SÓCRATES. — ¿Es que recordáis cuántos son los temas de los que os encomendé hablar?
TIMEO. — Sólo algunos, pero, como estás aquí, nos recordarás lo que hayamos olvidado. Mejor aún, si no te molesta, vuelve a repetirnos otra vez el argumento desde el principio de manera resumida para que lo tengamos más presente.
SÓCRATES. — Así lo haré. Tengo la impresión de que lo principal del discurso que hice ayer acerca de la organización política fue cuál consideraba que sería la mejor y qué hombres le darían vida.
TIMEO. — Y a todos nos pareció que la habías descrito de una manera muy conforme a los principios de la razón.
SÓCRATES. — ¿No fue acaso nuestra primera medida separar en ella a los
campesinos y a los otros artesanos del estamento de los que luchan en defensa de ellos?
TIMEO. — Sí.
SÓCRATES. — Y luego de asignar a cada uno una ocupación única para la que estaba naturalmente dotado, una única técnica, afirmamos que aquellos que tenían la misión de luchar por la comunidad deberían ser sólo guardianes de la ciudad, en el caso de que alguien de afuera o de adentro intentara dañarla, y que, mientras que a sus súbditos tenían que administrarles justicia con suavidad, ya que son por naturaleza sus amigos, era necesario que en las batallas fueran fieros con los enemigos que les salieran al paso.
TIMEO. — Efectivamente.
SÓCRATES. — Pues decíamos, creo, que la naturaleza del alma de los guardianes debía ser al mismo tiempo violenta y tranquila en grado excepcional para que pudieran llegar a ser correctamente suaves y fieros con unos y con otros.
TIMEO. — Sí.
SÓCRATES. — ¿Y qué de la educación? ¿No decíamos que estaban educados en gimnasia y en música, y en todas las materias convenientes para ellos?
TIMEO. — Por cierto.
SÓCRATES. — Sí, y me parece que se sostuvo que los así educados no debían considerar como propios ni el oro ni la plata ni ninguna otra posesión, sino que, como fuerzas de policía, habían de recibir un salario por la guardia de aquellos a quienes preservaban — lo suficiente para gente prudente — , y gastarlo en común en una vida en la que compartían todo y se ocupaban exclusivamente de cultivar la excelencia, descargados de todas las otras actividades.
TIMEO. — También esto fue dicho así.
SÓCRATES. — Y, además, por lo que hace a las mujeres, hicimos mención de que debíamos adaptar a los hombres a aquellas que se les asemejaren y asignarles las mismas actividades que a ellos en la guerra y en todo otro ámbito de la vida.
TIMEO. — También esto se dijo de esta manera.
SÓCRATES. — ¿Y qué de la procreación?, ¿o la singularidad de lo dicho no hace que se recuerde fácilmente?, porque dispusimos que todos tuvieran sus matrimonios y sus hijos en común, cuidando de que nunca nadie reconociera como propio al engendrado por él sino que todos consideraran a todos de la misma familia: hermanas y hermanos a los de la misma edad, a los mayores, padres y padres de sus padres y a los menores, hijos de sus hijos.
TIMEO. — Sí, también esto se puede recordar bien, tal como dices.
SÓCRATES. — Y, además, que llegaran a poseer desde el nacimiento las mejores naturalezas posibles, ¿o acaso no recordamos que decíamos que los gobernantes, hombres y mujeres, debían engañarlos en las uniones matrimoniales con una especie de sorteo manipulado en secreto para que los buenos y los malos se unieran cada uno con las que les eran semejantes de modo que no surgiera entre ellos ningún tipo de enemistad, convencidos de que el azar era la causa de su unión?
TIMEO. — Lo recordamos.
SÓCRATES. — ¿Y también que decíamos que tenían que criar y educar a los hijos de los buenos y trasladar secretamente a los de los malos a la otra ciudad y observarlos durante su crecimiento para hacer regresar siempre a los aptos y pasar a la región de la que éstos habían vuelto a los ineptos que se habían quedado con ellos.
TIMEO. — Así es.
SÓCRATES. — ¿He expuesto ya en sus puntos principales lo mismo que ayer o deseáis todavía algo que yo haya dejado de lado, querido Timeo?
TIMEO. — En absoluto, esto era lo que ayer dijimos, Sócrates.