dis-je, c que nous étions en train de jouer, et j’ai trop haussé le ton. En effet, en parlant j’ai regardé du côté de la philosophie, et en la voyant indignement couver te de boue, il me semble que je me suis “emporté, et que j’ai dit ce que j’ai dit en me mettant en colère contre ceux qui en sont la cause, avec trop de sérieux.

— Non, par Zeus, dit-il, en tout cas pas à mon avis d’auditeur.

— Mais à mon avis à moi d’orateur, dis-je. Cependant n’oublions pas ceci : dans notre sélection précédente nous avons sélectionné les vieillards, tandis que dans celle-ci ce ne sera pas acceptable. En effet d il ne faut pas en croire Solon quand il dit qu’en vieillissant on est capable de beaucoup apprendre : non, on en est encore moins capable que de courir ; c’est aux jeunes que reviennent tous les efforts intenses et fréquents.

— Nécessairement, dit-il.

— Par conséquent ce qui touche aux calculs, à la géométrie, et à tout l’enseignement préalable qui doit être donné avant la dialectique, il faut le leur proposer quand ils sont enfants, sans donner à l’enseignement l’allure d’une contrainte à apprendre.

— Pourquoi donc ?

— Parce que, dis-je, il faut que l’homme e libre ne suive aucun enseignement dans un climat d’esclavage. Les efforts du corps, en effet, quand ils sont imposés par la force, ne peuvent pas faire de mal au corps ; tandis qu’aucun enseignement, s’il est imposé à l’âme par la force, ne peut s’y maintenir.

— C’est vrai, dit-il.

— N’aie donc pas recours à la force, homme excellent, dis-je, pour mener les enfants dans leurs études, mais aux 537 jeux, de façon à être plus à même de distinguer pour quoi chacun est naturellement doué.

— Ce que tu dis est raisonnable, dit-il.

— Or te souviens-tu, dis-je, que nous avons affirmé qu’il fallait mener les enfants même à la guerre, sur des chevaux, pour qu’ils en aient le spectacle, et que si c’était à peu près sans risque, il fallait en outre les amener à “proximité du combat et leur faire goûter le sang, comme aux chiots ?

— Je m’en souviens, dit-il.

— Dès lors, en toutes ces choses, dis-je, les exercices pénibles, les études, et les situations dangereuses, celui qui à chaque fois apparaîtra comme le plus alerte, il faudra le sélectionner dans un groupe à part. b — À quel âge ? dit-il.

— Lorsqu’on leur laissera abandonner les exercices gymniques obligatoires, dis-je ; car dans la période pré- cédente, qu’elle soit de deux ou de trois ans, il était impossible de faire quoi que ce soit d’autre ; fatigue et sommeil, en effet, sont ennemis des études. Et en même temps ce sera l’une des épreuves, et pas la moindre, que de voir quelle valeur chacun aura montrée au cours des exercices gymniques.

— Oui, forcément, dit-il.

— Donc, après cette période, dis-je, ceux des jeunes âgés de vingt ans qu’on aura sélectionnés recevront des honneurs plus grands que les autres, et les enseignements c que, dans leur éducation d’enfants, on leur avait pré- sentés pêle-mêle, il faudra les rassembler de façon à leur donner une vue synoptique de la parenté des enseignements les uns avec les autres, et avec la nature de ce qui est réellement.

— Certes, dit-il, seul un tel enseignement peut rester ferme, chez ceux en qui il est introduit.

— Et c’est aussi, dis-je, le meilleur moyen de mettre à l’épreuve le naturel doué pour le dialogue, dialectique, pour le distinguer de celui qui ne l’est pas ; car celui qui est capable d’avoir une vue synoptique est dialecticien, l’autre non.

— Je le crois comme toi, dit-il.

— Il faudra donc, dis-je, que tu les soumettes à un examen sur ces points, d pour savoir lesquels parmi eux correspondront le mieux à ces exigences : d’être “constants dans les études, mais constants aussi à la guerre et dans les autres obligations légales ; ce sont ceux-là, lorsqu’ils auront passé les trente ans, qu’il faudra préférer parmi ceux déjà préférés, porter à de plus grands honneurs ; et il faudra déterminer, en mettant à l’épreuve leur faculté de dialoguer, lequel est capable, en se passant des yeux et du reste des organes de la perception, d’aller avec vérité vers cela même qui est réellement. Et c’est là une tâche qui demande grande vigilance, mon camarade.

— Pourquoi particulièrement ! dit-il.

— Tu ne remarques pas, e dis-je, l’ampleur du mal qui atteint à présent l’activité dialectique ?

— Lequel ? dit-il.

— En quelque sorte, dis-je, les gens s’y emplissent de mépris des lois.

— Oui, exactement, dit-il.

— Or trouves-tu étonnant que cela leur arrive, et ne le leur pardonnes-tu pas ?

— Par quel biais au juste ? dit-il.

