Enéada IV, 4, 28 — A cólera

28. Pero bastante se ha dicho sobre esto. Volvamos ahora al asunto de que tratábamos e investiguemos respecto a la parte irascible del alma lo mismo que acerca de las pasiones, esto es, si tanto éstas como las penas y los placeres — y entiéndase bien, las afecciones, no las sensaciones — tienen su principio en un cuerpo animado. Porque ya acerca del principio de la cólera, o incluso acerca de la cólera misma, hemos de preguntarnos si responde a una disposición del cuerpo o sólo de una parte del cuerpo, como el corazón o la bilis, que no radique en un cuerpo inerte. Porque si es alguna otra cosa la que da a estos órganos una huella del alma, la cólera es entonces algo propio de ellos, pero no el producto de la facultad irascible o sensitiva. En cuanto a las pasiones, la potencia vegetativa que se encuentra en todo el cuerpo ofrece también su huella a todo el cuerpo, encontrándose así en todo él tanto el sufrimiento como el placer y el principio del deseo de saciarse. No se ha hablado hasta ahora del deseo sexual, pero demos por supuesto que radica en sus propios órganos, cosa que puede decirse igualmente del principio del deseo, al que se asigna la región del hígado. Y es que la potencia vegetativa, que comunica una huella del alma al hígado y al cuerpo, tiene realmente en aquel órgano su principal acción. Con lo que, si afirmamos que el deseo radica en el hígado, admitimos que se da ahí el principio de su acción. En cuanto a la cólera, ¿qué es en sí misma y qué parte del alma ocupa? ¿Proviene de ella la huella que merodea el corazón o es algo verdaderamente diferente lo que mueve el corazón y el hígado? Acaso no sea la huella de la cólera, sino la cólera misma, lo que se encuentre en el corazón. Por ello convendrá preguntarse primero qué es en realidad la cólera. Porque no sólo nos vemos afectados con lo que sufre nuestro cuerpo, sino que nos irritamos con lo que acontece a nuestros progenitores y, en general, con cualquier otra cosa que nos resulta inconveniente. De ahí que, para irritarse, haya que percibir o conocer alguna cosa. Por ello buscamos el origen de la cólera, no en la potencia vegetativa, sino en otro principio.

Está claro, pues, que la predisposición a la cólera es una consecuencia de la organización del cuerpo. Así, las personas de bilis y sangre caliente tienen inclinación a la cólera y, en cambio, los no biliosos, comúnmente llamados personas frías, no se ven fácilmente arrastrados por ella. En los animales, la cólera proviene del temperamento y no de un juicio sobre el daño que sufren; esto es lo que mueve en mayor grado a referir la cólera al cuerpo y a la disposición misma de éste.

No hay duda que las personas enfermas son más irritables que las personas sanas. Y lo mismo ocurre con las personas ayunas de alimento en relación con las saciadas de él. Lo cual nos indica claramente que la cólera, o el principio de la cólera, está radicado en el cuerpo. La bilis y la sangre son como convulsivos del cuerpo para producir los movimientos de la cólera; de modo que, cuando el cuerpo sufre, la sangre y la bilis se mueven a su tenor. Es entonces también cuando se origina la sensación, asociando el alma una imagen al estado del cuerpo y atacando a la vez la causa que lo produce. Pero la cólera puede, a la vez, provenir de lo alto; el alma, en este caso, se sirve de la reflexión ante una aparente injusticia, moviéndose con una cólera que ya no es cosa del cuerpo sino que se destina a combatir lo que se opone a su naturaleza, haciéndose así una aliada suya. Se produce de este modo un despertar irreflexivo que arrastra consigo la razón y, por otra parte, una cólera que comienza con la reflexión y concluye en la irritación natural del cuerpo. Estas dos clases de cólera se originan en la potencia vegetativa y generadora, que prepara un cuerpo susceptible de placeres y de dolores. Por la bilis amarga a ella debida e, igualmente, por la huella del alma que hay en esta bilis, se da libre paso a la irritación y a la cólera; pero no menos también, y quizá en primer lugar, por el deseo de dañar al que nos hace mal y de hacerlo semejante a uno mismo. La prueba de que la cólera se parece a la otra huella del alma (que llamamos el deseo), se basa en el hecho de que quienes buscan en menor grado los placeres del cuerpo, o los desprecian en absoluto, apenas son empujados a la cólera. Su falta de pasión es algo naturalmente irracional.

Tampoco debe sorprendernos en manera alguna el hecho de que los árboles no posean la facultad de irritarse, aunque tengan como es sabido la potencia vegetativa, puesto que los árboles carecen de sangre y de bilis. Cuando estos humores se producen sin la sensación hay como una convulsión y excitación del cuerpo; pero si les acompaña la sensación, entonces dirigimos nuestro ataque contra el objeto que nos irrita de modo que consigamos protegernos de él. Es claro que dividimos la parte irracional del alma en deseo y parte irascible, pero si el deseo es la potencia vegetativa y la parte irascible una huella de esta potencia en la sangre y en la bilis, no procedemos a una división correcta, ya que uno de los términos es anterior y el otro posterior. Aunque nada impide que ambos términos sean posteriores a otro y que la división se haya hecho de algo que proviene de él, puesto que la división afecta realmente a las tendencias y no al ser del que éstas provienen. Este ser no es en sí mismo una tendencia, sino que tal vez complete la tendencia anudando a sí mismo la actividad que proviene de ella. No resulta extraño afirmar que la huella del alma transformada en cólera tenga su sitio en el corazón; porque esto no quiere decir que el alma se encuentra ahí, sino el principio de la sangre de ese cuerpo.