Igal: Tratado 28 (IV, 4, 30-45) — SOBRE LAS DIFICULTADES ACERCA DEL ALMA II

30. Hemos admitido la memoria como un hecho extraordinario en la vida de los astros; pero, no obstante, hemos concedido a éstos la sensación, y entre otros los sentidos de la vista y del oído, puesto que decíamos que escuchaban las súplicas que dirigimos al sol o las que otros hombres dirigen a los astros. Existe la creencia de que muchas cosas se cumplen por los astros y, gracias a ellos, con suma facilidad. Y, hasta tal punto, que no sólo nos ayudan en las empresas justas sino también en muchas de las que son injustas. Son todas éstas cuestiones que salen al paso y que conviene considerar. Porque conocemos bien las grandes y renombradas dificultades de los que toman a mal que los dioses se conviertan en auxiliares e incluso en autores de acciones torpes y, sobre todo, que cooperen a nuestros amores y a nuestros desenfrenos, examinamos ahora todas estas cosas y de modo especial la cuestión ya planteada al principio, que concierne a la memoria de los dioses.

Porque está claro, en efecto, que si los dioses atienden nuestras súplicas, no desde luego de manera inmediata sino en un plazo breve y aún a veces dilatado, poseen el recuerdo de las rogativas de los hombres. Es eso lo que ocurre con los beneficios que nos otorgan Demeter y Hestia, salvo que se diga que solo la tierra procura tales beneficios. Dos cosas, pues, hemos de tratar de mostrar: primeramente como situaremos en los astros la función de la memoria, dificultad que, realmente, existe tan solo para nosotros y no para el resto de los mortales, que no tienen inconvenientes en concederles el recuerdo; en segundo lugar, habrá que considerar también esas acciones que parecen inauditas, acciones que la filosofía debe investigar, ofreciendo una lógica defensa frente a las dificultades esgrimidas contra los dioses que se encuentran en el cielo. La acusación, en este sentido, se extiende verdaderamente a todo el universo, si hemos de creer a los que dicen que el cielo todo puede ser hechizado por las artes más audaces de los hombres. Convendrá examinar también todo lo que se dice acerca de los demonios, y especialmente sobre los servicios que nos prestan, si es que esta cuestión no ha quedado ya resuelta en las páginas precedentes.

31. Habrá que considerar de una manera general todas las acciones y pasiones que tienen lugar en el universo, a unas de las cuales las consideramos como naturales y a otras como artificiales. De las primeras diremos que van del todo a las partes, de las partes al todo o de las partes a las partes. En cuanto a las segundas, las hay que comienzan por el arte y culminan en objetos artificiales, y las hay también que se sirven de las potencias naturales para producir acciones y pasiones de carácter natural.

Respecto a las acciones que van del todo a las partes, son para mí los movimientos del mundo sobre si mismo y sobre sus partes porque el movimiento del cielo no sólo se determina a si mismo sino que determina también los demás movimientos parciales, y así, por ejemplo, los astros que se comprenden en él y todas las cosas de la tierra a las que ese movimiento afecta. En cuanto a las acciones y pasiones que van de las partes a las partes, están claras para todo el mundo: considérese las relaciones del sol con los otros astros, la influencia que ejerce sobre ellos, sobre las cosas de la tierra y sobre los seres que están en los otros elementos. Convendría examinar, naturalmente, todos y cada uno de estos puntos.

Las artes del arquitecto y otras artes por el estilo se concluyen en la fabricación de un edificio. La medicina, la agricultura y, en general, las artes prácticas ofrecen su ayuda a la naturaleza para la realización de obras naturales. En cuanto a la retórica, a la música y a las artes de seducción, modifican realmente a los hombres haciéndolos mejores o peores. Sería bueno investigar cuáles son estas artes y cuál es asimismo su poder. Si fuese posible, deberíamos considerar también cuál es el fin de estas artes en lo que concierne a nuestra utilidad actual.

El movimiento circular del cielo significa una verdadera acción que, en primer lugar, se da a sí mismo disposiciones diferentes y, en segundo lugar, las otorga a los astros de su círculo. También, sin duda alguna, actúa sobre las cosas de la tierra, modificando no sólo los cuerpos existentes en ella sino incluso las disposiciones de sus almas; y es evidente, por muchas razones, que cada una de las partes del cielo actúa sobre las cosas de la tierra y, en general, sobre todas las cosas de rango inferior. Dejemos para más adelante si estas últimas actúan sobre las primeras y, por el momento, demos por válidas las teorías admitidas por todos o, al menos, por la mayoría, siempre y cuando se nos aparezcan como razonables. Hemos de indicar ya desde un principio cuál es el modo de acción de los astros, porque esta acción no es sólo la del calor, la del frío o la de cualesquiera otras cualidades a las que consideramos como primeras, sino también la de cuantas derivan de su mezcla. Diremos mejor que el sol no verifica toda su acción por el calor, ni todos los demás astros por medio del frío, porque ¿cómo podría haber frío en el cielo tratándose de un cuerpo ígneo? Tampoco se concebiría la acción de ningún astro por medio de un fuego húmedo, con lo cual no es posible explicar de tal modo las acciones de los astros y muchos de sus hechos quedarán oscuros en su origen. Aun admitiendo que las diferencias de caracteres provengan de las de los temperamentos corpóreos, y éstas a su vez del predominio del calor o del frío en el astro que las produce, ¿cómo podríamos explicar la envidia, los celos o la misma astucia? Y si damos con la explicación, ¿cómo deducir de aquí la buena y la mala suerte, la riqueza y la pobreza, la nobleza de nacimiento o el descubrimiento de un tesoro? Tendríamos realmente a mano innumerables hechos que nos alejan de las cualidades corpóreas que los elementos dan a los cuerpos y a las almas de los seres animados.