— C’est, dis-je, comme si un enfant adopté élevé parmi de grandes richesses, au milieu d’une parentèle 538 nombreuse et importante et de nombreux flatteurs, s’apercevait, devenu homme, qu’il n’est pas l’enfant de ceux qui affirment être ses parents, sans pour autant découvrir ceux qui l’ont réellement engendré : peux-tu imaginer ce que serait son état d’esprit envers les flatteurs, et envers ceux qui sont ses parents adoptifs, à l’époque où il ne connaissait pas l’affaire de la substitution, et à celle où au contraire il la connaît ? Ou bien veux-tu entendre comment je l’imagine ?

— Oui, c’est ce que je préfère, dit-il.

— J’imagine donc, dis-je, qu’à l’époque où il ne saurait pas il honorerait plus son père et sa b mère et les autres qui semblent être ses parents, que les flatteurs ; qu’il les négligerait moins quand ils ont quelque besoin, qu’il irait moins agir ou parler contre eux en violation des lois ; qu’il “refuserait moins de leur obéir, sur les choses importantes, qu’aux flatteurs,

— C’est vraisemblable, dit-il.

— En revanche, une fois qu’il se sera aperçu de ce qu’il en est, j’imagine qu’au contraire, vis-à-vis des premiers, ses marques d’honneur et le sérieux de son zèle se relâ- cheraient, tandis que vis-à-vis des flatteurs ils s’intensifieraient, qu’à la fois il obéirait à ces derniers incomparablement plus qu’auparavant, c et vivrait désormais conformément à leurs vœux, et les fréquenterait sans se cacher, mais que du père de jadis, et de ses autres prétendus parents, à moins qu’il ne soit par nature tout à fait admirable, il ne tiendrait aucun compte.

— Ce que tu racontes, dit-il, est tout à fait ce qui se produirait. Mais de quelle façon cette image s’applique-t-elle à ceux qui s’attachent aux dialogues ?

— De la façon suivante, Nous avons depuis l’enfance, n’est-ce pas, des croyances au sujet de ce qui est juste, et de ce qui est beau, dans lesquelles nous avons été élevés comme par des parents, obéissant à ces croyances comme à des dirigeants, et les honorant.

— Oui, nous les avons.

— Or il y a aussi d d’autres pratiques, opposées à ces croyances, et porteuses de plaisirs, qui flattent notre âme et l’attirent à elles, sans convaincre ceux qui sont un tant soit peu mesurés ; ces derniers honorent les croyances “paternelles ” , et leur obéissent comme à des dirigeants.

— C’est cela.

— Mais dis-moi, repris-je. Lorsqu’à un homme qui se comporte ainsi on pose la question : qu’est-ce que le convenable ? et qu’ayant répondu ce qu’il a entendu du législateur, il voit sa parole réfutée ; et qu’en le réfutant souvent et de nombreuses façons on le réduit à l’opinion que ce qu’il a nommé tel e n’est en rien plutôt convenable que déshonorant, et de même pour ce qui est juste, ce qui est bon, et ce qu’il tenait le plus en honneur, après cela “comment crois-tu qu’il se comportera par rapport à ces valeurs, pour ce qui est de les honorer et de leur obéir comme à des dirigeants ?

— Nécessairement, dit-il, il ne les honorera ni ne leur obéira plus autant.

— Or, dis-je, lorsqu’il considérera que ces choses ne sont ni honorables, ni ses parentes comme auparavant, sans avoir pour autant découvert le vrai, est-il vraisemblable qu’il s’oriente 539 vers quelque autre vie que vers celle qui le flatte ?

— Non, cela ne se peut, dit-il.

— Dès lors, je crois, il donnera l’impression de mépriser la loi, lui qui la respectait.

— Nécessairement.

— Par conséquent, dis-je, ce qui arrive à ceux qui s’attachent ainsi aux dialogues est normal, et, comme je le disais à l’instant, cela mérite tout à fait )e pardon.

— Et la pitié, dit-il.

— Par conséquent, pourque cette pitié n’ait pas à s’exercer envers ces hommes de trente ans, il te faudra prendre toutes les précautions quand tu les mettras aux dialogues ?

— Oui, exactement, dit-il.

— Eh bien n’est-ce pas déjà une précaution essentielle, que d’éviter b qu’ils n’y goûtent dès leur jeunesse ? Car, je crois, tu n’as pas été sans t’apercevoir que les tout jeunes gens, lorsqu’ils goûtent pour la première fois aux échanges d’arguments, en font un usage pervers, comme d’un jeu, s’en servant toujours pour contredire, et qu’en imitant ceux qui réfutent, eux-mêmes en réfutent d’autres, prenant plaisir, comme de jeunes chiens, à tirer et à déchiqueter par la parole quiconque se trouve près d’eux.

— Oui, un plaisir extraordinaire,

— Dès lors, lorsqu’ils ont eux-mêmes réfuté beaucoup de gens, et qu’ils ont été réfutés par beaucoup, ils se “jettent c vite, et violemment, dans le refus de rien penser de ce qu’ils pensaient auparavant ; et en conséquence eux-mêmes, aussi bien que tout ce qui touche à la philosophie, se trouvent déconsidérés aux yeux des gens.

