Igal: Tratado 47,4 (III, 2, 4) – A vida daqui é movimento e desordem

4. No nos admiremos de que el fuego sea apagado por el agua, o de que cualquier otra cosa sea destruida por el fuego. Alguna otra cosa trajo al fuego a la existencia y, como no se ha producido por sí mismo, algo también que no es él le destruye. El fuego vino a la existencia por la destrucción de alguna otra cosa, con lo cual, naturalmente, nada tiene de extraño que él mismo sea destruido, porque, además, una cosa nueva surge con la destrucción del fuego. En el cielo incorpóreo todo permanece, en tanto en el nuestro subsiste con vida la totalidad e, igualmente, las partes más preciadas y señeras, pero, bien es verdad también que hay almas que pasan a otro cuerpo y nacen de nuevo con otra apariencia; y, ciertamente, cuando les es posible, eluden el nacimiento y tienden a reunirse con el alma universal. Hay en este cielo cuerpos vivos, todos ellos agrupados en especies, de los cuales otros animales recibirán su ser y su alimento: porque la vida que aquí se da es una vida móvil, en tanto la del mundo inteligible es una vida inmóvil. Conviene que el movimiento proceda de la inmovilidad, y que otra vida diferente se origine de la vida que se da en sí misma; esa nueva vida será como un soplo que no permanece quieto, como una respiración de la vida inmóvil.

Por necesidad los animales han de atacarse y destruirse, ya que, al haber nacido, no son eternos. Pero, si han nacido es porque la razón ocupa toda la materia y contiene en sí misma todos los seres, que se dan, igualmente, en el cielo inteligible. Porque, ¿de dónde vendrían esos seres, si no se diesen allí? Los hombres proceden injustamente unos contra otros por causa de su aspiración al bien; incapaces de alcanzarlo, sufren frecuentes extravíos y se vuelven entonces los unos contra los otros. Pero con su falta tienen su castigo: las almas son pervertidas por la acción viciosa y se ordenan en consecuencia a un lugar peor, pues nada escapa a la disposición y a la ley del universo.

El orden no proviene del desorden, ni la ley nace de la desigualdad, como cree cierto filósofo, porque, en su opinión, lo que es mejor provendría de lo que es peor y alcanzaría la luz por ello. El orden existe porque ha sido traído de alguna parte y, justamente, porque hay orden se da también el desorden, como, porque hay ley y razón, existe la desigualdad y la sinrazón. Y no es que las cosas que son mejores hayan producido las que son peores, sino que las cosas que pretenden lo mejor se muestran incapaces de recibirlo, bien por su naturaleza, bien por un conjunto de circunstancias que les resultan extrañas. El ser incluido en un orden que no le es propio, no lo alcanza por una de estas dos razones: o por motivos que dependen exclusivamente de él, o por causas que atañen a otros seres. Muy a menudo, esos mismos seres le hacen sufrir sin querer, cuando tienden realmente a otro fin bien distinto. Los seres vivos que tienen el poder de moverse a sí mismos, se inclinan unas veces hacia el bien y otras hacia el mal. Quizá no sea justo decir que su inclinación al mal proviene de que busquen el mal, porque al principio esta inclinación es pequeña, yendo luego a más y aumentando consiguientemente el error sufrido. También es cierto que el alma se halla unida al cuerpo y que de esta unión se sigue necesariamente el deseo; un error inicial y momentáneo, que no ha sido corregido inmediatamente, dispone nuestra elección a la caída definitiva. El castigo vendrá después y no es inadecuado que se sufra entonces las consecuencias de tal disposición. No pidamos que les sea concedido el bien a quienes no han hecho nada por merecerlo. Tan sólo los seres buenos son felices; por lo cual también los dioses lo son.

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