Han sido tratados casi todos los fenómenos comunes a todo el cuerpo y hemos mencionado los nombres de sus agentes; pero debemos intentar decir, si podemos, los propios de nuestros órganos particulares, sus características y cómo las causan sus agentes. Primero, tenemos que exponer, en la medida de lo posible, los que omitimos anteriormente al hablar de los humores porque eran fenómenos propios de la lengua. Éstos parecen darse también, como, por cierto, muchos, por algún tipo de condensación o separación y, junto a esto, estar más relacionados que cualquiera de los otros casos con la aspereza y suavidad. Pues cuando lo que ingresa en las venillas -que como si fueran medios de prueba de la lengua se extienden hasta el corazón-ataca las partes húmedas y tiernas de la carne y funde sus partículas térreas, entonces contrae las pequeñas venas y las seca. Si es más áspero, parece acre y si es menos áspero, amargo. Todo lo que limpia las venillas y lava lo que se encuentra alrededor de la lengua, si lo hace de forma desmesurada y la ataca fundiéndola parcialmente, tal como sucede con la soda, posee el nombre de picante; las sustancias que con un menor grado de cualidades sódicas son mesuradamente detergentes, son saladas sin el picor áspero y nos parecen más agradables. Las sustancias que, tras calentarse y suavizarse en la boca, donde son consumidas por el fuego bucal y a su vez queman al órgano que les da calor, suben, a causa de su liviandad, a los órganos de percepción en la cabeza y cortan todo lo que encuentran en su camino, reciben, por esta cualidad, el nombre de punzantes. Cuando sustancias, afinadas por la putrefacción, se introducen en las venas estrechas y chocan con las partículas térreas en su interior y las que tienen la proporción debida de aire, de tal manera que las mueven unas alrededor de otras y las agitan, éstas, en su agitación, chocan entre sí y las que penetran en unas dejan a otras huecas que se extienden alrededor de las que entran. Cuando la humedad ahuecada, a veces térrea, a veces pura, rodea el aire, nacen como vasijas de aire, aguas huecas circulares. Las de humedad pura se aglutinan claras y se llaman burbujas; las de humedad térrea, que se agitan y alzan, reciben la denominación de ebullición y fermentación. Se dice que la causa de estos procesos es ácida. El fenómeno opuesto a todos los mencionados tiene un motivo opuesto. Cuando la estructura de lo que entra con las sustancias húmedas, por ser apropiada para la lengua, suaviza y lubrica lo que se había hecho áspero y contrae o distiende lo que estaba contraído o distendido contra la naturaleza, restablece todo de la manera más natural posible; semejante sustancia, placentera y amena a todos, remedio de las afecciones violentas, es llamada dulce.
Esto es todo en cuanto a este tema. En lo que atañe a la capacidad que poseen los orificios nasales, no hay diferentes clases. Pues todo olor es incompleto y ninguna figura es apta para tener un olor específico; sino que las venas que se encuentran alrededor de los orificios nasales son demasiado estrechas para las sustancias térreas y las de agua y muy amplias para las ígneas y aéreas, por ello nunca se percibe el olor de ninguna de ellas, sino que los olores se producen cuando algo se humedece, pudre, funde o humea. Se originan, efectivamente, cuando el agua se convierte en aire y el aire, en agua, al alcanzar la figura intermedia entre estos dos elementos. Todos los olores son humo o niebla; ésta nace durante el pasaje del aire al agua y aquél en el del agua al aire. Por eso, todos los olores son más finos que el agua, pero más gruesos que el aire. Esto se hace evidente cuando un objeto obstaculiza la inspiración y se hace entrar el aire con violencia, entonces no se filtra ningún olor y pasa sólo el aire limpio de olores. Sus dos variedades, que carecen de nombre, no las constituyen muchas especies simples, sino que aquí hay que dividir claramente sólo en dos clases: lo placentero y lo doloroso. Éste hace áspera y violenta toda la cavidad que poseemos entre la cabeza y el ombligo, aquél la tranquiliza y la retorna amablemente a la situación que le es natural.