— C’est tout à fait vrai, dit-il.

— Tandis qu’un homme plus âgé, dis-je, ne consentirait pas à participer d’un tel délire ; il imitera celui qui veut dialoguer pour examiner le vrai, plutôt que celui qui, pour s’amuser, joue à contredire : il sera plus mesuré d lui-même, et du coup il rendra cette occupation plus honorable, au lieu de la déconsidérer.

— C’est exact, dit-il.

— Or tout ce que nous avions dit auparavant sur ce point, visait aussi à cette précaution : quand nous disions que devaient être ordonnés et stables les naturels auxquels on accorderait de prendre part aux dialogues, et que ce ne serait pas comme à présent le premier venu, celui qui ne convient nullement, qui pourrait aborder cela ?

— Oui, exactement, dit-il.

Cela suffit-il donc, pour ce qui est de la participation aux dialogues, de s’y tenir continûment et avec intensité, sans rien faire d’autre, mais en s’y exerçant “gymniquement ” d’une façon qui fasse pendant aux exercices gymniques du corps, durant deux fois plus d’années que pour ceux-là ? e — Veux-tu dire six ans, dit-il, ou quatre?

— Peu importe, dis-je, mettons cinq. Car après cela tu devras les faire redescendre dans la caverne de tout à l’heure, et les contraindre à exercer la direction dans le domaine de la guerre, et dans toutes les fonctions de direction propres aux jeunes gens, pour qu’en matière d’expérience non plus ils n’aient pas de retard sur les autres. Et il faudra encore, là aussi, les éprouver pour voir si, quand ils seront tiraillés de tous côtés, 540 ils resteront fermes ou se laisseront ébranler. ”

— Et quelle durée, dit-il, assignes-tu à cela ?

— Quinze ans, dis-je. Et quand ils auront atteint cinquante ans, ceux d’entre eux qui seront restés intacts et auront excellé de toutes les manières et en tout point, dans l’action et dans le savoir, il faudra enfin les pousser vers le terme, et les contraindre, en relevant ce qu’il y a d’éclatant dans leur âme, à porter leurs regards sur ce qui procure de la lumière à toutes choses, et à regarder le bien lui-même, pour avoir recours à lui comme à un modèle, et ordonner à la fois la cité, les particuliers, b et eux-mêmes, pendant le reste de leur vie, chacun à son tour : qu’ils consacrent la plupart du temps à la philosophie, mais lorsque vient leur tour, qu’ils viennent trimer dans les choses politiques, et que chacun dirige dans l’intérêt de la cité, en faisant cela non pas comme quelque chose d’honorable, mais comme une tâche nécessaire ; qu’ayant ainsi éduqué à chaque fois d’autres hommes pour les rendre tels qu’eux-mêmes, ils les laissent à leur place comme gardiens de la cité, et partent résider dans les îles des bienheureux. Et que la cité leur accorde des monuments, et des sacrifices, c à frais publics, comme à des Génies, si toutefois la Pythie l’approuve, et sinon comme à des êtres à la fois heureux et divins.

— Ils sont très beaux, Socrate, dit-il, les dirigeants que, comme un sculpteur de statues, tu as fabriqués là.

— Et les dirigeantes aussi, Glaucon, dis-je. Car ne crois nullement que ce que j’ai dit concerne plus les hommes que les femmes, celles des femmes du moins qui naissent avec des natures satisfaisantes.

— Tu as raison, dit-il, si en effet elles doivent avoir tout en commun à égalité avec les hommes, comme nous l’avons exposé,

— Mais d voyons, dis-je. Etes-vous d’accord que ce que nous avons décrit au sujet de la cité et du régime politique n’était pas un vœu pieux : c’était certes difficile, mais c’était réalisable de quelque façon, et pas d’une autre que “celle qui a été dite, à savoir lorsque ceux qui sont véritablement philosophes, devenus soit à plusieurs, soit un seul, détenteurs du pouvoir dans une cité, mépriseront les honneurs d’à présent, jugeant qu’ils sont incompatibles avec la Jiberté et ne valent rien, mais auront la plus haute estime pour la rectitude, et pour les honneurs qui en proviennent, e considérant comme le plus important et le plus nécessaire ce qui est juste ; et qu’ils se mettront donc à son service en le favorisant pour organiser leur propre cité ?

— De quelle façon ? dit-il.

— Ceux qui dans la cité, dis-je, se trouveront avoir plus de dix ans, ils les expulseront tous 541 vers la campagne, et ils mettront leurs propres enfants à l’abri des mœurs d’à présent, qui sont précisément celles de leurs parents, pour pouvoir les élever selon leurs mœurs et leurs lois propres, à savoir celles que nous avons exposées tout à l’heure ; c’est ainsi, n’est-ce pas, que la cité, avec le régime politique mis en place, pourra, de la façon la plus rapide et la plus aisée, connaître le bonheur elle-même, tandis que le peuple chez qui elle sera installée en tirera le plus grand profit ?