No hay que atribuir, pues, a una libre decisión consciente, ni a razonamientos que tengan lugar en los astros o en el universo, todos los hechos que acontecen a los seres que dependen de ellos. Porque es ilógico admitir que los seres superiores preparen la trama de las cosas de los hombres, de tal modo que, por ellos, unos sean ladrones, otros mercaderes de esclavos, otros horadadores de murallas y saqueadores de templos, y otros, en fin, faltos de virilidad y afeminados, hombres vergonzantes en sus acciones y en sus pasiones. En verdad que no puede hablarse aquí de dioses, ni siquiera de hombres de mediana condición, ni de nadie que maquine o realice estas cosas, de las que, verdaderamente, no obtendría utilidad alguna.

32. Si no atribuimos ni a causas corpóreas ni a una libre decisión las influencias del cielo que recaen sobre nosotros, sobre los demás seres animados y, en general, sobre las cosas de la tierra, ¿qué otra causa podríamos invocar? En primer lugar, este universo es un solo ser animado que contiene en sí mismo todos los demás seres animados; en él se encuentra también un alma única, que llega a todas sus partes en cuanto que todos los seres son asimismo partes de él. Pues todo ser es una parte en el conjunto del universo sensible; y lo es, en efecto, en tanto que tiene un cuerpo, ya que, en lo que respecta a su alma, es también una parte en tanto que participa en el alma del universo. Decimos de los seres que participan sólo en esta alma que son partes del universo, pero afirmamos de los que participan en otra alma que no son ya únicamente partes del universo. En este sentido, no dejan de sufrir igualmente las acciones de los otros seres, en cuanto que encierran en sí mismos una parte del universo y reciben de él, además, todo lo que ellos tienen. Este universo es, por consiguiente, un ser que comparte el sufrimiento. Y así como en un animal las partes más alejadas son realmente próximas, como ocurre con las uñas, los cuernos y los dedos, así también son próximas en él las partes que no se tocan; porque, no obstante el intervalo y aunque la parte intermedia no sufra, esas mismas partes sufren la influencia de las que no son próximas. Tenemos el ejemplo de las cosas semejantes y no contiguas, separadas por algún intervalo: es claro que esas partes simpatizan entre sí en virtud de su semejanza, puesto que, aun manteniéndose alejadas, tienen necesariamente una acción a distancia. Siendo como es el universo un ser que culmina en la unidad, ninguna de sus partes puede estar tan alejada que no le sea próxima, dada la tendencia natural a la simpatía que existe entre las partes de un solo ser. Si el sujeto paciente es semejante al agente, la influencia que pueda recibir no le parece extraña; en cambio, cuando no es semejante esa misma pasión le parece extraña y no se muestra dispuesto a sufrirla. No conviene admirarse de que la acción de una cosa sobre otra resulte verdaderamente perjudicial, aun siendo el universo (como decimos) un solo ser animado; porque incluso en nosotros mismos, por la actividad que ejercen nuestros órganos, una parte puede ser dañada por otra, y eso ocurre con la bilis y la cólera de ella resultante, que atormentan y fustigan a las otras partes. También en el universo se da algo análogo a la cólera y a la bilis; así, en las plantas unas partes se oponen a otras hasta el punto de agostar la propia planta.

Pero este universo no es un solo ser animado, ya que en él pueden contemplarse varios seres. En tanto que ser uno, cada parte es conservada por la totalidad; en tanto que ser múltiple, cada parte, en concurrencia con las otras, es perjudicada frecuentemente por sus mismas diferencias. Porque es claro que mirando a su utilidad daña a las otras partes, verificando su nutrición gracias a las semejanzas y diferencias que mantiene con las demás partes y al esfuerzo natural que ella misma realiza. Así, pues, toma para sí lo que realmente es propio de otra parte y destruye a la vez todo cuanto es contrario a su naturaleza, por la favorable disposición hacia sí misma. Al realizar su acción ayuda a los seres que pueden aprovecharse de ella, pero destruye, o al menos daña, a aquellos otros seres que no pueden soportar su ímpetu, como se comprueba fácilmente en las plantas resecadas por el paso del fuego, o en los pequeños animales arrastrados o pisoteados por la carrera de los grandes. La génesis y la destrucción de todo esto, los cambios que, para bien o para mal, se originan con tal motivo, conforman la vida del ser animado universal, vida que continúa sin impedimento y con arreglo a la naturaleza. De modo que no es posible que cada ser viva como si existiese él solo, ya que, siendo una parte, no puede mirar únicamente hacia sí mismo sino que ha de hacerlo hacia el todo del que él forma precisamente parte. Y como cada parte es, a su vez, diferente, no puede poseer siempre condiciones propias de vida, que habrán de encontrarse en cambio en la vida única universal. Nada, pues, debe permanecer, si el universo es algo permanente y ha de encontrar su permanencia en la realización del movimiento.

