Excertos de VERNANT, Jean-Pierre. “Cuerpo oscuro, cuerpo resplandeciente”, in Michel Feher, Fragmentos para un historia del cuerpo humano. Madrid: Taurus, 1990, p. 21-23
(…) en la época arcaica, la «corporeidad» griega ignora todavía la distinción alma-cuerpo; tampoco establece un corte radical entre naturaleza y sobrena-turaleza. Lo corporal en el hombre comprende tanto realidades orgánicas como fuerzas vitales, actividades psíquicas e inspiraciones o influjos divinos. La misma palabra puede referirse a estos diferentes planos; no hay, por el contrario, término que designe al cuerpo como unidad orgánica que sirve de soporte al individuo en la multiplicidad de sus funciones vitales y mentales. La palabra soma, que se traduce por cuerpo, designa originariamente al cadáver, es decir, lo que resulta del individuo cuando, abandonado por todo lo que en él encarnaba la vida y la dinámica corporal, queda reducido a una pura figura inerte, a una efigie, a un objeto de espectáculo y de deploración por otro, antes de que, quemado o enterrado, desaparezca en lo invisible. El término demas, utilizado en el acusativo, no designa al cuerpo sino la estatura, la talla, la apariencia (21) externa de un individuo hecho de partes reunidas (el verbo demo significa: elevar una construcción por estratos superpuestos, como se hace para levantar una pared de ladrillos). Se le utiliza a menudo relacionándolo con eidos y phue: el aspecto visible, el porte, la prestancia de lo que ha crecido bien. Chros no es tampoco el cuerpo, sino la apariencia externa, la piel, la superficie de contacto consigo mismo y con el otro, como también la carnosidad, la tez.
En tanto que el hombre está vivo, es decir, habitado por fuerza y energía, atravesado por pulsiones que le mueven y conmueven, su cuerpo es plural. Es la multiplicidad lo que caracteriza el vocabulario griego de lo corporal, incluso cuando se trata de expresarla en su totalidad. Se dirá guîa: los miembros, en su flexibilidad, en su movilidad articulada, o mélea: los miembros como portadores de fuerza.
Se podrá decir también kára, la cabeza, con valor metonímico: la parte por el todo. Incluso en este caso la cabeza no es el equivalente del cuerpo; es una manera de enunciar al hombre mismo como individuo. En la muerte, los humanos son llamados «cabezas», pero encapuchados de noche, envueltos en tinieblas, sin rostro. En los vivos las cabezas tienen un rostro, una cara, prósopon; están allí, presentes ante vuestros ojos como vosotros frente a ellos. La cabeza, el rostro, es así lo que primero se ve de un ser, lo que todo el mundo transparenta sobre su cara, lo que le identifica y le hace reconocer desde el momento en que está presente a la mirada de otro.
Cuando se trata de enunciar el cuerpo en sus aspectos de vitalidad, impulsos, emociones, como en los de reflexión y saberes, se dispone de una multiplicidad de términos: stêtos, etor, kardía, phrén, prapídes, thumós, ménos, nóos cuyos valores a menudo están muy próximos entre sí y que designan, sin distinguirlos siempre de modo preciso, partes u órganos corporales (corazón, pulmones, diafragma, pecho, entrañas), soplos, vapores o fluidos líquidos, sentimientos, pulsiones, deseos, pensamientos, operaciones concretas de la inteligencia, como captar, reconocer, nombrar, comprender.1 Para poner de relieve esta imbricación de lo físico con lo psíquico en una consciencia de sí que es al mismo tiempo compromiso en las panes del cuerpo, James Redfield escribe, de manera sorprendente, que en los héroes de Homero «el yo interior coincide con el yo orgánico».2
Este vocabulario, si no del, cuerpo sí al menos de las diversas dimensiones o aspectos de lo corporal, constituye en su conjunto el código que permite al griego expresar y pensar sus relaciones consigo mismo, su presencia consigo mismo más o menos grande, más o menos unificada o dispersa, según las circunstancias; pero connota igualmente (22) sus relaciones con otro con el cual le vinculan todas las formas de la apariencia corporal: rostro, tamaño, aspecto, voz, gestos, etc., lo que Mauss llama técnicas del cuerpo, por no referirnos a la relación que proviene del olfato y el tacto; engloba igualmente las relaciones con lo divino, la sobrenaturaleza, cuya presencia dentro de sí, en y a través de su propio cuerpo, como las manifestaciones externas, en el momento de las apariciones o epifanías de un dios, se expresan en el mismo registro simbólico.
Así pues, plantear el problema del cuerpo de los dioses no es preguntarse cómo los griegos han podido revestir a sus divinidades con un cuerpo humano, sino buscar cómo funciona este sistema simbólico, cómo el código corporal permite pensar la relación del hombre y del lugar bajo la doble figura de lo mismo y lo otro, de lo próximo y lo lejano, del contacto y la separación, poniendo de relieve, entre los polos de lo humano y lo divino, aquello que les asocia por un juego de similitudes, acercamientos y encabalgamientos y lo que les disocia por efectos de contraste, oposición, incompatibilidad y exclusión recíproca.
De este sistema simbólico que codifica las relaciones consigo mismo, con el otro, con lo divino, querría recordar aquí algunos rasgos pertinentes para nuestro problema.
Se tratará, a grandes rasgos, de descifrar todos los signos que marcan al cuerpo humano con el sello de la limitación, la deficiencia, la fragmentariedad y forman un subcuerpo. Este subcuerpo sólo puede ser comprendido en referencia a lo que supone: la plenitud corporal, un sobrecuerpo —el de los dioses—. Se examinarán entonces las paradojas del cuerpo sublimado, del sobrecuerpo divino. Apurando hasta sus últimas consecuencias todas las cualidades y valores corporales que se presentan en el hombre bajo una forma siempre disminuida, derivada, desfallecida y precaria estamos abocados a dotar a las divinidades de un conjunto de rasgos que, incluso en sus manifestaciones epifánicas en el mundo terreno, su presencia entre los mortales sitúa en un más allá inaccesible y las hace transgredir el código corporal mediante el cual son representados en su relación con los humanos.
Sobre el conjunto de este vocabulario y sobre los problemas que plantea en relación a la psicología, la persona y la consciencia de sí en Homero, James Redfield ha publicado recientemente un penetrante estudio, tanto más útil cuanto que el lector encontrará en él, en nota bibliográfica, la lista de las principales obras y artículos que tratan estos asuntos. El artículo se titula: «El sentimiento homérico del Yo»; ha aparecido en las págs. 93-111 de la revista Le gente humain, 12, «Los Usos de la Naturaleza». ↩
James Redfield, I.e., 100; y también: «La conciencia orgánica es conciencia en sí», pág. 99; o, refiriéndose al personaje de la epopeya: «su conciencia de sí es también conciencia del yo en tantu que organismo», pág. 98. ↩