— Exactement ainsi, b dit-il. Et tu me sembles, Socrate, avoir bien découvert de quelle façon cela pourrait se produire, si cela se produisait jamais.

— Eh bien, dis-je, ne sont-ils pas suffisants, nos échanges d’arguments au sujet de cette cité, comme de l’homme qui lui est semblable ? Car on voit assez, n’est-ce pas, comment nous affirmerons qu’il doit être, lui aussi.

— On le voit, dit-il. Et la question que tu mentionnes me semble être parvenue à son terme.

Jowett

But to whom we are to assign these studies, and in what way they are to be assigned, are questions which remain to be considered.

Yes, clearly.

You remember, I said, how the rulers were chosen before ?

Certainly, he said.

The same natures must still be chosen, and the preference again given to the surest and the bravest, and, if possible, to the fairest ; and, having noble and generous tempers, they should also have the natural gifts which will facilitate their education.

And what are these ?

Such gifts as keenness and ready powers of acquisition ; for the mind more often faints from the severity of study than from the severity of gymnastics : the toil is more entirely the mind’s own, and is not shared with the body.

Very true, he replied.

Further, he of whom we are in search should have a good memory, and be an unwearied solid man who is a lover of labor in any line ; or he will never be able to endure the great amount of bodily exercise and to go through all the intellectual discipline and study which we require of him.

Certainly, he said ; he must have natural gifts.

The mistake at present is that those who study philosophy have no vocation, and this, as I was before saying, is the reason why she has fallen into disrepute : her true sons should take her by the hand, and not bastards.

What do you mean ?

In the first place, her votary should not have a lame or halting industry — I mean, that he should not be half industrious and half idle : as, for example, when a man is a lover of gymnastics and hunting, and all other bodily exercises, but a hater rather than a lover of the labor of learning or listening or inquiring. Or the occupation to which he devotes himself may be of an opposite kind, and he may have the other sort of lameness.

Certainly, he said.

And as to truth, I said, is not a soul equally to be deemed halt and lame which hates voluntary falsehood and is extremely indignant at herself and others when they tell lies, but is patient of involuntary falsehood, and does not mind wallowing like a swinish beast in the mire of ignorance, and has no shame at being detected ?

To be sure.

And, again, in respect of temperance, courage, magnificence, and every other virtue, should we not carefully distinguish between the true son and the bastard ? for where there is no discernment of such qualities, States and individuals unconsciously err ; and the State makes a ruler, and the individual a friend, of one who, being defective in some part of virtue, is in a figure lame or a bastard.

That is very true, he said.

All these things, then, will have to be carefully considered by us ; and if only those whom we introduce to this vast system of education and training are sound in body and mind, justice herself will have nothing to say against us, and we shall be the saviours of the constitution and of the State ; but, if our pupils are men of another stamp, the reverse will happen, and we shall pour a still greater flood of ridicule on philosophy than she has to endure at present.

That would not be creditable.

Certainly not, I said ; and yet perhaps, in thus turning jest into earnest I am equally ridiculous.

In what respect ?

I had forgotten, I said, that we were not serious, and spoke with too much excitement. For when I saw philosophy so undeservedly trampled under foot of men I could not help feeling a sort of indignation at the authors of her disgrace : and my anger made me too vehement.

Indeed ! I was listening, and did not think so.

But I, who am the speaker, felt that I was. And now let me remind you that, although in our former selection we chose old men, we must not do so in this. Solon was under a delusion when he said that a man when he grows old may learn many things — for he can no more learn much than he can run much ; youth is the time for any extraordinary toil.

Of course.

And, therefore, calculation and geometry and all the other elements of instruction, which are a preparation for dialectic, should be presented to the mind in childhood ; not, however, under any notion of forcing our system of education.

Why not ?

Because a freeman ought not to be a slave in the acquisition of knowledge of any kind. Bodily exercise, when compulsory, does no harm to the body ; but knowledge which is acquired under compulsion obtains no hold on the mind.

Very true.

Then, my good friend, I said, do not use compulsion, but let early education be a sort of amusement ; you will then be better able to find out the natural bent.

That is a very rational notion, he said.

Do you remember that the children, too, were to be taken to see the battle on horseback ; and that if there were no danger they were to be brought close up and, like young hounds, have a taste of blood given them ?

Yes, I remember.

The same practice may be followed, I said, in all these things — labors, lessons, dangers — and he who is most at home in all of them ought to be enrolled in a select number.

At what age ?

At the age when the necessary gymnastics are over : the period, whether of two or three years, which passes in this sort of training is useless for any other purpose ; for sleep and exercise are unpropitious to learning ; and the trial of who is first in gymnastic exercises is one of the most important tests to which our youth are subjected.

Certainly, he replied.

After that time those who are selected from the class of twenty years old will be promoted to higher honor, and the sciences which they learned without any order in their early education will now be brought together, and they will be able to see the natural relationship of them to one another and to true being.