33. De la misma manera que la revolución del cielo no se da al azar, sino que es conducida por la razón del ser animado, así también es necesario que se dé una armonía entre los sujetos agentes y los pacientes e, igualmente, un cierto orden en la disposición de las partes. De tal modo que para cada actitud de la revolución del universo hay una determinada disposición de las cosas que dependen de ella. Es como si se tratase de una misma danza interpretada por múltiples danzantes, pues también en las danzas que nosotros presenciamos cada movimiento del coro está sincronizado con otros cambios extraños a él, como por ejemplo el sonido de las flautas y las voces de los cantores, o cualesquiera otros instrumentos que con el coro tienen relación; pero, ¿a qué hablar ya de cosas tan evidentes? No podría decirse lo mismo, sin embargo, del papel individual de cada danzante, que debe adaptarse necesariamente a cada una de las figuras del coro: así, formará un todo con la danza y sus miembros se plegarán a ella, y mientras unos tendrán que flexionar, otros, por el contrario, quedarán libres; esto es, unos trabajarán fatigosamente y otros se tomaran un respiro a tenor de la diferencia de cada figura. La voluntad del danzante está realmente dominada por otra cosa y su cuerpo sufre con el paso de la danza, a la que, sin embargo, obedece por entero y de manera sincrónica. De modo que un hombre con experiencia de la danza podría anticiparnos cómo a tal esquema se corresponde una elevación de un miembro, o una inflexión de otro, o a un encubrimiento de uno, la humillación o abatimiento de otro. Ninguna otra elección cabe realizar al danzante, el cual, al incorporar a la danza todo su cuerpo, ha de dar necesariamente una determinada posición a las partes que colaboran en ella. A los movimientos del danzante hemos de comparar precisamente los que tienen lugar en el cielo, porque las cosas del cielo producen o anuncian todas las demás cosas, y mejor aún, el mundo entero, que vive con su vida universal, pone en movimiento las partes más importantes y las hace transformarse de continuo, hasta tal punto que las relaciones de estas partes entre sí y la que mantienen con el todo traen consigo las consiguientes modificaciones, como ocurre en el movimiento del animal. Y así, un estado determinado de cosas se corresponde con una determinada situación, posición y figura. No, ciertamente, porque en ello influyan los seres que forman la figura, sino por la actividad misma del agente que se la da, el cual no actúa sobre algo diferente a sí mismo, sino que es ya él mismo todas las cosas que existen. Trátese en un caso de las figuras, o en otro de las modificaciones que necesariamente las acompañan, siempre podrá decirse que se dan en el animal universal, dotado de un determinado movimiento. Su constitución y su composición son por naturaleza lo que son, mientras las pasiones y las acciones que hace recaer sobre sí mismo han de atribuirse a la necesidad.

34. Una parte de nosotros mismos, justamente la que pertenece al cuerpo del universo, queda ligada por completo a él. Más, como no pensamos que pertenecemos enteramente al universo, la dependencia de éste resulta de hecho tolerable. Así, pues, somos como sabios a sueldo que dependen de sus dueños en cierta medida, pero cumpliendo mandatos realmente moderados; porque, en todo caso, no podríamos ser llamados esclavos ni hombres que dependen totalmente de otro.

En cuanto a los cambios de figura que se producen en el cielo tendremos que atribuirlos necesariamente a la desigual velocidad de los planetas. Si este curso es lógico, se producirán también diferentes figuras en el animal total, y, por otra parte, si las cosas que ocurren en este mundo simpatizan de algún modo con las cosas del cielo, será razonable preguntarse si están de acuerdo con ellas, o si por sí mismas disfrutan de cierto poder, en cuyo caso este mismo poder les correspondería como tales figuras o como figuras de los astros. Porque una misma figura, situada en seres diferentes, no anuncia ni produce las mismas cosas, sino que cada una responde a una naturaleza distinta. Si decimos, pues, rectamente, que la figura de unos objetos no es otra cosa que estos objetos y la misma disposición que hay en ellos, la figura de otros objetos, aun siendo la misma, tendrá que aparecer como diferente. Y si es así, no concederemos la primacía a las figuras sino a los seres que las producen. O tal vez a unas y a otros. Porque vemos que en los mismos astros a figuras diferentes corresponden resultados diferentes, cosa que se da en uno mismo sólo con que cambie de lugar.

Pero, ¿qué es lo que hemos de atribuirles? ¿Acciones acaso, o simplemente señales? ¿Será que por unas y otras causas, o por todas ellas, pueden realmente producir y anunciar, o que únicamente les corresponde esto último? Esta es la razón de que atribuyamos un poder a las figuras y otro a las cosas figuradas, puesto que, también en los danzantes las manos y los otros miembros tienen cierto poder, y lo tienen en alto grado las figuras que ellos forman; en tercer lugar, están igualmente las cosas que se siguen de aquí, como las partes de los miembros que participan en la danza y las partes de estas partes, como ocurre con la mano, donde se da por simpatía una contracción de los músculos y de las venas.

35. ¿Cuál es, por tanto, el poder de las figuras? Hemos de volver sobre ellas para tratarlas aún con más claridad. Porque, por ejemplo, ¿en qué se diferencia de un triángulo el triángulo de los planetas? ¿Y en virtud de qué y hasta qué punto produce determinado efecto un astro que entra en relación con otro? Estas acciones, en nuestra opinión, no han de atribuirse ni a los cuerpos de los astros, ni siquiera a su voluntad. Y no han de atribuirse a los cuerpos porque los efectos producidos no son tan sólo acciones de los cuerpos; ni tampoco a la voluntad, porque sería ilógico que los dioses hiciesen voluntariamente cosas carentes de sentido.

