Entre el diafragma y el límite hacia el ombligo, hicieron habitar a la parte del alma que siente apetito de comidas y bebidas y de todo lo que necesita la naturaleza corporal, para lo cual construyeron en todo este lugar como una especie de pesebre para la alimentación del cuerpo. Allí la ataron, por cierto, como a una fiera salvaje: era necesario criarla atada, si un género mortal iba a existir realmente alguna vez. La colocaron en ese lugar para que se apaciente siempre junto al pesebre y habite lo más lejos posible de la parte deliberativa, de modo que cause el menor ruido y alboroto y permita reflexionar al elemento superior con tranquilidad acerca de lo que conviene a todas las partes, tanto desde la perspectiva común como de la particular. Sabían que no iba a comprender el lenguaje racional y que, aunque lo percibiera de alguna manera, no le era propio ocuparse de las palabras, sino que las imágenes y apariciones de la noche y, más aún, del día la arrastrarían con sus hechizos. Ciertamente, a esto mismo tendió un dios cuando construyó el hígado y lo colocó en su habitáculo. Lo ideó denso, suave, brillante y en posesión de dulzura y amargura, para que la fuerza de los pensamientos proveniente de la inteligencia, reflejada en él como en un espejo cuando recibe figuras y deja ver imágenes, atemorice al alma apetitiva. Cuando utiliza la parte de amargura innata e, irritada, se acerca y la amenaza, entremezcla la amargura rápidamente en todo el hígado y hace aparecer una coloración amarillenta, lo contrae totalmente, lo arruga y hace áspero, dobla y contrae su lóbulo, obtura y cierra sus cavidades y accesos, causa dolores y náuseas. Cuando, por otro lado, alguna inspiración de suavidad proveniente de la inteligencia dibuja las imágenes contrarias, le da un reposo de la amargura, porque no quiere ni mover ni entrar en contacto con la naturaleza que le es contraria, y le aplica al hígado la dulzura que se encuentra en él. Entonces, endereza todo el órgano, lo suaviza y libera y hace agradable y de buen carácter a la parte del alma que habita en el hígado y le otorga un estado apacible durante la noche con el don de adivinación durante el sueño, ya que éste no participa ni de la razón ni de la inteligencia. Como nuestros creadores recordaban el mandato del padre cuando ordenó hacer lo mejor posible el género mortal, para disponer también así nuestra parte innoble, le dieron a ésta la capacidad adivinatoria con la finalidad de que de alguna manera entre en contacto con la verdad. Hay una prueba convincente de que dios otorgó a la irracionalidad humana el arte adivinatoria. En efecto, nadie entra en contacto con la adivinación inspirada y verdadera en estado consciente, sino cuando, durante el sueño, está impedido en la fuerza de su inteligencia o cuando, en la enfermedad, se libra de ella por estado de frenesí. Pero corresponde al prudente entender, cuando se recuerda, lo que dijo en sueños o en vigilia la naturaleza adivinatoria o la frenética y analizar con el razonamiento las eventuales visiones: de qué manera indican algo y a quién, en caso de que haya sucedido, suceda o vaya a suceder un mal o un bien. No es tarea del que cae en trance o aún está en él juzgar lo que se le apareció o lo que él mismo dijo, sino que es correcto el antiguo dicho que afirma que sólo es propio del prudente hacer y conocer lo suyo y a sí mismo. Por ello, ciertamente, la costumbre colocó por encima de las adivinas inspiradas al gremio de los intérpretes, como jueces. A éstos algunos los llaman adivinos, porque ignoran absolutamente que son intérpretes de lo que ha sido dicho de manera enigmática y de las visiones, pero para nada adivinos, sino que su denominación sería, con absoluta justicia, intérprete.
Por eso, la naturaleza del hígado es tal y se encuentra en el lugar que dijimos, a saber, para la adivinación. Además, tal parte tiene signos muy precisos en todo ser viviente, pero cuando es despojada de la vida, se oscurece y sus signos adivinatorios se enturbian demasiado como para indicar algo claramente. A su izquierda se halla la estructura y asiento del órgano vecino, el bazo, para mantener al hígado en toda ocasión brillante y limpio, como un trapo para limpiar un espejo se encuentra siempre listo junto a él. Por ello, cuando a causa de enfermedades corporales se originan algunas impurezas alrededor del hígado, puesto que el bazo es hueco y sin sangre, su porosidad las asimila y purifica completamente. De ahí que, al llenarse de los elementos purificados, aumente de tamaño y se haga purulento, y, nuevamente, después de que el cuerpo se haya purgado, se achique y se reduzca a su estado anterior.
En lo que concierne al alma, cuánto tiene de mortal y cuánto de divino, de qué manera fue creada y en qué órganos habita y por qué causas lo hacen en partes separadas, sólo afirmaríamos que así como está expuesto es verdadero, si un dios lo aprobara. Sin embargo, tanto ahora como después de una consideración más detallada hemos de arriesgarnos a sostener que hemos expuesto al menos lo probable. Tengámoslo, por tanto, por afirmado. De la misma manera, debemos investigar el tema siguiente: cómo surgió el resto del cuerpo. Convendría, sobre todo, que la exposición fuera a partir de un razonamiento como el que sigue. Nuestros creadores conocían nuestra futura intemperancia con las bebidas y comidas y que por glotonería consumiríamos mucho más de lo que es mesuradamente necesario. Entonces, para prevenir que no hubiera una destrucción rápida por enfermedad e, imperfecto, el género mortal no se extinguiera al punto sin haber llegado a la madurez, colocaron la cavidad llamada inferior como recipiente contenedor de la bebida y comida sobrantes. Enrollaron los intestinos para que el alimento, con su rápida dispersión, no obligara al cuerpo a necesitar enseguida una nueva comida; ya que así produciría una insaciabilidad que haría que por su glotonería la especie humana no amara la sabiduría ni la ciencia ni obedeciera las indicaciones de lo que hay de más divino en nosotros.