Yes, he said, that is the only kind of knowledge which takes lasting root.

Yes, I said ; and the capacity for such knowledge is the great criterion of dialectical talent : the comprehensive mind is always the dialectical.

I agree with you, he said.

These, I said, are the points which you must consider ; and those who have most of this comprehension, and who are most steadfast in their learning, and in their military and other appointed duties, when they have arrived at the age of thirty will have to be chosen by you out of the select class, and elevated to higher honor ; and you will have to prove them by the help of dialectic, in order to learn which of them is able to give up the use of sight and the other senses, and in company with truth to attain absolute being : And here, my friend, great caution is required.

Why great caution ?

Do you not remark, I said, how great is the evil which dialectic has introduced ?

What evil ? he said.

The students of the art are filled with lawlessness.

Quite true, he said.

Do you think that there is anything so very unnatural or inexcusable in their case ? or will you make allowance for them ?

In what way make allowance ?

I want you, I said, by way of parallel, to imagine a supposititious son who is brought up in great wealth ; he is one of a great and numerous family, and has many flatterers. When he grows up to manhood, he learns that his alleged are not his real parents ; but who the real are he is unable to discover. Can you guess how he will be likely to behave toward his flatterers and his supposed parents, first of all during the period when he is ignorant of the false relation, and then again when he knows ? Or shall I guess for you ?

If you please.

Then I should say that while he is ignorant of the truth he will be likely to honor his father and his mother and his supposed relations more than the flatterers ; he will be less inclined to neglect them when in need, or to do or say anything against them ; and he will be less willing to disobey them in any important matter.

He will.

But when he has made the discovery, I should imagine that he would diminish his honor and regard for them, and would become more devoted to the flatterers ; their influence over him would greatly increase ; he would now live after their ways, and openly associate with them, and, unless he were of an unusually good disposition, he would trouble himself no more about his supposed parents or other relations.

Well, all that is very probable. But how is the image applicable to the disciples of philosophy ?

In this way : you know that there are certain principles about justice and honor, which were taught us in childhood, and under their parental authority we have been brought up, obeying and honoring them.

That is true.

There are also opposite maxims and habits of pleasure which flatter and attract the soul, but do not influence those of us who have any sense of right, and they continue to obey and honor the maxims of their fathers.

True.

Now, when a man is in this state, and the questioning spirit asks what is fair or honorable, and he answers as the legislator has taught him, and then arguments many and diverse refute his words, until he is driven into believing that nothing is honorable any more than dishonorable, or just and good any more than the reverse, and so of all the notions which he most valued, do you think that he will still honor and obey them as before ?

Impossible.

And when he ceases to think them honorable and natural as heretofore, and he fails to discover the true, can he be expected to pursue any life other than that which flatters his desires ?

He cannot.

And from being a keeper of the law he is converted into a breaker of it ?

Unquestionably.

Now all this is very natural in students of philosophy such as I have described, and also, as I was just now saying, most excusable.

Yes, he said ; and, I may add, pitiable.

Therefore, that your feelings may not be moved to pity about our citizens who are now thirty years of age, every care must be taken in introducing them to dialectic.

Certainly.

There is a danger lest they should taste the dear delight too early ; for youngsters, as you may have observed, when they first get the taste in their mouths, argue for amusement, and are always contradicting and refuting others in imitation of those who refute them ; like puppy-dogs, they rejoice in pulling and tearing at all who come near them.

Yes, he said, there is nothing which they like better.

And when they have made many conquests and received defeats at the hands of many, they violently and speedily get into a way of not believing anything which they believed before, and hence, not only they, but philosophy and all that relates to it is apt to have a bad name with the rest of the world.

Too true, he said.

But when a man begins to get older, he will no longer be guilty of such insanity ; he will imitate the dialectician who is seeking for truth, and not the eristic, who is contradicting for the sake of amusement ; and the greater moderation of his character will increase instead of diminishing the honor of the pursuit.

Very true, he said.

And did we not make special provision for this, when we said that the disciples of philosophy were to be orderly and steadfast, not, as now, any chance aspirant or intruder ?

Very true.

Suppose, I said, the study of philosophy to take the place of gymnastics and to be continued diligently and earnestly and exclusively for twice the number of years which were passed in bodily exercise — will that be enough ?

Would you say six or four years ? he asked.

Say five years, I replied ; at the end of the time they must be sent down again into the den and compelled to hold any military or other office which young men are qualified to hold : in this way they will get their experience of life, and there will be an opportunity of trying whether, when they are drawn all manner of ways by temptation, they will stand firm or flinch.

And how long is this stage of their lives to last ?

