10. Por ello Zeus, que es el más antiguo de todos los dioses, a los que conduce, marcha el primero a la contemplación de lo bello, siguiéndole los otros dioses, los demonios y las almas que son capaces de esta contemplación . Y se les aparece desde un lugar invisible, surgiendo desde las alturas e iluminando y llenándolo todo con su luz. Incluso deslumbra a los seres de aquí abajo, que han de apartar de él su mirada, porque les resulta imposible verlo, lo mismo que al sol. Algunos, sin embargo, son elevados por él y llegan a contemplarle, en tanto otros caen en la turbación a medida que se alejan de él. Pero los videntes, esto es, los que son capaces de verlo, miran todos hacia él y a lo que hay en él, aunque cada uno de ellos no alcance siempre la misma visión. Porque uno que tenga la vista fija en él verá, por ejemplo, la fuente y la naturaleza de la justicia, y otro, en cambio, se llenará de la visión de la sabiduría, pero no de esta sabiduría que es propia de los hombres. Porque esta última es, de alguna manera, una imagen de la sabiduría inteligible, la cual, extendida sobre todas las cosas y por toda la magnitud lo bello, se aparece como la última visión para quienes ya han disfrutado de otras luces.
Esto es lo que contempla cada uno de los dioses y el dios que los reúne a todos. Y es también lo que contemplan las almas que ven allí todas las cosas, como abarcándolas desde el principio al fin. Ya que están allí en cuanto a lo que les responde por su naturaleza, aunque sea frecuente también encontrar la totalidad de las almas cuando no se presentan divididas. Viendo, pues, todo esto, Zeus y aquellos de entre nosotros que comparten su amor, que contemplan en último lugar y por encima de todo la belleza total, como participantes de la belleza inteligible… Porque todo allí resplandece y llena con su luz a los seres que habitan esa región, convertidos por esto mismo en seres bellos. Como ocurre frecuentemente con los hombres que, subidos a esas cimas que el sol baña con su luz, se llenan materialmente de ella y se tiñen a la vez del color del sol hacia el que marchan. En el mundo inteligible el color que trasparece sobre todo es la belleza, y mejor aún, todo es color y belleza desde las regiones más profundas; porque lo bello no es algo diferente que florezca por encima de él. Hay, sin embargo, quienes no ven plenamente la belleza, estimando su acto como una simple impresión, y otros que, embebidos completamente y llenos de este néctar, porque la belleza ha penetrado a través de toda su alma, no se consideran ya como meros espectadores. Entonces, ciertamente, no se da la dualidad del ser exterior que ve y del objeto que es visto, sino que el ser de mirada penetrante ve el objeto en sí mismo y posee también muchas cosas sin saber que las posee, viéndolas, por tanto, como si se encontrasen fuera de él. Las contempla, pues, como un objeto que se ve y que, además, se desea ver. Porque todo lo que se mira como un objeto, debe verse necesariamente fuera de sí. Ahora bien, conviene que lo transfiramos a nosotros mismos, que lo veamos como uno y como uno, ciertamente, con nosotros mismos. Así, el poseído de algún dios, de Febo o de alguna Musa, alcanza la contemplación del dios en sí mismo, si tiene también el poder de verlo en sí mismo.