Debemos tratar ahora en nuestra investigación nuestro tercer sentido, el oído: por qué causas se producen sus procesos. Supongamos, en general, por un lado, la voz, transmitida por el aire como un golpe a través de las orejas, del cerebro y de la sangre hasta el alma y, por otro, el movimiento comenzado por ella, a partir de la cabeza y que termina en la sede hepática: la audición. Cuando es rápida, es aguda; si es más lenta, es más grave, y la regular es uniforme y suave; la contraria, áspera; potente, la que es abundante, y la opuesta, débil. La armonía de estos movimientos debe ser considerada en lo que ha de ser tratado más adelante.
Nos resta aún un cuarto sentido que debemos dividir porque posee en sí esas grandes variedades que llamamos colores, llama que fluye de cada uno de los cuerpos y con sus partículas proporcionales a nuestra visión posibilita la percepción. Antes se habló de las causas que producían el rayo visual. Pero aquí sería más lógico y conveniente a un discurso apropiado discurrir acerca de los colores de la siguiente manera. Las partículas que proceden de los otros cuerpos y afectan la visión son, unas, menores, otras, mayores y otras, iguales a las partículas visuales propiamente dichas. Las iguales son imperceptibles, las que denominamos transparentes; en cuanto a las mayores y las menores, aquéllas contraen el rayo visual, éstas lo dilatan, similares a los calores y fríos en la carne, a las sustancias astringentes en la lengua y a todo lo que llamamos punzante por producir calor; lo blanco y negro, aunque son los mismos fenómenos que aquéllos, parecen diferentes por darse en otro nivel. Hay que designarlos como sigue: lo que tiene la propiedad de dilatar el rayo visual es blanco; negro, su contrario. El movimiento más agudo, perteneciente a otro género de fuego, que dilata el rayo visual hasta los ojos, abre con violencia sus salidas y las funde en una masa de fuego y agua, que llamamos lágrima cuando desde allí se vierte. La misma es fuego y se encuentra con fuego que avanza desde el lado contrario. Cuando un fuego salta como un rayo mientras otro entra y se apaga en la humedad y, en esta conmoción, nacen múltiples colores, llamamos a este fenómeno destellos y denominamos a lo que lo produjo brillante y esplendoroso. El tipo de fuego intermedio es el que, a pesar de mezclarse con la parte húmeda de los ojos, cuando la alcanza no es resplandeciente. Aplicamos el nombre de rojo al rayo de fuego mixto que atraviesa la humedad y da un color sangre. El brillante mezclado con el rojo y el blanco es castaño rojizo. Aunque alguien lo supiera, no tiene sentido decir en qué cantidad están mezclados estos componentes, de los que nadie podría dar una demostración exacta o hacer una exposición medianamente probable. Ciertamente, el rojo, mezclado con el negro y el blanco produce el púrpura; el gris amarronado se origina cuando a éstos, que han sido mezclados entre sí y quemados, se les agrega más negro. El rojo amarillento nace de la mezcla del castaño rojizo y el gris; el gris, del blanco y el negro; el amarillento, cuando el blanco se mezcla con el castaño rojizo. El blanco, cuando se une al brillante y se hace intenso en dirección al negro, produce el color azul oscuro; el azul oscuro mezclado con el blanco da el verde azulado, el rojo amarillento con el negro da el verde suave. Es casi evidente a partir de estos ejemplos con qué mezclas el resto podría salvar el mito probable. Si alguno pretendiera obtener una prueba por la observación de sus efectos, ignoraría lo que diferencia la naturaleza divina de la humana: que dios sabe y es capaz al mismo tiempo de convertir la multiplicidad en una unidad por medio de una mezcla y también de disolver la unidad en la multiplicidad, pero ninguno de los hombres ni es capaz ahora de ninguna de estas cosas ni lo será nunca en el futuro.
El artífice del ser más bello y mejor entre los que devienen recibió entonces todo esto que es así necesariamente, cuando engendró al dios independiente y más perfecto. Aunque utilizó para ello todas estas causas auxiliares, fue él quien ensambló en todo lo que deviene la buena disposición. Para ello es, necesario distinguir entre dos tipos de causas, uno necesario, el otro divino, y con el fin de alcanzar la felicidad hay que buscar lo divino en todas partes, en la medida en que nos lo permita nuestra naturaleza. Lo necesario debe ser investigado por aquello, puesto que debemos pensar que sin la necesidad no es posible comprender la causa divina, nuestro único objeto de esfuerzo, ni captarla ni participar en alguna medida de ella.