Fifteen years, I answered ; and when they have reached fifty years of age, then let those who still survive and have distinguished themselves in every action of their lives, and in every branch of knowledge, come at last to their consummation : the time has now arrived at which they must raise the eye of the soul to the universal light which lightens all things, and behold the absolute good ; for that is the pattern according to which they are to order the State and the lives of individuals, and the remainder of their own lives also ; making philosophy their chief pursuit, but, when their turn comes, toiling also at politics and ruling for the public good, not as though they were performing some heroic action, but simply as a matter of duty ; and when they have brought up in each generation others like themselves and left them in their place to be governors of the State, then they will depart to the Islands of the Blessed and dwell there ; and the city will give them public memorials and sacrifices and honor them, if the Pythian oracle consent, as demigods, but if not, as in any case blessed and divine.

You are a sculptor, Socrates, and have made statues of our governors faultless in beauty.

Yes, I said, Glaucon, and of our governesses too ; for you must not suppose that what I have been saying applies to men only and not to women as far as their natures can go.

There you are right, he said, since we have made them to share in all things like the men.

Well, I said, and you would agree (would you not ?) that what has been said about the State and the government is not a mere dream, and although difficult, not impossible, but only possible in the way which has been supposed ; that is to say, when the true philosopher-kings are born in a State, one or more of them, despising the honors of this present world which they deem mean and worthless, esteeming above all things right and the honor that springs from right, and regarding justice as the greatest and most necessary of all things, whose ministers they are, and whose principles will be exalted by them when they set in order their own city ?

How will they proceed ?

They will begin by sending out into the country all the inhabitants of the city who are more than ten years old, and will take possession of their children, who will be unaffected by the habits of their parents ; these they will train in their own habits and laws, I mean in the laws which we have given them : and in this way the State and constitution of which we were speaking will soonest and most easily attain happiness, and the nation which has such a constitution will gain most.

Yes, that will be the best way. And I think, Socrates, that you have very well described how, if ever, such a constitution might come into being. Enough, then, of the perfect State, and of the man who bears its image — there is no difficulty in seeing how we shall describe him.

There is no difficulty, he replied ; and I agree with you in thinking that nothing more need be said.

Thomas Taylor

“There now remains for you,” said I, “the distribution: To whom shall we assign these disciplines, and after what manner?” “That is evident,” said he. “Do you remember then our former election of rulers, what kind we chose?” “How should I not?” said he. “As to other things then, conceive,” said I, “that such geniuses as these ought to be selected. For the most firm and brave are to be preferred, and, as far as possible, the most graceful; and besides, (535b) we must not only seek for those whose manners are generous and stern, but they must be possessed of every other natural disposition conducive to this education.” “Which dispositions do you recommend?” “They must have,” said I, “O blessed man! acuteness with respect to disciplines, that they may not learn with difficulty. For souls are much more intimidated in robust disciplines, than in strenuous exercises of the body; for their proper labour, and which is not in common with the body, is more domestic to them.” “True,” said he. “And (535c) we must seek for one of good memory, untainted, and every way laborious: or how else do you think any one will be willing to endure the fatigue of the body, and to accomplish at the same time such learning and study?” “No one,” said he, “unless he be in all respects of a naturally good disposition.”

“The mistake then about philosophy, and the contempt of it, have been occasioned through these things, because, as I formerly said, it is not applied to in a manner suitable to its dignity: for it ought not to be applied to by the bastardly, but the legitimate.” “How?” said he. “In the first place, (535d) he who is to apply to philosophy ought not,” said I, “to be lame as to his love of labour, being laborious in some things, and averse to labour in others. But this takes place when a man loves wrestling and hunting, and all exercises of the body, but is not a lover of learning, and loves neither to hear nor to inquire, but in all these respects has an aversion to labour. He likewise is lame, in a different manner from this man, who dislikes all bodily exercise.” “You say most true,” replied he. “And shall we not,” said I, “in like manner account that soul lame (535e) as to truth, which hates indeed a voluntary falsehood, and bears it ill in itself, and is beyond measure enraged when others tell a lie; but easily admits the involuntary lie; and, though at any time it be found ignorant, is not displeased, but like a savage sow willingly wallows in ignorance?” (536a) “By all means,” said he.

And in like manner,” said I, “as to temperance and fortitude, and magnanimity, and all the parts of virtue, we must no less carefully attend to what is bastardy, and what is legitimate; for when either any private person or city understands not how to attend to all these things, they unawares employ the lame and the bastardly for whatever they have occasion; private persons employ them as friends, and cities as governors.” “The case is entirely so,” said he. “But we,” said I, “must beware of all such things; (536b) for, if we take such as are entire in body and in mind for such extensive learning, and exercise and instruct them, justice herself will not blame us, and we shall preserve both the city and its constitution: but if we introduce persons of a different description into these affairs, we shall do every thing the reverse, and bring philosophy under still greater ridicule.” “That indeed would be shameful,” said he. “Certainly,” said I. “But I myself seem at present to be somewhat ridiculous.” “How so?” said he. (536c) “I forgot,” said I, “that we were amusing; ourselves, and spoke with too great keenness; for, whilst I was speaking, I looked towards philosophy; and seeing her most unworthily abused, I seem to have been filled with indignation, and, as being enraged at those who are the cause of it, to have spoken more earnestly what I said.” “No truly,” said he, “not to me your hearer at least.” “But for me,” said I, “the speaker. But let us not forget this, that in our former election we made choice of old men; but in this election it will not be allowed us. For we must not believe Solon, (536d) that one who is old is able to learn many things; but he is less able to effect this than to run. All mighty and numerous labours belong to the young.” “Of necessity,” said he.