Si quisiésemos recordar nuestros supuestos, éstos quedarían así: el mundo como un ser animado único, por lo cual ha de estar necesariamente en simpatía consigo mismo; el curso de su vida, si es conforme a la razón, ha de ser también armónico consigo mismo; por otra parte, nada en su vida quedará fiado al azar, sino que se encuadrará en una armonía y un orden únicos; sus esquemas se ajustarán asimismo a la razón, de tal modo que cada una de las partes que intervienen en la danza se interpreten numéricamente. Dos cosas hemos de poner aquí de acuerdo: la actividad misma del universo, con las figuras que se forman en él, y las partes que resultan de estas figuras, con todo lo que de ellas se deriva. De este modo podrá explicarse la vida del universo. Sus potencias contribuirán a ella, en la medida que deben su existencia a la acción de un agente racional. Estas figuras son como las razones, los intervalos, las disposiciones simétricas y las formas mismas, conforme a razón, del ser animado universal; los seres así separados y que componen estas figuras son como otros miembros del mismo animal. Pero éste, a su vez, cuenta con potencias independientes de su voluntad, aunque sean justamente partes suyas, puesto que lo que proviene de la voluntad queda fuera de estas partes y no contribuye ciertamente a la naturaleza del animal. La voluntad de un animal único tiene necesariamente que ser una; pero si ese animal tiene potencias múltiples, nada impedirá que cada una de ellas tienda a un fin distinto. Sin embargo, todas las voluntades contenidas en el animal universal se dirigirán siempre a una misma cosa, como fin exclusivo de la voluntad única del universo. Existirá el deseo de una parte hacia otra, porque alguna de ellas querrá apropiarse de la otra si de ésta tiene necesidad: así, la cólera hacia otro será motivada por la aflicción, en tanto el crecimiento se hará también a expensas de otro ser y la generación, por su parte, nos traerá siempre algo distinto. Pero el universo, que produce en los seres todas estas cosas, busca él mismo el Bien y, aún mejor, lo contempla. Eso mismo hace también la voluntad recta, situada sobre las pasiones, colaborando en tal sentido con la voluntad universal. De este modo, los que trabajan a sueldo de otro realizan muchas cosas ordenadas por sus dueños, pero, no obstante, el deseo del bien les conduce al mismo fin que a ellos.

Si el sol y los demás astros miran realmente a las cosas de aquí, hemos de pensar que el mismo sol — para fijarnos exclusivamente en él — mira también a las cosas inteligibles, produciendo a la vez, de la misma manera que calienta las cosas de la tierra, todo eso que a él se atribuye. Y aun después distribuye algo de su alma, en virtud del alma vegetativa múltiple que se encuentra en él. Por su parte, los demás astros transmiten su poder, como si lo irradiasen, pero sin que en ello intervenga su voluntad. Y todos, en conjunto, forman una sola figura, ofreciendo una u otra disposición según la figura adoptada.

Todas las figuras tienen ciertamente su poder, y a tantas figuras corresponderán por necesidad tantos efectos, aunque a decir verdad algo del efecto proviene de las mismas cosas que forman las figuras, con lo cual a cosas diferentes corresponderán también efectos diferentes. Incluso en las cosas de aquí advertimos claramente el poder de las figuras, existiendo en nosotros el temor de experimentar daño con la percepción de ciertas figuras, mientras otras son vistas sin perjuicio alguno. Tendríamos razón para preguntarnos: ¿por qué unas figuras perjudican a unos y otras a otros? Sin duda, porque en un caso actúan unas figuras y en otro, otras, y precisamente aquellas que pueden hacerlo para lo que naturalmente están dispuestas. Y así, una figura atrae la mirada de una persona, pero otra, en cambio, no tiene atractivo para ella. Si se dijera que es su belleza la que nos atrae, ¿por qué, entonces, un objeto bello es del gusto de uno, y otro del gusto de otro, si la diferencia de figura no tiene poder alguno? ¿Por qué hemos de afirmar que los colores actúan eficazmente, y no del mismo modo las figuras? Porque, hablando en términos generales, resulta absurdo incluir una cosa entre los seres y no atribuirle poder alguno. El ser es lo que es capaz de actuar o de sufrir. Y así, a unos seres atribuimos la acción, y a otros, en cambio, la acción y la pasión; aunque, a decir verdad, se den en ellos otros poderes que los de su, figuras, porque en la misma tierra existen otros muchos poderes que no se derivan del calor o del frío, y hay, por ejemplo, seres que difieren por su cualidad y se ven atenidos en su forma a razones seminales, los cuales participan en el poder de la naturaleza: tal es el caso de las piedras y de las plantas, que producen muchos efectos maravillosos.

