4. Conviene, pues, remontarse al Uno, y al Uno verdadero. Esta unidad no es como los otros unos que, siendo múltiples, poseen la unidad por su participación en el Uno. Hemos de aprehender el Uno que no es tal a manera de participación, y que tampoco es más uno que múltiple. Porque el mundo inteligible y la Inteligencia tienen más unidad que los demás seres y están más cerca del Uno que todos ellos, aunque no sean el Uno en su total pureza. Pero, ¿qué es el Uno puro y verdadero, el Uno que no se dice de ninguna otra cosa y que nosotros deseamos ver, en cuanto ello nos es posible? Es preciso, entonces, lanzarse hacia el Uno y no añadirle ya nada más, sino detenerse en El, cuidando por entero de no alejarse de ahí y de no avanzar en medida alguna hacia la díada. Porque, en ese caso, tendríais el dos, y no el dos en el que el Uno entrase como unidad, sino el acoplamiento posterior de ambos. Ya que el Uno no se reúne numéricamente con ninguna otra cosa, ni con una unidad ni con otro número cualquiera, dado que, en general, no puede ser considerado como número. Pues él mismo es una medida, pero no es, en cambio, algo medido; ni es tampoco igual a las demás cosas, porque, siendo así, existiría con ellas. Y, entonces, existiría también algo que fuese común, a El y a las cosas que cuentan con El, término que tendría que precederle. No puede atribuírsele el número sustancial, como tampoco puede atribuirse a éste el número que le es posterior y con el que se numera la cantidad. Entiéndase por número sustancial el que da siempre el ser a la Inteligencia, y por número de una cantidad el que produce, precisamente, la cantidad por su unión a otros números, o, incluso, sin unirse a otros números, por ser ya él mismo un verdadero número. Por lo demás, la cantidad numérica que dice relación a la unidad imita a los números sustanciales que dicen relación a su principio, pues, en efecto, ni destruye ni desgarra la unidad para poder llegar a ser, así, cuando el número dos es engendrado, ya existe la unidad anterior a él, que no consiste en las unidades de la díada o siquiera en una de las que componen el número dos. Porque, ¿cómo habría de ser una unidad y no otra? Si, pues, no es ninguna de ellas, tendrá que ser la unidad superior subsistente por sí misma. Pero, ¿cómo entender las otras unidades? ¿Y cómo, por ejemplo, el número dos es uno? Y, si es uno, ¿se trata del mismo uno que se encuentra en esas dos unidades? Sin duda, se da una participación en la primera unidad, tanto por las dos unidades como por la díada en tanto que unidad; pero esta participación no es la misma. De igual manera, tampoco es la misma la unidad de un ejército y la unidad de una casa; porque la casa es una en razón a su continuidad, pero no por ser una en su ser o según la cantidad. Cabría preguntarse sí las unidades del número cinco son diferentes de las unidades del número diez, en tanto la unidad que hace del número cinco un uno “es la misma que la que hace del número diez otro uno. Porque sí comparamos una nave a otra nave — una nave pequeña a una grande —, una ciudad a otra ciudad, un ejército a otro ejército, resulta claro que son unidades de la misma clase. Pero si la unidad no era la misma en el caso anteriormente citado, tampoco debería serlo en los casos siguientes. Quedan, por tanto, al descubierto algunas dificultades sobre las que volveremos más adelante.