“Every thing then relating to arithmetic and geometry, and all that previous instruction which they should be taught before they learn dialectic, ought to be set before them whilst they are children, and that method of teaching observed, which will make them learn without compulsion.” “Why so?” “Because,” said I, (536e) “a free man ought to learn no discipline with slavery: for the labours of the body when endured through compulsion render the body nothing worse: but no compelled discipline is lasting in the soul.” “True,” said he. “Do not then,” said I, “O best of men! compel boys in their learning; (537a) but train them up, amusing themselves, that you may be better able to discern to what the genius of each naturally tends.” “What you say,” replied he, “is reasonable.” “Do not you remember then,” said I, “that we said the boys are even to be carried to war, as spectators, on horseback, and that they are to be brought nearer, if they can with safety, and like young hounds taste the blood?” “I remember,” said he. “Whoever then,” said I, “shall appear the most forward in all these labours, disciplines, and terrors, are to be selected into a certain number.” (537b) “At what age?” said he. “When they have,” said I, “finished their necessary exercises; for during this time, whilst it continues, for two or three years, it is impossible to accomplish anything else; for fatigue and sleep are enemies to learning; and this too none of the least of their trials, what each of them appears to be in his exercises.” “Certainly,” said he.

“And after this period,” said I, “let such as formerly have been selected of the age of twenty receive greater honours than others, (537c) and let those disciplines which in their youth they learned separately, be brought before them in one view, that they may see the alliance of the disciplines with each other, and with the nature of real being.” “This discipline indeed will alone,” said he, “remain firm in those in whom it is ingenerated.” “And this,” said I, “is the greatest trial for distinguishing between those geniuses which are naturally fitted for dialectic, and those which are not. He who perceives this alliance is skilled in dialectic; he who does not, is not.” “I am of the same opinion,” said he. “It will then be necessary for you,” said I, (537d) “after you have observed these things, and seen who are most approved in these, being stable in disciplines, and stable in war, and in the other things established by law, to make choice of such after they exceed thirty years, selecting from those chosen formerly, and advance them to greater honours. You must likewise observe them, trying them by the power of dialectic so as to ascertain which of them without the assistance of his eyes, or any other sense, is able to proceed with truth to being itself. And here, my companion, is a work of great caution.” “In what principally?” said he. “Do not you perceive,” (537e) said I, “the evil which at preset attends dialectic, how great it is?” “What is it,” said he, “you mean?” “How it is somehow,” said I, “full of what is contrary to law.” “Greatly so,” replied he. “Do you think then,” said I, “they suffer some wonderful thing, and will you not forgive them?” “How do you mean?” said he. “Just as if,” said I, “a certain suppositious child were educated in great opulence in a rich and noble family, (538a) and amidst many flatterers, and should perceive, when grown up to manhood, that he is not descended of those who are said to be his parents, but yet should not discover his real parents; can you divine how such an one would be affected both towards his flatterers, and towards his supposed parents, both at the time when he knew nothing of the cheat, and at that time again when he came to perceive it? Or are you willing to hear me while I presage it?” “I am willing,” said he.

“I prophesy then,” said I, “that he will pay more honour (538b) to his father and mother, and his other supposed relations, than to the flatterers, and that he will less neglect them when they are in any want, and be less apt to do or say anything amiss to them, and in matters of consequence be less disobedient to them than to those flatterers, during that period in which he knows not the truth.” “It is likely,” said he. “But when he perceives the real state of the affair, I again prophesy, he will then slacken in his honour and respect for them, and attend to the flatterers, and be remarkably (538c) more persuaded by them now than formerly, and truly live according to their manner, conversing with them openly. But for that father, and those supposed relations, if he be not of an entirely good natural disposition, he will have no regard.” “You say every thing,” said he, “as it would happen.” “But in what manner does this comparison respect those who are conversant with dialectic?” “In this. We have certain dogmas from our childhood concerning things just and beautiful, in which we have been nourished as by parents, obeying and honouring them.” (538d) “We have,” said he. “Are there not likewise other pursuits opposite to these, with pleasures flattering our souls, and drawing them towards these? They do not however persuade those who are in any degree moderate, but they honour those their relations, and obey them.” “These things are so.”