36. Este universo encierra la mayor variedad y se dan en él las más diversas e ilimitadas potencias. Si nos referimos al hombre, vemos que cada ojo tiene su poder e, igualmente, cada hueso el suyo: uno es el poder de los huesos del dedo, otro el de los del pie, y no hay ninguna parte que no tenga el suyo propio, diferente del de otra parte, aunque nosotros lo desconozcamos por no haberlo aprendido. Otro tanto ocurre, y aun con mayor razón, en el universo; con mayor razón, decimos, porque los poderes de que disfrutamos son huellas (de los poderes) del universo. Hay en éste, en efecto, una innumerable y maravillosa diversidad de potencias, y lo mismo acontece en los astros del cielo. Porque no es el universo como una casa sin alma, grande y amplísima, conformada con materiales fáciles de enumerar, como piedras y troncos de madera y, si se quiere, todavía algunos más. Conviene, por el contrario, que forme un mundo ordenado, algo así como un ser despierto en el que todo viva a su modo, y sin que nada pueda darse que no se dé a la vez en él. Así se resuelve la dificultad acerca de cómo puede haber algo sin alma en un ser verdaderamente animado. Porque la razón nos dice que todo vive a su modo en el universo, y nosotros afirmamos, por nuestra parte, que nada vive si no recibe del universo un movimiento que afecte a nuestros sentidos. Todo, sin embargo, tiene su vida, pero una vida que a veces se nos oculta. El ser, cuya vida nosotros percibimos, es un compuesto de otros seres cuya percepción se nos escapa, pero cuyos poderes maravillosos contribuyen a la vida del todo. El hombre, realmente, no podría ser movido de tal manera si su movimiento fuese el resultado de poderes sin alma. Y el universo, a su vez, no viviría como vive, si cada uno de los seres que hay en él no tuviese su vida propia, aun sin la presencia de la voluntad. Porque el universo mismo no necesita en modo alguno de la voluntad, como ser que precede a los seres de este género. Ello explica que muchos seres obedezcan a poderes de esta clase.

37. Nada de lo que existe en el universo debe ser rechazado. Porque si tratásemos de encontrar en qué consiste la acción del fuego y de los cuerpos parecidos a él, por muy sabios que nos creyésemos nos hallaríamos en gran dificultad, de no atribuir su poder al hecho mismo de que se dé en el universo. Y otro tanto ocurriría con los cuerpos que nos son más usuales. Pero nosotros no emitimos nuestro juicio ni mantenemos dudas sobre los hechos que nos resultan habituales; muy al contrario, desconfiamos de las cosas que no son habituales, que son las que, ciertamente, producen nuestra admiración. Cuando, en verdad, también la producirían aquellos otros hechos si se nos diesen a conocer sus operaciones antes de experimentar sus poderes.

Hemos de afirmar que, aun sin la razón, todo ser tiene un cierto poder, modelado y conformado como está en el universo, y participante además en el alma de éste, verdadero ser animado por el cual es contenido y del cual, a su vez, forma parte. Porque es evidente que nada hay en el universo que no sea parte de él, si bien unos seres disfrutan de más poder que otros y las cosas de la tierra, por ejemplo, son inferiores en potencia a las cosas del cielo, que disponen de una naturaleza más visible. En cuanto a la acción de las potencias no hemos de atribuirla a la voluntad de los seres de los que parece provenir — puede darse, en efecto, en seres carentes de voluntad — , ni a una reflexión sobre el don mismo de su poder, aun en el caso de que algo del alma provenga de esas potencias. Porque unos seres animados pueden proceder de otro sin que éste lo haya querido ni se vea disminuido por ello; e incluso sin que llegue a comprenderlo. Aun en el caso de que ese ser contase con voluntad, no sería ésta la que realmente actuase; con mayor razón, si se trata de un ser que no posee la voluntad y tampoco conciencia de sus actos.

38. Todo lo que proviene del cielo, sin ser movido por ninguna otra parte del universo, esto es, todo lo que en general proviene de lo alto y aun, si acaso, lo que es resultado de alguna otra cosa, como por ejemplo de simples rogativas o de cantos verificados conforme a ciertas reglas, todo esto, decimos, no debe ser atribuido a las cosas del cielo, sino más bien a la naturaleza de la acción misma.

Todo lo que es provechoso a la vida o proporciona alguna utilidad debe ser considerado como una donación, que va precisamente de las partes mayores a las más pequeñas. Cuando se dice que (los astros) tienen una influencia perniciosa en la generación de los animales, es porque el sujeto no ha podido recibir el bien que le fue dado. Porque un ser animado no nace simplemente: nace para un fin y en un determinado lugar, y conviene que sufra la influencia adecuada a su naturaleza. Las mezclas, además hacen también mucho, dado que cada (astro) ofrece algo beneficioso para la vida. Aunque podría ocurrir, en algún caso, que lo que es naturalmente ventajoso, no lo fuese en la realidad, ya que el orden del universo no da siempre a los seres lo que cada uno de ellos quiere. Nosotros mismos añadimos muchas cosas a los dones que se nos otorgan.

Y, sin embargo, todas las cosas se entrelazan y componen una sinfonía maravillosa. Vienen verdaderamente unas de otras, y aun de sus contrarias, porque todas provienen de un solo ser. Si algo falta para su perfección en los seres engendrados, atribúyase a la imperfección de su forma, que no ha podido dominar a la materia. Ello explica, por ejemplo, que algunos seres carezcan de la excelencia de linaje, por cuya privación se ven abocados a la fealdad.

De modo que unas cosas son producidas por los seres de lo alto, otras son debidas a la naturaleza del sujeto y otras, en fin, son añadidas por los mismos seres en los que se dan. Como todas las cosas responden a un orden y convergen a un mismo fin, pueden ser realmente anunciadas. Ciertamente, la virtud no tiene dueño, pero sus actos aparecen entramados en el orden universal, porque las cosas sensibles dependen de las cosas inteligibles, y las cosas de este universo de seres verdaderamente más divinos que ellas. Así, pues, lo sensible participa en lo inteligible.

