Plotino – Tratado 2,10 (IV, 7, 10) — A alma é de natureza divina

Igal

10 Ahora bien, que el alma está «emparentada» con la más divina y la eterna de las dos naturalezas, lo pone ya de manifiesto nuestra demostración de que no es un cuerpo; es más, tampoco tiene figura ni color ni es tangible. Sin embargo, también cabe mostrarlo por las consideraciones siguientes. Una vez que hemos convenido en que todo lo divino y todo ser real goza de una «vida buena y sabia», hay que estudiar lo siguiente a esto, partiendo de nuestra alma: cómo es por naturaleza. Tomemos el alma, no la que, encarnada en un cuerpo, ha asumido apetitos irracionales e iras y ha albergado otras afecciones, sino la que se ha restregado todo eso y no tiene, en lo posible, consorcio con el cuerpo. Esta alma pone de manifiesto que los males son para ella aditamentos y que vinieron de fuera, pero que, si se purifica, se hacen presentes en ella las cosas más eximias: «la sabiduría y las otras virtudes», que le son propias. Si, pues, el alma es de tal condición cuando retorna a sí misma ¿cómo negar que pertenezca a aquella naturaleza que decimos que es la propia de todo lo divino y eterno? Porque la sabiduría y la virtud verdadera, siendo cosas divinas, no pueden implantarse en una cosa vil y mortal, sino que necesariamente ha de ser divino un ser de tal calidad, puesto que participa en cosas divinas por su parentesco y consustancialidad con ellas. Y por eso, cualquiera de nosotros que sea de tal calidad, distará bien poco en su alma misma de los seres excelsos, desmereciendo tan sólo en esto: en que está en un cuerpo. Y por eso también, si todos los hombres fueran tales o hubiera un buen número de hombres dotados de semejantes almas, nadie sería tan incrédulo que no creyese que esta cosa suya que es el alma es totalmente inmortal. Pero de hecho, al ver el alma de la gran mayoría tan múltiplemente «estragada», no se dan cuenta ni de que se trata de un ser divino ni de que se trata de un ser inmortal.

Ahora bien, hay que examinar la naturaleza de cada cosa atendiendo a su estado de pureza, puesto que lo añadido siempre resulta un óbice para el conocimiento de la cosa a la que fue añadido. Mírala, pues, tras haberla depurado, o mejor, que se mire a sí mismo quien se haya depurado y creerá que es inmortal cuando se contemple a sí mismo situado en la región inteligible y en la región pura. Porque verá a su inteligencia absorta no en la visión de cosa alguna sensible ni de alguna de las cosas mortales de aquí abajo, sino en la intuición, con el eterno, de lo eterno, es decir, de todos los seres de la región inteligible, y se verá a sí mismo convertido en universo inteligible y luminoso iluminado por la verdad procedente del Bien, que irradia verdad sobre todos los seres inteligibles. Así que muchas veces le parecerá bien dicho aquello de «os saludo; mas yo, dios inmortal ante vosotros», cuando se eleve a lo divino y fije su mirada en su propia semejanza con ello. Y si la purificación nos pone en conocimiento de las cosas más eximias, también las ciencias, las que son realmente ciencias, aparecen presentes dentro del alma. Porque no es precisamente corriendo afuera como el alma «contempla la morigeración y la justicia», sino que las ve por sí misma dentro de sí misma en la intuición de sí misma y de lo que era anteriormente, viéndolas como estatuas erigidas dentro de ella tras haberlas dejado bien limpias, pues estaban llenas de herrumbre por el tiempo. Es como si un trozo de oro fuese un ser animado y, luego, tras sacudirse todo lo térreo que había en él, siendo antes desconocedor de sí mismo porque no veía oro, se maravillase ya entonces de su propia naturaleza al verse acendrado y pensara que, desde luego, no necesitaba ninguna belleza postiza, siendo preciosísimo por sí mismo con tal que se le permita estar en sí mismo.

Bouillet

Guthrie

Taylor

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