“What now,” said I, “when to one who is thus affected the question is proposed, What is the beautiful? and when he, answering what he has heard from the lawgiver, is refuted by reason; and reason frequently and every way convincing him, (538e) reduces him to the opinion, that this is no more beautiful than it is deformed; and in the same manner, as to what is just and good, and whatever else he held in highest esteem, what do you think such an one will after this do, with regard to these things, as to honouring and obeying them?” “Of necessity,” said he, “he will neither honour nor obey them any longer in the same manner as formerly.” “When then he no longer deems,” said I, “these things honourable, and allied to him as formerly, and cannot discover those which really are so, (539a) is it possible he can readily join himself to any other life than the flattering one?” “It is not possible,” said he. “And from being an observer of the law, he shall, I think, appear to be a transgressor.” “Of necessity.” “Is it not likely then,” said I, “that those shall be thus affected who in this situation apply to reasoning, and that they should deserve, as I was just now saying, great forgiveness?” “And pity too,” said he. “Whilst you take care then, lest this compassionable case befall these of the age of thirty, ought they not by every method to apply themselves to reasoning?” “Certainly,” said he. “And is not this (539b) one prudent caution? that they taste not reasonings, whilst they are young: for you have not forgot, I suppose, that the youth, when they first taste of reasonings, abuse them in the way of amusement, whilst they employ them always for the purpose of contradiction. And imitating those who are refuters, they themselves refute others, delighting like whelps in dragging and tearing to pieces, in their reasonings, those always who are near them.” “Extremely so,” said he. “And after they have confuted many, and been themselves confuted by many, (539c) do they not vehemently and speedily lay aside all the opinions they formerly possessed? and by these means they themselves, and the whole of philosophy, are calumniated by others.” “Most true,” said he. “But he who is of a riper age,” said I, “will not be disposed to share in such a madness, but will rather imitate him who inclines to reason and inquire after truth, than one who, for the sake of diversion, amuses himself, and contradicts. (539d) He will likewise be more modest himself, and render the practice of disputing more honorable instead of being more dishonourable.” “Right,” said he. “Were not then all our former remarks rightly made, in the way of precaution, as to this point, that those geniuses ought to be decent and stable, to whom dialectic is to be imparted, and not as at present, when every common genius, and such as is not at all proper, is admitted to it?” “Certainly,” said he.

“Will not then the double of the former period suffice a man to remain in acquiring the art of dialectic with perseverance and application, and doing nothing else but in way of counterpart exercising himself in all bodily exercises?” (539e) “Do you mean six years,” said he, “or four?” “’Tis of no consequence,” said I, “make it five. After this you must compel them to descend to that cave again, and oblige them to govern both in things relating to war, and such other magistracies as require youth, that they may not fall short of others in experience. And they must be still further tried among these, whether, being drawn to every different quarter, they will continue firm, (540a) or whether they will in any measure be drawn aside.” “And for how long a time,” said he, “do you appoint this?” “For fifteen years,” said I. “And when they are of the age of fifty, such of them as are preserved, and as have excelled in all these things, in actions, and in the sciences, are now to be led to the end, and are to be obliged, inclining the ray of their soul, to look towards that which imparts light to all things, and, when they have viewed the good itself, to use it as a paradigm, each of them, in their turn, in adorning both the city and private persons, and themselves, (540b) during the remainder of their life. For the most part indeed they must be occupied in philosophy; and when it is their turn, they must toil in political affairs, and take the government, each for the good of the city, performing this office, not as any thing honourable, but as a thing necessary. And after they have educated others in the same manner still, and left such as resemble themselves to be the guardians of the city, they depart to inhabit the islands of the blest. But the city will publicly erect for them monuments, (540c) and offer sacrifices, if the oracle assent, as to superior beings; and if it do not, as to happy and divine men.” “You have, Socrates,” said he, “like a statuary, made our governors all-beautiful.” “And our governesses likewise, Glauco,” said I. “For do not suppose that I have spoken what I have said any more concerning the men than concerning the women,—such of them as are of a sufficient genius.” “Right,” said he, “if at least they are to share in all things equally with the men, as we related.” (540d)

“What then,” said I, “do you agree, that with reference to the city and republic, we have not altogether spoken what can only be considered as wishes; but such things as are indeed difficult, yet possible in a certain respect, and in no other way than what has been mentioned, viz., when those who are truly philosophers, whether more of them or a single one, becoming governors in a city, shall despise those present honours, considering them as illiberal and of no value; (540e) but esteeming rectitude and the honours which are derived from it above all things; accounting the just as a thing of all others the greatest, and most absolutely necessary; and ministering to it, and, increasing it, thoroughly regulate the constitution of their own city?” “How?” said he. “As many,” said I, “of the more advanced in life as have lived ten years in the city (541a) they will send into the country, and, removing their children away from those habits which the domestics possess, at present, they will educate them in their own manners and laws, which are what we formerly mentioned: and the city and republic we have described being thus established in the speediest and easiest manner, it will both be happy itself, and be of the greatest advantage to that people (541b) among whom it is established.” “Very much so indeed,” said he. “And you seem to me, Socrates, to have told very well how this city shall arise, if it arise at all.” “Are not now then,” said I, “our discourses sufficient both concerning such a city as this, and concerning a man similar to it? For it is also now evident what kind of a man we shall say he ought to be.” “It is evident,” replied he; “and your inquiry seems to me to be at an end.”

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