39. He aquí, por tanto, que las cosas del universo no dependen de razones seminales sino de razones todavía más comprensivas, pertenecientes a seres anteriores a las razones seminales. Porque no se encuentra en las razones seminales la causa de los hechos que son contrarios a ellas, y ni siquiera la de los hechos que provienen de la materia y colaboran con el universo, o la de las acciones que ejercen, unos sobre otros, los seres que han sido engendrados. Más semejaría la razón del universo a una razón que introdujese el orden y la ley en una ciudad, la cual tendría que conocer las cosas que hacen los ciudadanos e, igualmente, aquello por lo que actúan. Así, daría sus leyes para cumplir todo esto y combinaría con las leyes sus pasiones, sus acciones y el honor o el deshonor que se siguen de ellas, con lo que todas las cosas compondrían espontáneamente una sinfonía. El hecho de que existan los signos no quiere decir que sean ellos precisamente los que nos sirvan de guía, ya que las cosas se suceden de tal modo que unas son presagio de las otras. Dado que el universo es uno, y todo también se atribuye a la unidad, unas cosas son conocidas por otras, la causa por lo que es causado, el consiguiente por el antecedente y el ser compuesto por uno de sus elementos, ya que todos ellos se dan a la vez.

Si las cosas que se dicen fuesen verdaderas, las dificultades quedarían resueltas y, sobre todo, la que atribuye a los dioses los males del universo. Pero la voluntad de los dioses no es realmente la causa de estos males, pues todo lo que viene de lo alto resulta de necesidades naturales, que ponen en relación unas partes con otras de acuerdo con lo que requiere la vida universal. Por otra parte, ‘muchas de las influencias de los astros, que, separadamente, no producen ningún mal, originan por su mezcla resultados muy diferentes. Tengamos en cuenta que cada ser no vive para él sino para el todo y que, además, el sujeto sufre una influencia no apropiada a su naturaleza, no pudiendo por tanto dominar lo que se le ha dado.

40. Pero, ¿cómo explicar las artes del encantamiento? Sin duda, por la simpatía, ya que hay un acuerdo natural entre las cosas semejantes, así como hostilidad entre las cosas diferentes, colaborando verdaderamente muchas y variadas potencias a la unidad del ser universal. Por otra parte, se siguen y se producen muchos encantamientos sin intervención de las artes de la magia; la verdadera magia ha de atribuirse a la Amistad y a la Discordia que enseñorean el universo. El primer mago y encantador es bien conocido de los hombres, que se sirven de sus brebajes y de sus encantamientos en la acción de unos sobre otros. Y así, porque está en su naturaleza el que se amen, todo lo que tiende al amor es motivo de atracción para ellos, naciendo de ahí el arte de atraer el amor por medio de la magia. El mago, en realidad, no hace más que unir a los seres que ya están naturalmente unidos y que se profesan un amor recíproco; así, une un alma a otra alma, lo mismo que se unen dos plantas que no están próximas. Las figuras de que el mago se sirve tienen cierto poder, que él atrae y concentra en sí mismo sin ruido alguno, colocado como verdaderamente está dentro de la unidad universal. Porque si suponemos al mago fuera del mundo, no hay ya lugar para el encantamiento ni para que desciendan hacia él las artes y los lazos de la magia. Pero si ocurre lo contrario, es porque no lleva ese poder lejos de sí y porque conoce la manera de conducirlo sobre algo diferente, pero dentro del animal universal. Se vale para ello de conjuros mágicos, de ciertas palabras y actitudes, cuyo atractivo es análogo al de las palabras y actitudes de conmiseración, por las cuales se ve atraída el alma. No otro es el efecto de la música, que cautiva no solamente nuestra voluntad sino también nuestra razón, e incluso nuestra alma irracional. Y su magia, sin embargo, no produce nuestra admiración, siendo así que la música fascina y produce el amor, aunque no sea esto precisamente lo que se exija de los músicos.

Con todo, no hemos de creer que las súplicas sean acogidas voluntariamente por los dioses, ni tampoco que las conozcan los que son cautivados por los conjuros mágicos. Porque, cuando una serpiente fascina a un hombre, el hombre encantado no conoce ni siente esta influencia; mejor dicho, la conoce cuando ya la ha sufrido, pero sin que tenga parte alguna en ello el principio que le dirige. Así, cuando se exalta a algún ser, una influencia desciende de este ser sobre el suplicante o sobre otro; pero esto no quiere decir que el sol o cualquier otro astro den oídos a la súplica.

41. Pueden explicarse los efectos de la súplica por la simpatía de unas partes con otras, al igual que en una cuerda tendida la vibración que viene de abajo se propaga en seguida hasta lo alto. E incluso, con mucha frecuencia, cuando una cuerda (de la lira) vibra, otra siente esta misma vibración por su ajuste a un acuerdo y a una armonía única. Aun llevando las vibraciones de una lira a otra, puede observarse esta simpatía.

También en el universo se da una armonía, aunque en ella intervengan los contrarios. Porque esa armonía está hecha de partes semejantes y afines, pero igualmente de partes contrarias. Todo lo que sirve de ultraje para los hombres, como por ejemplo la cólera atraída hacia el hígado con la bilis, no se ha hecho con este fin. Igual ocurre si alguien, al tomar fuego de una hoguera, daña a otro ser sin proponérselo; es claro que el causante es quien ha tomado el fuego y a él, que ha llevado el fuego de un lugar a otro, ha de atribuirse esa acción. Pero esto sucede así porque el ser al que se ha transferido el fuego no es capaz de recibirlo.

42. En consecuencia, los astros no tienen necesidad de memoria — con tal objeto hemos tratado de todas estas cuestiones — , ni de las sensaciones provenientes de los seres. No se da en ellos, como piensan algunos, una aquiesencia a nuestras súplicas, porque, con nuestras súplicas o sin ellas, siempre recibimos de los astros alguna influencia, como partes que ellos son, al igual que nosotros mismos, de un solo y único universo. En éste se ejercen, ciertamente, muchos poderes independientes de la voluntad, sean o no ayudados por el arte. Y es que se trata (como decimos) de un ser animado único, cuyas partes se favorecen o perjudican en razón a su naturaleza. El arte de los médicos y el de los magos tiende a que una parte ofrezca a la otra alguno de sus poderes privativos. El universo, a su vez, da también algo a sus partes, algo que es realmente de él — o que resulta de la atracción de una de estas partes y, por tanto, de su misma naturaleza; porque, en definitiva, nadie que dirija sus súplicas a lo alto puede sentirse ajeno al universo.

No hay razón para admirarse de que el suplicante sea un malvado, puesto que los malos extraen igualmente agua de los ríos, sin que el ser que da sepa a ciencia cierta lo que da, sino simplemente que da algo. Así, pues, esta ordenación y estos dones provienen de la naturaleza del universo. De tal modo que si algún malvado toma de lo que es de todos lo que no debiera, le alcanzará el castigo por una ley necesaria.

No hemos de conceder, sin embargo, que el universo sufre; hemos de afirmar, por el contrario, que su parte dirigente es totalmente impasible. Las pasiones, si acaso, tienen lugar en sus partes y vienen muy bien a ellas; pero como nada de lo que ocurre es contrario a la naturaleza, todo lo que acontece deja al universo impasible frente a sí mismo. También los astros, supuesto que experimenten pasiones, son seres verdaderamente impasibles, como partes constitutivas del universo. Disfrutan, podemos decir, de una voluntad impasible y de unos cuerpos y unas naturalezas incapaces de recibir daño alguno. Y si, a través de su alma, dan algo de sí mismos, lo que fluya de ellos será para nosotros imperceptible, lo mismo que si reciben alguna cosa permanecerá oculta para nosotros.

43. Pero, ¿cómo influyen sobre el hombre sabio la magia y los brebajes? A su alma, desde luego, no llegan los efectos de la magia, puesto que su razón es impasible y no cambia en modo alguno de opinión. Sufrirá, no obstante, por medio de esa alma irracional que le viene del universo; o mejor aún, será esa alma la que sufra en él. Mas de los brebajes no se originará en él el amor, dado que el amor sólo tiene lugar si el alma racional aprueba la pasión del alma irracional. Y en el caso de que su alma irracional experimente encantamientos podrá liberarse de su poder por encantamientos de signo contrario, los primeros traerán para él la muerte, la enfermedad y otros males del cuerpo, porque lo que en él constituye una parte del universo tiene que sufrir la influencia de las otras partes, e incluso del mismo universo; pero él mismo, sin embargo, no experimentará daño alguno.

No es contrario a la naturaleza que no se experimenten esas influencias de modo inmediato, sino al cabo de un cierto tiempo. En cuanto a los demonios no hay inconveniente en que sufran por medio de su parte irracional; ni es absurdo, asimismo, concederles la memoria y la sensación, porque puede encantárseles y conducírseles de manera natural, siendo los más vecinos a nosotros los que mejor pueden escuchar nuestras súplicas, mucho mejor indudablemente que los que se encuentran más alejados. Pues todo ser que tiene relación con otro puede ser, en efecto, encantado por él, hasta el punto de que éste le hechice y le arrastre consigo. Sólo el ser que no tiene relación más que consigo mismo queda libre del encantamiento. Ello explica que toda acción y toda vida estén sujetas a los conjuros, porque, sin duda de ningún género, se ven arrastradas hacia esos mismos objetos que las encantan. De ahí las palabras (de Platón): “el magnánimo pueblo de Erecteo es de apariencia hermosa”. Pero, ¿qué es lo que puede aprenderse en nuestras relaciones con otro ser? Nos sentimos arrastrados, en realidad, no por las artes de los magos, sino por la naturaleza misma que nos ilusiona con sus fraudes y enlaza unos seres a otros, pero no de una manera local sino con la acción de sus filtros.

44. Únicamente la contemplación escapa al encantamiento, porque nadie ejercita el encantamiento consigo mismo. Se trata aquí de un solo ser, ya que es también él mismo el objeto que contempla. Y es claro que su razón no puede sufrir engaño, porque ella hace lo que debe hacer y realiza asimismo su vida y su actividad propia. En ésta no son su libertad ni su razón las que le dan el impulso, sino la parte irracional, instituida como principio. Son así, pues, las pasiones las que actúan como premisas.

Tienen indudablemente un claro atractivo el cuidado de los hijos, la inclinación al matrimonio y todos los placeres que seducen a los hombres y halagan sus deseos. Todas nuestras acciones, tanto las que son movidas por la cólera como las afectadas por el deseo, carecen por completo de razón. Toda nuestra pasión política o nuestro deseo del arcontado están provocados por el ansia de dominio que es innata en nosotros. Los actos que realizamos en evitación del sufrimiento tienen como principio el temor, e, igualmente, los que tienden a nuestra utilidad toman su origen del deseo. De tal manera que cuando actuamos para nuestro provecho tratamos de satisfacer nuestros deseos naturales, lo cual constituye claramente una especie de coacción de la naturaleza en su intento de familiarizarnos con la vida.

Podrá decirse tal vez que las acciones bellas escapan al encantamiento, ya que, de no ser así, tampoco escaparía la contemplación, que se refiere de hecho a las cosas hermosas. Si, ciertamente, las acciones bellas se consideran como necesarias, es claro que escapan al encantamiento, aun en el supuesto de que la belleza real sea algo distinto. Porque es indudable que conocemos su necesidad, y la vida, además, no inclina decididamente hacia abajo y hacia la materia, sino en la medida en que la fuerza la naturaleza humana y esa inclinación a conservarla que se da en los demás y en nosotros mismos. Quizá por eso parezca razonable el no privarse de la vida, porque, si todo ocurre así, somos verdadera presa del encantamiento. Mas, si se ama la belleza que hay en esas acciones y se capta engañosamente por la vista los vestigios de hermosura que ellas contienen, lo que realmente perseguimos es la belleza de las cosas de este mundo, dominados como estamos por el encantamiento. Pues entonces, la aplicación a esta imagen de lo verdadero y el mismo atractivo que ella ejerce nos seduce engañosamente con su embeleso irresistible.

Tal es la acción de la magia de la naturaleza. Porque perseguir como un bien lo que no es un bien y dejarse arrastrar a su vista por impulsos irracionales, no es otra cosa que verse llevado inconscientemente a donde uno no quisiera ir. ¿Y puede concebirse la magia de otro modo? Sólo escapa, por tanto, a la acción del encantamiento aquel que, no obstante el atractivo de las partes inferiores de su alma, sostiene firmemente que no es un bien lo que ellas declaran como un bien, ya que el único bien existente es el que él conoce sin engaño posible y sin buscarlo, por la certeza de su posesión. Ya entonces no se ve atraído a él de ninguna manera.

45. De todo lo que hemos dicho una cosa resulta clara, a saber, que cada una de las partes del universo, según su naturaleza y su disposición, colabora con el todo y sufre y actúa, no de otro modo que en un animal cada una de sus partes, de acuerdo con su naturaleza y su constitución, colabora con el todo y le presta sus servicios, siempre a tenor de la ordenación y utilidad mas justas. Cada parte da de sí misma, y recibe a la vez de las demás todo lo que la naturaleza le permita recibir; pues no olvidemos que se da en el todo una conciencia perceptiva de sí mismo. Pero si, además, cada parte fuese verdaderamente un animal, realizaría las funciones de un animal, que son, en realidad, muy diferentes a las de cada una de las partes.

Otra cosa también está clara en lo que a nosotros concierne, y es que ejercemos una cierta acción en el universo. Y no solamente sufrimos en cuanto al cuerpo todo lo que el cuerpo puede sufrir, sino que introducimos en el universo esa otra parte de nosotros que es el alma. Así, pues, mantenemos contacto con los seres exteriores por aquellos lazos que nos son afines con ellos. Por medio de nuestras almas y de nuestras disposiciones tomamos contacto, o mejor ya lo mantenemos, con todos esos seres que nos siguen en la región de los demonios, e incluso con los que están más allá de ellos. De manera que no podrá ignorarse verdaderamente lo que nosotros somos.

Pero no recibimos, ni damos todos, las mismas cosas. Porque, ¿cómo podríamos dar a otro lo que nosotros no poseemos, como por ejemplo un bien? Por supuesto que tampoco podríamos hacer donación de un bien a un ser incapaz de recibirlo. Un ser dominado por el vicio será conocido por lo que él es y, de acuerdo con su naturaleza, se verá impulsado hacia lo que realmente posee; luego, una vez liberado del cuerpo, se sentirá atraído hacia la región conveniente a su naturaleza. En cambio, para el hombre bueno, todo será muy diferente: lo que él reciba, lo que él dé, sus propios cambios de lugar. En ambos casos, sin embargo, la naturaleza regula los impulsos con la finura de un cordel.

He aquí, pues, cuán maravillosos son el poder y el orden del universo. Todas las cosas se desarrollan en él en un caminar silencioso y según la justicia, a la que ningún ser escapa. Por ello el malvado, aun sin darle oídos, es llevado sin saberlo al lugar del universo que verdaderamente le corresponde. Pero el hombre de bien sí que conoce esta justicia y va a donde debe ir, sabiendo ya, antes de partir, cuál es necesariamente su morada. Tiene en verdad la firme esperanza de que vivirá en compañía de los dioses.

En un animal pequeño sus partes apenas se modifican, con lo cual sus percepciones son también muy reducidas. Y no es posible que sus partes sean seres animados, salvo si acaso algunas, pero éstas en el menor grado. Mas, en el animal universal, de dimensiones tan grandes y un relajamiento tan acusado que da cabida a muchos seres animados, debe haber indudablemente movimientos y cambios de proporciones considerables. Vemos, por ejemplo, cómo se desplazan y se mueven regularmente el sol, la luna y el resto de los astros. No es ilógico, por tanto, que también las almas se desplacen y, como no conservan siempre el mismo carácter, adoptarán el orden que convenga a sus pasiones y a sus acciones. Así, unas ocuparán un lugar en la cabeza, otras en los pies, conforme a la armonía del universo. Porque es evidente que el universo encierra diferencias en cuanto atañe al bien y al mal. El alma que no ha escogido aquí lo mejor, ni ha participado asimismo de lo peor, pasa realmente a un lugar puro, ocupando así la morada que ella ha escogido. Los castigos que sufren las almas son como remedios a sus partes enfermas; en unas, habrán de emplearse remedios astringentes, en otras se apelará a desplazamientos o a modificaciones para restablecer la salud, colocando al efecto cada órgano en el lugar que le corresponda. El universo conserva también su salud mediante la modificación o el desplazamiento de las partes del lugar afectado por la enfermedad a otro que verdaderamente no lo esté.